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Erasmus en Częstochowa (Polonia)

Viaje de ida y primeras sensaciones 

A papá y a mamá se les notaba tristes, preocupados, supongo que porque el irse de Erasmus es lo más cerca de la emancipación que ha estado su hijo mayor. Y creo que están así porque esto les hace pensar en ese futuro que, de alguna manera, marca el fin de su relación conmigo, en el sentido de que ellos ya me han enseñado todo lo que tenían que enseñarme y de que, antes de que se dieran cuenta, me he ido de su día a día. Pero bueno, son solamente cinco meses. Aún queda mucho tiempo para eso. Irene —mi hermana pequeña—, detallista como ella sola, me compró para cenar unos nachos con guacamole, tostas de cebolla —gran fallo por su parte— y queso de cabra y unas palomitas que no pude ni probar, del empacho que llevaba. Acompañó la velada con unos globitos en forma de corazón.

Antes de acostarme le di muchas vueltas a todo. No por mí, sino por los gestos que la gente de mi entorno había tenido conmigo este día y los previos, que hacían que me creyera que estaba yendo a la guerra. No dormí muy bien, y me levanté con la tripa revuelta. Me tomé una manzanilla y fui al aeropuerto, donde me reuní con Aitor, Ander e Iker, mis compañeros de viaje.

Volamos sin problemas hasta Dortmund —Bilbao-Madrid, Madrid-Palma, Palma-Dortmund, por cierto—, donde llegamos sobre las 21:00. A mí, con tal de no gastarme dinero, me daba igual esperar tirado en el aeropuerto al vuelo de la mañana siguiente, pero el resto del grupo quería descansar como fuera en una cama, por lo que me sentí en la obligación de acompañarlos.

Encontramos un hostal no muy alejado de la zona, y allí dejamos todo el equipaje. Después fuimos a buscar algún sitio para cenar, pero ya eran las 22:00, hora a la que los alemanes parecen estar ya en el quinto sueño. Por suerte, dimos con una pequeña pizzería que cerraba a las 23:00. Al fin con el estómago lleno, volvimos a nuestras habitaciones.

Sobre las 6:45 del día siguiente estábamos en pie, y a las 7:00 nos dirigimos al aeropuerto. Tres horas más tarde, aproximadamente, llegaríamos a Katowice. Ya en Dortmund habíamos reservado cuatro asientos para un bus Katowice-Częstochowa que nos esperaría en el aeropuerto sobre las 12:00. Sin embargo, nada más pisar territorio polaco, nos llamó una chica que decía que ella y su compañero nos llevarían a nuestro destino en dos coches. No entendíamos qué estaba pasando, pero finalmente llegamos a Częstochowa, que es lo importante.

En el mismo punto donde nos dejaron los dos coches nos estaba esperando Bart, un doctorando de la Jan Dlugosz University que se encarga de ubicar medianamente a los estudiantes de Erasmus como nosotros. Es fan de los cómics, en especial de los mundos de Batman (aquí la evidencia) y del Pato Donald, y adora «festejar», como dice él de manera muy simpática. Menos mal que estaba ahí nuestro primer día; los que se encargaban del papeleo en nuestra residencia (Skrzat. Dom studenta nr 6 Akademii im. J. Długosza) no hablaban ni papa de inglés —al igual que todo buen polaco—, y él nos hizo de intermediario.

Estuvimos largo rato rellenando documentos y escuchando algunas medidas de seguridad excepcionales y no excepcionales de la residencia: las llaves de las habitaciones hay que dejárselas al recepcionista cuando se salga, y se te devuelven cuando enseñas una tarjetita de cartón personalizada; cuando se entra, hay que echarse espray desinfectante, y después una cámara te mide la temperatura; no se puede estar en las zonas de ocio comunes, como el gimnasio y la mesa de pimpón; dentro del edificio hay que llevar mascarilla; no se admite la entrada de personas que no habiten en la residencia. Nada que nos impactara en exceso. Además, la segunda medida, por ejemplo, dejó de aplicarse del tercer día en adelante.

Nuestras habitaciones están en el noveno piso. Hay dos con una pequeña terraza, y otras dos que no la tienen. Las primeras están a los laterales y son algo más estrechas, aunque, en realidad, todas son muy espaciosas y disponen del mismo mobiliario: una cama, una neverita muy ruidosa, un escritorio con varias estanterías, un armario y una especie de mesilla de noche. La cama, por cierto, tiene un colchón finísimo, y la almohada parece más un cojín de salón que otra cosa. Pronto descubrimos, tras recorrer varios supermercados y tiendas de decoración doméstica, que a Polonia aún no habían llegado las almohadas estrechas y alargadas que se ajustan al ancho de la cama.

Las terrazas y ventanas dan a Hercules, una de las dos residencias donde se alojan los estudiantes de la Universidad Politécnica de Częstochowa. La otra es la Maluch Student Dormitory, que se ve desde la cocina común de cada planta de nuestra residencia. Mires por donde mires, las vistas son preciosas, aunque los momentos más sosegados me los daría, del primer día en adelante, encontrarme en el dormitorio observando cómo las paredes se iban tiñendo de naranja rojizo hasta apagarse.

Atardecer desde la habitación. Desechable Fujifilm Quicksnap 400

La zona común es quizá la peor parte. Un pasillo muy angosto recorre las cuatro habitaciones; nada más entrar por cualquiera de las dos puertas que dan a nuestros dormitorios hay, en este orden, estanterías y un lavabo, una ducha con cortina, un retrete ubicado en un minúsculo cuartucho de dos metros cuadrados, y otra zona igual que la primera.

Este y los días posteriores los dedicamos a comprar material de cocina, decoración básica y limpieza, conocer a otros estudiantes de Erasmus que Bart nos presentaba y recorrer las calles principales de Częstochowa. También al principio, quizás porque nos parecía que estábamos haciendo algo mal si no pasábamos tiempo juntos, algunas noches Ander, Iker y yo las aprovechamos para ver películas. Intenté meterlos en el mundo del anime enseñándoles los primeros capítulos de Cowboy Bebop y Samurai Champloo, aunque creo que no tuve mucho éxito.

Iker me enseñó a jugar al ajedrez y a cocinar risotto de champiñones, y por fin encontré el momento idóneo para probar alimentos como la cebolla, la zanahoria, los pimientos y los propios champiñones. Procuramos comer y cenar todos juntos.

Częstochowa

Empecemos por lo básico. Częstochowa se ubica en Silesia, una de las dieciséis provincias de Polonia, al sur del país. 72,7 y 142 kilómetros más abajo se encuentran Katowice y Cracovia, respectivamente. Tiene una extensión de 160 kilómetros cuadrados y una población de 510 139 (2019), lo que contrasta sobremanera con los 345 821 (2018) habitantes que tiene Bilbao en un área cuatro veces menor.

Por muy a poca cosa que pueda sonar, realmente Częstochowa es una señora ciudad a la que anualmente acuden unos cuatro o cinco millones de peregrinos de todo el mundo —según datos fiables de Wikipedia—, con la intención de visitar el famoso cuadro de la Virgen Negra que se encuentra en el santuario católico de Jasna Góra (montaña brillante en castellano).

Dejando de lado la fama que le ha sido otorgada por la gracia de Dios, entiendo que Częstochowa no es precisamente la primera ciudad en la que uno piensa cuando pretende visitar Polonia; más allá de Jasna Góra, solamente se me ocurriría mencionar un lugar característico más: La Playa (en castellano, literalmente). Bueno, miento; lo característico no es La Playa en sí, que no es más que un bar, sino el entorno en el que se ubica: Park Lisiniec, un parque urbano en el que hay una pequeña playa artificial.

La ya mencionada Jasna Góra mira de frente y a lo lejos a una gran chimenea industrial, y el tramo que las une viene a ser la calle principal, donde se desarrolla la mayor parte de la actividad comercial en Częstochowa. En el centro está la plaza mayor, donde se sitúa el ayuntamiento y un monumento al dictador polaco Józef Piłsudski, al parecer muy venerado en el país.

A ambos lados de la calle hay arcos y pequeños pasadizos que dan a recovecos donde tímidamente se esconden más bares y restaurantes, además de tiendas de segunda mano llamadas Lombard y bloques de viviendas que parecen el descuidado patio trasero de las que se exhiben al otro lado. Los carriles de un tranvía que nunca vi pasar atraviesan perpendicularmente la calle principal.

A medida que uno se aleja del centro, que no es más que parte de la línea recta que une Jasna Góra y la chimeneaCzęstochowa parece otra. Menos compacta, menos transitada, menos ruidosa. Casi como si se tratara de una ciudad fantasma. Los paseos por esta eterna planicie nunca me dejaron indiferente. La emoción e inquietud del extranjero, supongo.

Si viera la zona urbanizada de Częstochowa desde arriba, diría que está organizada como la más perfecta de las matrices. Cada elemento sería un bloque de viviendas con su correspondiente zona verde, y dentro de él o en los inmediatamente contiguos se ubicarían todos los comercios que entendemos por esenciales. La carretera, obviamente, sería la encargada de hacer de línea divisoria entre elementos.

Los edificios más altos son, como gusta de repetir todo turista, «de estilo soviético»; es decir, imponentes bloques rectangulares de cemento carentes de ornamentos arquitectónicos. El inmutable cielo encapotado les da un aura sombría y aburrida. Con todo, las viviendas y locales más bajos pasarían totalmente desapercibidos en cualquier población occidental.

No vi rotondas, solamente cruces con semáforos que, de encontrarse en cualquier otro lugar, siempre estarían en ámbar parpadeante para los vehículos. La gente conduce de manera agresiva y alocada. Parece que les cobran por pisar el freno; deceleran súbitamente a dos metros del semáforo o del cruce de peatones. Derrapan sin miedo, y presumen como adolescentes del ruido del tubo de escape de sus coches.

Lo que sí vi fueron cuervos, muchos cuervos. Parece ser que allí estos siniestros pajarracos son tanto o más comunes que las palomas en España, aunque en Częstochowa ambas especies conviven en paz. Como dato curioso, en las habitaciones de Ander e Iker, que eran las que tenían terraza, había apoyado en el balcón un cuervo de plástico que tenía como misión protegernos de los de carne y hueso. No obstante, no sólo no ahuyentaba a los suyos, sino que incluso las palomas se atrevían a compadrear con ellos y llenar el suelo de cagadas.

La luz es tenue, no parece que exista el mediodía. Cuando el sol se digna a salpicarte con unos pocos haces de luz, da la sensación de que el atardecer no tardará en presentarse. Ya a mediados de octubre anochecía a las cinco de la tarde, aproximadamente. Los únicos postes de luz que alumbran con algo de brío son los que apuntan a la carretera. Por lo demás, uno no ve por dónde va pisando a menos que haya algún comercio por la zona. Los letreros quedan encendidos toda la noche, así como la propia luz del local en algunos casos.

El consumo de alcohol en la vía pública está prohibido, pero a los alcohólicos les es imposible no quedar al descubierto. Paseando en soledad, sentados con un par de compañeros en el banco de un parque cualquiera... Tampoco es raro verlos en las zonas más turísticas, a plena luz del día, tratando de entablar conversación con los transeúntes. Bart nos comentó que no está permitido mendigar en la calle, y es por ello que en la calle principal, justo enfrente del mercadillo que hay al lado de las líneas de ferrocarril, hay hombres y mujeres de media y avanzada edad vendiendo desde unos pocos frutos silvestres hasta maltrechas mochilas infantiles y calzado claramente usado.

Información de utilidad

Dónde tomar algo


Quien dice «tomar algo» dice desayunar, comer, cenar o pasar el rato con los amigos tomando un colacao calentito —o un par de cervezas, si no eres como yo—. Allá van algunos de los sitios que más me gustaron.
Paseando por la calle principal en dirección opuesta a Jasna Góra, en un callejón a mano izquierda antes de llegar al mercadillo se encuentra este bar. Está abierto todos los días a todas horas, y se convirtió en nuestro punto de encuentro oficial para calentar antes de ir a la discoteca Don Kichot. Tiene billar, unos sofás muy cómodos y karaoke, y allí probamos la famosa cerveza con vodka.
Bart nos quiso traer aquí con el único propósito de que probásemos «Perra rabiosa», un chupito de tequila con tabasco. El primero entraba bien, pero el segundo hacía que te ardiera la garganta un buen rato.

El sitio es un pub normal y corriente, menos elegante e íntimo que Lucky Saloon, pero más que pasable para echar la tarde. En Poznań vimos un bar con el mismo nombre, por lo que supusimos que Ministerstwo Śledzia i Wódki se trataba de una cadena.
Céntrico, pero algo escondido. Al no poder ir a alguna academia u oficina medianamente grande, este lugar lo utilizamos como aula para nuestras clases de polaco con Bart.

Al igual que Lucky Saloon, también dispone de billar y sofás, pero está más iluminado y el ambiente del local era menos festivo —esta última apreciación seguramente se deba a que íbamos los lunes a la noche—.
Si algo abunda en Polonia, además de la gente que no habla inglés, son las patatas, y en este restaurante ubicado en plena calle principal las hay rellenas de todo tipo de ingredientes. La más simple cuesta alrededor de diez eslotis, y la más elaborada no llega a los treinta. Cojas la que cojas, tu estómago y tu cartera lo agradecerán.

Aunque lo interesante es ir a este sitio para probar las patatas, en la carta también hay cuatro o cinco hamburguesas para elegir. El precio de todas ronda los veinticinco eslotis. Yo pedí la que figura como «Tkaczka» y estaba de cine, aunque no me acabó de convencer el hecho de que echen tantísima remolacha a todo.
Hay muchas pastelerías donde venden los típicos bollos rellenos conocidos como berlinesas, pero, al parecer, ninguna como esta. También en la calle principal de Częstochowa, no es un local al que se pueda entrar; el cliente se limita a ver lo que hay en el escaparate y pide por una ventanilla lo que más le apetezca.

Desafortunadamente, sólo me pasé por allí un par de veces, así que no pude probar todos los bollos que estaban a la venta, solamente el de mermelada de fresa y nutella, por unos cuatro eslotis cada uno. Una deliciosa bomba de azúcar.
Además de utilizar patata para absolutamente todo, otra especialidad de los polacos son los pierogis, que son una especie de gyozas. En PierożeQ, local aparentemente conocido en Częstochowa, Ander, Iker y yo los probamos de espinacas, requesón y dos tipos de carne. Lo pasé verdaderamente mal tratando de ingerir los de requesón, y los de espinacas se los regalé a Ander e Iker; los de carne estaban aceptables. 
  • Zahir Kebab
Durum de medio metro de largo y unos diez centímetros de ancho por veinte eslotis. Y punto. Sabe igual que cualquiera que haya probado a lo largo de mi vida, pero si se viene a este tipo de locales es para atiborrarse y nada más.

Está a un par de minutos de la residencia, en una calle en la que también se encuentran los locales que voy a mencionar a continuación.
Si los veinte eslotis de Zahir Kebab te duelen en el alma, este local está hecho para ti. Por diez eslotis tienes un durum de treinta centímetros de largo —el más pequeño que ofrecen—, además de un refresco.
Como su propio nombre indica, aquí se preparan unas pizzas bien robustas. La primera vez que visitamos este local pedimos dos pizzas de setenta centímetros de diámetro para cinco o seis personas, y a cada uno solamente nos tocó trozo y medio.

No son las mejores pizzas del mundo, ni mucho menos. De hecho, todas saben igual. Aquí uno no viene más que a sacarse la foto con un trozo de pizza más grande que su cabeza.
Platos de pasta típicos, risottos... Aquí hay más variedad, y todo sabe mejor. No ofrecen pizzas de setenta centímetros, pero sí de cincuenta y dos, aunque a mí me llega de sobra con la de treinta. Además, tienen descuentos para estudiantes. Pero aún hay más: la primera vez que consumes en el local te dan un cartoncito con ocho cuadrados en blanco. Cada vez que pides pizza te sellan una casilla. Cuando la tarjeta esté completa, tendrás derecho a un plato de pasta gratis.
Lo mejor, para el final. En Internet pone que es un sitio caro, y en verdad lo aparenta, pero yo hablaré únicamente de mi experiencia, y esa es la del desayuno. Bien, pues, ¿sabéis qué se puede comer por veinte eslotis en este sitio, de buena mañana? Tres huevos fritos, tres salchichas, varias rodajas de tomate, un par de rebanadas de beicon —a la parrilla, dice Aitor—, pan y mantequilla y café. Nada más que añadir. El local se encuentra también en la calle principal, para variar.

Dónde salir de fiesta

Dios sabe que no soy el más indicado para hacer de juez de la jarana, pero tengo entendido que la única discoteca que existe a día de hoy en Częstochowa es Don Kichot, por lo que algo es seguro: si queréis salir de fiesta, no os quedará más remedio que ir a esta, lo diga yo o lo diga aquel que se ha pateado cincuenta discotecas diferentes.

Ahora sí, entramos en valoración personal. Don Kichot, como la mayoría de discotecas, tiene varias salas, y en cada una se baila un género musical diferente. Los tres primeros viernes que pudimos visitar el local pasamos casi toda la noche en la de reguetón, que es la más pequeña. Era gracioso ver cómo los polacos, con quienes apenas puedes mantener la más básica de las conversaciones en inglés, cantaban a grito pelado en castellano las canciones que ponían, como si fueran verdaderos latinos.

La otra sala de la que me acuerdo es la de música electrónica, donde había más polacos de esos a los que da miedo acercarse. La prefería, pero los del grupo de Erasmus solamente la visitábamos unos pocos minutos para desconectar de la otra. Quizás nos sentíamos más en casa en la de reguetón, no lo sé.

La entrada cuesta unos veinte eslotis nada más, aunque no se incluyen consumiciones. No sé cómo clasificar o puntuar una discoteca, así que me limitaré a decir que está bien, y que, como en todo, lo importante es la compañía.

Dónde hacer la compra

Opciones hay, muchas y de todos los tamaños y colores. Aquí listo algunas.
  • Zabka
Su nombre se traduce al castellano como rana, de ahí que su color sea el verde. Es una cadena de pequeñas tiendas que sirven para sacarte del apuro, no para hacer la compra semanal como tal. A grandes rasgos, venden aperitivos, alimentos de calentar en el microondas y alguna que otra verdura y fruta.

Están por todas partes. Si te dejan en un punto cualquiera de Częstochowa, seguramente haya alguno a menos de cincuenta metros a la redonda.
  • Biedronka
Siguiendo en la línea de supermercados de animales, el nombre de esta otra cadena de supermercados significa mariquita, insecto que aparece ya explícitamente en el logo. Solamente lo visité en una ocasión, cuando me acerqué a coger cosas para el desayuno, y no me disgustó.

Sin embargo, al igual que el Zabka, siguió sin parecerme lo suficientemente extenso, variado y barato como para hacer allí la compra semanal. Será que soy muy tiquismiquis.
  • Auchan
Alcampo, para los amigos. Lo más parecido que encontré al Eroski que tengo al lado de mi casa, en Leioa. Un hipermercado en condiciones. Estaba a unos veinte minutos a pie de la residencia, así que a la ida aprovechábamos para dar un paseíto y a la vuelta, ya con todas las bolsas, no nos quedaba más opción que coger un Bolt.

Cuando íbamos Ander, Iker y yo a hacer la compra semanal, nos gastábamos en total unos doscientos y poco eslotis (quince euros cada uno, aproximadamente), y además había descuentos de veinte eslotis por cada cien gastados.

Cómo desplazarse

Para moverse por cualquier ciudad polaca lo más común es utilizar Bolt, «una compañía tecnológica proveedora de servicios de movilidad», dados en forma de patinete y coche. Dependiendo a qué distancia estuviera nuestro destino, utilizábamos uno u otro. Como todo en Polonia, ambas alternativas son baratísimas.

El coche, por ejemplo, lo cogíamos siempre para ir desde nuestra residencia hasta la estación de tren de Częstochowa Stradom, y los diez minutos de trayecto salían por unos quince eslotis. Como el viaje solíamos hacerlo cuatro personas por coche, mejor que mejor. De todas formas, también hay taxis.

El patinete era más capricho que otra cosa, pero era muy divertido conducirlo. Lo utilizamos, por ejemplo, para ir del Castillo Imperial de Poznań a Park Cytadela. Los quince minutos de aventura me costaron la ganga de tres eslotis. Sin embargo, siempre voy a recomendar utilizar las patitas antes que el patinete.

Para hacer uso de ambos medios de transporta se necesita la aplicación móvil de Bolt. A través de ella se realizan todos los pagos, se hacen fotos del patinete al cogerlo y al dejarlo y se piden los coches que, como máximo y por norma general, tardarán unos cinco minutos en venir a buscarte.

Para moverse entre ciudades, lo mejor y único que nosotros encontramos fue la compañía de PKP Intercity. Con el carné de estudiante polaco, que era el que teníamos nosotros, se aplica un descuento del 51 % sobre la tarifa base del billete, y la frecuencia de los trenes era sorprendentemente alta.

Revelado y escaneado

Durante mi corta estancia en Częstochowa, me dio tiempo a conocer tres tiendas que, entre otros servicios, ofrecían el de escaneado y revelado de negativos. Las dos primeras están en la propia calle principal, y la última a unos quince minutos a pie de Jasna Góra. Sobra mencionar que los precios son ridículamente bajos en comparación con los de España.
Aquí las dependientas de mediana edad no hablaban ni pizca de inglés, para variar, por lo que cada vez que entraba llamaban a una chica más joven para que me atendiera sin que aquello fuera una conversación de besugos.

Dejé un rollo de Kodacolor 200 que serviría de prueba para saber si merecería la pena revelar y escanear todos los que tiraría en los próximos cinco meses, y los resultados me sorprendieron muy positivamente. Quiero decir, si me llegan a decir que los negativos los había escaneado Carmencita Film Lab, me lo habría creído sin dudarlo un segundo. Con todo, lo mejor, el precio: doce-trece eslotis por el revelado y escaneado más un CD con las fotos digitalizadas.

La pena es que no revelan en blanco y negro. Además, cuando después de encontrar por fin una tienda que lo hiciera volví a Fuji Foto solamente para que me escanearan los negativos, me clavaron unos dieciséis eslotis (que sigue siendo barato, pero no le vi demasiado sentido y me dolió muchísimo).
Cuando en Fuji Foto me comentaron que no revelaban en blanco y negro, tuve que buscar alternativas, y Fotolabfuji fue la primera de ellas. Está justo en frente de la otra tienda, en el segundo piso de un edificio contiguo al CCC. De todas formas, su ubicación exacta es la siguiente: aleja Wolności 1, 42-202 Częstochowa.

Nada más entrar en la tienda pregunté a ver si revelaban blanco y negro, y respondieron que sí, y que dentro de un par de horas ya estaría todo listo. Algo así ya me había comentado mi amiga Leticia, que también estuvo en Częstochowa un tiempo.

Sin embargo, cuando ya me disponía a cruzar el paso de cebra que hay justo al salir del edificio, el dependiente vino donde mí a todo correr, diciéndome que me había entendido mal y que en su tienda tampoco revelaban blanco y negro, que lo sentía mucho.

No llegué a pagar, pero creo recordar que los precios eran similares a los de Fuji Foto.
Antes de volverme a la residencia y echarme a llorar, pregunté al dependiente de Fotolabfuji que me dio la mala noticia a ver si conocía alguna tienda donde sí pudieran revelar blanco y negro, y me dio la siguiente dirección: Świętej Barbary 36, 42-200 Częstochowa. Se tardaba media hora a pie, y fui volando. Mala pata la mía —para variar—, lo que en Internet figuraba como «taller de reparación de cámaras» abría a las tres de la tarde, no a la mañana, así que tuve que hacer tiempo hasta esa hora.

Cuando por fin abrió le dejé al dependiente y aparente dueño del local mi Kodak T-max 400 para que lo revelara —se ve que no ofrecían servicio de escaneado de negativos—, además de aprovechar la visita para preguntarle, utilizando Google Translate como bien pude, si sabía lo que le pasaba a mi Olympus. La cogió, ojeó el cuerpo de la cámara y la lente sin mucho esmero y dijo que parecía estar en perfectas condiciones. Se quedó tan ancho.

El revelado no fue barato, teniendo como referencia el precio de las otras dos tiendas, pero para tratar blanco y negro me temo que no hay más alternativas en la ciudad.

Herramientas para gestionar dinero

  • Tricount
Para organizar gastos en grupo cuando se viaja, generalmente. Por medio del ejemplo que facilita la aplicación se puede entender su funcionamiento sin ningún problema. Cada persona añade lo que ha gastado, y a quién se lo ha pagado. Los gastos, en este caso, serían Hotel, Coche y Picnic. Se han hecho cargo de ellos Álex, Julia y Bruno, respectivamente, y todos incluían a las cinco personas del grupo.


Así, con esta información, la aplicación calcula automáticamente cuánto debe cada persona, y a quién debería reembolsarle la cantidad en cuestión.


  • Revolut
Su mayor utilidad es la de realizar pagos sin comisiones en países extranjeros. Yo fui tonto y no la usé hasta varios días antes de irme de Polonia, y hasta entonces pagué con dinero en efectivo. Entiendo que si tu móvil no dispone de NFC ​(near-field communication, tecnología que permite la comunicación inalámbrica entre dispositivos), lo mejor es pedir la tarjeta de débito física Revolut.

Algunos viajes por Polonia

Museo y Memorial de Auschwitz-Birkenau

Supongo que uno no puede decir que ha visto Polonia si no ha pasado por lo que es la viva representación del Holocausto nazi. Compramos las entradas en Tiquets por 43,48 €, precio que también se aplica para los tours en francés, italiano y alemán, siendo los más baratos en inglés (unos 25 € por persona).

La visita comienza cruzando la entrada de Auschwitz I, donde se exhibe el famoso letrero «Arbeit macht frei» («El trabajo libera»), lema que leía todo recluso nada más ingresar en el campo. Después se recorren varios de los barracones; la mayoría almacena fotografías documentales, objetos personales y esquemas y maquetas que ayudan a entender, en esencia, la magnitud de aquella operación de exterminio.

La siguiente parada es Auschwitz II (Birkenau). Las vías de tren atraviesan a lo largo este recinto alambrado que alberga dentro de sí decenas de barracones de ladrillo y de madera, además de las ruinas de crematorios y cámaras de gas, destruidos por los propios nazis en un último esfuerzo por borrar toda huella de la masacre que perpetraron.

Personalmente, la guía —por muy simpática que fuera— me sobró totalmente en esta visita. Creo que Auschwitz se «disfruta» más en silencio, tomándote el tiempo que necesites para apreciar este extraordinario monumento. Tampoco me pareció tan impactante o dramático como me lo habían pintado —que conste que esto no es una crítica—; de esa labor traumatizante ya se encargaron películas como El niño con el pijama de rayas o La lista de Schindler, ambas ambientadas en estos campos.

Olsztyn 

Parece ser que hay dos Olsztyn en Polonia, uno al norte y otro al sur. El primero, al parecer, es una ciudad de cierto renombre, mientras que el segundo es un pueblo situado a una media hora en coche de Częstochowa y solamente conocido por la atracción turística que visitamos, el Olsztyn Castle.

Antes de ir a Olsztyn, Bart nos comentó que habría que andar unos siete kilómetros, por lo que al pensar en el castillo imaginé que estaría oculto en algún lugar remoto del bosque, al que sólo llegaríamos después de una larga travesía. Nada más lejos de la realidad. A dos minutos del centro del pueblo un portón da la bienvenida al recinto vallado en el que se encuentra el Olsztyn Castle. Para verlo hay que pagar cuatro eslotis, y para subir a una torrecita desde la que se tienen mejores vistas, uno.

Me gusto más Mount Biakło, una formación rocosa —no lo puedo llamar monte— a quince minutos a pie desde el centro de Olsztyn. Desde la «cumbre» vimos el atardecer. Un buen plan para matar la tarde, la verdad.

Atardecer desde Mount Biakło. Canon EOS 70D, ISO 100, 1/160 s, f / 6.3. Objetivo Canon EF 75-300mm f/4.0-5.6 III

Gdańsk


La semana anterior al viaje me la pasé tirado en la cama, tratando de recuperarme de un resfriado. Fue por ello que esperamos hasta el último momento para coger tanto los billetes de tren como nuestro alojamiento en la ciudad, lo que por suerte no implicó que todo nos fuera a costar un ojo de la cara. Todo lo contrario, de hecho: el viaje de ida y vuelta nos costó unos 26 € por persona con el descuento de estudiante, y dos noches en los tres apartamentos —éramos catorce personas—, 348 € en total. Dos de ellos estaban en el centro, y el otro a unos diez minutos a pie de la calle principal.

Antes de llegar a Gdańsk tampoco nos habíamos esmerado mucho en buscar qué había que ver en la ciudad; pretendimos guiarnos con un rápido «qué ver en Gdańsk» en Google. No obstante, cuando nos dimos cuenta, resultó que ya habíamos visto seis de las doce atracciones turísticas que se mencionan en este blog. La Puerta Verde, el Mercado Largo, la Fuente de Neptuno, las Cortes de Artus, Long Lane y la Puerta Dorada están, literalmente, en la calle principal. De las seis atracciones turísticas restantes, solamente pudimos ver dos:
  • Iglesia de St. Mary
Aunque no esté en la calle principal, solamente hay que desviarse unos metros para dar con ella. Debe ser una de las iglesias de ladrillo más grandes del mundo, así que, por muy poco que me guste visitar edificios de este tipo, había que verla.  En Internet pone que está abierta todos los días de 9:00 a 18:00, excepto los domingos, que abre a las 13:00. Nosotros fuimos el domingo a las 11:30 y ya estaba abierta, por lo que no sé cómo de fiables serán esos horarios.

La entrada al edificio es gratuita, pero para subir a lo alto de la torre, que es lo que verdaderamente merece la pena, hay que pagar cinco eslotis —diez, sin el descuento de estudiantes—. Los primeros 150 escalones son mortales; suben en caracol y apenas hay metro y medio entre la pared y la columna que los sujetan. No recomiendo la experiencia para claustrofóbicos. Los siguientes 250 escalones se hacen algo más llevaderos, siempre que la campana no empiece a sonar mientras subes y te reviente los tímpanos.

Arriba del todo, desde una plataforma metálica no excesivamente amplia que se eleva unos setenta y ocho metros, se puede apreciar toda la ciudad. Debe ser un muy buen lugar desde el que ver el atardecer, siempre que el tiempo lo permita.
  • Museo de la Segunda Guerra Mundial
Uno de los mejores museos en los que he estado, sin ninguna duda. Es amplísimo, y la información se presenta de una manera impecable. Carteles propagandísticos soviéticos, fascistas, nazis y de otros tantos regímenes de la época, uniformes de soldados y armamento, objetos personales, multitud de fotografías, vídeos y documentación... Todo esto y más se expone de forma ordenada con el objetivo de explicar detalladamente todo el período que abarca la Segunda Guerra Mundial, con la ayuda de paneles explicativos y una audioguía gratuita, que aún conservo a día de hoy en mi móvil —no es más que una aplicación llamada «M2WS Audiopr zewodnik»—.


Obviamente, dedica especial atención a la situación de la ciudad de Gdańsk, así como a la totalidad del territorio polaco. Lo único que no me gustó demasiado fue el esperado marcado carácter anticomunista del museo. Siempre que pueden, mencionan a los soviéticos para denigrarlos de alguna manera, añadiendo el término «Soviet Union» o «USSR» casi por defecto cuando hablan de la Alemania nazi, como situando ambos regímenes en el mismo plano.

A todo esto, la entrada nos costó dieciséis eslotis con el descuento de estudiante, y pagamos dos más por la exhibición «Fighting and Suffering. Polish Citizens during World War II», aunque la vimos a todo correr. Resumiendo: el museo merece muchísimo la pena, y recomiendo dedicarle toda una mañana o toda una tarde —hasta las 18:00— para así poder disfrutarlo con total tranquilidad.

Más allá de estas atracciones turísticas, en Gdańsk solamente recomendaría pasear un poco más allá de la calle principal, que fue lo que nosotros hicimos nuestra primera tarde en la ciudad. Nada más cruzar la Puerta Verde se llega al río, y la estampa que se tiene a ambos lados puede llegar a recordar a la de un canal cualquiera en Ámsterdam. Es especialmente fotogénica una callejuela paralela a Long Lane, a escasos metros a la izquierda cuando se atraviesa la Puerta Verde. Su estrechez no es inconveniente para que allí abunden puestos de joyería de ámbar, y al fondo se asoma la Iglesia de St. Mary.

No queríamos volver a Częstochowa sin haber visto el mar Báltico, así que visitamos la ciudad costera de Sopot, que está a unos quince minutos en coche. Desafortunadamente, fuimos cuando ya era de noche, por lo que no vimos más que oscuridad cuando paseamos por la playa. Desde el muelle, que estaba algo más iluminado, alcanzamos a ver unos metros de mar más, además de unos pocos cisnes hechos bola. La calle que da al muelle de Sopot está repleta de bares y restaurantes, y en ella se encuentra también Krzywy Domek, que no es más que un edificio torcido aparentemente muy visitado que sirve de centro comercial.

Poznań


Llegamos a esta ciudad cuando ya todo Polonia estaba en zona roja (mascarilla obligatoria en la vía pública, bares y restaurantes cerrados siempre que no puedan ofrecer servicio de comida para llevar, etc.). La ida y vuelta del viaje en tren, con el descuento para estudiantes, nos costó 12,63 € a cada uno. El dinero mejor invertido de mi vida, la verdad. Salimos de Częstochowa sobre las siete de la mañana, y en todo el trayecto hacia Poznań pudimos ver desde típica neblina mañanera hasta el amanecer, pasando por decenas de pueblos, aldeas y campos infinitos. Solamente el hecho de observar todo esto, a pesar de todas las desgracias que he vivido este año en el ámbito fotográfico, me llenó de energía para volver algún día a este país y hacer algún tipo de reportaje en el que documentara, yendo yo en coche en vez de en tren, este recorrido ferroviario que une Częstochowa y Poznań.

Las dieciocho personas que fuimos nos alojamos en cuatro apartamentos de Moon Apartments. El mío, en teoría, era para seis personas, pero conseguimos hacer hueco para ocho. Cada uno pagó 4,92 € por una noche.

A la estación de tren llegamos sobre las once de la mañana, y nos llevó unos veinte-veinticinco minutos a pie llegar al centro urbano. Hasta la hora de comer no vimos ninguna atracción turística como tal, por lo que, realmente, nos dio tiempo a ver todo Poznań —o al menos los sitios que suelen salir en los blogs de «qué ver en tal sitio»— en apenas medio día.

La Plaza Mayor, de suelo empedrado, alberga edificios «de juguete» del estilo de los de Gdańsk, además de bares y restaurantes y el precioso Ayuntamiento de Poznań, encima de cuyo reloj se dejan ver a las 12:00 dos mini cabras mecánicas que se dan cabezazos entre sí, acompañada la lucha por la melodía que toca un trompetista en la torre principal. A escasos metros se encuentra Poznań Fara, una basílica católica romana —de nuevo, según Wikipedia— que no está perfectamente alineada con la calle que da a su entrada. A cinco minutos a pie está el Castillo Real, desde donde se tiene una vista muy bonita del centro de la ciudad.

Manteniéndonos en la línea castillos, también visitamos el Castillo Imperial, a quince minutos del centro a pie. Si la visita es con audioguía, hay que pagar alrededor de setenta eslotis, creo recordar, y si se prescinde de ésta solamente hay que desembolsar cinco, seas o no estudiante. Nosotros, obviamente, optamos por la segunda opción, y aun así nos arrepentimos de entrar. Es un lugar enorme, ciertamente, pero todas las salas están desamuebladas. Entiendo que con audioguía sería algo más interesante de ver, pero en aquel momento no estábamos dispuestos a pagar lo equivalente a unos quince euros.

El atardecer se nos echaba encima, y aún nos quedaban dos sitios aparentemente bonitos que ver. Fue por ello que decidimos utilizar un patinete eléctrico para llegar a uno de nuestros destinos, Park Cytadela. Es un parque extensísimo —mucho más que el Retiro de Madrid, me pareció a mí— que incluye, además de obvias zonas de descanso y ocio, el Museo de Armamento, cementerios donde descansan soldados que, en esencia, defendieron Polonia, y monumentos a punta pala.

Unrecognized, escultura de Magdalena Abakanowiczen en Park Cytadela. Canon EOS 70D, ISO 160, 1/125 s, f / 5.6. Objetivo Canon EF 50 mm f/1.8 STM

El sol caía rápido, pero nos dimos prisa en llegar a nuestro siguiente y último destino, la Catedral y basílica de San Pedro y San Pablo. En realidad la atracción turística como tal no era el propio edificio, sino las vistas a Ostrów Tumski, la islita donde éste se ubica. Hay dos lugares desde donde ver la catedral y basílica de manera que parezca un estampado de postal: el río Varta y el río Cybina. Desde el primero de ellos vimos el atardecer, y la decisión no pudo ser más acertada; es un rincón muy tranquilo, el reflejo de la catedral y basílica en el agua es precioso y el paseo que acompaña el cauce del río, aunque no nos diera tiempo a seguirlo, debe de ser relajante a más no poder. Cuando ya se fue la luz atravesamos el río Varta, la propia catedral y basílica y el río Cybina y desde el Tumski Bridge pudimos apreciar la otra estampa.

Reflejo de la Catedral y basílica de San Pedro y San Pablo. Canon EOS 70D, ISO 160, 1/125 s, f / 4.0. Objetivo Canon EF 50 mm f/1.8 STM

Nube al atardecer. Canon EOS 70D, ISO 100, 1/125 s, f / 5.6. Objetivo Canon EF-S 18-55mm f/3.5-5.6 III

Así terminó nuestro día de turisteo. Al día siguiente, antes de coger el tren de vuelta a Częstochowa a las tres y media de la tarde, probamos el aparentemente famosísimo bollo de Poznań, el cruasán de St. Martin. No sé por qué, pero yo me lo imaginaba relleno de chocolate, por lo que cuando le di el primer mordisco me llevé una decepción enorme. Según Wikipedia, está «relleno de semilla de amapola blanca», que no sé lo que es, pero a mí me sabía a nuez y a nada más. Por suerte, por once eslotis, además de este cruasán cogí un bollito relleno de mermelada que me sacó del apuro, aunque compartí mi cruasán con Nacho y las palomas que revoloteaban por la zona.

Para rematar el viaje, en el tren de vuelta pudimos ver el atardecer sobre las cuatro y media de la tarde. Llegamos a Częstochowa a las siete, ya en noche cerrada.

Cracovia


La primera visita a esta ciudad no fue planificada. El bus que nos llevaría al Museo y Memorial de Auschwitz-Birkenau partía de allí y, obviamente, al final del tour nos dejaría en el mismo punto. El tren Cracovia-Częstochowa lo teníamos a las doce y media de la noche, por lo que, habiendo terminado el tour sobre las seis y media, pudimos pasear por la ciudad tranquilamente, sin rumbo fijo.

Sin ser realmente conscientes de lo que teníamos ante nosotros en cada momento, caminamos por la enorme Plaza del Mercado —donde se encuentra la Basílica de Santa María—, bordeamos el Castillo de Wawel y atravesamos parte de Krakow Planty, un extenso parque urbano que rodea el casco antiguo de Cracovia.

Cuando las piernas no nos daban ya más de sí, paramos a cenar en Pod Wawelem Kompania Kuflowa, el primer restaurante que encontramos —muy bonito, por cierto—. Allí compartí con Pedro mis primeros pierogis, y no me disgustaron para nada. Como plato principal, pedimos un «breaded ham and cheese», esperando que fuera un plato que Fran había visto pasar minutos antes. Resultó ser un simple y llano sanjacobo. Me lo comí a desgana.

Para la segunda visita tenía mayores expectativas, pero el viaje no salió como esperaba. Varios de nuestro grupo habían pasado los dos días anteriores en Varsovia e irían directos a Cracovia. Sara, Nacho y yo, al habernos quedado ese tiempo en Częstochowa, fuimos a la ciudad por nuestra cuenta. Todos nos reunimos en la estación de tren sobre las once y cuarto de la mañana.

Mi plan y el de Nacho era pasar noche con el grupo en un apartamento de Cracovia, para irnos a las nueve y media de la mañana siguiente, así que teníamos que ver la mayor cantidad de atracciones turísticas en el menor tiempo posible. Sin embargo, había un gran problema: la mayoría de ellas cerraba sobre las cuatro o cinco de la tarde. Teníamos unas cinco horas para ver la ciudad, básicamente. Nos centramos en lo siguiente:
  • Castillo de Wawel
A paso muy ligero, Nacho y yo intentamos hacer más corta la media hora que se tarda a pie desde la estación de tren. Atravesamos nuevamente Krakow Planty, esta vez pudiéndolo ver de día y con todas las hojas otoñales de los árboles desparramadas por el suelo.

Ya en la Colina de Wawel, no nos fue nada fácil encontrar el edificio donde vendían las entradas. Cada uno pagó ocho eslotis, catorce si no hubiésemos tenido la tarjeta de estudiante. La audioguía en castellano costaba seis eslotis más. Por lo que ponía en nuestro ticket, se incluía en el precio la visita a la Catedral de Wawel, la Torre de Segismundo y el Museo Catedralicio Juan Pablo II; el Castillo de Wawel como tal iba aparte.

En el interior de la catedral podemos encontrar una cripta, el Mausoleo de San Estalisnao, varias capillas y la propia Torre de Segismundo, con su respectivo campanón. Seguramente, lo que más me gustó fueron las vidrieras que tenían algunas de las capillas, aunque me fastidió que no estuviera permitido sacar fotos, ni siquiera con el móvil. Las vistas desde lo alto de la torre, a la que se llega subiendo unas pocas escaleras de madera, no estaban mal, pero el haber visitado la Iglesia de St. Mary en Gdańsk dejó el listón muy alto, así que tampoco me impresionaron mucho.

Ya solamente nos quedaba por ver el museo, que también nos llevó su rato encontrar, a pesar de estar justo al lado. Lo vimos, literalmente, en cinco minutos. En él se muestran cálices, pinturas, báculos, estolas... En esencia, diversos objetos del ámbito religioso. Nada que me entusiasmara. Lo único positivo del museo fue que, mientras lo buscábamos, bordeamos la colina en la que se encuentra todo este recinto, y así pudimos ver desde lo alto el río Vístula atravesando Cracovia.

Parece ser que para ver el Dragon's Den, lo que en Google Imágenes parece ser una cueva, también había que pagar aparte, pero, de todas maneras, esta atracción turística estaba cerrada.
  • Fábrica de Oskar Schindler
Martina, una amiga que me informó acerca de lo que, según ella, había o no había que ver en Varsovia y Cracovia, entre otras ciudades polacas, me comentó que había que reservar por Internet para poder entrar a la Fábrica de Oskar Schindler. Fue por ello que, ya en el tren Cracovia-Częstochowa, cogí en GetYourGuide el ticket de «Cracovia: entrada sin colas a la fábrica de Schindler» para Pablo, Pedro, Nacho y yo. Cada uno pagamos 7,73 €.

Nuestra visita estaba programada para las 16:00, y a menos cuarto aún seguíamos en un restaurante de la Plaza del Mercado. Pedimos un Bolt, y llegamos a la fábrica a y cinco. Por alguna extraña razón, yo pensaba que a la hora que indicaba nuestro ticket habría un guía esperándonos, listo para comenzar su exposición.

Sin embargo, en el punto de encuentro solamente había un tipo que, enseñándole tu documento de confirmación de reserva, te daba el ticket en físico y te decía por dónde se entraba sin hacer cola, aunque fuéramos los únicos visitantes en ese momento. En realidad, el título anunciado en GetYourGuide era bien claro, pero en el momento lo ignoré por completo.

En resumen, ni había tour guiado, ni me quedó claro si era necesario reservar por Internet, ni vi la Fábrica de Oskar Schindler como tal. En lo que respecta a esto último, me refiero a que yo iba con la intención de ver la misma fábrica que vi en La lista de Schindler, la famosísima cinta de Steven Spielberg, y me encontré con otro museo histórico más que, en esta ocasión, exponía «Cracovia bajo la Ocupación Nazi entre 1939 y 1945» de un modo similar al del Museo de la Segunda Guerra Mundial en Gdańsk. De lo que en su día fue la Fábrica de Oskar Schindler solamente se ven el despacho y la fachada. No faltan las menciones a Katyn y a Stalin el perverso, para variar. En resumen, todas las ganas que tenía de ver la fábrica original —reconstruida o no— se transformaron en un sentimiento de profunda decepción. Con todo, para quien no hubiera ido o vaya a ir con mis mismas expectativas, el museo no está nada mal.

Pablo en un minicine dentro de la Fábrica de Oskar Schindler. Canon EOS 70D, ISO 3200, 1/60 s, f / 2.5. Objetivo Canon EF 50 mm f/1.8 STM

Objetos personales en la exposición. Canon EOS 70D, ISO 1250, 1/60 s, f / 4.0. Objetivo Canon EF 50 mm f/1.8 STM

Sala anterior al despacho de Oskar Schindler. Canon EOS 70D, ISO 320, 1/100 s, f / 4.0. Objetivo Canon EF 50 mm f/1.8 STM

Fachada de la Fábrica de Oskar Schindler. Canon EOS 70D, ISO 5000, 1/60 s, f / 5.0. Objetivo Canon EF 50 mm f/1.8 STM

Pablo, Pedro, Nacho y yo nos dirigimos directamente al piso donde teníamos pensado pasar la noche. Nos desplazamos hasta allí en Bolt, ya que, de haber ido a pie desde la Fábrica de Oskar Schindler, habríamos tardado una hora, aproximadamente. Nuestro destino tampoco se encontraba cerca de la Plaza del Mercado, donde habíamos dejado al resto del grupo.

Ya en las fotos adjuntas en Booking se veía que el piso no está pensado para turistas exigentes, pero lo que nos encontramos cuando abrimos la puerta nos pilló a todos por sorpresa. Primero de todo, había muy poca luz, por lo que todos los defectos del apartamento vinieron potenciados por un aura siniestra. A la derecha estaba la cocina, que quizás era la zona que mejor estaba. A la izquierda, uno de los tres «dormitorios». En su interior, al igual que en el de los otros dos, había tres colchones, bien tirados en el suelo, bien tendidos sobre un palé de madera de veinte centímetros de alto. Sin embargo, si esta escena nos había decepcionado, la culpa era única y exclusivamente nuestra; el afable casero ya anunciaba así el dormitorio en las fotos.

Lo que el amigo no enseñaba tanto era, entre otras perlas que ya iré mencionando, el lavabo del baño contiguo a la cocina. No sabíamos si lo que allí había eran restos de vómito o de comida, pero aquello ya fue augurio del desastre que quedaba por ver.

Seguimos avanzando por el pasillo principal. Al fondo se encontraban los dormitorios restantes, uno a la izquierda y otro a la derecha. El de la izquierda estaba organizado de manera idéntica al primero, pero era un desastre. Una de las tres camas tenía colillas bajo el palé, las puertecitas de cristal de la chimenea escondían dentro de sí botellas de plástico y, de las tres bombillas funcionales que debería haber habido en la lámpara del cuarto, solamente había una; una estaba desaparecida, y la otra fundida. Para rematar la faena, encontramos una botella de cristal suspendida en uno de los brazos de la lámpara.

La otra habitación estaba más limpia, pero no por ello nos libraría de más disgustos. De hecho, era la que más difería de las fotos expuestas en Booking. No recuerdo haber visto plantas en ella, y qué decir de las lucecitas y el espejo.  Hasta el color de las paredes parecía distinto. Estética aparte, la puerta de entrada al dormitorio estaba desencajada, y descansaba apaciblemente apoyada en una de las paredes laterales. El cuco balconcito parece que servía ahora de almacén, aunque por el momento solamente tenía una silla y un palé de madera.

La única reacción racional que podía darse ante este panorama vino de la mano de Pablo. Parecía que iba bebido o fumado, y estaba eufórico por destrozar aún más partes de la casa. Inquieto, cada vez que se encontraba algún nuevo desperfecto, se reía y seguía investigando el lugar.

Por suerte para mí, que no quería dormir —ni siquiera estar— en ese antro, Nacho y Aitor se encontraban mal. Aproveché la faena y a las ocho de la tarde cogimos un Bolt que nos llevó a la estación de autobuses, con la intención de partir a Katowice desde allí. Perdimos el bus de las 20:10, pero nos dejaron coger el que salía cuarenta minutos más tarde.

Nada más pisar la estación de autobuses de Katowice, esprintamos en vano hacia la estación de tren, pensando que llegaríamos a coger el tren que salía a Częstochowa cinco minutos más tarde. Esperamos a que pase el siguiente.

El tren no nos dejó en nuestra ciudad. Paró en la estación de lo que parecía ser un pueblucho de mala muerte, y desde allí cogimos un bus en el que íbamos Aitor, Nacho, otras dos personas más y yo. Fue un paseo agradable y aproveché para echar una cabezadita.

Fin del viaje. Pensamientos

Es gracioso leer las primeras líneas de esta entrada recostado en la silla de mi cuarto de Leioa. Desde luego, este no era el año para irse de Erasmus, al menos no en mi caso. Después de cinco años de sinvivir en San Mamés, creía que al fin iba a tener mi primer y último semestre sabático antes de adentrarme en el siguiente círculo del infierno: el mundo laboral.

¿Qué iba a hacer yo con tanto tiempo libre? Sería una suerte de segundo verano, que aprovecharía para leer, ver muchas películas y viajar, como mínimo, por todo Polonia, siempre acompañado de mi pequeña Olympus OM-1N y la imponente Mamiya RZ67, cuando llegara. Recorrería las calles de Częstochowa de cabo a rabo y sin ninguna prisa, lo que daría como resultado un inmenso proyecto fotográfico donde quedarían plasmados todos y cada uno de mis recuerdos de la ciudad polaca, permitiéndome volver a visitarla cuando y desde donde se me antojara. También vería nieve hasta aburrirme de ella, y me compraría unas orejeras de lana para paliar el frío.

El primer bache, que más bien tenía forma de muro infranqueable, se presentó en forma de e-mail. Llegó desde Valencia, donde había dejado reparando mi recién adquirida Mamiya RZ67. Me comentaban, tras más de mes y medio de espera, que en el taller «detectaron otra avería en el Circuito Principal de tu Mamiya». Esta, a diferencia de la primera que habían localizado, era irreparable. Poco se podía hacer, y desde Polonia aún menos. Esto significaba que había gastado 1500 € en vano, y que los proyectos fotográficos más «profesionales» tendrían que esperar un tiempo.

No quise salir de la residencia durante un par de días. Me fue posible poner un pie en la calle gracias al pensamiento de que, puestos a sacar algo positivo de cualquier revés, aún me quedaba la Olympus, que no me había dado problemas desde que la compré a finales de 2017. Sin embargo, ya llevaba una semana temiéndome lo peor. El día 18 de septiembre me llegaron de Carmencita los scans de verano, y en algunos de ellos el contorno de los objetos no era nada nítido. Por si acaso, tan pronto tiré las treinta y seis fotos del Kodacolor 200 que ya tenía metido en la cámara, fui a revelar el carrete y escanear los negativos a Fuji Foto, lo que me salvó de malgastar todo el arsenal fotográfico que había llevado a Częstochowa. Efectivamente, algo en mi Olympus no iba como debía. Ser plenamente consciente de ello hizo que se apagara la diminuta chispa que hacía que pensara que todavía podía sacar fotos dignas en mi estancia de Erasmus

Ya a finales de octubre, supongo que por la falta de restricciones hasta entonces, el número de contagios y defunciones por COVID-19 comenzó a aumentar exponencialmente. Fue por ello que se impuso el uso obligatorio de mascarillas en espacios públicos, y los bares y restaurantes solamente podían abrir si ofrecían comida para llevar. Bart nos comentó que, por cómo avanzaba la situación, lo más probable era que nos confinaran a todos pronto.

Ander fue el primero en pronunciarse al respecto, dejando caer que seguramente volvería a Bilbao cuanto antes. Iker pensaba de la misma manera. Ese fue el impulso que necesitaba para autoconvencerme de que lo mejor que podía hacer era irme de allí, como ellos dos, y dejar atrás este Erasmus fallido. Del resto de grupo de españoles, también Sara, Joel y Nacho habían decidido irse de Częstochowa.

La noche del 5 de noviembre la pasamos charlando bajo el sauce llorón. Los que allí estábamos hicimos —hicieron— una tanda de discursos, cada cual más emotivo que el otro. En mi caso, como escribió Ernesto Guevara cuando embarcó hacia Guatemala: «El instante de las despedidas siempre frío, siempre inferior a lo que uno espera encontrándose en ese momento incapaz de exteriorizar un sentimiento profundo».

Cabizbajo y decepcionado por este año en general, me fui pronto a la residencia. Arranqué una flor de mi querida orquídea y la guardé aplastada dentro de mi cuaderno. La savia hacía difícil que no se quedara adherida a las páginas, pero finalmente la flor dejó de llorar y, ya seca, no protestó más. Me había encariñado con la planta más de lo que pensaba. Era mi primera vez ejerciendo de jardinero, y el hecho de que no se me hubiera muerto en mes y medio me hizo muy feliz. A la mañana siguiente se la dejé a Karla y Marta, y Nacho y yo nos despedimos del resto del grupo.

El primer tren nos dejó en Varsovia. Allí, por suerte, conocimos a un polaco getafense que hablaba castellano perfectamente y nos ayudó a encontrar el andén desde donde saldría nuestro segundo tren. Con «nuestro» me refiero a Nacho, el polaco y yo; el buen hombre nos acompañaría hasta Madrid. Apenado, en el vuelo Varsovia-Madrid medité acerca de mi amistad con Nacho, Pedro y Pablo, con quienes había hecho muy buenas migas en Polonia.

Pedro, giennense de veintiún años, era política y musicalmente afín a mí. Parecía salido de otra época; concretamente, de la década de los ochenta. Ambos somos muy introvertidos, y en las primeras reuniones grupales en Lucky Saloon y Ministerstwo nos costó entablar conversación, pero yo ya veía que nos llevaríamos bien. Pablo y Nacho eran dos burgaleses de la edad de mi hermana, tres años menor que yo. Vinieron en pack, pero con Nacho empecé a hablar antes porque venía a jugar con nosotros las pachangas de fútbol, y verdaderamente hizo un esfuerzo por conocerme inicialmente, aunque fuera de manera superficial. De hecho, el primer día que me dirigió la palabra fue aquel en el que recibí el indeseable correo electrónico de Valencia. Se interesó por averiguar qué me pasaba, lo que me pareció un gesto lo suficientemente cordial como para considerarlo una buenísima persona. Su forma de hablar, además, me recordaba a Llamas, un muy buen amigo mío de la universidad, por lo que no me costó dirigirme a él de una forma muy familiar. Pablo, por su parte, era una máquina organizativa, de rasgos faciales afilados y ojos achinados. Siempre era él quien gustosamente se encargaba de gestionar todos los trámites de los viajes que hacíamos; vivía por y para ello. Al igual que con Pedro, nuestra primera toma de contacto fue en Lucky Saloon.

Nuestra relación se consolidó en Gdańsk, cuando conscientemente nos juntamos Pedro, Pablo, Joel y yo para irnos a un apartamento alejado del barullo. Nacho se nos unió al día siguiente, convencido de que prefería convivir con algo más de tranquilidad. Esa noche, a petición de nuestra última incorporación, vimos Big Mouth, y pasamos un rato muy agradable.

Si todos ellos vivieran en Bilbao, sé de sobra que nos veríamos regularmente, tanto como hago con mis amigos de la universidad, que son con los que paso la mayor parte del tiempo. Pero uno se volvió a Jaén y los otros dos a Burgos, y este tipo de amistades fugaces, más pronto que tarde, generalmente acaban pereciendo. Eso era lo que había experimentado yo hasta entonces, al menos. Pero, al fin y al cabo, eso a lo que yo llamo «perecer» —pensé— no es más que la sensación obvia y natural que uno tiene después de cierto tiempo, cuando han pasado meses, años, sin escribirse o charlar con una persona. A riesgo de parecer un nostálgico, creo que, en realidad, la amistad persiste. Espero no equivocarme esta vez.

Para finalizar, como consejo, no seáis tan cerrados de mente como yo. Cuando conozcáis a alguien, haced como Nacho hizo conmigo, mostrad algo de interés por saber algo acerca de esa persona, y aquella seguramente lo agradecerá. Hay mucha gente interesante dispersa por el mundo, y solamente así tendréis oportunidad de conocerla. Más allá de esta reflexión tan de cerebro grande, esta historia no tiene moraleja. A veces la mala suerte se ceba con uno, simple y llanamente.

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