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La conquista del pan (Piotr Kropotkin, 1892)

1. Nuestras riquezas - Todo para todos

  • Desde aquellos lejanos años en los que el hombre, construyendo en sílex herramientas rudimentarias, vivía del azar de la caza, y no dejaba a sus hijos más herencia que un refugio bajo las rocas, pobres instrumentos de piedra y la propia Naturaleza —inmensa, incomprendida, terrible— contra la que tenían que luchar para continuar con sus miserables existencias, el género humano ha acumulado inauditos tesoros. Roturó la tierra, desecó los pantanos, abrió senderos en los bosques, trazó caminos; edificó, inventó, observó, razonó; creó instrumentos complejos, le arrancó sus secretos a la Naturaleza, dominó al vapor. Hoy, al nacer, el hijo del hombre civilizado debería encontrar a su servicio un capital inmenso, acumulado por sus predecesores. Y ese capital le debería permitir obtener, nada más que con su trabajo, combinado con el de otros, riquezas inimaginables.
  • Entonces, ¿por qué esta miseria en torno de nosotros? ¿Por qué esa inseguridad sobre el mañana aún hasta para el trabajador mejor retribuido, en medio de las riquezas heredadas del ayer y a pesar de los poderosos medios de producción que darían a todos el bienestar a cambio de algunas horas de trabajo cotidiano?
  • Porque todo lo necesario para la producción, el suelo, las minas, las máquinas, las vías de comunicación, los alimentos, el abrigo, la educación, el saber, ha sido acaparado por unos pocos en el transcurso de esta larga historia de saqueos, éxodos, guerras y opresión en que ha vivido la humanidad. Porque esos mismos impiden al hombre producir lo que necesita y lo fuerzan a producir, no lo necesario para los demás, sino lo que más grandes beneficios promete al acaparador.
  • Cada hectárea de suelo que labramos ha sido regada con el sudor de muchas razas; cada camino tiene una historia de servidumbre personal, de trabajo sobrehumano, de sufrimientos del pueblo. Cada uno de los átomos de lo que llamamos la riqueza de las naciones no adquiere su valor más que por el hecho de ser una parte de este inmenso todo. Hasta el pensamiento, hasta la invención, son hechos colectivos, producto del pasado y del presente. Millares de inventores han concebido esas máquinas, en las cuales admira el hombre su genio. Miles de escritores, poetas y pensadores han trabajado para elaborar el saber, extinguir los errores y crear esa atmósfera de pensamiento científico, sin la cual no hubiera podido aparecer ninguna de las maravillas de nuestro siglo. Pero esos millares de filósofos, poetas, sabios e inventores, ¿no han sido también inspirados por la labor de los siglos anteriores? ¿No tomaron su impulso de todo lo que les rodeaba?
  • Entonces, ¿con qué derecho alguien se apropia de la menor parcela de ese inmenso todo y dice: «Esto es sólo mío y no de todos»? La apropiación personal de ellos no es justa ni útil. Todo es de todos, ya que todos lo necesitan, y todos han trabajado en la medida de sus fuerzas, siendo imposible determinar la parte que pudiera corresponder a cada uno en la actual producción de las riquezas.
  • Basta ya de fórmulas ambiguas, tales como «el derecho al trabajo», o «a cada uno el producto íntegro de su trabajo». Lo que nosotros proclamamos es el DERECHO AL BIENESTAR, EL BIENESTAR PARA TODOS.

2. El bienestar para todos - ¿Cómo es posible?

  • Sabemos que los productores, que apenas son un tercio de los habitantes en los países civilizados, producen ya lo suficiente para que exista cierto bienestar en el hogar de cada familia.
  • Sabemos que nuestra capacidad productiva aumenta más rápidamente que la reproductiva (mientras que la población de Inglaterra sólo ha aumentado en un 62 % desde 1844, su fuerza de producción ha crecido en un 130 %). Pero la actual organización del trabajo es incapaz de hacer un uso eficiente de las fuerzas disponibles.
    • Los que detentan el capital reducen o impiden constantemente la producción. Por ejemplo, ejércitos de mineros no desean más que extraer todos los días carbón y enviarlo a quienes tiritan de frío. Pero con frecuencia uno o dos tercios de esos ejércitos se ven impedidos de trabajar más de tres días por semana, para que se mantengan los precios altos.
    • Se malgasta el trabajo humano en objetos inútiles, o destinados tan sólo a satisfacer la necia vanidad de los ricos. Basta citar los miles de millones gastados por Europa en armamento, sin más fin que conquistar mercados, para imponer la ley económica a los vecinos y facilitar su explotación; los millones pagados cada año a funcionarios de todo tipo, cuya misión es mantener el derecho de las minorías a gobernar la vida económica de la nación (jueces, cárceles, policías...); los millones empleados en propagar por medio de la prensa ideas nocivas y noticias falsas, en provecho de partidos, personajes políticos y compañías explotadoras.
  • Para que el bienestar llegue a ser una realidad, es preciso que este las ciudades, casas, campos labrados, vías de comunicación, educación dejen de ser considerado como propiedad privada de los capitalistas que disponen de ella a su antojo, es preciso que estos instrumentos sean de propiedad común. Esto se consigue mediante la EXPROPIACIÓN.
  • Pero este problema no puede resolverse por la vía legislativa; se siente la necesidad de una revolución social. Y bien, ¿qué haremos cuando se produzca la revolución? ¿En qué consistirá? El inicio se asemejará a todas las anteriores: grandes movimientos, barricadas y escaramuzas. Pero sólo después de la derrota gubernamental comienza la verdadera obra revolucionaria.
  • Inmediatamente habrá que reconocer y proclamar que cada uno, cualquiera que haya sido su lugar en el pasado, cualquiera fuese su fuerza o su debilidad, sus aptitudes o su incapacidad, tiene ante todo el derecho a vivir, y que la sociedad debe repartir entre todos, sin excepción, los medios de existencia de que dispone. Actuar de forma tal que, desde el primer día de la revolución, el trabajador sepa que una nueva era se abre ante él; que en lo sucesivo nadie se verá obligado a dormir bajo los puentes junto a los palacios, a permanecer en ayuno cuando hay alimentos y a tiritar de frío cerca de las tiendas de ropa.
  • Esto sólo podrá realizarse por la toma de posesión inmediata, efectiva, de todo lo necesario para la vida de todos. Tomar posesión de los graneros de trigo, de los almacenes atestados de ropa y de las casas habitables. No derrochar nada, organizarse rápidamente para llenar los vacíos, hacer frente a todas las necesidades, satisfacerlas todas; producir, no ya para dar beneficios, sea a quien fuere, sino para hacer que viva y se desarrolle la sociedad.
  • Basta de esas fórmulas ambiguas, como la del «derecho al trabajo». Tengamos el coraje de reconocer que el bienestar, ya posible desde ahora, debe realizarse a todo precio. El derecho al bienestar es la posibilidad de vivir como seres humanos y de criar a los hijos de forma de hacerlos miembros iguales de una sociedad superior a la nuestra, mientras que el derecho al trabajo es el derecho a continuar siendo siempre un esclavo asalariado, un hombre de labor, gobernado y explotado por los burgueses del mañana. El derecho al bienestar es la revolución social; el derecho al trabajo es, a lo sumo, un presidio industrial.

3. La expropiación - ¿Y qué se expropia?

  • El objetivo de la expropiación es que cada quien pueda aprender un oficio y pueda ejercerlo libremente sin pedir permiso al propietario y al patrón y sin pagar a los acaparadores de la tierra y de las máquinas la parte del león sobre todo lo que se produzca. En estas circunstancias, ya nadie tendrá necesidad de vender su fuerza de trabajo por un salario que sólo representa una parte del total de lo que produce.
  • La expropiación debe ejercerse sobre todo lo que permite a alguien el apropiarse del trabajo de otroLa fórmula es simple y comprensible. No queremos despojar a nadie de su sobretodo; pero queremos devolver a los trabajadores todo lo que pueda permitir a cualquiera el explotarlos. Al estar los diversos engranajes de nuestra organización económica tan íntimamente ligados entre sí, el día en que se afecte a la propiedad privada en alguna de sus formas, ya sea territorial o industrial, habrá que golpearla en todas las otras.
  • En cuanto haya barrido los gobiernos, el pueblo tratará, ante todo, de asegurarse un alojamiento sano, una alimentación suficiente y el vestido necesario, sin pagar por ellos.

3.1 Los alimentos

  • Los tres grandes movimientos populares que tuvieron lugar en Francia desde hace un siglo (las revoluciones de 1789, 1848 y 1871) difieren entre sí en muchos aspectos. Y sin embargo tienen todos un rasgo común: en todas ellas quienes tomaron el poder dedicaron gran parte de sus energías a organizar la república, el trabajo y la Comuna libre, respectivamente, dejando de lado la cuestión del pan.
  • En cuanto estalló la revolución, el trabajo se suspendió, se detuvo la circulación de los productos, se escondieron los capitales. La escasez se anunciaba. Aparecía la miseria, una miseria como no se había apenas visto bajo el antiguo régimen y que no paraba de aumentar. Entonces el pueblo comenzaba a cansarse, se volvía a su cuartucho y caía en la inacción. Y en ese momento la reacción volvía a aparecer y a alardear altivamente, realizando su golpe de Estado. Muerta la revolución, ya no le quedaba más que pisotear su cadáver.
  • Es por ello que nuestra tarea específica consistirá en obrar de manera tal que, desde los primeros días de la revolución, y mientras esta dure, no haya un solo hombre en el territorio insurrecto a quien le falte el pan.
  • ¿Y qué se va a hacer para asegurar el pan a esas muchedumbres? Será necesario que el pueblo tome inmediatamente posesión de todos los alimentos que haya en las comunas insurrectas, los inventaríe y proceda en forma tal que, sin derrochar nada, todos aprovechen los recursos acumulados para atravesar el período de crisis.
  • Pero, ¿sobre qué bases podría organizarse el usufructo en común de los alimentos? Para entenderlo, tomemos una comuna de campesinos, en cualquier lugar. Si la comuna, por ejemplo, posee un bosque, cada cual tiene derecho a tomar, mientras no falte, cuanta leña pequeña quiera, sin otro control que la opinión pública de sus convecinos. En cuanto a la leña gruesa, como nunca es bastante, se recurre al racionamiento. En una palabra, tomar sin tasa lo que se posee en abundancia; y racionar lo que hace falta medir y repartir.
  • Ahora bien, ¿dónde encontrará la ciudad los víveres necesarios, si la nación entera no ha aceptado aún el comunismo?
    • Para los autoritarios, la cuestión no presenta ninguna dificultad. Inicialmente introducirían un gobierno fuertemente centralista, armado con todos los órganos de coerción. Ese gobierno mandaría hacer la estadística de cuánto se cosecha en el país, lo dividiría en cierto número de distritos de alimentación y ordenaría que tal alimento, en tal cantidad, sea transportado a tal sitio, recibido por tal funcionario, almacenado en tal almacén, y así sucesivamente. Nosotros afirmamos que tal solución no sólo no sería deseable, sino que además no podría jamás ser puesta en práctica.
    • En lugar de esto anterior y de lo que se pretendió en 1793 (los burgueses campesinos guardaron el trigo, esperando el alza de precios o las monedas de oro, y lo que se les prometió a cambio fue asignados), lo que debe hacerse es ofrecer al campesino no papel, sino la mercancía que necesita inmediatamente: es la máquina de la que ahora debe privarse; es la vestimenta, la ropa que lo resguarda de la intemperie; son la lámpara y el petróleo que reemplazan sus velas; la pala, el rastrillo, el arado, en fin, todo de lo que hoy se priva el campesino. Que la ciudad no envíe a los pueblos comisarios notificando al campesino del decreto para entregue sus alimentos en determinado lugar, sino las haga visitar por amigos, por hermanos, que les digan: «Tráigannos su producción, y tomen de nuestros almacenes todas las cosas manufacturadas que necesiten». Y entonces afluirán de todas partes los víveres. El campesino guardará lo que necesite para vivir, pero enviará el resto a los trabajadores de las ciudades, en las cuales verá hermanos y no explotadores. Si no se hace así, tendremos la escasez en las ciudades, con todas sus consecuencias, la reacción y la represión.

3.2 La vivienda

  • Con revolución y sin ella, el trabajador necesita un abrigo, una vivienda. Pero por malo y por insalubre que este sea, siempre hay un propietario con poder para expulsarlo de ella. Es por ello que será preciso que el trabajador sepa que el alojamiento gratuito es un derecho legalmente proclamado por el pueblo.
  • Los revolucionarios sinceros trabajarán para crear una corriente de ideas en esta dirección; trabajarán para ponerlas en práctica; y cuando estén maduras, el pueblo procederá a la expropiación de las casas, sin prestar oídos a las teorías, que le echarán en cara sobre las indemnizaciones que abonar a los propietarios y otras tonterías.
  • Grupos de ciudadanos de buena voluntad que vendrán a ofrecer sus servicios investigarán el número de apartamentos vacíos, de aquellos en los que se amontonan familias numerosas, de las viviendas insalubres y de las casas que, siendo demasiado espaciosas para sus ocupantes, podrían ser ocupadas por aquellos a quienes les falta aire en sus cuchitriles. Con esta información, se podrá proceder al reparto de viviendas atendiendo a las necesidades de cada quien.
  • «Pero todos querrán tener una vivienda con veinte habitaciones», nos dirán. Bien, eso no es cierto. Muchas familias obreras no querrán los palacios y los pisos suntuosos, pues no son útiles si no pueden ser atendidos por una numerosa servidumbre. Asimismo, sus ocupantes se verán obligados bien pronto a buscar habitaciones menos lujosas. Y poco a poco, la población se repartirá amistosamente las habitaciones existentes con el menor barullo posible.

3.3 El vestido

  • A este respecto, la única solución posible será, nuevamente, la de apoderarse de todos los comercios de ropa, y abrir sus puertas a todos con el fin de que cada uno pueda tomar lo que necesite. La puesta en común de la vestimenta y el derecho de cada uno a tomar lo que le haga falta en los almacenes comunales, o solicitarlo a los talleres de confección, se impondrán en cuanto el principio comunista se haya aplicado a las viviendas y a los alimentos.
  • Es indudable que para eso no necesitaremos despojar de sus abrigos a todos los ciudadanos, amontonar todos los trajes y sortearlos, como pretenden nuestros críticos. Cada cual no tendrá más que conservar su abrigo, si tiene alguno, y hasta es muy probable que si tiene diez nadie pretenda quitárselos. Se preferirá la ropa nueva a la que el burgués haya llevado puesta, y habrá suficiente ropa nueva como para no requisar la vieja. Si no todo el mundo encontrara ropa de su gusto, los talleres comunales llenarían bien pronto esas lagunas.
  • En cada calle y cada barrio podrán surgir grupos que se hagan cargo de proveer la vestimenta. Harán el inventario de lo que posea la ciudad sublevada, y conocerán, aproximadamente, de qué recursos se dispone en este género. Y es muy probable que acerca del vestir los ciudadanos adopten el mismo principio que respecto de los alimentos: «Tomar a discreción lo que se encuentre en abundancia; racionamiento para lo que haya en cantidad limitada».

4. ¿Cuánto habrá que trabajar?

  • Habiéndose apropiado de todo lo indispensable para producir, ¿cuántas horas diarias de trabajo deberá desarrollar el hombre para asegurar a su familia una alimentación nutritiva, una casa confortable y la vestimenta necesaria?
  • Para responder a esta pregunta, se realizan cálculos de acuerdo con la productividad a finales del siglo XIX. Se estima que un hombre que trabaje menos de sesenta medias jornadas de cinco horas podría asegurar a una familia de cinco el pan, la carne, las hortalizas y hasta las frutas de lujo por un año; de veintiocho a treinta y seis medias jornadas por año bastan para que la familia tenga un alojamiento saludable, bastante elegante y provisto de todas las comodidades necesarias; para tener 200 m de telas de algodón, blancas y estampadas (lo que, a lo sumo, necesita una familia anualmente), alcanzaría con menos de veinte horas de trabajo al año. Quedan aún ciento cincuenta medias jornadas laborables, que podrían emplearse en las otras necesidades de la vida: vino, azúcar, café o té, muebles, transportes, etcétera.
  • Sin embargo, el hombre no es un ser que pueda vivir exclusivamente para comer, beber y procurarse albergue. A partir de que se hayan satisfecho las exigencias materiales, se presentarán más apasionadamente las necesidades a las cuales puede atribuírseles un carácter artístico. Tantos individuos equivalen a otros tantos deseos, y cuanto más civilizada está la sociedad y más desarrollado el individuo, estos deseos son más variados. ¿Cómo se hará en una sociedad en la que nadie tenga hambre para satisfacer todos ellos?
  • Tras las cuatro o cinco horas de trabajo manual necesario para vivir, el hombre tendrá aún por delante cinco o seis horas que buscará ocupar de acuerdo con sus gustos y que le darán la plena posibilidad de proporcionarse, asociándose con otros, todo cuanto quiera.
  • Mil sociedades nacerán, respondiendo a todos los gustos y a todas las fantasías posibles. Unos, por ejemplo, podrán donar sus horas de ocio a la literatura. Entonces se formarán grupos compuestos de escritores, linotipistas, impresores, grabadores y dibujantes, animados todos ellos de un propósito común: la propagación de sus ideas predilectas. Lo mismo sucederá con todas las aspiraciones que se busque satisfacer mas allá de lo estrictamente necesario.
  • En resumen, las cinco o seis horas diarias de que cada cual dispondrá después de haber consagrado algunas a la producción de lo necesario alcanzarían ampliamente para satisfacer todas las necesidades de lujo, infinitamente variadas. Millares de asociaciones se encargarán de ello. Lo que ahora es privilegio de una ínfima minoría, será así accesible para todos. El lujo, cesando de ser el aparato estúpido y escandaloso de los burgueses, se convertirá en una satisfacción artística. Todos estarían más felices con ello. En el trabajo colectivo, realizado con alegría de corazón para alcanzar un objetivo deseado, cada uno encontrará el estímulo, el solaz necesario parar hacer agradable la vida.

5. ¿Tan raro es el libre acuerdo?

  • Se podría decir que la anarquía y el comunismo son la tendencia predominante en las sociedades modernas.
  • Cada vez que lo permitía el curso del desarrollo de las sociedades europeas, estas sacudían el yugo de la autoridad y esbozaban un sistema basado en los principios de la libertad individual. La humanidad intenta libertarse de toda especie de gobierno y satisfacer sus necesidades de organización, mediante el libre acuerdo entre individuos y grupos que persigan los mismos fines.
  • Estudiando los progresos hechos en este sentido, nos vemos llevados a afirmar que la humanidad tiende a reducir a cero la acción de los gobiernos, esto es, a abolir el Estado. Ya podemos entrever un mundo en el cual el individuo, al dejar de estar atado por leyes, no tendrá más que hábitos sociales, como resultado de la necesidad experimentada por cada uno de nosotros de buscar el apoyo, la cooperación, la simpatía de nuestros vecinos.
  • Incluso dentro del capitalismo se observa la lucha por mantener los últimos vestigios de ese comunismo, tomando la forma de instituciones públicas, bienes y servicios públicos y bienes privados de uso libre a pago por suscripción.
    • Tendencia a no medir el consumo («toma lo que necesites»). Los tranvías y ferrocarriles introducen ya el billete de abono mensual o anual, sin tener en cuenta el número de viajes; existen los billetes por zonas, que permiten recorrer 500 ó 1000 km por el mismo precio. Hay quien quiere recorrer mil, y otro solamente quinientos. Esas son necesidades personales, y no hay razón alguna para hacer pagar a uno el doble que al otro sólo porque sea dos veces más intensa su necesidad.
    • Tendencia a poner las necesidades del individuo por encima de la evaluación de los servicios que haya prestado o que preste algún día a la sociedad. Cuando se concurre a una biblioteca pública, por ejemplo, el bibliotecario no pregunta qué servicio se ha prestado a la sociedad para facilitar el o los cincuenta libros pedidos.
  • Si esto se da en el mismo seno de nuestras sociedades que predican el individualismo, ¿cómo dudar de que esta tendencia ensanchará su esfera de acción hasta llegar a ser el principio mismo de la vida social?
  • Ciertamente que la idea de una sociedad sin Estado provocará por lo menos tantas objeciones como la economía política de una sociedad sin capital privado. Todos hemos sido amamantados con prejuicios acerca de las funciones providenciales del Estado. Toda nuestra educación y las diversas ciencias profesadas en las universidades nos acostumbran a creer en el gobierno y en las virtudes del Estado providencial. Al abrir cualquier libro de sociología, de jurisprudencia, se encuentra siempre al gobierno, con su organización y sus actos, ocupando un lugar tan importante que nos acostumbramos a creer que por fuera del gobierno y de los hombres de Estado no hay nada.
  • Llegamos a creer que los hombres vamos a destrozarnos unos a otros, como fieras, el día en que la policía no tenga sus ojos puestos sobre nosotros, y que sería el caos si la autoridad desapareciera. Y pasamos, sin darnos cuenta, junto a mil agrupaciones humanas que se constituyen librementesin ninguna intervención de la ley, y que logran realizar cosas infinitamente superiores a las que se realizan bajo la tutela gubernamental. A continuación, algunos ejemplos.
    • La asociación inglesa de salvataje, Lifeboat Association.
      • Viendo que en las costas de Inglaterra cada año siempre quedan un millar de embarcaciones y muchos miles de vidas humanas que salvar, algunos hombres de buena voluntad se pusieron a trabajar. Buenos marinos, ellos mismos imaginaron un bote de salvamento que pudiese desafiar a la tormenta sin irse a pique ni zozobrar, e iniciaron alguna campaña para interesar al público en la empresa, encontrar el dinero necesario, construir los barcos y situarlos en las costas, en todas partes donde pudieran prestar servicios.
      • Este fue entonces un movimiento totalmente espontáneo, producto del libre acuerdo y de la iniciativa individual. Centenares de grupos locales surgieron a lo largo de las costas. Estos no están organizados jerárquicamente y se componen únicamente de socorristas voluntarios y de personas que se interesan por esa obra.
      • En cuanto a los resultados, aquí están:
        • En 1891 la Asociación poseía 293 botes de salvamento. Ese mismo año salvó a seiscientos un náufragos y a treinta y tres buques. Desde su fundación ha salvado a 32661 seres humanos.
        • En 1886, habiéndose perdido entre las olas tres botes de salvamento con todos sus hombres, se presentaron centenas de nuevos voluntarios a inscribirse, se constituyeron en grupos locales, y esa agitación tuvo por resultado el que se construyeran veinte botes suplementarios.
    • La Cruz Roja:
      • Se han organizado libremente sociedades de la Cruz Roja en todas partes, en cada país, en miles de localidades, y al estallar la guerra de 1870-71, los voluntarios se pusieron a la obra. Hombres y mujeres acudieron a ofrecer sus servicios. Se organizaron a millares los hospitales y las ambulancias, fueron enviados trenes llevando ambulancias, víveres, ropas y medicamentos para los heridos.
      • La abnegación de los voluntarios de la Cruz Roja ha sido superior a todo elogio posible. Sólo pedían ocupar los puestos de mayor peligro. Y mientras que los médicos asalariados por el Estado huían con su estado mayor al aproximarse los prusianos, los voluntarios de la Cruz Roja continuaban su tarea bajo las balas, soportando las brutalidades de los oficiales bismarckistas y napoleónicos, prodigando los mismos cuidados a los heridos de todas las nacionalidades. Distribuían sus hospitales y ambulancias según las necesidades del momento. Y todo esto lo hacían no por órdenes de ningún ministerio internacional, sino por iniciativa de los voluntarios de cada país.

6. Contra la división del trabajo

  • Una sociedad que podrá satisfacer las necesidades de todos, y que sabrá organizar la producción, deberá, además, hacer tabla rasa con ciertos prejuicios concernientes a la industria y, en primer lugar, con la teoría tan pregonada por los economistas con el nombre de división del trabajo.
  • La economía política se ha limitado siempre a comprobar los hechos que veía producirse en la sociedad y a justificarlos en interés de la clase dominante. Lo mismo hace con respecto a la división del trabajo creada por la industria: habiéndola encontrado ventajosa para los capitalistas, la ha erigido en principio.
  • «Veamos al herrero del pueblo —decía Adam Smith— si no tiene el hábito de hacer clavos, a duras penas fabricará doscientos o trescientos diarios. Pero si ese mismo herrero no hace más que clavos, producirá fácilmente hasta dos mil trescientos en el curso de una sola jornada». Y Smith se apresuraba a concluir: «Dividamos el trabajo, especialicémoslo, especialicémoslo siempre; tengamos herreros que sólo sepan hacer cabezas o puntas de clavos, y de esa manera produciremos más. Nos enriqueceremos».
  • Y aun cuando se advirtió que la división del trabajo, en lugar de enriquecer a la nación, sólo enriquecía a los ricos, y que reducido el trabajador a hacer toda su vida la dieciochava parte de un alfiler se embrutecía y caía en la miseria, vemos a numerosos socialistas respetar este principio. Hablémosles de la organización de la sociedad durante la revolución, y responden que debe sostenerse la división del trabajo; que si uno hacía puntas de alfileres antes de la revolución, las hará también después de ella. Bueno; trabajará nada más que cinco horas haciendo puntas de alfileres. Pero no hará más que puntas de alfileres toda la vida, mientras otros harán máquinas o proyectos de máquinas que permitan afilar durante toda su vida miles de millones de alfileres, y aun otros se especializarán en las altas funciones del trabajo literario, científico, artístico, etc. Es decir, uno ha nacido amolador de puntas de alfileres, Pasteur ha nacido vacunador de la rabia, y la revolución dejará a uno y a otro en sus respectivos empleos.
  • Pero se conocen bien las consecuencias de la división del trabajo. Nosotros estamos divididos, evidentemente en dos clases: por una parte, los productores que consumen muy poco y están dispensados de pensar, porque necesitan trabajar, y trabajan mal porque su cerebro permanece inactivo; y por otra parte, los consumidores que producen poco o casi nada, tienen el privilegio de pensar por los otros, y piensan mal porque todo un mundo, el de los trabajadores manuales, les es desconocido. Los obreros de la tierra no saben nada de las máquinas, aquellos que sirven las máquinas ignoran todo el trabajo de los campos. El ideal de la industria moderna es el del niño sirviendo una máquina que no puede ni debe comprender, y supervisores que lo corrijan si su atención se relaja un momento. El ideal de la agricultura industrial es un hombre alquilado por tres meses y que conduzca un arado de vapor o una trilladora. La división del trabajo es el hombre etiquetado, estampillado por toda su vida como anudador en una fábrica, como supervisor en una industria, como conductor de un carretón en algún sitio de una mina, pero sin idea ninguna del conjunto de máquinas, ni de la industria, ni de la mina, perdiendo por esto mismo el gusto por el trabajo y las capacidades de invención.

7. La liberación del trabajo doméstico - Asociación de hogares

  • ¿Puede dudarse de que en una sociedad de iguales, en la que los brazos no estén forzados a venderse, el trabajo será realmente un placer, un entretenimiento? La tarea repugnante o malsana deberá desaparecer, porque es evidente que en estas condiciones es nociva para la sociedad entera. Los esclavos podrán liberarse; el hombre libre creará las nuevas condiciones para un trabajo agradable e infinitamente más productivo. Lo mismo será para el trabajo doméstico, que hoy la sociedad descarga sobre el chivo expiatorio de la humanidad, la mujer.
  • La pequeña máquina domiciliaria le ayudará a amenizar el trabajo doméstico, pero no es la última palabra para su liberación. El hogar sale de su actual aislamiento. Se asocia con otros hogares para hacer en común lo que hoy se realiza separadamente. El porvenir no es tener en cada casa una máquina de limpiar el calzado, otra para lavar los platos, una tercera para lavar la ropa, y así sucesivamente. El porvenir es del calorífero común, que envía el calor a cada cuarto de todo un barrio y evita el encender braseros.
  • Sería suficiente crear servicios hogareños para cada manzana de casas. Un carro iría a recoger a domicilio los cestos con calzado para embetunar, con vajilla para limpiar, con ropa para lavar, con pequeñas cosas para remendar, con alfombras para cepillar, y al día siguiente, por la mañana, devolvería hecha, y bien hecha, la labor que se le hubiese confiado.
  • Emancipar a la mujer no es abrir para ella las puertas de la universidad, del foro y del Parlamento. Es siempre sobre otra mujer que la mujer liberada descarga el peso de los trabajos domésticos. Emancipar a la mujer es liberarla del trabajo embrutecedor de la cocina y del lavado: es organizarse de modo que le permita, si le parece, criar y educar a sus hijos, conservando tiempo libre para tomar parte en la vida social. Esto se hará, ya comienza a hacerse. Sepamos que una revolución que se embriague con las bellas palabras de Libertad, Igualdad y Solidaridad, manteniendo la esclavitud del hogar, no será la revolución. La mitad de la humanidad, sufriendo la esclavitud de la hornalla de cocina, tendría aún que rebelarse contra la otra mitad.

8. Contra al llamado bienestar de la sociedad burguesa

  • A la organización burguesa no solamente se la acusa de que el capitalista acapara una gran parte de los beneficios de cada empresa industrial y comercial: el reproche principal, como ya lo hemos destacado, es que toda la producción ha tomado una dirección absolutamente falsa, puesto que no se realiza con el fin de asegurar el bienestar de todos, y eso es lo que la condena.
  • Y más que esto, es imposible que la producción mercantil se haga para todos. Quererlo sería pedir al capitalista que se saliese de sus atribuciones y llenase una función que no puede llenar sin dejar de ser lo que es: un empresario particular, que persigue su enriquecimiento.
  • La organización capitalista, fundada en el interés particular de cada empresario, ha dado a la sociedad todo lo que podía esperarse de ella: ha acrecentado la fuerza productiva del trabajador. Pero darle otra misión sería por completo irracional. Querer, por ejemplo, que utilice ese rendimiento superior del trabajo en provecho de toda la sociedad sería pedirle filantropía y caridad, y una empresa capitalista no puede cimentarse en la caridad.
  • Es a la sociedad a la que le incumbe ahora generalizar esa productividad superior, limitada hoy a ciertas industrias, y aplicarla en interés de todos. Pero es evidente que para garantizar a todos el bienestar, la sociedad debe retomar la posesión de todos los medios de producción.
  • Los economistas nos recordarán, sin duda, el bienestar relativo de algunas categorías de obreros. Pero ni siquiera este les está asegurado; el día de mañana, la patronal arrojará quizás a esos privilegiados a la calle y ellos pagarán entonces con meses y años de dificultades o miseria el período de bienestar del que disfrutaron.
  • Además, este falso bienestar se ha obtenido a costa de la ruina de la agricultura, la descarada explotación del campesino y por la miseria de las masas. Y esto no es un accidente: es una necesidad del régimen capitalista. Para poder retribuir a algunas categorías de obreros, hoy es necesario que el campesino sea la bestia de carga de la sociedad; es necesario que las ciudades deserticen los campos; es necesario que los pequeños oficios se aglomeren en barrios inmundos y fabriquen casi por nada los mil objetos de escaso valor que ponen los productos de la gran manufactura al alcance de los compradores de salario mediocre. Es necesario que los países atrasados de Oriente sean explotados por los de Occidente, para que en algunas industrias privilegiadas el trabajador tenga, bajo el régimen capitalista, una especie de bienestar limitado.

9. Contra a los colectivistas

  • En sus planes de reconstrucción de la sociedad, los colectivistas cometen, a nuestro criterio, un doble error. Hablan de abolir el régimen capitalista, pero sin embargo pretenden mantener dos instituciones que constituyen el fondo de este régimen: el gobierno representativo y el salariado.
  • Tratemos el punto del gobierno representativo. Elaborado por la burguesía para hacer frente a la realeza y consagrar y acrecentar al mismo tiempo su dominio sobre los trabajadores, el sistema parlamentario es la forma, por excelencia, del régimen burgués. Los corifeos de ese sistema nunca han sostenido seriamente que un parlamento o un consejo municipal representen a la nación o a la ciudad: los más inteligentes de ellos saben que eso es imposible. Con el régimen parlamentario, la burguesía ha tratado simplemente de oponer un dique a la realeza, sin conceder la libertad al pueblo. Pero a medida que el pueblo se hace más consciente de sus intereses, la confianza en un gobierno representativo desaparece.
  • Lo mismo sucede con el salario; porque después de haber proclamado la abolición de la propiedad privada y la posesión en común de los instrumentos de trabajo, ¿cómo puede reclamarse, bajo una forma u otra, que se mantenga el salario? Y sin embargo, eso es lo que hacen los colectivistas al preconizar los bonos de trabajo.
  • Examinemos con más detenimiento este sistema de retribuir el trabajo. Se reduce poco más o menos a esto: todo el mundo trabaja; la jornada de trabajo está regulada por el Estado, a quien pertenecen la tierra, las fábricas, las vías de comunicación, etc. Cada jornada de trabajo se intercambia por un bono de trabajo que, digamos, lleva impresas estas palabras: ocho horas de trabajo.
  • Con este bono el obrero puede adquirir en los almacenes del Estado o en los de las diversas corporaciones toda clase de mercancías. El bono es divisible; de manera de que se pueda comprar una hora de carne, diez minutos de fósforos o media hora de tabaco. En vez de decir veinte centavos de jabón se diría, después de la revolución colectivista: cinco minutos de jabón.
  • La mayoría de los colectivistas, fieles a la distinción establecida por los economistas burgueses entre el trabajo calificado y el trabajo simple, nos dicen además que el trabajo calificado o profesional deberá pagarse cierto número de veces más que el trabajo simple. Otros proclaman la «igualdad de los salarios». El doctor, el maestro y el profesor serán pagados (en bonos de trabajo) a la misma tasa que el cavador. Algunos incluso admiten que el trabajo desagradable o malsano podrá ser pagado a una tasa más alta que el trabajo agradable.
  • Digamos, en primer término, que este sistema nos parece totalmente impracticable. Los colectivistas comienzan por proclamar un principio revolucionario —la abolición de la propiedad privada— y seguidamente lo niegan, manteniendo una organización de la producción y del consumo que ha nacido de la propiedad privada. «Seremos una Comuna en cuanto a la producción; [...] todo  será nuestro. No se hará la menor distinción acerca de la parte que toca a cada uno en esa propiedad colectiva. Pero en el mañana se disputará minuciosamente la parte que tomará cada uno en la creación de nuevas máquinas, en la apertura de nuevas minas. Se tratará de medir con exactitud la parte que corresponda a cada uno en la nueva producción. Se contarán los minutos de trabajo empleados y se velará para que el minuto de un vecino no pueda comprar más productos que el minuto de otro. Se calcularán estrictamente los años de aprendizaje para valorar la parte de cada uno en la producción futura. Todo eso después de haber declarado que no se tendrá de ningún modo en cuenta la participación que se pueda haber tenido en la producción pasada».
  • Pues bien; para nosotros es evidente que una sociedad no puede organizarse con arreglo a dos principios absolutamente opuestos. Y la nación o la comuna que se diesen tal organización estarían obligadas a volver a la propiedad privada o bien transformarse inmediatamente en una sociedad comunista.
  • Los servicios prestados a la sociedad no pueden ser valorados en unidades monetarias. Si vemos a dos individuos trabajando, uno y otro durante años, cinco horas diarias en beneficio de la comunidad y en diferentes trabajos que les agraden por igual podemos decir, en resumen, que sus trabajos son casi equivalentes. Pero no se puede fraccionar sus trabajos y decir que el producto de cada jornada, hora o minuto de trabajo del uno vale por el producto de cada minuto y hora del otro.
  • En la mina, ¿es el hombre apostado junto a la inmensa máquina que hace subir y bajar la jaula quien presta el mayor servicio? ¿Es quizás el muchacho que da desde abajo la señal para que suba el ascensor? ¿Es el minero que a cada instante arriesga la vida en el fondo del pozo y que un día será asesinado por el grisú? ¿O tal vez el ingeniero que por un simple error de suma en sus cálculos puede hacer arrancar piedras habiendo perdido la veta de carbón?
  • Todos los trabajadores de la mina contribuyen en la medida de sus fuerzas, de su energía, de su saber, de su inteligencia y de su habilidad, a extraer el carbón. Y podemos decir que todos tienen derecho a vivir, a satisfacer sus necesidades y hasta sus fantasías después de que lo necesario esté asegurado para todos.
  • No puede hacerse ninguna distinción entre las obras de cada uno. Medirlas por el resultado nos lleva al absurdo. Fraccionarlas y medirlas por las horas de trabajo nos conduce también al absurdo. Sólo queda una cosa: poner las necesidades por encima de las obras y reconocer primeramente el derecho a la vida y al bienestar después para todos los que tomen una cierta parte en la producción.

10. ¿Qué nos objetan?

  • Examinemos ahora las principales objeciones que se oponen al comunismo.
  • La objeción es conocida: «Si cada uno tiene asegurada su existencia, y si la necesidad de ganar un salario no obliga al hombre a trabajar, nadie trabajará, cada uno descargará sobre los otros el trabajo que no se vea forzado a hacer».
  • Pero, ¿no hemos oído ya en nuestra vida expresar esas mismas aprensiones en dos ocasiones, por los esclavistas de los Estados Unidos antes de la liberación de los negros, y por los señores rusos antes de la liberación de los siervos? «Sin el látigo el negro no trabajará», decían los esclavistas. «Lejos de la vigilancia del amo, el siervo dejará incultos los campos», decían los boyardos rusos. Estribillo de los señores franceses de 1789, estribillo de la Edad Media, estribillo tan viejo como el mundo, se escucha siempre que se trata de reparar una injusticia en la humanidad.
  • Y cada vez, la realidad viene a darles una formal desmentida. El campesino liberado en 1792 trabajaba con una energía feroz, desconocida por sus antepasados; el negro liberado trabaja más que sus padres, y el campesino ruso, después de haber honrado la luna de miel de la manumisión festejando el Viernes Santo al igual que los domingos, ha retomado el trabajo con tanta más disposición cuanto más completa ha sido su liberación. El bienestar, es decir, la satisfacción de las necesidades físicas, artísticas y morales, y la seguridad de esta satisfacción, han sido siempre el más poderoso estímulo para el trabajo.
  • Pero, ¿qué hacer con aquella supuesta minoría de perezosos que, a pesar de las excelentes condiciones, que harán agradable el trabajo, no querrán trabajar o que no trabajarán con regularidad y perseverancia?
  • Supongamos un grupo de voluntarios que se unen en una empresa cualquiera y en la que, para su éxito, todos —salvo uno de los asociados que falta con frecuencia a su puesto— rivalizan en celo. ¿Se deberá por su causa disolver el grupo, nombrar un presidente que imponga multas o distribuir, como en la academia, fichas de asistencia? Es evidente que no se hará ni lo uno ni lo otro, sino que un día se le dirá al camarada que amenaza con poner la empresa en peligro: «Amigo, querríamos que trabajases con nosotros; pero como frecuentemente faltas a tu puesto, o eres negligente con tu tarea, debemos separarnos. ¡Tendrás que buscar otros compañeros que se conformen con tu pereza!».
  • De todas maneras, muy frecuentemente, el perezoso no es más que un hombre a quien repugna hacer toda su vida la dieciochava parte de un alfiler o la centésima parte de un reloj, cuando se siente con una exuberancia de energía que quisiera gastar de otra manera. También con frecuencia es un rebelde que no puede admitir la idea de estar toda su vida clavado en ese banco, trabajando para proporcionar mil satisfacciones a su patrón, sabiéndose mucho menos estúpido que él, y sin otra culpa que la de haber nacido en un cuartucho, en vez de haber venido al mundo en una mansión.
  • Finalmente, buen número de perezosos no conocen el oficio con el que se ven obligados a ganarse la vida. Viendo el objeto imperfecto salido de sus manos, esforzándose vanamente en hacerlo mejor y comprendiendo que nunca lo conseguirán a causa de los malos hábitos de trabajo ya adquiridos, toman odio a su oficio y, por no saber otro, hasta al trabajo en general.
  • Al contrario, aquel que, desde su juventud, ha aprendido a tocar bien el piano, a manejar bien el cepillo, el cincel, el pincel o la lima, de manera de sentir que lo que hace es bello, no abandonará jamás el piano, el cincel o la lima. Él encontrará placer en un trabajo que no lo fatigará, mientras no esté desbordado.
  • Suprimamos solamente las causas que originan a los perezosos, y veremos que no quedarán apenas individuos que odien realmente el trabajo, y sobre todo el trabajo voluntario, y no habrá necesidad de un arsenal de leyes para controlarlos.

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