Succession, a muy alto nivel, habla de la familia burguesa de los Roy; de Logan Roy, patriarca y dueño del conglomerado mundial Waystar RoyCo, y de todo lo que orbita a su alrededor. Hilando más fino, esta serie, más allá de entenderse como un mero Game of Thrones, trata de las relaciones sociales capitalistas.
Ayme, en un hilo donde pretendía exponer la esencia de Succession, escribía que Jesse Armstrong, su creador, quería «mostrar cómo la cultura corporativa lleva a entender las relaciones y emociones humanas en términos mercantiles y extractivistas y las pervierte por completo». Esto lo leí antes de empezar a ver la serie, y esto fue lo que traté de buscar en cada capítulo.
La jerarquía de poder es bien clara: Logan Roy, familiares, el resto de altos cargos de la empresa y, muy lejos de todos ellos, como en otro universo paralelo, el ejército de empleados que pulula limpiando, preparando eventos, haciendo de chófer, tripulando lanchas y yates y pilotando helicópteros y jets que los llevan a la oficina y a Noruega, Italia, Hungría e Inglaterra, hormiguitas que aparecen de debajo de las piedras para servirlos antes de que a ellos se les pase por la cabeza que requieren ayuda, donnadies que se dan por hecho como uno asume que cuando quiera echar a andar las piernas se moverán necesariamente.
A lo largo y ancho de esta pirámide, nada es genuino, cada palabra que se enuncia se enmarca siempre dentro de un plan de alianzas con el objetivo de ascender, de asegurarse determinadas posiciones en esta incesante lucha. Todo lo envuelve el miedo y la necesidad. Cómo se va a querer así a alguien, y cómo llegar a tener la cálida certeza de estar siendo querido si no hay espacio para la honestidad constructiva, si existe el temor constante de que el otro desvele su as bajo la manga, un as que nos quebrará y expulsará de la contienda, si todo está mediado por el interés de quedar por encima del otro para así humillar y pisotear legítimamente. Cómo se digiere participar en una pequeña asamblea familiar donde se exponen ordenadamente los motivos por los que deberían utilizarte como cabeza de turco y hacerte ingresar en prisión.
«We are bullshit. You are bullshit. I'm fucking bullshit. She's bullshit. It's all fucking nothing. We are nothing». Después de una cuarta temporada especialmente agotadora, Matsson para arriba, Matsson para abajo, Roman es el primero, no en darse cuenta, sino en poner sobre la mesa, la farsa de su mundo, la de un Monopoly a gran escala en el que incluso ellos, los jugadores más aventajados, están completamente rotos. Que nada de lo que hacen importa en absoluto o al menos no tanto como para sumirlos en una espiral que los anula como personas.
Ayme añade, por si fuera poco: «Todos los personajes se pasan el 80 % de la serie siendo claramente infelices, el lujo se presenta de forma aséptica y asfixiante, ni siquiera llegan a disfrutar jamás de su fortuna [...]». Sí, viven en selectos y kilométricos apartamentos en el corazón de Nueva York, pero, ¿quién los visita y para qué? ¿Cuánto tiempo pasan allí? Comen en los mejores restaurantes, visten las prendas más exclusivas, pero sólo lo hacen si pueden utilizarlo de arma arrojadiza contra aquel que no se lo puede permitir, véase Greg cuando aún no pertenecía al círculo familiar más cerrado. Todo es apariencia.
Como apunta Bárbara Arena, «Succession no trata sobre la victoria, sino sobre el poder liberador de la derrota. No sé si él lo sabe aún, pero Kendall ha ganado». Ha ganado porque, al haber comprado GoJo Waystar RoyCo, ya no tendrá que dedicar su vida a buscar una y mil maneras de demostrar que él y no otro es el más apto para liderar la empresa que le prometió heredar su difunto padre. Se lo han arrebatado y ante él se abre un nuevo mundo de posibilidades libre de presiones empresariales, laborales y familiares donde quizás se vincule amorosa y amistosamente por ser Kendall y no Roy, un mundo en el quizás tenga el tiempo y hasta la decencia de cuidar de sus hijos. Porque la abolición del trabajo asalariado también la agradecerán los ricos.
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