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Naomi Klein, autora de La doctrina del shock |
La doctrina del shock es la historia no oficial del libre mercado; es el núcleo de la panacea táctica del capitalismo contemporáneo o «capitalismo del desastre» que Milton Friedman articuló en Capitalismo y Libertad, uno de sus ensayos más influyentes. El economista estadounidense observó que «sólo una crisis —real o percibida— da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que esa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable» [1]. Una vez desatada la crisis, Friedman estaba convencido de que era de la mayor importancia actuar con rapidez, para imponer los cambios rápida e irreversiblemente, antes de que la sociedad afectada volviera a instalarse en la «tiranía del statu quo». De lo contrario, la nueva administración «no volverá a disfrutar de ocasión igual» [2].
En otras palabras, lo que Naomi Klein
pretende demostrar con su obra es que el capitalismo, lejos de ser el camino
hacia la libertad, se aprovecha de las crisis —primer shock— para
introducir impopulares medidas de choque económico —segundo shock—,
a menudo acompañadas de una gran represión —tercer shock—.
1. Los dos ingenieros del shock
1.1 Ewen Cameron
Cameron desempeñó un papel clave
en el desarrollo de las técnicas de tortura contemporáneas de los Estados
Unidos, y sus experimentos también nos ofrecen un claro ejemplo de la lógica
subyacente en el capitalismo del desastre: al igual que los economistas
defensores del libre mercado, que están convencidos de que sólo mediante un
desastre de enormes proporciones se puede preparar el terreno para sus
«reformas», Cameron creía que, si infligía dolor y traumatizaba el cerebro de
sus pacientes, podía recrear mentes que no funcionaban, y reconstruir
personalidades sobre esa ansiada tabla rasa.
Para lograr aquello, el primer paso, según Cameron, era «quebrar
las viejas pautas y modelos de comportamiento patológico» [3]. Para
ello utilizó la máquina Page-Russell, que administraba hasta seis
descargas consecutivas en vez de una. Desorientó aún más a sus pacientes con
anfetaminas, ansiolíticos y drogas alucinógenas.
Una vez se completaba este proceso, el de implantación de
conducta podía empezar. Consistía en que Cameron hacía escuchar a los
pacientes cintas grabadas con mensajes como: «Usted es una buena madre y una
buena esposa, y la gente disfruta de su compañía». Con pacientes bajo estado de
shock y drogados hasta un extremo vegetativo, estos no podían sino
escuchar los mensajes, durante dieciséis o veinte horas al día durante semanas.
En una ocasión, Cameron le hizo escuchar a un paciente la cinta de forma
ininterrumpida durante 101 días [4].
A mediados de los años cincuenta,
varios investigadores de la CIA se interesaron por sus métodos. Era el
principio de la histeria de la Guerra Fría, y la agencia acababa de lanzar un
programa de operaciones encubiertas para investigar lo que llamaban «técnicas
especiales de interrogación». El proyecto conoció el primer nombre en código de
Bluebird, luego Proyecto Alcachofa y finalmente fue bautizado como MKUltra en
1953. Durante la siguiente década, MKUltra gastó más de veinticinco
millones de dólares en busca de formas nuevas de romper la voluntad de un
prisionero sospechoso de comunismo o de ser agente doble. Más de ochenta
instituciones participaron en el programa, incluyendo cuarenta y cuatro
universidades y doce hospitales [5].
Con todo, los resultados de las
actividades de los primeros años del Proyecto Bluebird y Alcachofa no aportaron
la certidumbre científica que la agencia iba buscando. Para eso era necesario
realizar pruebas con un mayor número de cobayas humanas, y así se intentó. Pero
era demasiado arriesgado: si se descubría que la CIA estaba probando drogas
peligrosas en suelo americano, existía la posibilidad de que se le diera
carpetazo al programa. En ese punto entraron en escena los investigadores
canadienses, y el interés de la CIA en sus actividades. El inicio de la
relación se remonta al 1 de junio de 1951, en una reunión a tres bandas
entre agencias de inteligencia de diversas nacionalidades y un grupo de
científicos en el Ritz-Carlton de Montreal. El tema del encuentro era la
creciente preocupación que sentía la comunidad internacional de las agencias de
inteligencia occidentales ante la posibilidad de que los comunistas hubieran
descubierto un método para «lavar el cerebro» de los prisioneros de guerra. El
motivo de esa inquietud era que los soldados norteamericanos cautivos en Corea
aparecían frente a las cámaras, al parecer cooperando, para denunciar el
capitalismo y el imperialismo.
Uno de los asistentes a la reunión
del Ritz era el doctor Donald Hebb, director del Departamento de
Psicología en la Universidad McGill. Frente al misterio de las confesiones de
los soldados capturados, Hebb especuló con la posibilidad de que los comunistas
estuvieran manipulando a los prisioneros colocándolos en celdas aisladas e impidiéndoles
el uso de los sentidos. Los jefes de inteligencia se quedaron muy
impresionados, y tres meses después Hebb recibió una beca de investigación del
Departamento de Defensa de Canadá para llevar a cabo una serie de experimentos
de privación sensorial. En ellos participaron sesenta y tres estudiantes de
McGill a los que Hebb pagó veinte dólares.
En un informe confidencial acerca de
los descubrimientos de Hebb, el Comité de Investigación para la Defensa llegó a
la conclusión de que la privación sensorial claramente causaba un estado de
confusión extrema, así como alucinaciones, en los sujetos del experimento.
El informe seguía diciendo: «Se produce una reducción significativa y temporal
de la capacidad intelectual durante e inmediatamente después del período de
privación de la percepción» [6].
La CIA recibió una copia del
principal estudio de Hebb, y también se enviaron cuarenta y un y cuarenta y dos
ejemplares para la Armada y el Ejército de Estados Unidos, respectivamente [7].
La CIA también controlaba los experimentos a través de uno de los ayudantes de
Hebb, Maitland Baldwin. Este, sin saberlo Hebb, informaba directamente a
la agencia [8].
El informe de Hebb indicaba que cuatro de los estudiantes «comentaron [...] que el propio experimento era una forma de tortura». Esto hizo que Hebb no pudiera obtener «resultados más depurados», ya que «no es posible obligar a los sujetos a permanecer de treinta a sesenta días en condiciones de privación sensorial —cuando su umbral de resistencia era de dos o tres días—» [9]. Quizá no era posible para Hebb, pero su colega en McGill y archirrival académico, el doctor Ewen Cameron, no tenía ningún problema.
Aunque había estado en contacto con la agencia durante años, Cameron obtuvo su primera beca de la CIA en 1957, a través de una organización pantalla denominada Sociedad para la Investigación de la Ecología Humana [10]. A medida que los dólares de la CIA fueron a parar a las arcas del Allan Memorial Institute —donde se realizaron los experimentos—, este se parecía más y más a una prisión macabra y menos a un hospital.
- Los dos psiquiatras que inventaron la máquina Page-Russell recomendaban cuatro tratamientos por paciente, con un total de veinticuatro shocks individuales [11]. Cameron empleó la máquina en sus pacientes dos veces al día durante treinta días, alcanzando las 360 descargas por paciente [12].
- Cameron remodeló el sótano del hospital cuidadosamente, construyendo una habitación que denominó la «celda de aislamiento» [13] La estancia se insonorizó, aunque instaló altavoces para emitir ruido blanco, un sonido monocorde permanente. Eliminó la iluminación y cada paciente recibió un par de anteojos oscuros y «tapones de goma» para las orejas. Sus brazos y piernas fueron forrados con tubos de cartón, «impidiendo que los sujetos toquen su propio cuerpo, y logrando así interferir en la percepción que tienen [de él]» [14]. Cameron obligó a sus pacientes a permanecer en ese estado durante semanas. Uno de ellos se pasó treinta y cinco días en la celda de aislamiento [15].
- En la sala del sueño, Cameron mantenía a sus pacientes en un estado de duermevela a base de fármacos y drogas, durante veinte o veintidós horas al día, con enfermeras turnándose cada dos horas con el único propósito de evitar llagas, alimentarlos y aliviar sus necesidades urinarias y fecales [16]. Los pacientes permanecían en dicho estado de quince a treinta días, aunque Cameron informó que «algunos han superado los sesenta y cinco días de sueño continuo» [17]. Para asegurarse de que nadie lograra escapar de esa pesadilla, Cameron administró a un grupo de pacientes pequeñas dosis de curare, droga que provoca una parálisis física, convirtiéndolos, literalmente, en prisioneros de sus propios cuerpos [18].
Existen varios indicios de que Cameron
sabía perfectamente que estaba simulando un proceso de tortura real y que,
en tanto que acérrimo anticomunista, disfrutaba de la idea de que su programa y
sus pacientes formaban parte de la Guerra Fría. En una entrevista concedida en
1955, comparó abiertamente a sus pacientes con prisioneros de guerra
enfrentados a un interrogatorio hostil, diciendo que «al igual que los
capturados por los comunistas, solían resistirse [al tratamiento] y había que
romper su voluntad» [19]. Un año más tarde, escribió que el objetivo de
eliminar las pautas conductuales era «la erradicación de las defensas del
individuo» y señalaba que «el proceso es análogo al sometimiento de un sujeto
bajo interrogatorio continuo» [20].
La financiación de la CIA en estos
experimentos se descubrió a finales de los años setenta, cuando nueve
antiguos pacientes de Cameron se unieron y demandaron a la CIA y al gobierno
canadiense, que también había aportado dinero para las investigaciones. Durante
varios juicios, los abogados de los pacientes argumentaron que los experimentos
violaban todos los estándares profesionales de ética médica. Los enfermos iban
a Cameron en busca de alivio a causa de ligeros trastornos mentales de poca
importancia (depresión posparto, ansiedad, incluso terapia de parejas) y fueron
utilizados, sin su conocimiento o consentimiento, como cobayas humanas para
satisfacer la sed de información de la CIA acerca de las técnicas de control
mental. En 1988, la CIA se avino a pagar daños y perjuicios, por la suma de 750
000 dólares para los nueve demandantes. Fue la cifra más alta jamás pagada por la
agencia hasta la fecha. Cuatro años después, el gobierno de Canadá se avino a
pagar otros 100 000 dólares a cada demandante que fue objeto de los
experimentos ilegales [21].
En 1988, The New York Times
publicó un reportaje sobre la implicación de los Estados Unidos en la
tortura y los asesinatos que habían tenido lugar en Honduras.
Florencio Caballero, un interrogador hondureño miembro del brutal y famoso
Batallón 3-16, reveló al periódico que él y veinticuatro de sus compañeros
habían viajado a Texas y que la CIA los había entrenado.
Las revelaciones publicadas en el
periódico terminaron en una investigación en el Comité de Inteligencia del
Senado, donde el director adjunto de la CIA, Richard Stolz, confirmó que
«Caballero efectivamente asistió a un curso de explotación de recursos humanos
de la CIA, también conocido como curso de interrogación» [22]. The
Baltimore Sun interpuso una solicitud de información al amparo de la
Freedom of Information Act para obtener el material del curso utilizado para
entrenar a gente como Caballero. Durante mucho tiempo la CIA se negó a
entregarlo. Finalmente, bajo amenaza de una demanda, y nueve años después de la
publicación del artículo, la CIA hizo público un manual titulado Kubark
Counterintelligence Information. El texto era un manual secreto de 128
páginas de extensión acerca de las técnicas de «interrogación de fuentes no
colaboradoras», que se nutre principalmente de la investigación encargada por
MKUltra.
El manual está fechado en 1963,
el último año de funcionamiento del programa MKUltra y dos años después de que
la CIA dejara de financiar los experimentos de Cameron. El texto afirma que, si
las técnicas se utilizan debidamente, «destruirán la capacidad de resistencia»
de una fuente no colaboradora. Este es, en definitiva, el verdadero
propósito de MKUltra: más allá de la investigación acerca de los lavados de
cerebro, el objetivo era diseñar un sistema basado en premisas científicas para
extraer información de las «fuentes no colaboradoras» [23]. En otras palabras,
tortura.
Las teorías de Cameron estaban
basadas en la idea de que llevar a sus pacientes a un estado de regresión
crearía las condiciones ideales para el «renacimiento» de ciudadanos de
impecable comportamiento. En este sentido Cameron fracasó espectacularmente. No
importa el grado de regresión que alcanzaron sus pacientes: jamás llegaron a
aceptar o absorber por completo los mensajes incansablemente grabados en las
cintas. Un estudio de seguimiento llevado a cabo después de que Cameron dejara
el Allan Memorial Institute determinó que el 75 % de sus pacientes había
empeorado después de sus tratamientos. De los pacientes que desarrollaban una
vida laboral normal antes de la hospitalización, más de la mitad fueron
incapaces de retomar sus trabajos y otros muchos sufrieron una batería de
dolencias físicas y mentales desconocidas. La «pautación psíquica» no funcionó,
ni siquiera un ápice, y finalmente el Allan Memorial Institute prohibió dichas
prácticas [24].
1.2 Milton Friedman
Igual que el departamento psiquiátrico
de Ewen Cameron en McGill durante ese mismo periodo, la Facultad de Economía
de la Universidad de Chicago estaba subyugada por un hombre embarcado en
una cruzada para revolucionar por completo su profesión: Milton Friedman. Su
misión, como la de Cameron, se basaba en el sueño de regresar a un estado de
salud «natural» donde todo estaba en equilibrio, antes de que las
interferencias humanas crearan patrones de distorsión. Si Cameron soñaba con
devolver la mente humana a ese estado puro, Friedman soñaba con eliminar los
patrones de las sociedades y devolverlas a un estado de capitalismo puro.
Buena parte de este purismo procedía de Friedrich Hayek, su gurú personal, que también dio clases en la Universidad de Chicago durante parte de la década de 1950. Aquel advirtió que cualquier intervención del gobierno en la economía llevaba a la sociedad «por el camino de la servidumbre» y debía ser evitada [25]. Según Arnold Harberger, que enseñó muchos años en Chicago, «los austriacos», que era como se conocía a aquel subgrupo dentro del grupo, defendían a capa y espada que cualquier intervención estatal no sólo era perjudicial, sino «malvada [...]. Es como si ahí fuera hubiera una imagen preciosa pero muy compleja, que se mantiene por sí misma en perfecto equilibrio, ¿comprende?, y si hay una mota donde no debiera haberla, bien, se trata de algo horrible [...] es un defecto que estropea esa belleza» [26].
En 1947, cuando Friedman se
unió a Hayek para formar la Sociedad Mont Pelerin, un club de
economistas partidarios del libre mercado, la sociedad no consideraba adecuado
defender que las empresas debían tener libertad para gobernar el mundo como
creyeran conveniente. Todavía estaba fresco el recuerdo del crash de
1929 y de la Gran Depresión que le siguió. La magnitud de aquel desastre del
mercado había hecho que cobrara fuerza la exigencia de que el gobierno
participara activamente en la economía, lo que llevó a la creación de casi todo
lo que asociamos hoy en día con la pasada época del capitalismo «decente» o
keynesianismo: seguridad social en Estados Unidos, sanidad pública en Canadá,
asistencia social en Gran Bretaña y protección del trabajador en Francia y
Alemania.
En el mundo en vías de desarrollo se
imponía una tendencia similar, más radical, que se conoció con el nombre de desarrollismo
o de nacionalismo del Tercer Mundo. Los economistas desarrollistas
afirmaban que sus países escaparían por fin de la pobreza si llevaban a cabo
una estrategia de industrialización orientada al interior en lugar de recurrir
a la exportación de recursos naturales, cuyos precios cada vez eran más bajos,
a Europa o América del Norte. Defendían reglamentar o incluso nacionalizar la
explotación del petróleo, minerales y otras industrias claves, de modo que
buena parte de los beneficios obtenidos sirvieran para financiar un proceso de
desarrollo financiado por el gobierno.
Durante el período de mayor expansión del desarrollismo (1950-1963), el Cono Sur —el laboratorio más avanzado de esta teoría económica, conformado por Chile, Argentina, Uruguay y partes de Brasil— empezó a parecerse más a Europa o Norteamérica que a otras partes de América Latina o del Tercer Mundo, convirtiéndose así en un símbolo para los países pobres de todo el mundo.
Ante este panorama, el sector privado creía que lo que hacía falta para recuperar el terreno perdido era claramente una contrarrevolución que permitiera un retorno a una forma de capitalismo que tuviera incluso menos trabas que el de antes de la Depresión. No era una cruzada que pudiera liderar el propio Wall Street, no en aquel clima. Si Walter Wriston, gerente de Citibank e íntimo amigo de Friedman, se hubiera atrevido a decir que el salario mínimo y los impuestos a las empresas deberían abolirse, le hubieran acusado al instante de ser un explotador. Y ahí es donde entró en juego la Escuela de Chicago. Pronto quedó claro que cuando Friedman, que era un matemático brillante y un hábil orador, afirmaba exactamente esas mismas cosas, estas adquirían un cariz muy distinto. El efecto enormemente beneficioso de hacer que las posiciones de las empresas fueran presentadas en boca de instituciones académicas o cuasi académicas hizo que llovieran donaciones sobre la Escuela de Chicago, pero, además, en muy poco tiempo, dio a luz a una red global de think tanks de derechas que darían cobijo a los soldados de a pie de la contrarrevolución en todo el mundo.
En los Estados Unidos de la década de
1950, sin embargo, incluso con un republicano de línea dura en la Casa Blanca
como Dwight Eisenhower, no había ninguna posibilidad de que se efectuara
un giro radical a la derecha como el que proponían los de Chicago: los
servicios públicos y las garantías a los trabajadores eran demasiado populares
y Eisenhower tenía el ojo puesto en las siguientes elecciones. Aunque no tenía
muchas ganas de revocar el keynesianismo en casa, Eisenhower resultó más que
dispuesto a emprender medidas rápidas y radicales para derrotar al
desarrollismo en el extranjero.
Bajo la presión de intereses empresariales,
surgió en los círculos de la diplomacia estadounidense e inglesa un movimiento
que intentaba colocar a los gobiernos desarrollistas en la lógica binaria
típica de la Guerra Fría: el nacionalismo del Tercer Mundo era el primer paso
en el camino hacia el comunismo totalitario y había que acabar con él antes de
que echara raíces. Dos de los principales defensores de esta teoría fueron John
Foster Dulles, el secretario de Estado de Eisenhower, y su hermano Allen
Dulles, director de la recién creada CIA. Los resultados de la influencia
de los Dulles fueron inmediatos: en 1953 y 1954 la CIA lanzó sus
dos primeros golpes de Estado, en Irán y Guatemala,
respectivamente. Este segundo golpe se llevó a cabo por una petición directa de
la United Fruit Company, que estaba indignada porque el presidente Jacobo
Arbenz Guzmán había expropiado tierras que no usaba (ofreciendo la
correspondiente indemnización) como parte de su proyecto para transformar
Guatemala, en sus propias palabras, «de un país atrasado con una economía
predominantemente feudal en un Estado capitalista moderno», objetivo al parecer
inaceptable [27].
Erradicar el desarrollismo del Cono Sur, donde había arraigado mucho más, no era tan sencillo. Sobre ello discutieron dos estadounidenses que se reunieron en Santiago de Chile en 1953. Uno era Albion Patterson, director de la Administración para la Cooperación Internacional en Chile —la agencia gubernamental que con el tiempo se convertiría en USAID (Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional)— y el segundo Theodore W. Schultz, presidente del Departamento de Economía de la Universidad de Chicago.
Inaugurado oficialmente en 1956, el
proyecto permitió que cien alumnos chilenos cursaran estudios de posgrado en la
Universidad de Chicago entre 1957 y 1970, con la matriculación y los
gastos a cargo de los contribuyentes y de fundaciones estadounidenses. En 1965
se amplió el programa para incluir a estudiantes de toda Latinoamérica, con
una proporción particularmente alta de argentinos, brasileños y mexicanos. La
expansión se financió con una donación de la Fundación Ford y posibilitó
la creación del Centro de Estudios Económicos Latinoamericanos de la
Universidad de Chicago.
Cuando el primer grupo de chilenos
regresó a casa al terminar sus estudios en Chicago, muchos trabajaron como
profesores de economía en la Facultad de Económicas de la Universidad Católica
de Chile, a la que convirtieron rápidamente en su pequeña Escuela de Chicago en
el centro de Santiago. Hacia 1963, doce de los trece miembros del claustro a
tiempo completo de la facultad eran graduados del programa de la Universidad de
Chicago y Sergio de Castro, uno de los primeros graduados, fue nombrado
decano de la facultad [28].
A los estudiantes que participaron en
el programa, fuera en Chicago o en su franquicia de Santiago, se les conocía
como «los Chicago Boys». Gracias a más fondos de USAID, los Chicago Boys
chilenos se convirtieron en entusiastas embajadores regionales de las ideas que
los latinoamericanos llaman «neoliberalismo», y viajaron a Argentina y
Colombia para abrir más franquicias de la Universidad de Chicago.
No obstante, a pesar de que «el
propósito principal del proyecto» era formar a una generación de estudiantes
«que se convirtieran en los líderes intelectuales de los asuntos económicos en
Chile» [29], los Chicago Boys no habían alcanzado el gobierno de sus
países en ninguna parte. De hecho, estaban quedándose atrás.
Fue en Chile —el epicentro del
experimento de Chicago— donde la derrota en la batalla de las ideas se hizo más
evidente. En las históricas elecciones chilenas de 1970 el país se había
desplazado tan a la izquierda que, sin excepción, los tres principales partidos
políticos estaban a favor de nacionalizar la principal fuente de dividendos del
país: las minas de cobre controladas por grandes empresas mineras
estadounidenses [30]. En otras palabras, el Proyecto Chile había sido un
fracaso muy caro.
Todo podría haber acabado aquí, pero
sucedió algo que rescató de la oscuridad a los Chicago Boys: Richard Nixon
fue elegido presidente de Estados Unidos. Nixon «tenía una política exterior
creativa y, en general, bastante efectiva», dijo con entusiasmo Friedman [31].
Y en ninguna parte fue más creativa que en Chile.
2. La experiencia de Chile
2.1 La preparación del golpe
El gobierno de Unidad Popular de Salvador
Allende ganó las elecciones de 1970 en Chile con un programa que
prometía poner en manos del gobierno grandes sectores de la economía que
estaban dirigidos por empresas extranjeras y locales. Cuando Nixon se enteró de
aquello, lanzó su famosa orden al director de la CIA, Richard Helms, de que
«hiciera chillar a la economía» [32].
En cuanto Allende ganó las
elecciones, e incluso antes de que jurara el cargo, las empresas
estadounidenses le declararon la guerra a su administración. El centro de esta
actividad fue el Comité Ad Hoc de Chile, con sede en Washington y
formado por las principales empresas mineras estadounidenses con propiedades en
Chile, así como por la empresa que, de hecho, lideraba el comité, International
Telephone and Telegraph Company (ITT), que poseía el 70 % de la compañía
telefónica chilena, que pronto iba a nacionalizarse. El único propósito del
comité era obligar a Allende a desistir de su campaña de nacionalizaciones
«enfrentándole con el colapso económico» [33].
Allende nombró a su íntimo amigo Orlando
Letelier embajador en Washington. Recayó en él la labor de negociar las
condiciones de la expropiación con las mismas empresas que conspiraban para
sabotear el gobierno de Allende. Las negociaciones nunca tuvieron ninguna
posibilidad de éxito.
En marzo de 1972, en medio de
la tensa negociación de Letelier con ITT, el columnista Jack Anderson publicó
una serie de reportajes que demostraban que la compañía telefónica había
conspirado en secreto con la CIA y el Departamento de Estado para impedir que
Allende jurara el cargo dos años atrás. Ante aquellas acusaciones, y con
Allende todavía en el poder, el Senado de Estados Unidos inició una
investigación y descubrió un extenso complot en el que ITT había ofrecido un
millón de dólares en sobornos a la oposición chilena y «había tratado de que la
CIA participara en un plan para manipular de forma encubierta el resultado de
las elecciones chilenas» [34].
El informe del Senado, publicado en junio
de 1973, descubrió también que cuando el plan fracasó y Allende llegó al
poder, ITT adoptó una nueva estrategia diseñada para asegurarse de que «no
se mantuviera en el cargo ni seis meses». La empresa se tomó la libertad de
preparar una estrategia de dieciocho puntos para la administración Nixon que
contenía una petición clara de un golpe de Estado: «Contacten con
fuentes fiables dentro del ejército chileno», decía, «[...] alimenten y
planifiquen su descontento con Allende y luego propongan la necesidad de
apartarlo del poder» [35].
A pesar de todo, en 1973 Allende
seguía en el poder, lo que para los opositores de Allende significaba que
hacía falta un plan más radical para lograr un cambio de régimen. En este
sentido, habían estudiado concienzudamente dos posibles modelos.
El modelo de Brasil
Cuando la junta brasileña, dirigida
por el general Humberto Castello Branco y apoyada por Estados Unidos, se
hizo con el poder en 1964, el ejército tenía el plan de no sólo revocar
los programas favorables a los pobres de Joao Goulart, sino de convertir
Brasil en un país totalmente abierto a la inversión extranjera. Al principio
los generales brasileños trataron de imponer su programa de un modo
relativamente pacífico, además de esforzarse por mantener ciertos visos de democracia.
A finales de la década de 1960 muchos ciudadanos utilizaron esas libertades limitadas para expresar su ira por la pobreza cada vez mayor de Brasil, de la que culpaban al programa económico pro empresarios del gobierno, buena parte de él diseñado por graduados de la Universidad de Chicago. Hacia 1968 las calles estaban saturadas de manifestaciones antijunta, y el régimen estaba en serio peligro. En un gambito desesperado para mantenerse en el poder, el ejército cambió radicalmente de táctica: se eliminaron por completo los restos de la democracia, se negaron todas las libertades civiles, se recurrió sistemáticamente a la tortura y, según la Comisión de la Verdad que luego se establecería en Brasil, «los asesinatos ordenados por el Estado se convirtieron en habituales» [36].
El modelo de Indonesia
- La Junta brasileña había esperado años antes de mostrar su apetito por lo brutal. Fue un error casi fatal; sus adversarios tuvieron ocasión de reagruparse y organizar facciones izquierdistas y guerrillas armadas, lo que actuó como un elemento obstaculizador de los planes económicos de la Junta.
- Por contra, Suharto había probado que, si se empleaba una represión masiva de forma previa, el país caería en un estado de shock que permitiría eliminar toda resistencia aun antes de que cobrara vida. La otra lección esencial procedente de Indonesia tenía que ver con la alianza previa entre Suharto y la mafia de Berkeley.
De la experiencia indonesia lo que resultaba interesante no era sólo la brutalidad de Suharto, sino el extraordinario papel que había jugado un grupo de economistas indonesios educados en la Universidad de California en Berkeley, conocidos como la «mafia de Berkeley». Suharto resultó muy efectivo en la labor de librarse de la izquierda, pero fue la mafia de Berkeley quien preparó el plan económico para el futuro del país.
Los paralelismos con los Chicago Boys eran sorprendentes. La mafia de Berkeley había estudiado en Estados Unidos como parte de un programa que había empezado en 1956 financiado por la Fundación Ford. También habían vuelto a casa y creado una fiel copia de un Departamento de Economía al estilo occidental en la Facultad de Económicas de la Universidad de Indonesia. Ford había enviado a profesores estadounidenses a Yakarta para establecer la escuela, igual que los profesores de Chicago habían ido a ayudar al nuevo Departamento de Economía de Santiago.
Los estudiantes financiados por Ford se convirtieron en los líderes de los grupos de los campus que participaron en el derrocamiento de Sukarno y la mafia de Berkeley trabajó estrechamente con el ejército en los preparativos del golpe, desarrollando «planes de contingencia» por si el gobierno caía de repente. Aunque los de la mafia de Berkeley no eran radicales anti-Estado como los Chicago Boys, fueron de lo más generosos con los inversores extranjeros que ansiaban caer sobre las inmensas riquezas minerales y la abundancia petrolífera de Indonesia, descrita por Richard Nixon como el «gran tesoro del Sureste asiático» [40].
Para los que planeaban derrocar a Allende justo al mismo tiempo que el programa de Suharto empezaba a funcionar, las experiencias de Brasil e Indonesia resultaban una útil panorámica de contrastes.
Poco después de resultar elegido Allende, sus oponentes nacionales empezaron a imitar la pauta indonesia con inquietante precisión.
La Universidad Católica, hogar de los Chicago Boys, se convirtió en la zona cero de creación de lo que la CIA denominó «clima de golpe» [41]. En septiembre de 1971, tras un año de mandato de Allende, los principales líderes empresariales chilenos celebraron una reunión de emergencia para desarrollar una estrategia coherente para el cambio de régimen. Según Orlando Sáenz, presidente de la Sociedad de Fomento Fabril (generosamente financiada por la CIA y por muchas multinacionales afines en Washington), los allí reunidos decidieron que «el gobierno de Allende era incompatible con la libertad en Chile y con la existencia de la empresa privada, y que la única forma de evitar el desastre era derrocar al gobierno». Los empresarios organizaron una «estructura de guerra»; una parte establecería relaciones con el ejército, y otra sección, según Sáenz, se ocuparía de «diseñar programas de gobierno alternativos que se presentarían sistemáticamente a las fuerzas armadas» [42]. Sáenz reclutó a varios elementos clave de los Chicago Boys para preparar esos programas alternativos y los instaló en unas dependencias cercanas al palacio presidencial en Santiago [43]. «Más del 75 % de la financiación de esta organización de investigación de la oposición» procedía directamente de la CIA [44].
Durante algún tiempo, la planificación del golpe transcurrió por dos vías paralelas diferenciadas. Cuando el clima llegó al punto de ebullición adecuado para una solución violenta, los dos canales abrieron un diálogo coordinado, con Roberto Kelly —un empresario relacionado con el periódico El Mercurio, financiado por la CIA—, como el mensajero entre ambas partes. A través de Kelly, los Chicago Boys enviaron un resumen de su programa de medidas económicas al almirante de la Marina a cargo del plan militar. Este dio su aprobación, y a partir de entonces los Chicago Boys trabajaron contrarreloj para tener el programa listo el día del golpe militar.
Su biblia económica —un detallado
programa que sería la guía de la Junta durante sus primeros días— llegó a
conocerse en Chile como «el ladrillo». Las propuestas que en él figuran se
parecen asombrosamente a las que hace Milton Friedman en Capitalismo y libertad:
privatización, desregulación y recorte del gasto social; la santísima
trinidad del libre mercado. Según un comité del Senado que investigó lo
sucedido, «los colaboradores de la CIA estuvieron implicados en la elaboración
de un plan económico inicial que fue la base de las decisiones más importantes
de la Junta durante su etapa inicial» [45]. Ocho de los diez principales
autores del «ladrillo» habían estudiado economía en la Universidad de Chicago [46].
Cuando finalmente se produjo, el
golpe de Chile presentó tres formas distintas de shock. El choque
del golpe militar preparó el terreno de la terapia de shock económica.
El shock de las cámaras de tortura y el terror que causaban en el pueblo
impedían cualquier oposición frente a la introducción de medidas económicas. De
este laboratorio vivo emergió el primer Estado de la Escuela de Chicago, y la
primera victoria de su contrarrevolución global.
2.2 El shock militar
El general Augusto Pinochet y sus seguidores se refirieron siempre a los hechos del 11 de septiembre de 1973 no como un golpe de Estado sino como «una guerra». Pero había algo extraño en ella: sólo combatía un bando. A pesar de que el golpe no fue una guerra, estaba diseñado para parecerlo, con el fin de que la comunidad entera entendiera que la resistencia es mortal.
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Imagen 1. La última fotografía con vida de Salvador Allende. Palacio de la Moneda, Santiago de Chile, 11 de septiembre de 1973 |
Con el palacio presidencial en llamas, Allende muerto, su gabinete cautivo y sin indicios de que fuera a haber resistencia popular, la gran batalla de la Junta Militar había terminado a media tarde. En los días que siguieron al golpe, unos 13 500 civiles fueron arrestados, subidos a camiones y encarcelados [48]. Miles acabaron en los dos principales estadios de fútbol de Santiago, el Estadio de Chile y el enorme Estadio Nacional, cuyos vestuarios y palcos fueron transformados en improvisadas cámaras de tortura.
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Imagen 2. Un grupo de civiles es conducido por militares leales al general golpista Augusto Pinochet hacia el subterráneo del Estadio Nacional. Santiago de Chile, septiembre de 1973 |
Para asegurarse de que el terror se extendía más allá de la capital, Pinochet envió al general Sergio Arellano Stark en una misión para visitar una serie de prisiones en las que se retenía a «subversivos». En cada ciudad y pueblo, Stark y su escuadrón de la muerte itinerante escogían a los prisioneros de perfil más alto y los ejecutaban. El rastro de sangre que dejaron durante esos cuatro días se conocería como la caravana de la muerte [49].
En total, en esta batalla de un bando más de 3200 personas fueron ejecutadas o desaparecieron, al menos 80 000 fueron encarceladas y 200 000 huyeron del país por motivos políticos [50].
2.3 El shock económico
Sin dilación, Pinochet dirigió un
golpe dentro del golpe para deshacerse de los otros tres líderes militares con
los que había acordado dividirse el poder y se hizo nombrar jefe supremo de
la nación, además de presidente. Pero se encontró con una crisis entre
manos, ya que la campaña de sabotaje empresarial liderada por ITT había
conseguido hacer que la economía entrara en barrena. Al no saber Pinochet
prácticamente nada de economía, de inmediato nombró a varios licenciados de
Chicago como sus principales asesores económicos, entre ellos Sergio de Castro.
Pese a que Pinochet entendía poco
sobre inflación y tipos de interés, sus asesores hablaban un lenguaje que
comprendía. Para ellos la economía era una fuerza de la naturaleza a la que
había que respetar y obedecer porque «ir [en su] contra […] es contraproducente
y es engañarse a uno mismo», como explicó José Piñera [51],
Chicago Boy que acabaría convirtiéndose en ministro de Trabajo y Minería con
Pinochet. El dictador estaba de acuerdo: la gente, escribió en una ocasión,
debe someterse a la estructura porque «la naturaleza muestra que el orden
básico y la jerarquía son necesarios» [52]. Esta convicción compartida
de obedecer unas leyes naturales superiores formó la base de la alianza
Pinochet-Chicago.
Durante el primer año y medio Pinochet privatizó algunas empresas estatales, eliminó el control de
precios, permitió formas nuevas y muy avanzadas de especulación financiera,
abrió las fronteras a las importaciones extranjeras y recortó el gasto público
un 10 %, excepto el gasto militar, que aumentó significativamente.
Contrario a lo que los de Chicago le
aseguraron a Pinochet que pasaría si aplicaba este tipo de medidas, en 1974,
la inflación alcanzó el 375 %, la tasa más alta en todo el mundo y casi el
doble de su punto más alto con Allende [53]. En paralelo, las empresas
locales cerraban a docenas, incapaces de competir; el desempleo alcanzó cifras
récord, y se extendió el hambre. El primer laboratorio de la Escuela de Chicago
estaba en caída libre.
Para ayudar a salvar el experimento,
en marzo de 1975, Milton Friedman y Arnold Harberger volaron a Santiago.
La prensa, controlada por la Junta, recibió a Friedman como si fuera una
estrella del rock, el gurú del nuevo orden. Cada una de sus
declaraciones acababa en los titulares, sus clases se emitían en la televisión
nacional y contó con la audiencia más importante de todas: un encuentro privado
con el general Pinochet.
A lo largo de toda su visita,
Friedman machacó un solo tema: la Junta había empezado bien, pero necesitaba
abrazar el libre mercado sin ninguna reserva. Pidió un «tratamiento de
choque», afirmando que era «la única cura. Con certeza. No hay otra forma
de hacerlo. No hay otra solución a largo plazo» [54].
Después de su reunión con Pinochet,
Friedman escribió que al general «le atraía la idea de un tratamiento de
choque, pero le preocupaba claramente el aumento del desempleo que podía crear»
[55]. Llegados a este punto, Pinochet ya se había hecho tristemente
célebre en el mundo por ordenar masacres en estadios de fútbol, de modo que el
hecho de que al dictador le «preocupara» el coste humano de su terapia de shock
debería haber hecho que Friedman reflexionara. Pero en vez de ello insistió en
sus tesis en una carta de seguimiento en la que alabó las decisiones
«extremadamente sabias» del general, pero animaba a Pinochet a recortar todavía
mucho más el gasto público, y a la vez le pedía que adoptara un paquete de
políticas proempresariales que le acercarían más «al completo libre mercado».
Friedman aseguró al general que si
seguía sus consejos podría anotarse el mérito de un «milagro económico». Pero
Pinochet tenía que actuar rápida y decididamente; Friedman subrayó la
importancia del «shock» repetidamente, alegando que el «gradualismo no
era factible» [56].
Pinochet se convirtió. En su carta de respuesta, el jefe supremo de Chile expresaba su «más alta
y respetuosa admiración» por Friedman y le aseguraba a este que «el plan está
aplicándose plenamente en estos momentos» [57]. Inmediatamente después
de la visita de Friedman, Pinochet despidió a su ministro de Economía y entregó
el cargo a Sergio de Castro, al que después ascendería a ministro de Finanzas.
De Castro llenó el gobierno de colegas suyos de Chicago y nombró a uno de ellos
director del banco central. Orlando Sáenz, que se había opuesto a los despidos
masivos y al cierre de fábricas, fue sustituido al frente de la Sociedad de
Fomento Fabril por alguien con una actitud más favorable al shock.
Libres de críticos, Pinochet y De Castro empezaron a desmontar el Estado del bienestar:
- En 1975 recortaron el gasto público el 27 % de un solo golpe y siguieron recortando hasta que, hacia 1980, llegaron a la mitad de lo que era con Allende [58].
- El sistema educativo público fue sustituido por cheques escolares y escuelas chárter (es decir, escuelas originalmente creadas y construidas por el Estado que pasarían a ser gestionadas por instituciones privadas según sus propias reglas), la sanidad pasó a ser de pago y se privatizaron guarderías y cementerios. De Castro privatizó también casi quinientas empresas y bancos estatales, prácticamente regalando muchos de ellos, puesto que lo que quería era ponerlos lo más rápido posible en el lugar que les correspondía dentro del orden económico [59].
- No se apiadó de las empresas locales y eliminó todavía más barreras arancelarias. El resultado fue la pérdida de 177 000 puestos de trabajo en la industria entre 1973 y 1983 [60].
- A mediados de la década de 1980, la industria como porcentaje de la economía descendió a niveles que no se habían visto desde la Segunda Guerra Mundial [61].
- En el primer año de la terapia de shock recetada por Friedman, la economía chilena se contrajo un 15 % y el desempleo —que sólo sufría un 3 % con Allende— alcanzó el 20 %, un porcentaje inaudito en el Chile de la época [62]. Hacia 1986, uno de cada cinco trabajadores industriales había perdido su empleo [63].
La mayor crítica hacia la terapia de shock
procedió de uno de los propios ex alumnos de Friedman, André Gunder
Frank, quien escribió una airada «Carta abierta a Arnold Harberger y Milton
Friedman» en la que utilizó su formación en la Escuela de Chicago «para
examinar cómo ha respondido el paciente chileno a su tratamiento» [64].
Calculó lo que significaba para una
familia chilena tratar de sobrevivir con lo que Pinochet afirmaba que era un
«sueldo mínimo». Aproximadamente el 74 % de sus ingresos se dedicaban
simplemente a comprar pan, lo cual obligaba a la familia a prescindir de
«lujos» como la leche y el autobús para ir a trabajar. En comparación, bajo
Allende el pan, la leche y el autobús alcanzaban el 17 % del sueldo de un
empleado público [65]. Muchos niños tampoco tenían leche en las
escuelas, pues una de las primeras medidas de la Junta había sido eliminar el
programa de leche escolar. Como resultado combinado de ese recorte más la
situación desesperada de las familias, cada vez más estudiantes se desmayaban
en clase, mientras que otros muchos dejaron de acudir a la escuela [66].
Gunder Frank vio una relación directa entre las brutales políticas
económicas impuestas por sus antiguos compañeros de estudios y la violencia que
Pinochet había desatado contra el país: las recetas de Friedman eran tan
dolorosas que no podían «imponerse ni llevarse a cabo sin los elementos gemelos
que subyacen a todas ellas: la fuerza militar y el terror político», afirmaba [67].
2.4 El mito del milagro chileno
Aún hoy día, Chile sigue siendo
considerado por los entusiastas del libre mercado como una prueba de que el
friedmanismo funciona. Cuando murió Pinochet, en 2006, The New York Times
lo elogió por «transformar una economía en bancarrota en una de las más prósperas
de América Latina» y un editorial del Washington Post dijo que había
«introducido las políticas de libre mercado que habían producido el milagro
económico chileno» [68]. Pero, ¿qué hay de cierto en estas
afirmaciones?
Pinochet se mantuvo en el poder
diecisiete años y durante ese tiempo cambió de rumbo político varias veces. El
período de crecimiento continuado de la nación que se cita como prueba de su
milagroso éxito no empezó hasta mediados de los años ochenta, una década entera
después de que los de Chicago implementaran su terapia de shock y
bastante después de que Pinochet se viera obligado a cambiar radicalmente el
rumbo. Y sucedió porque en 1982, a pesar de su estricta fidelidad a la
doctrina de Chicago, la economía de Chile se derrumbó: explotó la deuda, se
enfrentaba de nuevo la hiperinflación y el desempleo alcanzó el 30 %, diez
veces más que con Allende [69].
La situación era tan inestable que
Pinochet se vio obligado a hacer exactamente lo mismo que había hecho Allende:
nacionalizó muchas de estas empresas [70]. Al borde de la debacle, casi
todos los de Chicago perdieron sus influyentes puestos en el gobierno,
incluyendo a Sergio de Castro. Muchos otros licenciados de Chicago tenían altos
cargos en las empresas de los pirañas y fueron investigados por fraude.
Lo único que protegía a Chile del
colapso económico total a principios de la década de 1980 fue que Pinochet
nunca privatizó Codelco, la empresa de minas de cobre nacionalizada por
Allende. Esa única empresa generaba el 85 % de los ingresos por exportación de
Chile, lo que significa que cuando la burbuja financiera estalló, el Estado
siguió contando con una fuente constante de fondos [71].
Hacia 1988, cuando la economía
se había estabilizado y crecía con rapidez, el 45 % de la población había caído
por debajo del umbral de la pobreza [72]. El 10 % más rico de los
chilenos, sin embargo, había visto crecer sus ingresos en un 83 % [73].
Incluso en 2007 Chile seguía siendo una de las sociedades menos igualitarias
del mundo. De las 123 naciones en que Naciones Unidas monitoriza la
desigualdad, Chile ocupaba el puesto 116, lo que le convierte en el octavo país
con mayores desigualdades de la lista [74].
Si ese historial hace que Chile sea
un milagro para los economistas de la Escuela de Chicago, quizá sea porque el
tratamiento de choque nunca tuvo como objetivo devolver la salud a la economía.
Quizá se suponía que tenía que hacer exactamente lo que hizo: enviar la
riqueza a los de arriba y conmocionar a la clase media hasta borrarla del mapa.
3. La revolución se extiende, el pueblo desaparece
3.1 Resumen de las experiencias del resto de países del Cono Sur
Brasil estaba ya bajo el control de una junta, como se ha mencionado previamente.
Friedman viajó allí en 1973, en la época de mayor brutalidad del régimen, y
declaró que el experimento económico era «un milagro» [75]. En Uruguay
los militares dieron un golpe de Estado en 1973 y al año siguiente
decidieron seguir el rumbo trazado por Chicago. Los generales invitaron a
«Arnold Harberger y a [el profesor de economía] Larry Sjaastad de la
Universidad de Chicago y su equipo, que incluía ex alumnos de Chicago
argentinos, chilenos y brasileños, para que reformaran el sistema impositivo y
la política comercial de Uruguay» [76]. Los efectos sobre la sociedad de
Uruguay fueron inmediatos: los salarios reales descendieron un 28 % y hordas de
mendigos aparecieron por primera vez en las calles de Montevideo [77].
El siguiente país en unirse al
experimento fue Argentina en 1976, cuando una junta arrebató el
poder a lsabel Perón. Los argentinos recién salidos de Chicago se
hicieron con puestos clave en el gobierno [78], pero el principal puesto
económico no fue para ninguno de ellos, sino para José Alfredo Martínez de
Hoz, perteneciente a la alta burguesía rural que formaba parte de la
Sociedad Rural, la asociación de rancheros que desde hacía tiempo controlaba
las exportaciones del país.
Su primera decisión como ministro fue
prohibir las huelgas e instaurar el despido libre. Abolió los controles de
precios, derogó las restricciones a las propiedades que los extranjeros podían
tener en el país y en pocos años vendió cientos de empresas estatales [79].
Estas medidas le granjearon poderosos aliados en Washington.
También en esta ocasión el impacto
humano fue inconfundible: en un año los salarios perdieron el 40 % de su valor,
cerraron fábricas y la pobreza se generalizó [80]. El precio de la carne
subió más de un 700 %, provocando un récord de beneficios para los
terratenientes y ganaderos [81].
3.2 El shock del terror y la represión
En Chile, Pinochet, con el objetivo
de extender el terror por medio de tácticas de represión menos espectaculares
que las cazas y pelotones de fusilamiento, optó por las desapariciones.
En lugar de matar abiertamente o incluso de arrestar a su presa, los soldados
secuestraban a la víctima, la llevaban a campos clandestinos, la torturaban,
muchas veces la mataban y luego negaban saber nada del asunto. Los cuerpos se
enterraban en fosas comunes. Según la Comisión de la Verdad de Chile, la
policía secreta se deshacía de algunas de sus víctimas arrojándolas al océano
desde helicópteros, «después de abrirles el estómago con un cuchillo para que
los cuerpos no flotaran» [82].
A mediados de la década de 1970, las
desapariciones se habían convertido en el principal instrumento de coerción de
las juntas de la Escuela de Chicago en todo el Cono Sur y nadie las utilizó con
más entusiasmo que los generales argentinos. Durante su reinado se estima que
desaparecieron 30 000 personas [83]. Una vez bajo custodia, en Argentina
los prisioneros eran conducidos a uno de los más de trescientos campos de
tortura que había en el país [84], muchos de ellos situados en zonas
residenciales densamente pobladas. El régimen uruguayo era igual de descarado [85].
Puesto que muchos de los perseguidos
por las distintas juntas a menudo se refugiaban en uno de los países vecinos,
los gobiernos de la región colaboraron entre ellos en la conocida Operación
Cóndor. Con Cóndor, las agencias de inteligencia del Cono Sur compartieron
información sobre «subversivos» —ayudadas por un sistema informático de
tecnología punta suministrado por Washington— y dieron mutuamente a sus
respectivos agentes salvoconducto para llevar a cabo secuestros y torturas
cruzando la frontera, un sistema inquietantemente parecido a la actual red de
«extradiciones» de la CIA [86].
Las juntas también intercambiaban
información sobre los medios más efectivos para extraer información a los
prisioneros que cada una de ellas había descubierto. Varios chilenos
torturados en el Estadio de Chile en los días posteriores al golpe destacaron
que había soldados brasileños en la sala aconsejando sobre cómo usar
científicamente el dolor [87].
En esta línea, una investigación de
1975 del Senado estadounidense sobre la intervención en Chile descubrió que la
CIA había entrenado al ejército de Pinochet en formas de «controlar la
subversión» [88]. Está perfectamente documentado, además, que Estados
Unidos asesoró a las policías brasileña y uruguaya en técnicas de
interrogación. Según un testimonio judicial citado en el informe de la Comisión
de la Verdad, Brasil: Nunca Mais, publicado en 1985, oficiales
del ejército asistieron a «clases de tortura» impartidas por unidades de
la policía militar durante las cuales se hacía venir a prisioneros y mendigos
para «demostraciones prácticas» en las que eran torturados.
El número exacto de personas que
pasaron por la maquinaria de torturas del Cono Sur es imposible de calcular,
pero probablemente está entre 100 000 y 150 000, decenas de miles de las cuales
fueron asesinadas [89].
Un veterano de varios golpes de
Estado argentinos explicó el porqué de esta violencia tan extendida: «En
1955 creíamos [en el ejército] que el problema era [Juan] Perón, así que lo
eliminamos; pero en 1976 ya sabíamos que el problema era la clase trabajadora» [90].
En toda la región sucedió lo mismo: el problema era amplio y profundo. Eso
quería decir que, si la revolución neoliberal quería triunfar, las juntas
tenían que lograr segar definitivamente la semilla que se sembró durante el
auge de las izquierdas latinoamericanas o, en palabras de Albion Patterson, «cambiar
la formación de los hombres» [91]. Pero, ¿cómo se consigue eso?
Mientras los terapeutas del shock eliminaban
todos los resquicios de colectivismo de la economía, las tropas de shock debían
eliminar a los representantes de ese ethos de todos los lugares. (En
lugar de «eliminar», lo habitual en los regímenes militares del Cono Sur era
emplear los eufemismos de limpiar, barrer, erradicar y curar. De hecho, en
Brasil, las detenciones de gente de izquierda se bautizaron con el código Operação
Limpieza).
En las calles
Particularmente brutales a lo largo y
ancho de la región fueron los ataques a los granjeros que se habían implicado
en la lucha por la reforma agraria. Los líderes de las Ligas Agrarias
Argentinas fueron perseguidos y torturados, a menudo en los mismos campos que
trabajaban, a la vista de toda la comunidad. En los barrios pobres, el objetivo
de los ataques preventivos fueron los trabajadores comunitarios.
Un sacerdote argentino que colaboró
con la Junta explicó cuál era la filosofía que les guiaba: «El enemigo era el
marxismo. El marxismo en la Iglesia, digamos, y en la patria. El peligro de una
nación nueva» [92]. Ese «peligro de una nación nueva» ayuda a explicar
por qué tantas de las víctimas de las juntas fueron jóvenes. En Argentina, el
81 % de los 30 000 desaparecidos tenían entre dieciséis y treinta años [93].
En las universidades
En la Universidad de Chile, cientos
de profesores fueron despedidos por «no observar los deberes morales» (entre
ellos André Gunder Frank) [94]. Cuando la Junta se hizo con el poder en
Argentina, grupos de soldados entraron en la Universidad Nacional del Sur en
Bahía Blanca y arrestaron a diecisiete miembros del claustro acusados de
«enseñanzas subversivas»; también en este caso la mayoría fueron del
Departamento de Economía [95]. Un total de ocho mil educadores de
izquierdistas, «de ideología sospechosa», fueron purgados como parte de la Operación
Claridad [96].
En las fábricas
En Brasil, tan pronto como se lanzó
el golpe, los soldados rodearon a los líderes de los sindicatos activos en las
fábricas y en los grandes ranchos. También en Chile y Argentina los gobiernos
militares utilizaron el caos inicial del golpe para lanzar con éxito su ataque
contra el movimiento sindical. En 1976, el 80 % de los prisioneros políticos de
Chile eran obreros y campesinos [97].
Según Brasil: Nunca Mais, la
Confederación General del Trabajo (CGT) —la principal asociación de sindicatos—
aparece en los procedimientos judiciales de la Junta «como un demonio
omnipresente que debe ser exorcizado». Este informe explica que el motivo por
el que «las autoridades [...] tuvieron especial cuidado en “limpiar” este
sector» es porque «temían la generalización de la [...] resistencia desde los
sindicatos a sus programas económicos, que estaban basados en la austeridad en
los salarios y en la privatización de la economía» [98].
Las multinacionales no
desaprovecharon esta oportunidad para colaborar con las juntas militares en la
eliminación de sindicalistas problemáticos: en Brasil,
según Brasil: Nunca Mais, la fuerza policial extralegal Operación
Bandeirantes (OBAN), formada por oficiales del ejército, fue fundada
«gracias a contribuciones de varias corporaciones multinacionales, entre ellas
Ford y General Motors»; en Argentina, en el primer Año Nuevo del gobierno
militar, Ford Motor Company publicó en los periódicos un anuncio de
felicitación en el que abiertamente se alineaba con el régimen [99].
La fábrica de Ford en las afueras de
Buenos Aires se convirtió en una fortaleza armada; los obreros han testificado
que hubo un batallón de cien soldados allí destinado permanentemente [100].
Cuando los soldados apresaban a los sindicalistas más activos, en lugar de
llevarlos a alguna cárcel cercana, los trasladaban a unas instalaciones de
detención que habían sido construidas dentro del perímetro de la fábrica. Allí
fueron golpeados, pateados y, en dos casos, sometidos a electroshocks [101].
Fueron conducidos luego a prisiones fuera de la fábrica donde las torturas
continuaron durante semanas y, en algunos casos, durante meses [102].
En 2002, fiscales federales
presentaron una acusación penal contra Ford Argentina en nombre de quince
trabajadores, alegando que la empresa era legalmente responsable por la
represión que tuvo lugar en su propiedad. Mercedes-Benz se enfrenta a una
investigación similar a causa de alegaciones de que la empresa colaboró con el
ejército en la década de 1970 para purgar una de sus fábricas de sindicalistas,
supuestamente dando nombres y direcciones de dieciséis trabajadores que luego
desaparecieron, catorce de ellos para siempre [103].
En las prisiones
En diversos testimonios los
prisioneros describen un sistema diseñado para obligarlos a traicionar el
principio más fundamental de su sentido del yo: la solidaridad. Muchos
informan que sus torturadores no estaban tan interesados en la información, que
ya solían tener de antemano, sino en conseguir el acto de traición en sí.
Los actos de rebelión más extremos en
este contexto consistían en pequeños gestos de bondad entre prisioneros que, de
ser descubiertos, eran duramente castigados. Se los machacaba para que fueran
lo más individualistas posible y se les ofrecían constantemente tratos fáusticos,
como escoger entre más torturas insoportables para ellos mismos o para otro de
sus compañeros de celda.
3.3 Niños normales
Se estima que nacieron unos
quinientos niños en los centros de tortura argentinos. Esos bebés fueron
alistados inmediatamente en el plan para rediseñar la sociedad y crear una
nueva raza de ciudadanos modelo. Tras un breve período de guardería, cientos
fueron vendidos o entregados a parejas, la mayor parte de ellas con
vínculos directos con la dictadura.
Según el grupo de defensa de los
derechos humanos Abuelas de la Plaza de Mayo, los niños fueron criados
según los valores del capitalismo y el cristianismo que la Junta consideraba
«normales» y saludables [104]. Los padres de los bebés, considerados
demasiado enfermos como para poder ser salvados, fueron casi siempre asesinados
en los campos.
Todo esto lo evidencia un documento
oficial del Departamento del Interior titulado «Instrucciones sobre procedimientos
a seguir con los niños menores de edad de líderes políticos o sindicales cuando
sus padres son detenidos o desaparecen» [105].
4. ¿Quién es el culpable?
4.1 El fantasma del comunismo
Las juntas del Cono Sur, en el grado
en el que se admitían asesinatos de Estado, los justificaban con el
argumento de que estaban librando una guerra contra peligrosos terroristas
marxistas financiados y controlados por el KGB. Pinochet, en una carta
póstuma, defendía el golpe y el uso del «máximo rigor» para impedir una «dictadura
del proletariado [...] ¡Cómo quisiera que no hubiese sido necesaria la acción
del 11 de septiembre de 1973!», escribió. «¡Cómo hubiera querido que la
ideología marxista-leninista no se hubiera interpuesto en nuestra vida patria!»
[106].
En los prolegómenos del golpe
chileno, la CIA financió una gran campaña propagandística que retrataba
a Salvador Allende como un dictador camuflado que se había servido de la
democracia constitucional para hacerse con el poder, pero que se proponía
instaurar un Estado policial al estilo soviético del que los chilenos jamás
podrían escapar. En Argentina y Uruguay se presentó a los principales
movimientos guerrilleros de izquierdas —los montoneros y los tupamaros,
respectivamente— como amenazas tan graves para la seguridad nacional que no
dejaron otra opción a los generales que suspender la democracia, hacerse con el
Estado y usar los medios que fueran necesarios para aplastarlos.
En todos los casos, la amenaza fue o
bien brutalmente exagerada, o bien totalmente inventada por las juntas [107,
108]. La inmensa mayoría de las víctimas del aparato del terror del Cono
Sur no eran miembros de grupos armados sino activistas no violentos y gente
leal a partidos de izquierdas. Los mataron no por sus armas, sino por sus
creencias. En el Cono Sur, la «guerra contra el terror» fue una guerra
contra todos los obstáculos que se oponían al nuevo orden.
Así lo admitió ante Kissinger
William Rogers, subsecretario de Estado para América Latina, en una reunión
del Departamento de Estado que tuvo lugar sólo dos días después de que la Junta
argentina perpetrase su golpe de Estado en 1976: «Es de esperar que haya
bastante represión, probablemente mucha sangre, en Argentina muy pronto. Creo
que van a tener que dar muy duro no sólo a los terroristas sino también a los
disidentes de los sindicatos y a sus partidos» [109].
4.2 Cómo una ideología fue absuelta de sus crímenes: la anteojera de los «derechos humanos»
En 1976, Orlando Letelier, liberado
de las prisiones de Pinochet después de un año gracias a una intensiva campaña
de presión internacional, escribió en The Nation un desgarrador ensayo
para denunciar los crímenes del dictador y defender el historial de Allende
frente a la maquinaria propagandística de la CIA.
«La violación de los derechos
humanos, el sistema de brutalidad institucionalizada, el control drástico y la
supresión de toda forma de disenso significativo se discuten —y a menudo
condenan— como un fenómeno sólo indirectamente vinculado, o en verdad completamente
desvinculado, de las políticas clásicas de absoluto “libre mercado” que han
sido puestas en práctica por la Junta Militar», redactó Letelier. Señaló que
«este concepto particularmente conveniente de un sistema social en el cual la “libertad
económica” y el terror político coexisten sin interferirse, permite a estos
voceros financieros sostener su idea de “libertad” mientras ejercitan sus
músculos verbales en defensa de los derechos humanos» [110].
Escribió también que Milton Friedman
como «arquitecto intelectual y consejero no oficial del equipo de economistas
ahora a cargo de la economía chilena» era corresponsable de los crímenes de
Pinochet, y no concedía valor a la defensa de Friedman de que el cabildeo a
favor del tratamiento de choque se limitaba a ofrecer consejos «técnicos» [111].
El «establecimiento de una “economía privada” libre y el control de la
inflación “a la Friedman”» dijo Letelier, no se podían llevar a cabo de forma
pacífica. «[...] Represión para las mayorías y “libertad económica” para
pequeños grupos privilegiados son en Chile dos caras de la misma moneda».
Había, escribió, «una armonía interna» entre el «libre mercado» y el terror
ilimitado [112].
El 21 de septiembre, menos de
un mes después de la publicación del artículo de Letelier, el exembajador y la
colega americana que lo acompañaba fueron víctimas de un atentado cuando
conducían hacia su trabajo en el centro de Washington, D.C. [113].
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Imagen 3. Automóvil en el que viajaban Letelier y su compañera el día del atentado |
Una investigación del FBI reveló que
la bomba había sido cosa de Michael Townley, miembro de la policía secreta de
Pinochet. Los asesinos habían sido admitidos en el país con pasaportes falsos
con el conocimiento de la CIA [114].
Aunque durante un breve período
pareció que el movimiento neoliberal no podría desentenderse de los crímenes
que había cometido en el Cono Sur, tres semanas después de que Letelier fuera
asesinado sucedió algo que acabó con el debate sobre la relación entre la
violencia de las juntas y el movimiento de la Escuela de Chicago: Milton
Friedman fue galardonado en 1976 con el premio Nobel de Economía por
su «original e influyente» trabajo sobre la relación entre la inflación y el
desempleo; un año más tarde, Amnistía Internacional ganó el premio Nobel
de la Paz, en buena parte por su valerosa cruzada para poner al descubierto
los abusos a los derechos humanos cometidos en Chile y Argentina.
Con esto, parecía como si el jurado
más prestigioso del mundo hubiera pronunciado su veredicto: había que condenar
el shock de las cámaras de tortura, pero el tratamiento de shock económico
debía aplaudirse; y las dos formas de shock no tenían, como había escrito
Letelier con punzante ironía, «ninguna relación» [115].
Este cortafuegos intelectual no se
levantó sólo porque los economistas de la Escuela de Chicago no reconocieran
ninguna conexión entre sus políticas y el uso del terror —Friedman llegó a
afirmar que «lo verdaderamente importante del tema chileno es que al final el
libre mercado cumplió su labor en la creación de una sociedad libre» [116]—.
Contribuyó a afianzarlo la forma particular en que estos actos de terror se
calificaron como actos «contra los derechos humanos» en lugar de como
herramientas con fines claramente políticos y económicos.
Esto se refleja en el informe de
Amnistía Internacional de 1976 sobre Argentina, un relato en el que se concluyó
que la amenaza que suponían las guerrillas de izquierdas no se correspondía en
absoluto con el nivel de represión utilizado por el Estado, sin hacer ninguna
mención al hecho de que la Junta había emprendido un proceso para rehacer el
país sobre unos parámetros radicalmente capitalistas. Otra de las principales
omisiones del informe de Amnistía es que presentó el conflicto como un
enfrentamiento limitado entre militares y extremistas de izquierdas locales. No
se menciona a otros implicados, ni al gobierno de Estados Unidos ni a la
CIA ni a los terratenientes locales ni a las corporaciones multinacionales.
Sin un estudio del plan general para imponer el capitalismo «puro» en América
Latina y de los poderosos intereses que impulsaban el proyecto, los actos de
sadismo documentados en el informe no tienen sentido: son sólo actos malvados
aleatorios y exentos de contexto a la deriva en el éter político, actos que
deben ser condenados por todas las personas de buena voluntad pero que resultan
imposibles de comprender.
Aunque se puede interpretar la
reticencia de Amnistía como un esfuerzo por mantener la imparcialidad entre las
tensiones de la Guerra Fría, hubo, para muchos otros grupos, otro factor en
juego: el dinero. La principal fuente de financiación de su trabajo, con
gran diferencia, era la Fundación Ford, entonces la mayor organización
filantrópica del mundo.
Después de que la izquierda hubiera
sido arrasada en esos países por regímenes que Ford había ayudado a formar, fue
la misma Ford la que financió a una nueva generación de abogados idealistas que
se entregaron a fondo para liberar a los cientos de miles de prisioneros
políticos que esos mismos regímenes habían encarcelado. En el Cono Sur las
contradicciones eran surrealistas: el legado filantrópico de la empresa que
estaba más íntimamente relacionada con el aparato del terror era la mejor, y a
menudo la única, posibilidad de poner fin a los peores abusos.
La idea de que la represión y la
economía formaban parte de un único proyecto se refleja sólo en Brasil:
Nunca Mais, la única Comisión de la Verdad que publicó un informe
independiente tanto del Estado como de fundaciones extranjeras. Tras detallar
algunos de los crímenes más horrendos, los autores plantean la cuestión
fundamental que otros se habían tomado tanto trabajo en eludir: ¿por qué? Su
respuesta es directa: «Puesto que la política económica era extremadamente
impopular entre la mayoría de los sectores de la población, tuvo que recurrirse
a la fuerza para implementarla» [117].
La primera aventura de los Chicago Boys en la década de 1970 debió haber servido de aviso a la humanidad: sus ideas eran peligrosas. Al no hacer responsable a la ideología de los crímenes cometidos en su primer laboratorio, se dio inmunidad a esta subcultura de ideólogos impenitentes y se les liberó para que recorrieran el mundo en busca de su próxima conquista.
5. La experiencia de Reino Unido
![]() |
Imagen 4. De izquierda a derecha: Milton Friedman, Edward Teller, Rose Friedman y Margaret Thatcher |
Diez años antes, Friedman y su movimiento habían sufrido un revés similar, motivado nada
menos que por Richard Nixon. Cuando este accedió al cargo en 1969,
Friedman creyó que al fin le había llegado la hora de dirigir su propia
contrarrevolución nacional interna contra el legado del New Deal. «Pocos
presidentes han expresado una filosofía tan compatible con la mía propia»,
había escrito Friedman acerca de Nixon [119].
Pero en 1971 la economía
estadounidense entró en una depresión, y Nixon sabía que, si seguía la línea
liberalizadora que aconsejaba Friedman, millones de ciudadanos enfadados lo
echarían del cargo en las siguientes elecciones. Fue por ello que decidió instaurar
topes a los precios de bienes de primera necesidad como los alquileres y el
petróleo, lo que indignó a Friedman: de todas las posibles «distorsiones» de la
intervención estatal, la de los controles de precios era, sin lugar a dudas, la
peor [120]. Aún más vergonzoso para Friedman resultaba el hecho de que
fueran sus propios discípulos los encargados de aplicar el keynesianismo: Donald
Rumsfeld estaba al mando del programa de control de salarios y precios, y
tenía como superior suyo a George Shultz, que a la sazón era director de
la Oficina de Gerencia y Presupuesto del gobierno federal.
Al año siguiente, el electorado
reeligió a Nixon con un 60 % de los votos emitidos. En su segundo mandato, el
presidente continuó desprendiéndose de aún más elementos de la ortodoxia de
Friedman, pero la estocada más cruel que Nixon depararía a Friedman sería una
famosa proclama del presidente: «Ahora todos somos keynesianos» [121].
Tan hondo fue el sentimiento de traición que Friedman describiría más tarde a
Nixon como «el más socialista de los presidentes de Estados Unidos del siglo
XX» [122].
Al otro lado del Atlántico, Thatcher
intentaba por entonces poner en marcha una versión inglesa del friedmanismo
patrocinando, lo que acabó conociéndose como «la sociedad de propietarios».
Su iniciativa se centró en el sistema público británico de vivienda —las llamadas
council estates (viviendas municipales de alquiler)—, al que
Thatcher se oponía por principios filosóficos.
Los pisos de las council estates
estaban ocupados por el tipo de personas que, en teoría, jamás votarían
conservador porque no les interesaba desde el punto de vista económico. La
primera ministra estaba convencida de que, si se lograba incorporar a esas
personas al mercado, estas acabarían identificándose con los intereses del otro
sector de la población que, por ser más rico, se oponía a la redistribución.
Con esa idea en mente, Thatcher decidió ofrecer fuertes incentivos a los
residentes de las viviendas públicas para que adquirieran los pisos en los que
vivían a un tipo de interés muy ventajoso. Quienes pudieron se convirtieron así
en propietarios de su propia vivienda, pero quienes no lo consiguieron se
vieron obligados a hacer frente a alquileres que casi se habían duplicado con
respecto a su importe anterior.
Su estrategia funcionó: las calles de
las principales ciudades británicas vieron cómo ascendía ostensiblemente el
número de personas sin hogar, pero los sondeos mostraron que más de la mitad de
los nuevos propietarios habían cambiado de afiliación partidista y habían
pasado a apoyar a los conservadores [123].
Con todo, Thatcher parecía seguir
condenada a quedarse fuera del cargo tras su primer mandato. En 1982,
tras tres años como primera ministra, el número de personas desempleadas y la
tasa de inflación se habían duplicado [124]. Había tratado de
enfrentarse a uno de los sindicatos más poderosos del país, el de los mineros
del carbón, y había fracasado. Los índices de aprobación de su labor personal
habían caído hasta quedarse en sólo el 25 % (inferior al de cualquier otro
primer ministro británico en la historia de los sondeos de opinión), y la
aprobación del conjunto de su gabinete había descendido hasta el 18 % [125].
Esas fueron las duras circunstancias en las que Thatcher escribió a Hayek para
informarle de que una transformación como la chilena era «del todo inaceptable»
en el Reino Unido.
Seis semanas después de redactar
Thatcher aquella carta, sucedió algo que le hizo cambiar de opinión y que varió
el destino de la cruzada corporativista: el 2 de abril de 1982,
Argentina invadió las islas Malvinas, un vestigio del dominio colonial
británico. Aquel conflicto de once semanas de duración, conocido como la guerra
de las Malvinas, fue el que proporcionó a Thatcher la tapadera política que
necesitaba para instaurar, por primera vez en la historia, un programa de transformación
capitalista radical en una democracia liberal occidental.
Ambos bandos del conflicto tenían sus
motivos para desear una guerra. En 1982, la economía
argentina se hundía bajo el peso de la deuda y la corrupción, y las campañas de
defensa de los derechos humanos ganaban fuerza. El nuevo gobierno de la junta
Militar calculó que el único sentimiento más poderoso que la ira despertada por
la continuada represión antidemocrática era el sentimiento antiimperialista,
que supieron azuzar y canalizar contra los británicos por la negativa de estos
a ceder las islas a los argentinos. Thatcher, por su parte, se dio cuenta
rápidamente de que aquella era una oportunidad de oro para dar la vuelta a su
fortuna política e, inmediatamente, adoptó una actitud churchilliana de
batalla. Hasta aquel momento, el único sentimiento que había traslucido de la
primera ministra con respecto a las Malvinas era la molestia que le producía la
carga económica que aquellas islas suponían para las arcas del Estado. Ni
Londres ni Buenos Aires realizaron ningún intento serio de evitar una
confrontación. Thatcher hizo caso omiso de la ONU. El único resultado que
interesaba a cualquiera de los dos bandos era una gloriosa victoria final.
Thatcher luchaba por su futuro
político y triunfó espectacularmente. Tras la victoria de las Malvinas, que se
cobró las vidas de 255 soldados británicos y de 655 argentinos, su índice de
aprobación personal creció hasta ser más del doble que antes del inicio de la
batalla, lo que allanó el camino para la decisiva victoria que obtendría en las
elecciones del año siguiente [126].
Thatcher empleó la enorme popularidad
que aquella victoria le había valido para emprender, precisamente, el tipo de
revolución corporativista cuya imposibilidad había manifestado a Hayek antes de
la guerra. Cuando los mineros del carbón fueron a la huelga en 1984,
proyectó el enfrentamiento como una continuación de la guerra contra Argentina
que requería de una solución similarmente brutal. En unas famosas
declaraciones, Thatcher dijo: «Tuvimos que luchar contra el enemigo exterior en
las Malvinas y ahora tenemos que luchar contra el enemigo interior, que es
mucho más difícil de combatir pero que resulta igual de peligroso para la
libertad» [127].
Tras encuadrar a los obreros
británicos en la categoría de «enemigo interior», Thatcher desató sobre los
huelguistas toda la fuerza del Estado: en una de las confrontaciones, por
ejemplo, hasta un total de ocho mil policías antidisturbios dotados de porras,
muchos de ellos a caballo, cargaron contra un piquete sindical a las puertas de
una planta extractora con un resultado de setecientas personas heridas. Según
documenta Seumas Milne, periodista del Guardian, en su relato definitivo
de la huelga, The Enemy Within: Thatcher Secret War against the Miners,
la primera ministra presionó a los servicios de seguridad para que
intensificaran la vigilancia que realizaban sobre el sindicato y, en concreto,
sobre su militante presidente, Arthur Scargill. El resultado fue «la operación
de contravigilancia más ambiciosa jamás organizada en Gran Bretaña». En el
sindicato se infiltraron múltiples agentes e informadores y se instalaron
micrófonos ocultos en todos sus teléfonos, en los domicilios privados de sus
dirigentes e incluso en el establecimiento de fish and chips que estos
frecuentaban para almorzar.
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Imagen 5. La fotógrafa Lesley Boulton a punto de ser golpeada por un policía a caballo. 18 de junio de 1984 |
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Imagen 6. Cargas policiales contra huelguistas. 18 de junio de 1948 |
En 1985, Thatcher ya había
ganado esta otra guerra también: los trabajadores pasaban hambre y ya no
pudieron resistir. Al final, 966 personas fueron despedidas [128].
Así, la primera ministra británica se
valió de sus victorias sobre los argentinos y sobre los mineros para imprimir
un gran salto adelante a la aplicación de su programa económico radical. Entre
1984 y 1988, el gobierno privatizó, entre otras empresas, British Telecom.
British Gas, British Airways, la British Airport Authority y British Steel, y
vendió su participación en British Petroleum.
El exitoso manejo de la guerra de las
Malvinas por parte de Thatcher supuso la primera prueba definitiva de que era
posible aplicar un programa económico inspirado por la Escuela de Chicago sin
necesidad de dictaduras militares ni de cámaras de tortura. Ella había
demostrado que, con una crisis política de dimensiones suficientemente
grandes como para reunir los apoyos necesarios, en una democracia también
podía imponerse una versión limitada de la terapia de shock. Nuevamente,
iba a ser un país latinoamericano el que sirviera de escenario de pruebas para
tratar de llevar a la práctica esta lección extraída de la experiencia de Reino
Unido.
6. La experiencia de Bolivia
En 1985, tras haber estado
sometidos a una forma u otra de dictadura durante dieciocho de los veintiún
años previos, los bolivianos tenían al fin la oportunidad de escoger a su
presidente en unas elecciones nacionales.
Ahora bien, hacerse con el control de
la economía boliviana en aquella particular coyuntura tenía menos de premio que
de castigo. Un año antes, en 1984, la administración de Ronald Reagan
—presidente de los EE. UU. desde 1981 a 1989— había puesto la situación del
país al límite financiando una ofensiva sin precedentes contra sus cultivadores
de coca [129], planta de cuyas hojas se puede obtener cocaína tras un
proceso de refino. Bolivia afrontaría aquellas elecciones con una inflación
anual de hasta el 14 000 % y con una deuda tan elevada que la cuantía de lo que
el país debía sólo en concepto de intereses era superior al total de su
presupuesto nacional.
Los dos principales candidatos eran
figuras ya familiares para los bolivianos: un exdictador, Hugo Banzer, y
un expresidente electo, Víctor Paz Estenssoro. Durante la campaña, Paz
Estenssoro había ofrecido escasos detalles concretos de cómo pretendía abordar
la inflación. Pero había sido elegido en tres ocasiones presidente de Bolivia
con anterioridad, la última de ellas en 1964, antes de ser depuesto por un
golpe de Estado. Paz había sido, precisamente, el rostro de la transformación
desarrollista de Bolivia, ya que había nacionalizado las grandes minas de
estaño del país, había empezado a distribuir tierras entre los campesinos
indígenas y había defendido el derecho al voto de todos los bolivianos. Durante
la campaña de 1985, un Paz ya envejecido juró lealtad a su pasado «nacionalista
revolucionario» e hizo alguna que otra referencia imprecisa a un cierto grado
de responsabilidad fiscal. No era un socialista, pero tampoco era un neoliberal
de la Escuela de Chicago... o eso, al menos, era lo que los bolivianos creían [130].
La votación fue muy reñida y la
decisión final correspondió al Congreso de Bolivia, pero el equipo de Banzer
estaba convencido de haber ganado los comicios. Antes incluso de que se
anunciaran los resultados definitivos, contrataron los servicios de un casi
desconocido economista llamado Jeffrey Sachs para que les ayudara a
elaborar un plan económico antiinflacionista.
Aunque Sachs compartía la fe de
Keynes en el poder de la economía para combatir la pobreza, era también un
producto de la América de Reagan [131], que, en 1985, se hallaba inmersa
en plena reacción de inspiración friedmanita contra todo lo que Keynes
representaba. El economista tenía un consejo muy directo y simple para
Banzer: sólo una terapia de shock súbito remediaría la crisis
hiperinflacionaria boliviana. Así que le propuso multiplicar por diez el
precio del petróleo y desregular los precios de toda una serie de productos,
además de practicar diversos recortes presupuestarios.
Aquel fue un período de negociaciones
trascendentales de trastienda y de toma y daca entre los partidos
contendientes, el Congreso y el Senado. Finalmente, el 6 de agosto de 1985,
Paz fue investido presidente de Bolivia. Sólo cuatro días después, el nuevo
presidente designaba a Gonzalo Sánchez de Lozada (Goni), dueño de
la segunda mayor mina privada de Bolivia, para encabezar un equipo económico
bipartidista de emergencia (y de alto secreto, incluso para la mayor parte de
su recién elegido gabinete) encargado de reestructurar radicalmente la
economía. Para entonces, Sachs ya había vuelto a Harvard, pero, según él mismo
confesó, se «alegró de oír que el ADN [el partido de Banzer] hubiese compartido
una copia del plan de estabilización [sugerido por Sachs] con el nuevo
presidente y su equipo» [132].
Con el fin de tomar por sorpresa a
sindicatos y agrupaciones campesinas, los planificadores bolivianos exigían que
todas sus medidas radicales se aplicaran simultáneamente y dentro de los
primeros cien días del nuevo gobierno. Según recordó posteriormente Goni, Paz
«no dejaba de decir: “Si van a hacerlo, háganlo ahora. No puedo operar dos
veces”» [133]. Así, en lugar de presentar cada sección del plan como una
ley separada, el equipo de Paz insistió también en reunir toda la revolución en
un único decreto ejecutivo: el D. S. (Decreto Supremo) 21060. Este
contenía 220 leyes diferentes y abarcaba todos y cada uno de los aspectos de la
vida económica del país. Según sus autores, el programa tenía que aceptarse o
rechazarse en su totalidad. Una vez terminado el documento, el equipo hizo
cinco copias: una era para Paz, otra para Goni y otra más para el ministro de
Hacienda. El destino de las dos copias restantes es revelador de lo convencidos
que estaban Paz y su equipo de que muchos bolivianos considerarían aquel plan
como un acto de guerra: una de ellas fue para el jefe del ejército y la otra
para el de la policía.
Tres semanas después de jurar el
cargo como presidente, Paz convocó por fin a su gabinete para comunicarles la
sorpresa que les había estado guardando. Ordenó que se cerraran las puertas de
las dependencias del gobierno y «dio instrucciones a las secretarias para que
no pasaran ninguna llamada telefónica a los señores ministros». El ministro de
Planificación, Guillermo Bedregal —uno de los pocos que ya por aquel entonces
tenía constancia de la existencia del equipo económico de emergencia—, leyó enteras
las sesenta páginas a sus asombrados oyentes. Paz informó a los miembros de su
gabinete que el decreto no iba a someterse a debate: en otro de sus pactos de
trastienda, se había asegurado el apoyo del derechista partido opositor de
Banzer. Si no estaban de acuerdo, les dijo, podían dimitir.
Con una inflación aún disparada y sin
señal alguna de remitir, y dados los indicios de que la aplicación de un
enfoque de terapia de shock se vería recompensada con una importante
ayuda financiera de Washington, nadie se atrevió a irse. Dos días después, en
un discurso presidencial televisado y bajo el lema «Bolivia se nos muere», Paz
descargó su «ladrillo» particular sobre una población completamente
desprevenida.
Sachs tuvo razón al predecir que el
aumento de precios pondría fin a la hiperinflación: en sólo dos años, la
inflación anual había bajado hasta el 10 % [134]. Pero el legado
general de la revolución neoliberal boliviana es mucho más controvertido.
El índice de desempleo pasó
del 20 % que se registraba cuando se celebraron las elecciones a una cifra
entre el 25 y el 30 % dos años más tarde [135]. En la compañía minera
estatal, por ejemplo, se produjo una reducción de plantilla que hizo que pasara
de tener 28 000 empleados a sólo 6000 [136].
El salario mínimo nunca
recuperó su valor anterior y, tras dos años de aplicación del programa, los
sueldos reales habían disminuido en un 40 % y llegaron incluso a tocar fondo
con una disminución del 70 % [137]. En Bolivia, como resultado de la
terapia de shock, una reducida élite se hizo mucho más rica, pero
amplios sectores de la que antaño había sido la clase trabajadora quedaron
completamente apartados de la economía y se convirtieron en población
excedente. En 1987, los ingresos medios de los campesinos bolivianos sólo eran
de 140 dólares anuales, menos de la quinta parte de la «renta media» [138].
Entre 1983 y 1988, el número de bolivianos con derecho a prestaciones de la
seguridad social descendió en un 61 % [139].
La industria de la coca
desempeñó un papel significativo en la reactivación de la economía de Bolivia y
la remisión de la inflación (un hecho reconocido actualmente por los
historiadores, pero jamás mencionado por Sachs en sus explicaciones de cómo sus
reformas vencen a la inflación) [140]. Las exportaciones ilegales de
droga pasarían a generar más ingresos para el país que todas sus exportaciones
legales juntas y, según las estimaciones, unas 350 000 personas se ganaban la
vida dedicándose a algún aspecto del comercio de la droga. En 1989, se
calculaba que uno de cada diez trabajadores se había reconvertido a alguno de
los sectores relacionados con la producción o la distribución de coca o de
cocaína [141].
Pocas eran las voces que fuera de
Bolivia hablaban de todas esas complejas repercusiones. Lo que se explicaba era
una historia mucho más sencilla que tenía como protagonista a un audaz y joven
profesor de Harvard que había conseguido, casi en solitario, «salvar la
economía de Bolivia de las convulsiones de la inflación», según la publicación Boston
Magazine [142]. La victoria sobre la inflación que Sachs había
ayudado a diseñar fue suficiente para que se calificase a Bolivia de éxito
impresionante del libre mercado, «el más extraordinario de la era moderna»,
según lo describió The Economist [143]. Las alabanzas vertidas
sobre Sachs no estaban motivadas simplemente por el hecho de que se hubiera
logrado contener la inflación en un país pobre, sino porque había conseguido lo
que tantos habían juzgado imposible: había contribuido a organizar una transformación
radical de signo neoliberal dentro de los confines de una democracia y sin que
mediara una guerra.
Pero hay un problema importante: lo
que se explica en esa historia no se ajusta a la verdad. Bolivia demostró que
la terapia de shock podía ser impuesta en un país que acababa de
celebrar unas elecciones, pero no evidenció que pudiese ser aceptada
democráticamente o sin represión; en realidad, volvió a ser una prueba evidente
de lo contrario.
Como era de prever, muchos de los
votantes que eligieron a Paz estaban indignados por su traición y, nada más
presentarse el decreto, decenas de millares salieron a las calles. La mayor
oposición provino de la principal federación sindical del país, que convocó una
huelga general que paralizó la industria por completo. La respuesta de Paz fue
contundente: declaró de inmediato el estado de sitio y desplegó los tanques del
ejército por las calles de la capital, en la que se impuso un estricto toque de
queda. La policía antidisturbios organizó redadas en los locales de los
sindicatos, en una universidad y en una emisora de radio, así como en diversas
fábricas. Se prohibieron las asambleas políticas y las manifestaciones, y se
hizo obligatorio contar con un permiso estatal para celebrar reuniones [144].
La política opositora fue ilegalizada en la práctica, como lo había sido
durante la dictadura de Banzer.
Para despejar las calles, la policía
detuvo a 1500 manifestantes, dispersó las multitudes con gas lacrimógeno y
disparó sobre los huelguistas que, según sus alegaciones, habían atacado a sus
agentes [145]. Cuando los líderes de la federación sindical se
declararon en huelga de hambre, Paz ordenó a la policía que arrestara a los 200
dirigentes obreros más destacados, los subiera a bordo de unos aviones y los
trasladara a prisiones remotas en la Amazonia [146]. Los prisioneros
sólo fueron liberados cuando los sindicatos desconvocaron sus manifestaciones.
Para entonces, «el nuevo plan económico ya estaba plenamente instaurado»,
como contaría Filemón Escobar, minero, activista obrero y manifestante habitual
en aquellos años.
Este estado de sitio extraordinario
se mantuvo durante tres meses. Dado que la totalidad del plan se
desplegó en sólo cien días, eso significa que el país estuvo confinado en una
especie de celda colectiva durante el período decisivo de aplicación de la
terapia de shock. Un año más tarde, cuando el gobierno de Paz procedió a
efectuar despidos masivos en las minas de estaño, los sindicatos volvieron a
salir a la calle y el ejecutivo respondió con la misma serie de dramáticos
acontecimientos [147].
El país andino demostró que una
terapia desgarradora como aquella seguía necesitando de ataques vergonzosos
contra los grupos sociales incómodos y contra las instituciones democráticas.
También evidenció que la cruzada corporativista podía proceder a través de
semejantes medios descarnadamente autoritarios y ser aplaudida como democrática
por el simple hecho de estar amparada en unas elecciones previas, con
independencia del grado de represión de los derechos civiles empleado tras los
comicios o de lo mucho o poco que se hubiesen ignorado los deseos democráticos
en ellos expresados.
7. La crisis funciona
Lo que Jeffrey Sachs aprendió de su primera aventura
internacional fue que la hiperinflación podía ser detenida en seco con la
aplicación de las medidas duras y drásticas correctas. Por su parte, John
Williamson, uno de los economistas de tendencia derechista más influyentes
en Washington y asesor clave del FMI y del Banco Mundial, extraería de la
experiencia de Bolivia una enseñanza muy diferente.
A mediados de la década de 1980, eran
ya varios los economistas que habían advertido que una crisis
hiperinflancionaria auténtica simula los efectos de una guerra militar, porque
esparce el temor y la confusión, crea sus propios refugiados y provoca una considerable
pérdida de vidas humanas [148]. Así, para Williamson y los ideólogos más
a ultranza de la Escuela de Chicago, la hiperinflación ya no era un problema
a resolver, como Sachs creía, sino una oportunidad de oro que aprovechar
para extender la doctrina de la Escuela de Chicago a todo el planeta [149].
En la década de los ochenta no
escaseaban las oportunidades de ese tipo: gran parte del mundo en vías de
desarrollo, en especial América Latina, estaba entrando en aquel momento en una
espiral hiperinflacionaria. Dicha crisis era consecuencia de dos factores
principales, cuyos orígenes hay que buscar en las instituciones financieras
de Washington. El primero fue la insistencia con que estas presionaron para que
las deudas ilegítimas acumuladas por las dictaduras de esos países
fuesen traspasadas a sus nuevos regímenes democráticos. El
segundo fue la decisión que tomó la Reserva Federal estadounidense al permitir
el alza de los tipos de interés, lo cual incrementó enormemente la magnitud
de esas deudas.
Los partidarios del impago de
aquellas sostenían que los prestadores sabían que el dinero se estaba
gastando en represión y corrupción, razonamiento fortalecido con la desclasificación
de la transcripción de una reunión celebrada el 7 de octubre de 1976 entre
el entonces secretario de Estado Henry Kissinger y el ministro de Exteriores
del nuevo gobierno dictatorial argentino, el almirante César Augusto
Guzzetti. Tras comentar la protesta internacional en defensa de los
derechos humanos que había provocado el golpe militar, Kissinger dijo: «Mire,
nuestra actitud básica es que queremos que ustedes tengan éxito. Soy del
parecer, un tanto anticuado, de que hay que apoyar a los amigos. [...] Cuanto
antes triunfen, mejor». Kissinger abordó entonces el tema de los préstamos y
animó a Guzzetti a solicitar tanta ayuda exterior como fuera posible y de forma
rápida, antes de que el «problema de derechos humanos» de Argentina atara las
manos de la administración estadounidense. «Hay ya dos préstamos en el banco»,
dijo Kissinger, refiriéndose al Banco Interamericano de Desarrollo, «y no
tenemos intención alguna de votar en contra de su concesión». También dio otras
instrucciones al ministro: «Sigan adelante con sus solicitudes al Export-lmport
Bank. Nos gustaría que su programa económico funcionase y haremos lo que
podamos para ayudarles» [150].
Por sí solas, las deudas ya habrían
supuesto un enorme peso para las nuevas democracias, pero la carga se iba a
hacer aún mucho más onerosa debido al llamado shock Volcker, ocasionado
por el incremento sustancial de los tipos de interés en los EE. UU. Este
aumento implicaba una subida del importe de los intereses de la deuda externa
y, a menudo, la única forma de hacer frente a la mayor cuantía de los pagos era
contratando nuevos préstamos. Así nació la espiral de la deuda. En
Argentina, la enorme deuda traspasada por la junta Militar (de 45 000 millones
de dólares) creció con rapidez hasta alcanzar los 65 000 millones en 1989, y la
misma situación se reprodujo en países pobres de todo el mundo [151, 152].
Y esas no fueron las únicas
conmociones económicas que recorrieron el mundo en desarrollo durante la década
de 1980. Se habla de la existencia de un «shock de precios» cada vez que
el precio de un producto de exportación experimenta una caída de un 10 % o más.
Según el FMI, en los países en vías de desarrollo se experimentaron 25 shocks
de esa clase entre 1981 y 1983; entre 1984 y 1987, en el momento álgido de la
crisis de la deuda, fueron 140 los shocks de precios registrados en
países en desarrollo, los cuales contribuyeron a hundir a estos aún más en el
pozo de la deuda [153].
Los partidarios de la Escuela de
Chicago suelen hablar del período iniciado a mediados de los años ochenta como
una marcha triunfal, sencilla y sin problemas, de su ideología: los numerosos
países que se sumaban a la ola democrática no dejaban pasar la ocasión para
celebrar la necesaria coincidencia entre «ciudadanía libre» y «mercados libres».
Pero lo que sucedió en realidad fue que los ciudadanos, en el momento mismo en
que recuperaban por fin las libertades que se les habían negado durante tanto
tiempo y dejaban atrás las cámaras de tortura, se vieron sacudidos por un
auténtico huracán de shocks financieros.
Comprensiblemente reacias a entablar
una guerra con las instituciones de Washington propietarias de sus deudas, las
nuevas democracias, acuciadas por la crisis, no tenían apenas otra opción que
seguir las normas fijadas desde la capital estadounidense. Y, precisamente
entonces, a principios de la década de 1980, las reglas de Washington se
volvieron mucho más estrictas debido a que el shock de la deuda
coincidió (y no por casualidad) con una nueva era en las relaciones Norte-Sur
que iba a convertir las dictaduras militares en instrumentos prácticamente
innecesarios. Aquel fue el amanecer de la era del «ajuste estructural».
Por principio, Milton Friedman no
creía en el FMI ni en el Banco Mundial: constituían ejemplos clásicos de
interferencia de los grandes aparatos gubernamentales en las delicadas señales
del libre mercado. Por eso no dejaba de ser irónico que existiera una especie
de correa de transmisión virtual por la que ambas instituciones se abastecían
continuamente de los de Chicago, que acababan ocupando muchos de los
principales puestos de responsabilidad.
La colonización del Banco Mundial y
del FMI a cargo de la Escuela de Chicago fue un proceso eminentemente tácito
hasta que, en 1989, John Williamson lo oficializó al revelar el que él mismo
denominó «Consenso de Washington». Se trataba de un listado de políticas
económicas que, según dijo, ambas instituciones consideraban en aquel momento
el mínimo exigible para una buena salud económica: «el núcleo común de ideas
compartidas por todos los economistas serios» [154]. Aquellas políticas,
camufladas bajo el manto de lo técnico e incontrovertible, incluían
pretensiones y exigencias tan descarnadamente ideológicas como las de la
«privatización de las empresas estatales» y la «abolición de las barreras que
impiden la entrada de empresas extranjeras» [155]. El listado completo
equivalía punto por punto al triunvirato neoliberal de privatización,
desregulación/libre comercio y recortes drásticos del gasto público
preconizado por Friedman. Esas eran las políticas, según Williamson, «que los
poderes fácticos de Washington estaban fomentando insistentemente en América
Latina» [156].
El FMI lanzó su primer programa
completo de «ajuste estructural» en 1983. Durante las dos décadas siguientes,
todo país que ha acudido al Fondo en busca de un préstamo importante ha sido
informado de la necesidad de que modernizara su economía de arriba abajo como
condición para la concesión de la ayuda. Davison Budhoo, un economista
senior del FMI que diseñó programas de ajuste estructural para países
latinoamericanos y africanos durante la década de los ochenta, admitiría más
tarde que «todo lo que hicimos a partir de 1983 se fundamentó en la nueva
misión que nos guiaba: el Sur se «privatizaría» o moriría. A tal efecto creamos
el caos económico que se vivió en América Latina y África entre 1983 y 1988» [157].
Pese a todo, el FMI y el Banco
Mundial siempre afirmaron que todo lo que hacían era en aras de la
estabilización, de la prevención de las crisis. Pero la realidad fue que,
en un país tras otro, la crisis internacional de la deuda fue metódicamente
utilizada como trampolín para promover el programa de la Escuela de Chicago,
basado en la aplicación despiadada de la doctrina friedmanita del shock.
Dani Rodrik, un renombrado economista de Harvard que colaboró profusamente con el
Banco Mundial, describió el concepto mismo de «ajuste estructural» como una
ingeniosa estrategia de marketing [158]. El principio era muy
simple: los países en crisis necesitan desesperadamente ayuda para estabilizar
sus monedas. Cuando las políticas de privatización y de libre comercio se
incluyen en el mismo paquete que las medidas de rescate financiero, los países
no tienen más remedio que aceptar el lote completo. Lo realmente astuto era que
los propios economistas sabían que el libre comercio no tenía nada que ver
con el fin de la crisis, pero «difuminaban» expertamente esa información. Rodrik
llegaba incluso a admitir que la privatización y el libre comercio no tenían
relación directa alguna con la generación de estabilidad, y que sostener lo
contrario era «un ejemplo de mala teorización económica» [159].
Argentina nos proporciona nuevamente
una perspectiva nítida de la mecánica del nuevo orden. Después de que el
presidente Alfonsín, elegido en 1983 tras el desmoronamiento de
la Junta Militar a raíz de la guerra de las Malvinas, se viese forzado a
dimitir por culpa de la crisis hiperinflacionaria, su cargo pasó a ser ocupado
por Carlos Menem, gobernador peronista de una pequeña provincia.
Tras un año en el cargo, y bajo una
intensa presión del FMI, pese a haber sido elegido como símbolo del partido que
se había opuesto a la dictadura, Menem nombró a Domingo Cavallo como su
ministro de Economía, con lo que permitió que regresara al poder el máximo
responsable de que, en la etapa final del gobierno de la junta Militar, las
grandes empresas hubieran enjugado sus deudas a costa del erario público [160].
Su nombramiento fue lo que los economistas llaman «una señal»: un indicio
inequívoco, en este caso, de que el nuevo gobierno recogería el testigo del
experimento corporativista iniciado por la junta y lo continuaría. La Bolsa de
Buenos Aires reaccionó con un repunte súbito de un 30 % en el volumen de las
contrataciones el mismo día que se anunció el nombre de Cavallo [161].
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Imagen 7. Carlos Menem (izquierda) y Domingo Cavallo (derecha) |
Cavallo pidió inmediatamente
refuerzos ideológicos y llenó el gobierno y la cúpula de la administración
pública del país de antiguos alumnos de Milton Friedman y Arnold Harberger. En
ese sentido, Argentina no era un caso único: en 1999, entre los exalumnos
internacionales de la Escuela de Chicago se contaban más de veinticinco
ministros en activo y más de una docena de presidentes de bancos centrales [162].
Cavallo introdujo de inmediato
recortes considerables del gasto público y recuperó el peso argentino como
moneda nacional, pero vinculado al dólar estadounidense. En el plazo de un año,
la inflación se había reducido hasta situarse en el 17.5 % anual e, incluso,
quedar prácticamente reducida a cero unos pocos años después [163]. Esa
parte del «paquete» solucionó la crisis monetaria desbocada, pero «difuminó» la
otra mitad del programa.
A principios de los años noventa, el
Estado argentino vendió la riqueza del país tan rápida y totalmente que la obra
sobrepasó con mucho la realizada en Chile una década antes. En 1994, ya se
había vendido el 90 % de las empresas estatales a compañías privadas como
Citibank, Bank Boston, las francesas Suez y Vivendi, o las españolas Repsol y
Telefónica. Antes de realizar aquellas ventas, Menem y Cavallo habían prestado
un valioso servicio a los nuevos dueños: habían despedido a unos 700 000
trabajadores.
En plena transformación, la revista Time
dedicó una portada a Menem en la que el rostro sonriente del presidente
argentino aparecía en el centro de un girasol bajo el siguiente titular: «El
milagro de Menem» [164]. Y aquello era ciertamente un milagro: Menem y
Cavallo habían sacado adelante un doloroso programa de privatización radical
sin que estallara una revuelta nacional. ¿Cómo lo habían conseguido?
Años después, Cavallo lo explicó. «La
época de la hiperinflación fue terrible para la gente, especialmente para las
personas con bajos ingresos y escasos ahorros, porque veían cómo, en apenas
unas horas o unos pocos días, sus salarios quedaban reducidos a nada por culpa
de los incrementos de precios, que se producían a una velocidad de vértigo. Así
que el pueblo le pedía al gobierno que, por favor, hiciera algo. Y si el
gobierno traía un buen plan de estabilización, era también el momento oportuno
para acompañarlo de otras reformas. [...] Las más importantes estaban
relacionadas con la apertura de la economía y el proceso de desregulación y
privatización. Pero el único modo de poner en práctica todas esas reformas en
aquel momento era aprovechando la situación creada por la hiperinflación,
porque la población estaba lista para aceptar cambios drásticos a fin de
eliminar la hiperinflación y regresar a la normalidad» [165].
A largo plazo, el programa integral
de Cavallo resultó desastroso para Argentina. Su método de estabilización de la
moneda —vinculando el peso al dólar estadounidense— la encareció tanto para los
fabricantes de bienes de dentro del propio país que estos no pudieron competir
con las importaciones de bajo precio que inundaban Argentina. Se perdieron
tantos empleos que más de la mitad de los habitantes del país acabaron
relegados por debajo del umbral de pobreza. Aun así, a corto plazo, el plan
funcionó de forma brillante: Cavallo y Menem habían introducido
subrepticiamente la privatización mientras el país estaba conmocionado por la
hiperinflación.
Y así fue como la cruzada iniciada
por Friedman logró sobrevivir a las temidas transiciones a la democracia: no porque sus proponentes persuadieran a los electorados de lo prudente y
acertado de su cosmovisión, sino moviéndose hábilmente de crisis en crisis,
sacando experto partido de la desesperación propia de las emergencias
económicas para imponer políticas que acabaron atando de pies y manos a
aquellas frágiles nuevas democracias. En cuanto se hubo perfeccionado la
táctica, fue como si las oportunidades de aplicarla no hicieran más que
multiplicarse. Al shock Volcker le siguió la conocida como «crisis
(mexicana) del tequila» de 1994, la «plaga asiática» de 1997 y el «colapso
ruso» de 1998, que precedió en apenas días a otro que se produjo en Brasil.
Cuando estos shocks y crisis empezaban a perder su anterior fuerza,
aparecían otros aún más catastróficos: tsunamis, huracanes, guerras y atentados
terroristas. Estaba tomando forma el capitalismo del desastre.
8. La experiencia de Polonia
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Imagen 8. Lech Walesa, 1980 |
La huelga de los trabajadores fue una demostración de desafío sin precedentes contra el gobierno —controlado por Moscú— que había regido los destinos de Polonia durante treinta y cinco años. Los trabajadores querían un sindicato independiente propio y el derecho a negociar e ir a la huelga. Sin esperar permiso de las autoridades, acordaron en votación formar ese sindicato y lo denominaron Solidarność (Solidaridad) [166].
Solidaridad se extendió por las minas, los astilleros y las fábricas del país a un ritmo desaforado. En sólo un año, contaba ya con diez millones de miembros (casi la mitad de la población polaca en edad de trabajar). Tras haber conquistado el derecho a negociar, Solidaridad empezó a realizar avances concretos: una semana laboral de cinco días en lugar de seis y mayor participación en la gestión de las fábricas. También denunciaban la corrupción y la brutalidad de los funcionarios de un partido que no respondía ante el pueblo de Polonia, sino ante los lejanos y aislados burócratas de Moscú.
En septiembre de 1981,
novecientos trabajadores polacos se congregaron de nuevo en Gdansk para
celebrar el primer congreso nacional del sindicato. Allí, Solidaridad se
transformó en un movimiento que aspiraba a hacerse con el control del Estado y
que presentaba su propio programa económico y político alternativo para Polonia,
mediante el cual exigía «una reforma democrática y dirigida al autogobierno en
todos los niveles de gestión, y un nuevo sistema socioeconómico que combine la
planificación, el autogobierno y el mercado» [167]. Este programa
económico pasó a ser la política oficial de Solidaridad.
La creciente ambición de Solidaridad
asustaba y enfurecía a Moscú. Bajo una intensa presión soviética, el máximo
dirigente de Polonia, el general Wojciech Jaruzelski, declaró la ley
marcial en diciembre de 1981. Los tanques del ejército rodearon las
fábricas y las minas, se practicaron miles de arrestos de miembros de
Solidaridad y sus líderes, incluido Walesa, fueron detenidos y encarcelados.
Según la revista Time, «los soldados y la policía [...] dejaron, al
menos, siete personas muertas y centenares heridas en Katowice […]» [168].
Solidaridad pasó a la clandestinidad,
pero durante los años siguientes la leyenda del movimiento no hizo más que
agrandarse. En 1983, a Walesa le fue concedido el Premio Nobel de la
Paz, aunque seguía pesando sobre él una orden de restricción de movimientos
y no pudo recoger el galardón en persona.
Por aquel entonces, todos parecían
ver en Solidaridad lo que cada uno quería ver, y Margaret Thatcher y Ronald
Reagan vieron en aquellos sucesos una abertura, una grieta en la
armadura soviética, aun cuando Solidaridad luchaba por la misma clase de
derechos que ambos líderes trataban por todos los medios de invalidar en sus
propios países.
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Imagen 9. Margaret Thatcher (centro) y Lech Walesa (derecha), noviembre de 1988 |
En 1988, ya había remitido el
terror provocado por la ofensiva inicial y los trabajadores polacos habían
vuelto a organizar huelgas masivas. Esta vez, con una economía nacional en
caída libre, el nuevo régimen en Moscú (el de Mijaíl Gorbachov) optó por
ceder, legalizando Solidaridad y accediendo a celebrar elecciones de
inmediato. Solidaridad se dividió en dos: a partir de aquel momento
existirían el sindicato y una nueva sección, el Comité Ciudadano de
Solidaridad, que sería el que participaría en las elecciones. Ambos órganos
se hallaban inextricablemente conectados: los líderes de Solidaridad eran los
candidatos que se presentaban a los comicios y, dado que el programa electoral
era un tanto vago, los únicos detalles concretos sobre el futuro político que
proponía Solidaridad se hallaban en el programa económico de la sección
sindical. El propio Walesa optó por no presentarse y mantenerse en sus
funciones de presidente del sindicato, pero fue el rostro de la campaña de su
partido hermano.
Los resultados fueron humillantes
para los comunistas y espléndidos para Solidaridad: de las 261
circunscripciones en las que Solidaridad presentó candidatos, salió victoriosa
en 260. Walesa maniobró desde la trastienda para conseguir que Tadeusz
Mazowiecki, uno de los más destacados intelectuales del movimiento, se
hiciera con el puesto de primer ministro.
Cuando Solidaridad accedió al poder,
la deuda nacional era de 40 000 millones de dólares, la inflación anual se
situaba en el 600 %, se producían episodios graves de escasez de alimentos y el
mercado negro prosperaba como nunca. Muchas fábricas producían mercancías que,
sin pedido previo ni comprador alguno, estaban destinadas a pudrirse en los
almacenes [169]. En lugar de construir la economía poscomunista
con la que habían soñado, los líderes del movimiento tenían ante sí la tarea,
mucho más apremiante, de evitar una debacle total y una potencial hambruna
generalizada, y para ello Polonia necesitaba aliviar su deuda. Cabía
esperar que, tras toda la retórica antitotalitaria de la Guerra Fría contra los
países del otro lado del Telón de Acero, los nuevos gobernantes de Polonia
obtuvieran algo de ayuda por parte del FMI, cuyo mandato central es, en teoría,
proporcionar fondos estabilizadores para evitar catástrofes económicas.
Pero no se les ofreció ninguna
asistencia de esa clase. Confiados en que, cuanto peor fueran las cosas, mayor
sería la probabilidad de que el nuevo gobierno aceptase una conversión total al
capitalismo sin restricciones, el FMI dejó que el país cayera cada vez más
hondo en el pozo de la deuda y la inflación. La Casa Blanca, presidida por George
H. W. Bush, felicitó a Solidaridad por su triunfo frente al comunismo, pero
dejó muy claro que la administración estadounidense esperaba que el nuevo
gobierno polaco se hiciese cargo de las deudas acumuladas por el régimen que
había ilegalizado y encarcelado a sus miembros.
En ese contexto, Jeffrey Sachs
empezó a trabajar como asesor de Solidaridad, aunque, en realidad, su
labor en Polonia se había iniciado ya antes de la victoria electoral de
Solidaridad. Empezó con una visita de un día, durante la que se reunió tanto
con el gobierno comunista como con Solidaridad. Había sido George Soros,
el multimillonario financiero y comerciante de divisas, quien había reclutado a
Sachs para que llevara a cabo un papel más directo sobre el terreno, y juntos
viajaron a Varsovia. Una vez allí, Sachs, como recuerda él mismo, «les
expli[có], tanto al grupo de Solidaridad como al gobierno polaco, que estaría
dispuesto a implicar[se] más a fondo para ayudar a solucionar la cada vez más
grave crisis económica» [170]. Soros accedió a sufragar los costes del
establecimiento de una misión permanente en Polonia de Sachs y de su colega David
Lipton, un economista y partidario acérrimo del libre mercado que trabajaba
por entonces en el FMI. Cuando Solidaridad arrasó en las elecciones, Sachs
empezó su colaboración estrecha con el movimiento.
Sachs dijo entonces que Solidaridad
debía negarse sencillamente a pagar las deudas heredadas y se mostró confiado
en ser capaz de movilizar 3000 millones de dólares en ayudas (una fortuna,
comparada con lo que Bush había ofrecido) [171]. La ayuda del economista
vino, sin embargo, con un precio muy definido: el gobierno tendría que adoptar
lo que, en la prensa polaca, se daría en llamar «el Plan Sachs» o su
«terapia de shock».
Además de la eliminación de los
controles de precios y del recorte drástico de subsidios y subvenciones, el
Plan Sachs propugnaba la venta de las minas, los astilleros y las fábricas
estatales al sector privado. Aquello entraba directamente en contradicción
con el programa económico defendido por Solidaridad, y aunque los líderes
nacionales del movimiento habían dejado de hablar de las ideas más
controvertidas de aquel programa, seguían siendo auténticos artículos de fe
para muchos miembros de base. Sachs y Lipton redactaron el plan de terapia de shock
de la transición polaca en una sola noche.
Sachs impartió diversos seminarios
personales a dirigentes clave de Solidaridad explicándoles el plan; también se
dirigió a las autoridades electas de Polonia en grupo. A muchos de los
líderes de Solidaridad no les agradaron en absoluto las ideas de Sachs: el
movimiento se había formado a raíz de una revuelta contra los drásticos
aumentos de precios impuestos en su momento por los comunistas y ahora Sachs
les estaba diciendo que hicieran lo mismo, pero a una escala mucho más
generalizada. De hecho, les explicó que podrían salirse con la suya,
precisamente, porque «Solidaridad contaba con un gran depósito de confianza
entre la población, lo que era tan extraordinario como crucial» [172].
Los líderes de Solidaridad no tenían
previsto consumir esa confianza con unas políticas que iban a causar
penalidades extremas entre sus propias bases, pero los años pasados en la
clandestinidad, en prisión y en el exilio también habían servido para
alienarlos de dichas bases. Según explica el editor polaco Przemyslaw Wielgosz,
la cúpula dirigente del movimiento «había quedado separada en la práctica.
[...] Sus apoyos no provenían ya de las fábricas y las plantas industriales,
sino de la Iglesia» [173]. Los líderes también estaban desesperados
por conseguir una solución rápida, aunque fuese dolorosa, y eso mismo era lo
que les ofrecía Sachs [174].
Sachs formó una alianza con el recién
nombrado ministro de Economía polaco, Leszek Balcerowicz, un economista
de la Escuela Mayor de Planificación y Estadística de Varsovia que se tenía a
sí mismo por un miembro honorario de la Escuela de Chicago, y a quien Friedman
había «inspirado […] para soñar con un futuro de libertad durante los años más
oscuros del dominio comunista» [175].
Walesa, mientras tanto, seguía
insistiendo en que Polonia iba a dar con esa tercera vía, más generosa, que,
según él mismo describió en una entrevista con Barbara Walters, iba a ser «una
mezcla»: «No será capitalismo. Será un sistema mejor que el capitalismo y que
rechazará todo lo que el capitalismo tiene de malo» [176].
El 12 de septiembre de 1989,
Tadeusz Mazowiecki anunció ante el parlamento que la economía de Polonia sería
tratada de su propia fatiga aguda con una terapia de shock de una clase
especialmente radical que incluiría «la privatización de las industrias
estatales, la creación de mercados bursátiles y de capitales, una moneda
convertible y una reconversión desde la industria pesada hacia la producción de
bienes de consumo», además de «recortes presupuestarios», todo ello practicado
a la mayor brevedad posible y de forma simultánea [177]. Sachs, por su
parte, ayudó a que Polonia negociara un acuerdo con el FMI por el que consiguió
aliviar parte de la deuda y 1000 millones de dólares para estabilizar la
moneda, pero todas las ayudas estaban estrictamente condicionadas a que
Solidaridad se sometiera a la mencionada terapia de shock.
Balcerowicz admitió posteriormente
que, si pudo hacer que se aprobaran políticas que estaban en las antípodas del
proyecto propugnado por Solidaridad fue porque Polonia se hallaba en un período
que él calificó de «política extraordinaria». Y definió esa situación
como un momento de oportunidad efímero durante el que las reglas de la
«política normal» (consultas, conversaciones, debates) dejan de tener validez
(o, dicho de otro modo, como un coto antidemocrático dentro de una democracia) [178].
«La política extraordinaria», explicó, «constituye, por definición, un período
de discontinuidad evidente en la historia de un país. Podría tratarse de un
período de crisis económica muy profunda, de desmoronamiento del sistema
institucional previo o de liberación de una dominación extranjera (o del fin de
una guerra). En Polonia, los tres fenómenos convergieron en 1989» [179].
En noviembre de 1989, el Muro de Berlín era derribado. De pronto, parecía que el mundo entero estaba viviendo el mismo tipo de existencia acelerada que los polacos: la Unión Soviética se hallaba al borde de la desmembración, el apartheid sudafricano daba sus últimos estertores y en América Latina, Europa del Este y Asia no dejaban de caer regímenes autoritarios. Era como si la mitad del mundo hubiese entrado, en apenas unos años, en un período de «política extraordinaria» o «en transición».
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Imagen 10. Soldados de la República Democrática Alemana observando a través de un agujero del Muro de Berlín |
La terapia de shock no había causado en Polonia los «trastornos momentáneos» que Sachs
había previsto, sino una depresión en toda regla: la producción
industrial se redujo en un 30 % durante los dos años siguientes a la primera
ronda de reformas. A consecuencia de los recortes en el gasto público y del
alud de importaciones baratas que inundaron el país, el desempleo se disparó y,
en 1993, ya había alcanzado el 25 % en algunas zonas, un escenario desgarrador
para un país que, durante el comunismo, no tenía paro declarado. Más
espectacular todavía es el número de personas que pasarían a encontrarse en
situación de pobreza: en 1989, el 15 % de la población polaca vivía por debajo
del límite de pobreza; en 2003, el 59 % de la población polaca había caído por
debajo del umbral [180].
El hecho de que fuese Solidaridad la
que supervisara la creación de esa infraclase permanente representó una amarga
traición que engendró un profundo sentimiento de cinismo e ira en el país
que nunca ha llegado a disiparse del todo. Los dirigentes de Solidaridad suelen
minimizar ahora las raíces socialistas del partido; Walesa ha llegado incluso a
afirmar que él ya sabía en 1980 que «tendrían que construir el capitalismo».
Durante el primer año y medio de
gobierno de Solidaridad, los trabajadores creyeron a sus héroes cuando estos
les garantizaron que las penalidades serían temporales, una parada
necesaria en el camino que llevaría a Polonia a la Europa moderna. Incluso ante
un desempleo desbocado, lo más que organizaron fue un puñado de huelgas,
a la espera paciente de que el apartado terapéutico de aquella terapia de shock
hiciese efecto.
Tras unos dieciocho meses de período de
«política extraordinaria» en Polonia, las bases de Solidaridad dijeron basta
y exigieron que se pusiera fin al experimento. La extrema insatisfacción
reinante se reflejó en un acusado incremento del número de huelgas: en 1990,
cuando los obreros aún le daban un voto de confianza a Solidaridad, sólo hubo
250 huelgas; en 1992, ya fueron más de 6000 [181]. Frente a esa presión
desde abajo, el gobierno se vio obligado a ralentizar sus planes de
privatización más ambiciosos. A finales de 1993, año en el que se
produjeron casi 7500 huelgas, el 62 % de toda la industria de Polonia seguía
siendo pública [182].
Curiosamente, fue a partir de
entonces cuando la economía de Polonia empezó a crecer con rapidez, lo que
demostró, según el destacado economista polaco (y antiguo miembro de
Solidaridad) Tadeusz Kowalik, que quienes tanto afán parecían poner en
demostrar la ineficiencia y la obsolescencia de las empresas estatales estaban
«evidentemente equivocados».
Además de las huelgas, los trabajadores expresaron su enfado con sus antiguos aliados de Solidaridad en las elecciones del 19 de septiembre de 1993: la Alianza de la Izquierda Democrática, una coalición de partidos de izquierda que incluía también a los antiguos comunistas, obtuvo el 66 % de los escaños del parlamento. Para entonces, Solidaridad ya se había fragmentado en facciones enfrentadas. La facción sindical consiguió menos del 5 % (por lo que dejó de tener grupo parlamentario propio) y el nuevo partido liderado por Mazowiecki, el primer ministro, obtuvo apenas el 10.6 % de los escaños.
9. La experiencia de China
A principios de los años ochenta, el
gobierno chino, liderado entonces por Deng Xiaoping, estaba obsesionado
por evitar una reedición en su país de lo que acababa de suceder en Polonia.
Pero lo que preocupaba a los máximos dirigentes chinos no era la posibilidad de
que desapareciesen la industria de propiedad estatal y las comunas agrícolas.
De hecho, el propio Deng se había convertido en un entusiasta de la
reconversión de la economía del país hacia una economía de empresa, hasta el
punto de que, en 1980, su gobierno invitó a Milton Friedman a
China para impartir tutorías a centenares de funcionarios de alto nivel,
profesores y economistas del partido sobre los elementos fundamentales de la
teoría del libre mercado. Su mensaje central giró en torno a «lo mucho mejor
que vivía la gente corriente en los países capitalistas que en los países
comunistas» [183]. El ejemplo que utilizó fue el de Hong Kong, una zona que,
según afirmó, pese a no ser una democracia, era más libre que EE. UU. porque su
gobierno participaba menos en la economía [184].
La definición de libertad según
Friedman —en la que las libertades políticas
son secundarias o, incluso, innecesarias en comparación con la libertad del
comercio sin restricciones— se ajustaba perfectamente al proyecto de futuro
que tomaba forma por aquel entonces en el Politburó chino. El partido
quería abrir la economía a la propiedad privada sin renunciar a su propio
control del poder, un plan que garantizaba que, en el momento en que los
activos del Estado fuesen puestos a subasta, las autoridades del partido y sus
familiares serían las primeras en hacerse con los pedazos de negocio más
rentables.
Desde el primer momento, Deng
entendió con claridad que la represión sería crucial. Por eso, en 1983,
al tiempo que abría el país a las inversiones extranjeras y reducía las
protecciones oficiales para los trabajadores, Deng ordenó la creación de la Policía
Armada Popular, un nuevo cuerpo antidisturbios de carácter móvil y formado
por 400 000 agentes, con la misión de aplastar todo indicio de «delito
económico» (o sea, huelgas y manifestaciones). Según el historiador Maurice
Meisner, un gran especialista en China, «la Policía Armada Popular contaba
en su arsenal con helicópteros y porras eléctricas estadounidenses», y «varias
unidades fueron enviadas a Polonia para que recibieran formación
antidisturbios»; allí estudiaron las tácticas que se habían empleado contra
Solidaridad durante el período en que el país estuvo bajo la ley marcial [185].
A finales de la década de 1980,
Deng empezó a introducir medidas que resultaron marcadamente antipopulares, especialmente
entre los trabajadores urbanos, tales como la eliminación de los controles que
pesaban sobre los precios y la abolición de la seguridad del empleo garantizado.
En 1988, el partido, que estaba topando con una fuerte reacción
negativa, se vio obligado a dar marcha atrás a parte de sus medidas de
desregulación de precios.
Ante el peligro de que el experimento de libre mercado se fuese al garete, Milton Friedman recibió de nuevo una invitación para visitar China [186]. En presencia de los medios de comunicación oficiales del Estado, Friedman se reunió durante dos horas con Zhao Zivang, secretario general del Partido Comunista, y con Jiang Zemin, futuro presidente chino y entonces secretario del Comité del Partido en Shanghai. «Yo hice especial hincapié en la importancia tanto de la privatización y los mercados libres como del hecho de que se liberalizase de golpe», recordaba Friedman. En un memorando al secretario general del Partido Comunista, Friedman puso el acento en la necesidad de más terapia de shock. «Los pasos iniciales de China hacia la reforma han tenido un éxito espectacular. China puede hacer progresos aún más extraordinarios si pone más énfasis en los mercados privados libres» [187].
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Imagen 11. Milton Friedman (izquierda) con Zhao Ziyang (derecha) |
El viaje de Friedman no surtió el efecto deseado. En los meses siguientes, las protestas se volvieron más firmes y radicales. Los signos más visibles de la oposición eran las manifestaciones de estudiantes en huelga en la plaza de Tiananmen, en abril de 1989. Estas históricas protestas fueron descritas de forma casi unánime en los medios internacionales como una confrontación entre unos estudiantes modernos e idealistas, deseosos de la implantación de libertades democráticas de corte occidental, y la vieja guardia autoritaria, que pretendía salvaguardar el Estado comunista.
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Imagen 12. Protestas en la plaza de Tiananmen |
Recientemente, ha surgido otro análisis sobre el significado de lo acontecido en su momento en Tiananmen que pone en cuestión la versión mayoritaria y atribuye al friedmanismo un lugar central en aquella historia. Este relato alternativo ha sido propuesto, entre otros, por Wang Hui, uno de los organizadores de las protestas. En su libro China's New Order, Wang explica que los manifestantes reunían a una amplia representación de sectores diversos de la sociedad china y no sólo a estudiantes universitarios de élite. Lo que encendió las protestas, según recuerda, fue el descontento popular con los cambios económicos «revolucionarios» de Deng, consistentes en una reducción salarial y una subida de precios, y que causaron «una crisis de despidos masivos y desempleo» [188, 189].
Las manifestaciones no iban dirigidas
contra el hecho de que se produjera una reforma económica, sino contra su
naturaleza específicamente friedmanita: su velocidad, su implacabilidad y su
carácter marcadamente antidemocrático. Wang escribe que «lo que se pedía, en
general, eran medios democráticos para supervisar la equidad del proceso de
reforma y de reorganización de las prestaciones sociales» [190].
Finalmente, el Estado, ignorando
estas peticiones, optó por proteger su programa de «reforma» económica aplastando
a los manifestantes. Ese fue el claro mensaje que el gobierno de la República
Popular China transmitió cuando, el 20 de mayo de 1989, declaró la ley
marcial. El 3 de junio, los tanques del Ejército Popular de
Liberación avanzaron contra las concentraciones de protesta disparando
indiscriminadamente sobre los manifestantes. Los soldados irrumpieron
violentamente en los autobuses en los que se refugiaban numerosos estudiantes
manifestados y los golpearon con sus porras; los organizadores fueron detenidos.
Por todo el país tuvieron lugar redadas similares al mismo tiempo.
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Imagen 13. Gente pasando en bicicleta por debajo de un puente ocupado por tanques. Beijing, 6 de junio de 1989 |
Los testigos visuales de los hechos en aquel entonces sitúan la cifra de muertos entre los 2000 y los 7000, y la de heridos, hasta en 30 000. El partido, por su parte, admite únicamente unos cuantos centenares. Tras las protestas, unas 40 000 personas fueron arrestadas, miles acabaron en prisión y muchas de ellos fueron ejecutadas. Como ya sucediera en América Latina, el gobierno reservó su represión más dura para los obreros industriales. «La mayoría de los arrestados y prácticamente todos los que fueron ejecutados eran obreros. El sometimiento sistemático de los detenidos a palizas y a torturas se convirtió en una práctica ampliamente publicitada con el fin evidente de aterrorizar a la población», según escribe Maurice Meisner [191].
La masacre fue tratada mayoritariamente
en la prensa occidental como un nuevo ejemplo de la brutalidad comunista. En
uno de sus titulares, el Wall Street Journal afirmaba que «las duras
medidas tomadas por China amenazan con retrasar el impulso reformista de los
últimos diez años», como si Deng hubiese sido un enemigo de aquellas reformas y
no su más dedicado defensor [192].
Cinco días después de la sangrienta
ofensiva represora, Deng pronunció un discurso ante la nación y dejó
meridianamente claro que lo que estaba protegiendo con aquella actuación no era
el comunismo, sino el capitalismo. Tras tachar a los manifestantes de «grupo
donde se refugiaban buena parte de los desechos de la sociedad», el presidente
chino confirmó el compromiso del partido con la terapia de shock
económica. «En resumidas cuentas, esto era una prueba y la hemos superado»,
dijo Deng. Y añadió: «Quizás este episodio negativo nos permita seguir adelante
con la reforma y con la política de puertas abiertas a un ritmo mejor y más
constante, incluso más rápido. [...] No nos hemos equivocado. No hay ningún
error en los cuatro principios esenciales [de la reforma económica]. Si algún
problema existe al respecto, es que dichos principios no han sido implementados
aún de manera suficientemente exhaustiva» [193].
Deng tuvo algunos destacados
defensores. Tras la masacre, Henry Kissinger escribió: «Ningún gobierno del
mundo habría tolerado que la plaza principal de su capital estuviese ocupada
durante ocho semanas por decenas de miles de manifestantes. [...] De ahí que
fuese inevitable la actuación enérgica del gobierno» [194].
Del mismo modo que el terror de
Pinochet había despejado las calles para dejar paso a su cambio revolucionario,
Tiananmen había allanado el camino para la transformación radical sin que
hubiera ya temor algbuno de rebelión. Fue el shock de la masacre el
que hizo posible la terapia de shock. En los tres años siguientes a
aquel baño de sangre, la nuez china se abrió a la inversión extranjera gracias,
especialmente, a las zonas de exportación especiales constituidas por todo el
país. Esa en concreto fue la oleada de reformas que transformó a China en el
taller industrial de mano de obra barata del mundo y, por tanto, en la
ubicación preferida de las plantas de producción subcontratadas por
prácticamente todas las multinacionales del planeta. Ningún país ofrecía
condiciones más lucrativas que China: impuestos y aranceles reducidos y, por
encima de todo, una mano de obra abundante y escasamente remunerada que,
durante muchos años, no iba a querer arriesgarse a exigir salarios dignos ni
las protecciones laborales más básicas por miedo a las más violentas
represalias.
Para los inversores extranjeros y
para el partido, este ha sido un arreglo con el que todos han salido ganando.
Según un estudio de 2006, el 90 % de los «milmillonarios» de China son hijos
de funcionarios del Partido Comunista. Son en total, aproximadamente, unos
2900. Estos vástagos del partido controlan una riqueza valorada en unos 260 000
millones de dólares estadounidenses [195].
Para variar, Friedman condenó la
represión a la que había recurrido China sin dejar de mencionar aquel país como
ejemplo de «la eficacia de las medidas de libre mercado a la hora de promover
tanto la prosperidad como la libertad» [196].
10. La experiencia de Sudáfrica
En enero de 1990, Nelson
Mandela escribía en su barracón carcelario una nota para sus seguidores en
el exterior. Con ella pretendía zanjar el debate sobre si los veintisiete años
que había pasado entre rejas habían debilitado su compromiso con la
transformación económica del Estado del apartheid en Sudáfrica.
La nota sentenció la cuestión de una vez por todas: «La nacionalización de las
minas, la banca y los monopolios es la política del ANC [Congreso Nacional
Africano], y cualquier cambio o modificación de nuestras opiniones en este
sentido es del todo inconcebible. El empoderamiento económico de los negros es
una meta que suscribimos y promovemos sin reservas y, en nuestra situación, el
control estatal de ciertos sectores de la economía es inevitable» [197].
Esa creencia constituía la base de la
política del ANC desde 1955, año en que así se expuso en su declaración de
principios fundamentales: el Freedom Charter. Para la elaboración de
dicho estatuto, el partido envió a 50 000 voluntarios a los townships
(suburbios urbanos segregados racialmente donde se confinaba a la población
durante el apartheid) y las localidades rurales con la misión de recoger
las «demandas de libertad» de las personas de a pie: la idea que estas tenían
sobre cómo debía ser el mundo de después del apartheid. Los dirigentes
del ANC sintetizaron las peticiones recopiladas en un documento final y este
fue oficialmente adoptado el 26 de junio de 1955 en el Congreso del
Pueblo celebrado en el township de Kliptown. En el Freedom
Charter están consagrados el derecho al trabajo, a una vivienda digna, a la
libertad de pensamiento y, como principio más radical, a compartir la riqueza
del país más rico de África: «Al pueblo le será restaurada la riqueza nacional
de nuestro país, la herencia de los sudafricanos; la riqueza mineral del
subsuelo, la banca y los monopolios serán transferidos a la propiedad conjunta
de todo el pueblo; todos los demás sectores económicos y el comercio serán
controlados para que contribuyan al bienestar del pueblo» [198].
Aunque dentro del movimiento de
liberación hubo voces discordantes cuando aquel estatuto fue redactado, lo que
todas sus facciones daban por sentado era que el apartheid no era
únicamente un sistema político que regulaba quién tenía derecho a votar y a
moverse libremente por el país, sino también un sistema económico que
recurría al racismo para validar un esquema sumamente lucrativo: una
reducida élite blanca había logrado amasar enormes beneficios con las minas,
las granjas y las fábricas de Sudáfrica gracias a que el sistema impedía que la
gran mayoría negra pudiese ser propietaria de tierras y, por tanto, se veía
obligada a proporcionar su fuerza de trabajo por mucho menos de lo que
realmente valía. En las minas, los blancos cobraban salarios hasta diez veces
superiores a los de los negros y, como en América Latina, los grandes
industriales colaboraban estrechamente con el ejército para que este se
deshiciera de los trabajadores indisciplinados [199].
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Imagen 14. Manifestantes sudafricanos participan en la campaña de desobediencia civil de 1952, ocupando los sitios reservados a blancos en un tren en Johannesburgo |
El segundo día del congreso,
la congregación fue violentamente dispersada por la policía. Durante tres
décadas, el gobierno de Sudáfrica, dominado por los blancos de origen
afrikáner y británico, ilegalizó el ANC y todos aquellos partidos políticos que
se propusieran acabar con el apartheid. A lo largo de ese período de
represión intensa, el Freedom Charter no dejó de circular y de pasar de mano en
mano en la clandestinidad revolucionaria.
El 11 de febrero de 1990,
Mandela salía de prisión en libertad y convertido en la figura más próxima a un
santo en vida que existía en aquel momento en el mundo. Nada más ser liberado,
tenía ante sí un pueblo al que conducir hacia la libertad evitando la guerra
civil y el colapso económico.
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Imagen 15. Nelson Mandela, acompañado de su esposa Winnie, abandona la prisión, 11 de febrero de 1990 |
Sin embargo, en los años que
transcurrieron entre el momento en que Mandela escribió aquella nota desde la
cárcel y la aplastante victoria electoral del ANC en 1994 (que llevó a
Mandela a la presidencia del país), sucedió algo que convenció a las altas
esferas de la jerarquía del partido de que no podían emplear su prestigio entre
las bases populares de todo el mundo para reivindicar y redistribuir la riqueza
robada del país.
En aquel período clave transcurrido entre
1990 y 1994, los dirigentes del ANC entablaron negociaciones con el Partido
Nacional en el poder decididos a evitar la pesadilla por la que había
pasado la vecina Mozambique cuando el movimiento independentista había forzado
el fin del dominio colonial portugués en 1975. Los colonos lusos, animados por
una especie de deseo de venganza, arrasaron con todo lo que pudieron antes de
abandonar el lugar. Uno de los grandes méritos del ANC fue la capacidad que
demostró para negociar un traspaso relativamente pacífico del poder. No
obstante, no supo impedir que los mandatarios sudafricanos de la era del apartheid
causaran sus propios estragos al abandonar el gobierno.
Las conversaciones en las que
se negociaron los términos del fin del apartheid tuvieron lugar
siguiendo dos vías paralelas: una era política y la otra, económica.
La mayor parte de la atención, como era natural, se centró en las cumbres
políticas al máximo nivel entre Nelson Mandela y F. W. de Klerk, líder del Partido
Nacional. Mandela y su negociador principal, Cyril Ramaphosa, que contaban con
un movimiento de millones de personas, ganaron casi todos los asaltos.
Pero, paralelamente a esas cumbres,
se produjeron las negociaciones económicas, con un perfil público mucho más
bajo, y que fueron gestionadas desde el bando del ANC principalmente por Thabo
Mbeki. Durante esas conversaciones, el gobierno De Klerk mantuvo una estrategia
doble. En primer lugar, impulsándose sobre el Consenso de Washington en
alza en aquel momento y que propugnaba que sólo había un modo de dirigir una
economía, definió determinados sectores clave de la toma de decisiones
económicas como «técnicos» o «administrativos». Luego, aprovechó la ocasión
para traspasar el control sobre toda una serie de novedosos instrumentos
políticos a expertos, economistas y funcionarios supuestamente imparciales del
FMI, el Banco Mundial, el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio
(GATT) y el Partido Nacional para que se encargaran de gestionar estos centros
de poder. Por ejemplo, el nuevo banco central, que iba a funcionar como una
entidad autónoma dentro del Estado sudafricano, estaría presidido por el mismo
hombre que lo había dirigido durante el apartheid, Chris Stals. Derek
Keyes, ministro de Economía blanco durante el apartheid, también se
mantendría en su cargo.
El plan se ejecutó con éxito ante las
narices de los propios líderes del ANC, que estaban especialmente preocupados
por ganar la batalla por el control del parlamento. Además, mientras se
desarrollaban aquellas negociaciones entre adversarios, el ANC andaba muy
atareado preparando a sus propias filas para el día en que asumieran el poder.
Se formaron equipos de trabajo con economistas y abogados del ANC para
determinar exactamente cómo transformar las promesas del Freedom Charter en
políticas aplicables en la práctica, siendo el más ambicioso de aquellos planes
el denominado Make Democracy Work.
Lo que los leales del partido no sabían en aquel momento era que, mientras ellos ideaban y ultimaban sus ambiciosos planes, el equipo que les representaba en la mesa de negociaciones económicas estaba aceptando concesiones que iban a hacer prácticamente imposible la implementación de los proyectos del ANC. «Aquello nació muerto», explicó el economista Vishnu Padayachee refiriéndose a Make Democracy Work. Para cuando se terminó el primer borrador del documento, «las reglas del juego ya habían cambiado por completo».
- ¿Redistribuir tierras? Imposible. Los negociadores accedieron a añadir una cláusula a la nueva constitución que protege toda la propiedad privada y hace prácticamente inviable cualquier intento de reforma agraria que pase por la redistribución de los terrenos de cultivo y pastoreo.
- ¿Crear empleos para millones de trabajadores en paro? No pueden. Centenares de fábricas estaban a punto de cerrar porque el ANC había suscrito el GATT, que ilegalizaba los subsidios a las plantas de producción de automóviles y a las industrias textiles.
- ¿Conseguir medicamentos gratuitos contra el sida para los townships, donde esa enfermedad se está extendiendo a una velocidad terrorífica? No, pues eso vulnera un compromiso de respeto de los derechos de la propiedad intelectual contenido en el acuerdo constitutivo de la OMC, en la que el ANC introdujo al país sin mediar debate público alguno, simplemente como continuación natural del GATT.
- ¿Emitir más moneda? Vayan a decírselo al jefe del banco central, que es el mismo que había en la era del apartheid.
- ¿Imponer controles a la circulación de divisas para proteger al país de una especulación salvaje? Eso vulneraría el acuerdo de 850 millones de dólares firmado con el FMI justo antes de las elecciones.
- ¿Aumentar el salario mínimo para reducir el diferencial de rentas heredado del apartheid? No. El acuerdo con el FMI nos compromete a promover la «contención salarial» [200].
Pero, tras una lucha tan épica por la
libertad, ¿cómo se entiende que los militantes del movimiento no exigieran que
el ANC mantuviera las promesas contenidas en el Freedom Charter?
William Gumede, activista de tercera generación del ANC y líder del movimiento
estudiantil durante la transición, refiriéndose a las cumbres entre De Klerk y
Mandela, recuerda: «Todo el mundo estaba pendiente de las negociaciones
políticas. Y si la gente hubiese tenido la sensación de que aquello no iba
bien, se habrían producido manifestaciones multitudinarias. Pero cuando los
negociadores económicos informaban de sus temas, todos creíamos que lo suyo era
algo técnico; a nadie le interesaba». Esa impresión, dijo, fue alentada por el
propio Mbeki, que describía las conversaciones como de «índole administrativa»
y de escaso interés popular.
Además, Gumede recuerda que Sudáfrica
corrió un riesgo real de guerra civil durante todo el período de
transición: los townships vivían aterrorizados por bandas armadas por el
Partido Nacional, la policía seguía practicando matanzas, no dejaban de
producirse asesinatos de líderes y dirigentes, y continuamente se hablaba de la
posibilidad de que el país se sumiera por completo en un auténtico baño de
sangre. Salvo un reducido puñado de economistas, nadie quería hablar de algo
como la independencia del banco central, un tema capaz de narcotizar a
cualquiera, aun en circunstancias normales. Gumede señala que la mayoría de la
población asumió sin más que poco importaban los compromisos a los que se
llegara para acceder al poder, porque en cuanto el ANC estuviese firmemente
asentado en él, podrían deshacerse.
Durante los dos primeros años de
gobierno del ANC, el partido continuó intentando emplear los limitados recursos
de los que disponía para cumplir con la promesa de la redistribución. Hubo un
aluvión de inversiones públicas: se construyeron más de cien mil viviendas para
las personas pobres y se realizaron millones de conexiones en hogares privados
con las redes de agua, electricidad y teléfono [201]. Pero, abrumado por
la deuda y presionado internacionalmente para privatizar esos servicios, el
gobierno pronto empezó a subir sus precios. Tras una década de gobierno del
ANC, millones de personas vieron interrumpidos sus recién conectados servicios
de suministro de agua y electricidad por impago de las facturas. Al menos un 40
% de las líneas telefónicas nuevas ya no estaban en servicio en 2003 [202].
En cuanto a «las minas, la banca y los monopolios» que Mandela se había
comprometido a nacionalizar, continuaron en manos de los mismos
megaconglomerados que controlan, al mismo tiempo, el 75 % de la Bolsa de
Johannesburgo [203]. En 2006, la propiedad del 70 % del terreno de
Sudáfrica estaba todavía monopolizada por los blancos, que sólo constituyen el
10 % de la población [204]. Y aquí quizás la estadística más impactante
de todas: desde 1990, año en que Mandela salió de la cárcel, la esperanza de
vida media de los sudafricanos ha descendido en trece años [205].
Cuando los líderes del ANC cayeron en
la cuenta de que sus oponentes habían sabido obrar con más habilidad en la mesa
de negociaciones económicas, en lugar de lanzar un segundo movimiento de
liberación, se limitaron a aceptar su poder restringido y adherirse al nuevo
orden económico, teniendo como única esperanza buscar inversores
extranjeros que generasen nueva riqueza cuyos beneficios acabasen filtrándose
también hacia los más pobres.
Pero para que ese modelo funcionara,
el gobierno del ANC tenía que modificar radicalmente su conducta para
hacerse atractivo a esos inversores. Esa no era tarea fácil, como bien había
podido comprobar Mandela al salir de prisión. Nada más ser liberado, la Bolsa
sudafricana se desplomó presa del pánico; la moneda sudafricana, el rand,
también cayó un 10 % [206]. Esto fue sólo el comienzo de lo que se
convirtió en un juego de llamadas y respuestas entre los dirigentes del ANC y
los mercados financieros: un diálogo de shocks que adiestró al
partido en las nuevas reglas del juego.
La persona que desde dentro del ANC
mejor parecía entender cómo hacer que los shocks acabasen era Thabo
Mbeki. La bestia del mercado había sido liberada, explicaba él, y no había modo
de domesticarla: sólo podían darle de comer lo que ella ansiaba. Así pues, en
lugar de exigir la nacionalización de las minas, Mandela y Mbeki empezaron a
reunirse de forma regular con Harry Oppenheimer, expresidente de las gigantes
mineras Anglo-American y De Beers, auténticos símbolos económicos del régimen
del apartheid. Poco después de las elecciones de 1994, llegaron incluso
a remitir el programa económico del ANC a Oppenheimer para que este diera su
visto bueno y, posteriormente, realizaron varias revisiones para acomodar las
puntualizaciones de este, así como las de otros destacados empresarios e
industriales [207].
Pese a los denodados esfuerzos del
nuevo gobierno por mostrarse lo menos amenazador posible, el mercado no dejaba
de infligirle sus consabidos y dolorosos shocks [208]. En estas
circunstancias, Mbeki convenció a Mandela de que lo que hacía falta era promover
una ruptura definitiva con el pasado. Comenzaron así los preparativos de un
programa de terapia de shock para Sudáfrica de cuya existencia
solamente tenía conocimiento un reducido grupo de colegas más allegados a
Mbeki. Todas las personas de aquel equipo, según escribió Gumede, «juraron
guardar el secreto y todo el proceso estuvo envuelto en la más estricta
confidencialidad para que el ala izquierda del partido no tuviese siquiera
sospecha del plan de Mbeki» [209]. Sólo en junio de 1996 Mbeki revelaría
los resultados.
Ashwin Desai, un escritor de Durban
que pasó tiempo en la cárcel durante la lucha de liberación, dijo que, al igual
que «si [en la prisión] sabes complacer al carcelero más que los demás,
obtienes un mejor estatus», «queríamos demostrar, en cierto sentido, que éramos
mucho mejores presos. Incluso diría que presos mucho más disciplinados que los
de otros países».
Según Yasmin Sooka, una de las
componentes del jurado de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de
Sudáfrica, la mentalidad disciplinaria se hizo extensiva a todos los aspectos
de la transición, incluido el de la búsqueda de justicia. Tras años oyendo
testimonios de torturas, asesinatos y desapariciones, la Comisión de la Verdad
únicamente recomendó a las grandes empresas multinacionales que se habían
beneficiado con el apartheid un impuesto puntual sobre los beneficios
empresariales de un 1 % a pagar en una sola vez y destinado a recaudar dinero
para las víctimas: el denominado «impuesto solidario». Sin embargo, el
gobierno, encabezado ya por entonces por Mbeki, rechazó toda insinuación de
indemnizaciones a cargo de las empresas o de impuestos solidarios, temeroso de
que los mercados pudiesen interpretar aquello como una señal «antiempresarial»
del nuevo gobierno.
El hecho de que el ANC descartase la petición
de reparaciones a cargo de las empresas que realizó la comisión es
especialmente injusto, según apuntó Sooka, porque el gobierno sigue pagando
religiosamente la deuda heredada del apartheid. Por ejemplo, entre 1997
y 2004, el gobierno sudafricano vendió 18 empresas de propiedad estatal y
recaudó 4000 millones de dólares por ellas, pero casi la mitad del dinero se
destinó a pagar la deuda [210]. Esto, a su vez, abre otro importante
frente: ¿adónde está yendo exactamente a parar el dinero?
Durante las negociaciones de la
transición, el equipo de F. W de Klerk exigió que todos los funcionarios
públicos tuvieran garantizados sus puestos de trabajo durante y después del
traspaso de poder; si alguno de ellos quería irse, argumentaron, debería ser
compensado con una generosa pensión vitalicia. Esta concesión por parte del ANC
significaba en la práctica que el nuevo gobierno iba a soportar el coste de dos
administraciones públicas: la suya propia y una especie de gobierno blanco en
la sombra, aunque este estuviera oficialmente fuera del poder. El 40 % de los
pagos anuales que el gobierno realiza en concepto de devolución de la deuda van
a parar al ingente fondo de pensiones del país. La abrumadora mayoría de los
beneficiarios de este son exempleados públicos del apartheid [211].
Al final, Sudáfrica ha acabado
asumiendo un retorcido caso de indemnizaciones a la inversa: las
empresas blancas que tan cuantiosos beneficios extrajeron de la mano de obra
negra durante los años del apartheid no están pagando ni un céntimo en
reparaciones, pero las víctimas del apartheid continúan satisfaciendo
las elevadas nóminas de quienes las discriminaban. ¿Y de dónde recaudan el
dinero para tamaña generosidad? Del expolio de los activos del Estado que se
realiza a través de la privatización.
Hoy día, la compañía Blue IQ, tras haber descubierto que uno de los grandes
atractivos por los que los turistas quieren visitar Sudáfrica radica en la
reputación mundial del ANC por su triunfo sobre la opresión, consideró que no
había mejor símbolo de aquel relato de triunfo sudafricano sobre la adversidad
que el Freedom Charter. Con esa idea en mente, presentó un proyecto para transformar
Kliptown en una especie de parque temático del «Estatuto de la Libertad»:
«un destino turístico de primera clase y escenario destacado de nuestra herencia
histórica que ofrecerá a los visitantes locales e internacionales una
experiencia única», y que incluirá un museo, un centro comercial dedicado al
tema de la libertad y un hotel. Lo que hoy es un suburbio marginal está, pues,
destinado a reconvertirse «en un deseoso [por “deseable”] y próspero» barrio
residencial de Johannesburgo, si bien muchos de sus vecinos actuales serán
realojados en suburbios marginales de menor trascendencia histórica [212].
Aunque Blue IQ es, oficialmente, un
organismo de la administración pública provincial, «opera en un entorno
especialmente construido para ella que la hace parecer y funcionar, más bien,
como una empresa del sector privado», según reza su folleto de presentación. Su
objetivo es obtener nuevas inversiones extranjeras para Sudáfrica utilizando el
turismo como área de potencial crecimiento.
Tras más de una década transcurrida desde que Sudáfrica emprendió su decidido giro hacia el thatcherismo, los resultados de este experimento de justicia por filtración descendente son escandalosos:
- Desde 1994, año en que el ANC asumió el poder, se ha duplicado el número de personas con ingresos diarios inferiores a 1 dólar, que ha pasado de los 2 millones de entonces a los 4 millones de 2006 [213].
- De los 35 millones de ciudadanos negros de Sudáfrica, sólo 5000 ganan más de 60 000 dólares anuales. El número de blancos que supera ese umbral de ingresos es veinte veces superior y muchos superan holgadamente esa cantidad [214].
- Entre 1991 y 2002, el índice de desempleo de los sudafricanos ha crecido de un 23 % a un 48 % [215].
- El gobierno del ANC ha construido 1,8 millones de viviendas, pero, durante ese mismo período, 2 millones de personas han perdido sus hogares [216].
- Cerca de 1 millón de personas han sido desalojadas de sus granjas y explotaciones agrícolas durante la primera década de democracia [217]. Esos desalojos han comportado que el número de chabolistas haya aumentado en un 50 %. En 2006, más de uno de cada cuatro sudafricanos vivían en chabolas situadas en poblados no regulados de las afueras de las grandes ciudades, muchos de ellos sin agua corriente ni electricidad [218].
11. La experiencia de Rusia
Cuando el presidente soviético, Mijaíl Gorbachov,
viajó a Londres para asistir a su primera cumbre del G-7 en julio de 1991,
nada podía hacerle sospechar que no fuera recibido como un héroe. Durante los
tres años anteriores, más que caminar por la escena internacional, había dado
la impresión de flotar por ella, hechizando a los medios, firmando tratados de
desarme y recogiendo premios de la paz, incluido el Nobel en 1990. Había
conseguido incluso lo inimaginable hasta entonces: ganarse al público
estadounidense.
En cuanto a la economía, Gorbachov pretendía construir un
sistema socialdemócrata siguiendo el modelo escandinavo: «un foco de
inspiración socialista para toda la humanidad» [219]. En un primer
momento, parecía que Occidente compartía su mismo fin, ya que el Comité del
Nobel justificó explícitamente el galardón otorgado al premier soviético como
un modo de ofrecer apoyo a la transición. Y en una visita que realizó a Praga, Gorbachov
dejó muy claro que él no podría hacerlo solo: «Como montañistas sujetos a una misma
cuerda, las naciones del mundo pueden escalar juntas hasta la cima o caerse
juntas al abismo», dijo [220].
Así que lo que sucedió en la reunión del G-7 en 1991 fue
totalmente inesperado. El mensaje casi unánime que Gorbachov recibió de sus
homólogos de las grandes potencias industriales fue que, si no aceptaba una
terapia de shock económica radical de inmediato, estas cortarían la
cuerda y le dejarían caer [221].
Gorbachov sabía que el único modo de imponer esta terapia de
shock era por la fuerza (como también sabían muchos de los occidentales
que presionaban a favor de esa clase de políticas). La revista The Economist,
en un artículo de 1990, instó a Gorbachov a adoptar «un estilo fuerte de
gobierno [...] para aplastar la resistencia que ha bloqueado hasta el momento
toda reforma económica seria» [222]. Sólo dos semanas después de que el
Comité del Nobel hubiera dado por concluida la Guerra Fría, The Economist
animaba a Gorbachov a seguir el modelo de uno de los más tristemente célebres
asesinos de aquel conflicto bipolar. El apartado final del artículo concluía que,
aunque seguir ese consejo podía causar «algún posible derramamiento de sangre
[...] también podría ser la oportunidad de la Unión Soviética para adoptar lo
que podríamos denominar el enfoque Pinochet de la economía liberal». En agosto
de 1991, el Washington Post publicó un comentario titulado «El Chile de
Pinochet, modelo pragmático para la economía soviética». El artículo suscribía
la idea de un golpe de Estado para librarse del lento Gorbachov, pero a su
autor, Michael Schrage, le preocupaba el hecho de que los oponentes del
presidente soviético «carecieran del sentido común y los apoyos necesarios para
barajar y aprovechar la opción Pinochet». Deberían seguir el modelo, proseguía
Schrage, de «un déspota que realmente supo cómo organizar un golpe: el general
chileno retirado Augusto Pinochet» [223].
Gorbachov se encontró enseguida frente a un adversario que estaba más que dispuesto a desempeñar el papel de Pinochet ruso. Boris Yeltsin, aunque ya detentaba el cargo de presidente de Rusia, tenía un estatus menos prominente que el de Gorbachov, que presidía el conjunto de la Unión Soviética. Pero eso cambiaría espectacularmente el 19 de agosto de 1991. Un grupo de miembros de la vieja guarda comunista movilizó los tanques del ejército y los envió hacia la Casa Blanca (la sede del parlamento ruso) con la intención de atacarla. El presidente de la Federación Rusa se presentó allí y se encaramó a uno de los tanques para denunciar aquella agresión, calificándola de «cínica intentona golpista de derechas» [224]. Los tanques se retiraron y la figura de Yeltsin emergió de aquella confrontación como la de un valeroso defensor de la democracia.
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Imagen 16. Subido a un tanque, Boris Yeltsin alienta a la ciudadanía a resistir el golpe de Estado |
Yeltsin no tardó en invertir los réditos de su triunfo en la obtención de un mayor poder político. Sabía que, mientras la Unión Soviética se mantuviera intacta, siempre dispondría de menos control sobre la situación política que Gorbachov, así que, en diciembre de 1991, formó una alianza con otras dos repúblicas soviéticas, provocando con ello la brusca disolución de la Unión Soviética y la dimisión de Gorbachov. La abolición de la URSS, «el único país que la mayoría de los rusos había conocido» hasta entonces, supuso un fuerte impacto para la psique colectiva rusa y, según el politólogo Stephen Cohen, fue el primero de los «tres shocks traumáticos» que los rusos habrían de soportar en los tres años siguientes [225].
Por aquel entonces, Jeffrey Sachs ya se encontraba en Rusia;
Yeltsin lo había invitado para que ejerciera de asesor y él se había mostrado
más que dispuesto [226]. Pero Yeltsin quería algo más que asesoramiento:
pretendía obtener la misma recaudación de fondos en bandeja de plata que Sachs
le había servido a Polonia [227]. Sachs le explicó que confiaba en que,
si Moscú se mostraba dispuesta a adoptar el enfoque big bang para
establecer una economía capitalista en Rusia, él sería capaz de recaudar en
torno a 15 000 millones de dólares [228]. Lo que Yeltsin no sabía era
que la suerte de Sachs estaba a punto de agotarse.
A finales de 1991, Yeltsin acudió al parlamento,
donde presentó la siguiente propuesta: si le otorgaban un año de poderes
especiales (con los que emitir leyes por decreto sin necesidad de
someterlas a aprobación parlamentaria), él resolvería la crisis económica
y les devolvería un sistema pujante y saludable. El parlamento aún estaba
agradecido al presidente por su papel durante la intentona golpista y el país necesitaba
desesperadamente la ayuda del exterior, así que la respuesta fue afirmativa.
El presidente reunió inmediatamente a un equipo de economistas,
muchos de los cuales habían formado, durante los años finales de la URSS, una
especie de club de lectura en el que estudiaban a los pensadores de la Escuela
de Chicago. La cabeza visible del grupo —bautizado como «los muchachos de
Chicago» o «los jóvenes reformadores»— era Yegor Gaidar, a quien Yeltsin
nombró como uno de sus dos viceprimeros ministros.
Al mismo tiempo que Yeltsin realizaba aquellos
nombramientos, había colocado a Yuri Skokov, a quien acompañaba una
conocida reputación de hombre fuerte, «al mando [del] Ejército, el Ministerio
de Asuntos Interiores y el Comité de Seguridad del Estado», como informaba el
diario ruso Nezavisimaya Gazeta. Ambas decisiones estaban sin duda relacionadas:
«Probablemente, el “contundente” Skokov puede “garantizar” una estabilización
estricta en el ámbito político al tiempo que los economistas “contundentes” la
garantizan en el económico» [229].
A fin de proporcionar sus propios refuerzos ideológicos y
técnicos a los Chicago Boys de Yeltsin, el gobierno estadounidense aportó y
sufragó sus propios expertos en transiciones, a los que se asignaron tareas tales
como la redacción de decretos de privatización, la puesta en marcha de una
bolsa del estilo de la de Nueva York y el diseño de un mercado ruso de fondos
de inversión. En otoño de 1992, la USAID concedió un contrato de 2,1 millones
de dólares al Harvard Institute for Internacional Development que
permitió el envío de diversos equipos de jóvenes abogados y economistas para
que siguieran de cerca los progresos del equipo de Gaidar. En mayo de 1995,
Harvard nombró director de la institución a Jeffrey Sachs, lo que significa que
este desempeñó dos papeles distintos en la reforma rusa: empezó como asesor independiente
de Yeltsin para pasar luego a convertirse en supervisor de la nutrida
avanzadilla de Harvard en Rusia, sufragada con fondos del gobierno
estadounidense.
El 28 de octubre de 1991, Yeltsin anunció el
levantamiento de los controles de precios y se atrevió a predecir que «la
liberalización de los precios pondrá cada cosa en [su] lugar» [230]. Los
«reformadores» sólo esperaron una semana tras la dimisión de Gorbachov para lanzar
su programa económico de terapia de shock: el segundo de los tres
shocks traumáticos anteriormente mencionados. El programa de terapia de shock
también contenía una serie de políticas de fomento del libre comercio, así como
la primera fase del fuego graneado de privatizaciones de las (aproximadamente)
225 000 empresas de propiedad estatal con que contaba el país [231].
«El programa de la Escuela de Chicago tomó desprevenido al
país», recordaría más tarde uno de los asesores económicos originales de
Yeltsin [232]. Pero aquella fue una sorpresa deliberada que formaba parte
de la estrategia de Gaidar consistente en desencadenar un cambio tan súbito y
rápido que no hubiera resistencia posible al mismo. El problema al que se enfrentaba
su equipo era el habitual: la amenaza de que la democracia obstruyera sus
planes. La mayoría de rusos seguía creyendo firmemente en la redistribución de
la riqueza y en la necesidad de un papel activo del Estado. El 67 % de ellos
declaraba en 1992 que las cooperativas de trabajadores eran la forma más
equitativa de privatizar los activos del Estado comunista y un 79 % decía que
el mantenimiento del pleno empleo debía ser una función central del gobierno [233].
Eso significaba que, si el equipo de Yeltsin hubiese sometido sus planes al
debate democrático en lugar de lanzarlos como una ofensiva encubierta sobre una
población profundamente desorientada ya de por sí, la revolución de la Escuela
de Chicago no habría tenido posibilidad alguna de triunfar.
Yeltsin hizo promesas descabelladas afirmando que «durante,
aproximadamente, seis meses, las cosas empeorarían», pero, luego, se iniciaría
la recuperación y, en breve, Rusia se convertiría en […] una de las cuatro
principales economías del mundo [234]. Con todo, tras sólo un año, la
terapia de shock ya se había cobrado un peaje devastador: millones de
rusos de clase media perdieron los ahorros de toda su vida y los bruscos
recortes de los subsidios provocaron que millones de trabajadores no cobrasen
salario alguno durante meses [235]. El ruso medio consumía un 40 % menos
en 1992 que en 1991 y un tercio de la población cayó por debajo del umbral de
pobreza [236]. La clase media se veía obligada a vender sus pertenencias
personales en puestos callejeros improvisados, mientras los economistas de la
Escuela de Chicago ensalzaban aquellos actos como síntomas de un gran «espíritu
emprendedor» [237].
Con el paso de las semanas, sin embargo, los rusos acabaron recuperando
la orientación y empezaron a exigir el fin de aquella sádica aventura
económica. Presionado por los votantes, en diciembre de 1992, los
parlamentarios votaron la destitución de Yegor Gaidar y, tres meses después,
aprobaron revocar los poderes especiales que habían concedido a Yeltsin.
Yeltsin, quien se había acostumbrado a sus poderes
incrementados, tomó represalias contra el «motín» del parlamento apareciendo en
televisión y declarando el estado de emergencia, por el que se restablecían sus
poderes imperiales. Tres días después, el independiente Tribunal Constitucional
ruso sentenció por 9 a 3 que la usurpación de competencias de Yeltsin vulneraba
en ocho puntos distintos la constitución que había jurado respetar.
Pese a ello, Occidente apoyó decididamente a Yeltsin, a
quien se le seguía atribuyendo el papel de un progresista «genuinamente
comprometido con la libertad y la democracia, genuinamente comprometido con la
reforma», por emplear las palabras del entonces presidente estadounidense, Bill
Clinton [238]. La mayor parte de la prensa occidental también se alineó
con Yeltsin contra el conjunto del parlamento, cuyos miembros fueron tachados
de «partidarios de la línea dura comunista» que pretendían dar marcha atrás a
las reformas democráticas [239]. Estaban aquejados, según el corresponsal
en jefe del New York Times en Moscú, de la «típica mentalidad soviética:
suspicaces ante las reformas, desconocedores de la democracia, despectivos con
los intelectuales o los “demócratas”» [240].
En realidad, aquellos eran los mismos políticos que habían
respaldado a Yeltsin y a Gorbachov frente al golpe de los auténticos
partidarios de la línea dura en 1991, los mismos que habían votado a favor de
la disolución de la Unión Soviética y los mismos que, hasta fecha muy reciente,
habían dado su apoyo pleno a Yeltsin. Pero el Washington Post optó por
calificar a los parlamentarios de Rusia de «antigubernamentales», como si se
tratara de unos intrusos que no formasen parte también del sistema de gobierno
de la nación en sentido amplio [241].
En la primavera de 1993, el parlamento sacó adelante
una proposición de ley de los presupuestos del Estado que no seguía las
exigencias de estricta austeridad dictadas por el FMI, y Yeltsin respondió
tratando de eliminar el parlamento. Organizó apresuradamente un referéndum en
el que preguntó a los votantes si estaban de acuerdo en disolver el parlamento
y convocar elecciones inmediatas. La participación de los votantes no alcanzó
el mínimo requerido para validar el mandato que Yeltsin necesitaba, pero se
proclamó victorioso aduciendo que aquel ejercicio había demostrado que el país
estaba con él: el presidente había introducido en la consulta una pregunta
adicional (y en absoluto vinculante) pidiendo a los votantes que se
pronunciaran sobre sus reformas y una mayoría exigua de estos se habían
declarado favorables a ellas [242].
Yeltsin y Washington continuaban atascados ante un
parlamento que pretendía ralentizar la transformación de la terapia de shock,
así que comenzó una intensa campaña de presión. Lawrence Summers, a la sazón
subsecretario del Tesoro estadounidense, advirtió de que «la reforma rusa ha de
recibir un nuevo impulso y ha de intensificarse para asegurarse un apoyo
multilateral sostenido» [243]. El FMI captó el mensaje y un funcionario
anónimo de dicha institución filtró a la prensa que uno de los préstamos
prometidos iba a ser rescindido porque el Fondo estaba «insatisfecho con la
marcha atrás que Rusia estaba dando a las reformas» [244].
Al día siguiente de la filtración del FMI, Yeltsin,
confiado en que contaba con el apoyo de Occidente, emitió el decreto 1400, que
abolía la constitución y disolvía el parlamento. Dos días después, el
parlamento votaba por 636 a 2 en una sesión extraordinaria destituir a Yeltsin
por su vergonzosa acción.
A pesar de todo, Clinton siguió dándole su respaldo y el
Congreso estadounidense votó a favor de la concesión al presidente ruso de 2500
millones de dólares en concepto de ayuda. Envalentonado, Yeltsin envió tropas
para que rodearan el parlamento e hizo que el gobierno municipal cortara la
electricidad, la calefacción y las líneas telefónicas de la Casa Blanca. Los
partidarios de la democracia rusa «acudieron por millares para tratar de romper
el bloqueo. Durante dos semanas, se celebraron manifestaciones pacíficas frente
a los soldados y a las fuerzas policiales, lo que permitió un desbloqueo
parcial del edificio; […]. La resistencia pacífica ganaba popularidad […] a
cada día que pasaba», explicaba Boris Kagarlitski, director del moscovita
Instituto de Estudios de la Globalización.
El único compromiso que podría haber resuelto la
confrontación habría sido acordar la celebración de elecciones anticipadas, pero
entonces llegaron noticias de Polonia y del decisivo castigo que los electores
habían infligido a Solidaridad. Esto dejó claro a Yeltsin y sus asesores
occidentales que unas elecciones anticipadas serían excesivamente arriesgadas,
con lo que el presidente ruso abandonó las negociaciones y se preparó para la
guerra: ordenó «rodear el parlamento con miles de agentes del Ministerio del
Interior, alambre de espino y tanquetas antidisturbios, e impedir el paso a
todo el mundo», según el Washington Post [245]. Para entonces, el
vicepresidente Aleksandr Rutskoi, principal rival de Yeltsin en el parlamento,
había armado a sus guardias y había acogido a los nacionalistas protofascistas
en su bando, e instó a sus partidarios a «no dar un momento de tregua» a la
«dictadura» de Yeltsin [246]. El 3 de octubre, explicaba Kagarlitski, la
multitud de los partidarios del parlamento «marchó sobre el centro emisor de
televisión de Ostankino para exigir que se anunciara la noticia. Algunas de las
personas que participaron en aquella marcha iban armadas, pero la mayoría no. […].
Pero las tropas de Yeltsin les cortaron el paso y las ametrallaron». Unos cien
manifestantes y un soldado murieron en aquel incidente. El siguiente paso emprendido
por Yeltsin fue disolver todos los consistorios municipales y los consejos
regionales del país.
Finalmente, la mañana del 4 de octubre de 1993,
Yeltsin, en lo que sería el tercer shock traumático que infligió
al pueblo ruso, ordenó al ejército que ocupara y desalojara la Casa Blanca
rusa, y que le prendiera fuego.
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Imagen 17. Parlamento ruso en llamas |
Así se informó en el Boston Globe del episodio final del asedio parlamentario decretado por Yeltsin: «En el día de ayer, durante diez horas, unos treinta tanques del ejército ruso y carros blindados de transporte de personal rodearon la sede del parlamento en el centro de Moscú […] y dispararon sobre ella intensas y repetidas andanadas de artillería explosiva acompañadas de múltiples ráfagas de fuego de ametralladora […]. A las cuatro y cuarto de la tarde, unos 300 guardias, diputados y personal administrativo del parlamento abandonaban el edificio formando una única fila y con las manos en alto» [247]. Al acabar la jornada, aquella ofensiva total del ejército se había cobrado las vidas de unas quinientas personas y había herido a casi mil [248].
El apoyo entusiasta de Occidente no cesó. «Yeltsin recibe un
respaldo generalizado por el asalto», se podía leer en un titular del Washington
Post al día siguiente del golpe, «considerado una victoria de la
democracia». El secretario de Estado de EE. UU., Warren Christopher, viajó a
Moscú para mostrarse al lado de Yeltsin y Gaidar y declaró: «Estados Unidos no
da tan fácilmente su apoyo a la suspensión de un parlamento. Pero estos son
momentos extraordinarios» [249]. Jeffrey Sachs, por su parte, continuó
respaldando públicamente a Yeltsin tras el asalto al parlamento y tachando a
los oponentes del presidente ruso de «grupo de antiguos comunistas embriagados
de poder» [250]. En su libro El fin de la pobreza, en el que
ofrece su versión definitiva sobre su intervención en Rusia, Sachs no menciona este
dramático episodio ni una sola vez, del mismo modo que ignora el estado de
sitio y los ataques a los líderes obreros que jalonaron su programa de shock
en Bolivia [251].
Tras el golpe, los órganos electos de Rusia fueron
disueltos, se suspendió el Tribunal Constitucional y la constitución, los
tanques patrullaban las calles, se declaró el toque de queda y la prensa tuvo
que enfrentarse a una censura omnipresente, aunque los derechos civiles fueron
restablecidos en breve.
Cuando el país todavía no se había recuperado del ataque,
los Chicago Boys de Yeltsin acometieron las medidas más polémicas de su
programa: enormes recortes presupuestarios, eliminación de los controles de
precios para los alimentos básicos y privatizaciones aún más generalizadas. Stanley
Fischer, subdirector gerente primero del FMI (y uno de los Chicago Boys de
la década de 1970), abogó por «moverse con la mayor celeridad posible en todos
los frentes» [252], y así lo hizo, por ejemplo, Lawrence Summers, que
estaba ayudando a diseñar la política de la administración Clinton para Rusia.
Las «tres acciones», como él las denominaba, «(privatización, estabilización y
liberalización) deben completarse lo antes posible» [253].
En teoría, se suponía que todos estos tejemanejes iban a
crear el boom económico que proyectaría a Rusia lejos de la
desesperación del momento, pero, en la práctica, los beneficiarios de dicho boom
fueron un limitadísimo círculo de rusos y un puñado de gestoras de fondos de
inversión occidentales, que obtuvieron mareantes cifras de rentabilidad
invirtiendo en las compañías rusas recién privatizadas. Una camarilla de nuevos
milmillonarios, muchos de los cuales acabarían formando parte del grupo
universalmente conocido como «los oligarcas», formó equipo con los
Chicago Boys de Yeltsin y se dedicó a desposeer al país de casi todo lo que
tenía de valor y a trasladar los ingentes beneficios al extranjero a un ritmo
de 2000 millones de dólares mensuales. Antes de la terapia de shock,
Rusia no tenía millonarios. En 2003, el número de milmillonarios rusos
se elevaba a diecisiete, según el listado de Forbes [254]. Esto
se ha debido, en parte, a que Yeltsin y su equipo no permitieron que las
multinacionales extranjeras adquirieran directamente los activos de Rusia: se
reservaron los mayores premios para los rusos y luego abrieron las compañías
recién privatizadas a los accionistas extranjeros.
Para los oligarcas del país y para los inversores
extranjeros, un único nubarrón parecía ensombrecer el horizonte: el desplome
de la popularidad de Yeltsin, cuyos índices de aprobación cayeron por
debajo del 10 %. Si Yeltsin era expulsado del cargo, quienquiera que lo
reemplazase pondría probablemente freno a la aventura del capitalismo extremo
en Rusia.
Así que, en diciembre de 1994, Yeltsin inició una
guerra. Su jefe de seguridad nacional, Oleg Lobov, había confesado a un
legislador que «lo que necesitamos es una pequeña guerra victoriosa para
aumentar los índices del presidente», y el ministro de Defensa predijo que
su ejército podía derrotar a las fuerzas de la república separatista de
Chechenia en cuestión de horas: un paseo militar [255].
El plan pareció funcionar, al menos en un primer momento.
Durante la fase inicial de la campaña bélica, el movimiento independentista
checheno fue parcialmente eliminado y las tropas rusas conquistaron el palacio
presidencial en Grozni, lo que permitió a Yeltsin proclamar una gloriosa
victoria para su ejército. Pero aquel sólo sería un triunfo a corto plazo.
Cuando Yeltsin se presentó a la reelección en 1996, seguía siendo tan impopular
y su derrota se antojaba tan segura que sus asesores contemplaron seriamente la
posibilidad de cancelar los comicios; una carta firmada por un grupo de
banqueros rusos y publicada en todos los diarios de tirada nacional del país
insinuaba abiertamente esa opción [256].
Al final, las elecciones se celebraron y Yeltsin ganó
gracias a la financiación de los oligarcas, estimada en unos 100 millones de dólares
(33 veces la cantidad máxima legalmente permitida), y a la cobertura
informativa dispensada por los canales televisivos controlados por los
oligarcas (800 veces superior a la de sus rivales) [257]. Eliminada la
amenaza de un cambio repentino en el gobierno, los «reformadores» pudieron pasar
a la parte más controvertida (y lucrativa) de su programa: la venta de
lo que Lenin había denominado una vez «los puestos de mando» de la economía
nacional.
El 40 % de una empresa petrolera comparable en tamaño a la
francesa Total (cuyas ventas en 2006 ascendieron a 193 000 millones de dólares)
fue vendido por sólo 88 millones de dólares. Norilsk Nickel, productora de una
quinta parte del níquel mundial, fue vendida por 170 millones de dólares (aun
cuando sólo sus beneficios anuales no tardaron en alcanzar los 1500 millones de
dólares). La inmensa compañía petrolera Yukos fue vendida por 309 millones de
dólares; actualmente obtiene más de 3000 millones de dólares en ingresos cada
año. El 51 % de la gigante petrolera Sidanko fue adjudicado por 130 millones de
dólares; sólo dos años después, esa misma participación estaba valorada en 2800
millones de dólares en los mercados internacionales.
El escándalo no era únicamente que la riqueza pública de
Rusia se estuviese subastando por una fracción mínima de su auténtico valor,
sino también que, al más puro estilo corporativista, estaba siendo adquirida
con dinero público. En un atrevido acto de cooperación entre los políticos que
vendían las empresas públicas y los hombres de negocios que las compraban,
varios ministros de Yeltsin realizaron transferencias de grandes sumas de
dinero del Estado que acabaron en bancos privados que los oligarcas habían
constituido a toda prisa como sociedades anónimas. El Estado contrató luego a
esos mismos bancos para que gestionaran las subastas de privatización de los
yacimientos petrolíferos y de las minas. Los bancos realizaban las subastas,
pero también pujaban en ellas y, como no podía ser de otro modo, las entidades
financieras propiedad de los oligarcas decidieron convertirse en las flamantes
nuevas dueñas de aquellos antiguos activos estatales. El dinero que pusieron
para comprar las acciones de estas compañías públicas era probablemente el mismo
dinero del Estado que los ministros de Yeltsin habían ingresado en ellas con
anterioridad [258].
Cuando los oligarcas se hubieron establecido firmemente al
control de los activos clave del Estado ruso, abrieron sus nuevas compañías a
las grandes multinacionales, que también se llevaron grandes porciones de las
mismas. En 1997, Royal Dutch/Shell y BP formaron sociedad con dos gigantes
rusas del petróleo, Gazprom y Sidanko, respectivamente [259]. Se trataba
de inversiones sumamente rentables, pero la participación principal de la
riqueza en Rusia siguió estando en manos de los actores rusos y no de sus
socios extranjeros.
Tanta era la fortuna que se estaba amasando en Rusia en
aquel período que algunos de los «reformadores» no pudieron resistirse a participar
de la acción, aunque varios de ellos acabaron perdiendo sus puestos en sonadísimos
escándalos de corrupción al más alto nivel [260]. Tampoco hay que
olvidar a los genios precoces del Proyecto Rusia de Harvard, a quienes se había
encargado la tarea de organizar las privatizaciones del país y el mercado de
fondos de inversiones. Los dos académicos que encabezaban el proyecto (el
profesor de economía de Harvard Andrei Shleifer y su adjunto, Jonathan
Hay) fueron acusados de haberse beneficiado directamente con el mercado que
tan apresuradamente estaban creando [261, 262], lo que vulneraba los
contratos que habían firmado. Tras una investigación y una batalla legal de
siete años, Harvard fue obligada a pagar una compensación de 26,5 millones de
dólares (la más elevada jamás satisfecha por esa institución). Shleifer accedió
a pagar 2 millones y Hay, una cifra a determinar entre 1 y 2 millones,
dependiendo de sus ingresos, aunque ni el uno ni el otro admitieron
responsabilidad alguna [263]. Desafortunadamente, el dinero no fue a
parar al pueblo ruso, sino al gobierno estadounidense.
La terapia de shock había abierto la nuez rusa a
los flujos del dinero «caliente» (es decir, a las inversiones especulativas
a corto plazo y las operaciones de compraventa de moneda, sumamente rentables
todas ellas). Esto hizo que, en 1998, cuando la crisis financiera
asiática empezó a propagarse más allá del ámbito exclusivo de los Tigres, Rusia
quedase enteramente desprotegida. Su ya de por sí precaria economía quebró
definitivamente. La población culpó a Yeltsin y su índice de popularidad cayó a
un absolutamente insostenible 6 % [264]. El futuro de muchos de los
oligarcas volvía a estar en peligro; iba a ser necesario, pues, otro
gran shock para salvar el proyecto económico.
En septiembre de 1999, de forma aparentemente
inesperada, alguien voló por los aires cuatro bloques de viviendas en plena
noche y mató a cerca de 300 personas. Todos los demás temas fueron expulsados
del mapa político por la entrada en escena de la única fuerza capaz de hacer
algo así. «De repente, parecía que todos esos debates y explicaciones sobre la
democracia y los oligarcas no tuvieran ninguna importancia comparados con el
temor a morir en el interior de nuestras propias viviendas», explica la
periodista rusa Yevgenia Albats [265].
El hombre a quien se situó al frente de la caza de aquellos
«animales» fue el primer ministro ruso, Vladimir Putin [266].
Inmediatamente después de los atentados, Putin lanzó una campaña de bombardeos
aéreos sobre Chechenia, en los que se atacó a la población civil. A la nueva luz
de la amenaza terrorista, el hecho de que Putin fuese un veterano del KGB
pareció resultar de pronto tranquilizador para muchos rusos. Yeltsin se volvía
cada vez más disfuncional por culpa del alcoholismo, pero Putin, el protector,
estaba ahora perfectamente posicionado para sucederle como presidente. El 31
de diciembre de 1999, en un momento en el que la guerra en Chechenia hacía imposible
un debate mínimamente serio, varios oligarcas idearon un callado traspaso de
poder de Yeltsin a Putin sin necesidad de elecciones. Pero antes de
abandonar el poder, Yeltsin exigió inmunidad legal para su persona. Así, el
primer acto de Putin como presidente fue firmar una ley que protegía a Yeltsin
frente a cualquier posible acusación penal.
Las víctimas que dejaron las políticas económicas y las guerras que Yeltsin promovió para protegerlas son muy elevadas: a las del golpe de octubre hay que añadir los muertos en las guerras de Chechenia, estimados en unos 100 000 civiles [267]. Ahora bien, las mayores masacres que precipitó el anterior máximo mandatario ruso fueron aquellas que se produjeron «a cámara lenta», pero con una mortandad mucho mayor:
- Desde el inicio de la «transición» hasta 1998, más del 80 % de las granjas y las explotaciones agrícolas rusas habían quebrado, y, aproximadamente, unas 70 000 fábricas de titularidad estatal habían sido clausuradas, dejando como rastro una auténtica epidemia de desempleo.
- En 1989, antes de la terapia de shock, vivían en la Federación Rusa bajo el umbral de pobreza dos millones de personas. A mediados de la década de 1990, cuando los «terapeutas» del shock ya habían administrado su «amarga medicina», eran 74 millones de rusos y rusas los que vivían por debajo de ese umbral, según el Banco Mundial. En 1996, el 25 % de los rusos (casi 37 millones de personas) vivían en una situación de pobreza calificada de «desesperada» [268].
- En 2006, el gobierno reconoció que, en el país, hay 715 000 niños sin hogar (cifra que, según UNICEF, alcanza en realidad los 3,5 millones de niños y niñas) [269].
- El número de consumidores se incrementó en un 900 % entre 1994 y 2004 hasta alcanzar los 4 millones de personas, muchas de ellas adictas a la heroína. Esto ha repercutido también en la incidencia de otro asesino silencioso: en 1995, un total de 50 000 rusos eran seropositivos al VIH. En sólo dos años, esa cifra ya se había duplicado; diez años después, según UNAIDS, casi un millón de rusos y rusas eran seropositivos al VIH [270].
- Nada más introducirse la terapia de shock en 1992, el ya de por sí elevado índice de suicidios en Rusia empezó a aumentar; en 1994, la tasa de suicidios escaló hasta situarse casi en el doble de la que se registraba ocho años antes. Los rusos también se mataban entre sí con mucha mayor frecuencia: en 1994, los crímenes violentos se habían multiplicado por más de cuatro [271].
En Rusia, a mediados de los años noventa, cualquiera que
osara cuestionar la sabiduría de «los reformadores» era tildado de nostálgico
estalinista. Cuando ya no fue posible ocultar por más tiempo los fracasos
del programa de terapia de shock, la interpretación predominante pasó a
centrarse en el arraigo de la «cultura de la corrupción» en Rusia y en
la especulación con la posibilidad de que los rusos «no estuvieran preparados»
para una auténtica democracia. Los economistas de los think tanks de
Washington negaron inmediatamente toda relación con la economía que habían
ayudado a crear en Rusia y la tacharon de «capitalismo mafioso». En Los
Angeles Times, el periodista y novelista Richard Lourie proclamó que «los
rusos son una nación tan calamitosa que, incluso cuando se dedican a algo
sensato y trivial, como votar y ganar dinero, lo echan todo a perder» [272].
El economista Anders Åslund había afirmado que las «tentaciones del
capitalismo» bastarían por sí solas para transformar Rusia: el poder de la
codicia facilitaría el impulso necesario para reconstruir el país. Cuando se le
preguntó unos años después qué era lo que había fallado, respondió que «la
corrupción, la corrupción y la corrupción», como si esta no fuese otra cosa más
que la expresión irrefrenada de las «tentaciones del capitalismo» que con tanto
entusiasmo había ensalzado [273].
El problema real del discurso consistente en echarle la
culpa a la propia Rusia es que impide llevar a cabo un examen serio de lo que
todo ese episodio tendría que enseñarnos acerca del verdadero rostro de la
cruzada en pos de los mercados libres y sin restricciones. La corrupción no
fue un «intruso» en las reformas de libre mercado en Rusia: las potencias
occidentales alentaron activamente el cierre rápido y turbio de múltiples
acuerdos de compraventa como vía más directa para conseguir el impulso inicial
que necesitaba la economía. Tampoco fueron esos catastróficos resultados
privativos de Rusia; los treinta años de historia del experimento de la
Escuela de Chicago han estado salpicados constantemente por episodios de corrupción
masiva y de colusión corporativista entre los Estados policiales y las grandes
empresas.
Así que, lejos de servir como advertencia, el ascenso de los
oligarcas milmillonarios rusos no hizo más que demostrar lo rentable que
podía resultar la explotación a cielo abierto de un Estado industrializado. Y
Wall Street quería más. Inmediatamente después de la desaparición de la Unión Soviética,
el Departamento estadounidense del Tesoro y el FMI endurecieron
considerablemente las condiciones exigidas a otros países en crisis haciendo más
inmediatas las privatizaciones. El caso más dramático hasta la fecha se produjo
en 1994, al año siguiente del golpe de Estado de Yeltsin, cuando la
economía mexicana sufrió una importante depresión conocida como la crisis
del tequila. Como resultado de las privatizaciones relámpago impuestas por
las autoridades estadounidenses, según los datos de Forbes, se generaron
23 nuevos milmillonarios. La crisis y la posterior ayuda estadounidense también
abrieron México a una participación sin precedentes de los propietarios
extranjeros [274]. Obviamente, la única lección que se extrajo del caso
ruso fue que, cuanto más rápida y más alegal sea la transferencia de
riqueza, más lucrativa resultará.
Una de las personas que así lo entendieron fue el ya
mencionado Gonzalo Sánchez de Lozada (Goni). Tras su acceso al cargo de
presidente del país a mediados de los años noventa, vendió la compañía petrolera
nacional boliviana, así como las aerolíneas, los ferrocarriles, la eléctrica y
la telefónica estatales. Pero, a diferencia de lo ocurrido en Rusia, donde los
mayores premios fueron concedidos a empresarios locales, entre los ganadores de
la liquidación total de Bolivia estaban Enron, Royal Dutch/Shell, Amoco Corp. y
Citicorp, y las compañías extranjeras no tuvieron necesidad de formar sociedad
alguna con empresas locales [275]. «Lo importante es hacer que estos cambios
sean irreversibles y conseguir llevarlos a cabo antes de que los
anticuerpos hagan su aparición»: así explicó Goni su método de terapia de shock.
Para asegurarse de ello, el gobierno de Bolivia impuso un nuevo y prolongado
«estado de sitio» por el que prohibió toda reunión de tipo político y se
arrogó la autoridad de arrestar a todos los oponentes del proceso [276].
Aquellos fueron también los años del circo privatizador argentino, al mando del
cual estuvo Carlos Menem.
Los países que emularon las privatizaciones rusas también
experimentaron versiones más mitigadas del «golpe a la inversa» de Yeltsin (lo
que significa que también tuvieron gobiernos elegidos pacíficamente que acabaron
recurriendo a niveles crecientes de brutalidad para defender sus reformas). En
Argentina, el 19 de diciembre de 2001, cuando el presidente Fernando de
la Rúa y su ministro de Economía, Domingo Cavallo, trataron de imponer las
medidas adicionales de austeridad que había prescrito el FMI, la población
estalló en una revuelta. De la Rúa envió la policía federal con órdenes de
dispersar la multitud por cualquier medio necesario, mientras que el presidente
se vio forzado a huir en helicóptero, no sin que antes 21 manifestantes hubiesen
muerto por la actuación policial y se hubiesen registrado 1350 heridos [277].
Las privatizaciones de Goni, por su parte, desencadenaron en Bolivia toda
una serie de «guerras»: primero, la del agua, contra la contrata del
servicio suscrita con Bechtel, que había provocado un alza de precios del 300 %;
luego, una «guerra fiscal» contra un plan recetado por el FMI para compensar el
déficit presupuestario mediante un impuesto que repercutía especialmente en las
clases pobres trabajadoras; finalmente, las llamadas «guerras del gas» contra
los planes del presidente de exportar gas a Estados Unidos. Al final, también Goni
huyó del palacio presidencial para exiliarse en Estados Unidos, pero, como en
el caso de Argentina, no sin que antes los soldados enviados para reprimir las
manifestaciones mataran a cerca de setenta personas e hirieran a otras
cuatrocientas. A principios de 2007, la Corte Suprema de Bolivia dictó una orden
de búsqueda y captura contra Goni por cargos relacionados con aquella masacre [278].
Los regímenes que impusieron privatizaciones masivas en
Argentina y Bolivia eran considerados en Washington ejemplos de cómo podía
imponerse la terapia de shock de forma pacífica y democrática sin necesidad de
golpes de Estado ni de represión. Pero, si bien es cierto que ninguno de los
dos accedió al poder por medio de cañonazos, no deja de ser significativo que
lo abandonaran en medio de ellos.
12. El documento de identidad capitalista
Pese a su fracaso, Sachs no tiene la sensación de que la
política para Rusia de aquel período estuviese guiada por la ideología del
libre mercado. Lo que la caracterizaba más bien, comentó, era la «pura
pereza». A él le habría encantado que se hubiese abierto un acalorado
debate sobre si había que ofrecer ayuda a Rusia o dejarlo todo en manos del
mercado. Pero, en vez de eso, lo que hubo fue un encogimiento de hombros
colectivo: «Allí nadie trabajó duro al estilo de “vamos a arremangarnos y vamos
a tratar de solucionar estos problemas, averigüemos qué está pasando de verdad”».
Cuando Sachs habla apasionadamente de «trabajar duro» se refiere a lo
que sucedía en las épocas del New Deal o el Plan Marshall, cuando los decisores
políticos se comportaban con la «seriedad» con la que la catástrofe de Rusia
merecía a todas luces ser tratada.
Pero atribuir el abandono de Rusia a un brote de pereza
colectiva en Washington no parece aportar una explicación muy detallada de todo
lo sucedido; quizás lo haga visualizar el episodio a través de la óptica de la competencia
en el mercado. Cuando la Guerra Fría estaba en plena vigencia y la Unión
Soviética se hallaba intacta, el capitalismo tenía que ganarse a sus
consumidores: necesitaba ofrecer incentivos y necesitaba contar con un buen
producto. El keynesianismo siempre fue una manifestación de esa necesidad de
competencia del capitalismo. El presidente Franklin Delano Roosevelt
(FDR) trajo el New Deal no sólo para tratar de solucionar la
desesperación sembrada por la Gran Depresión, sino también para debilitar un
poderoso movimiento de ciudadanos estadounidenses que exigían un modelo
económico diferente: en las elecciones presidenciales de 1932, un millón de
norteamericanos votaron a candidatos socialistas o comunistas, y también crecía
el apoyo a Huey Long, el senador por Luisiana que creía que todos los americanos
debían recibir una renta anual garantizada de 2500 dólares. En su explicación
de por qué había añadido más prestaciones sociales al paquete del New Deal en
1935, FDR señaló que pretendía «robarle la primicia a Long» [279]. Ese
fue el contexto en el que los industriales norteamericanos aceptaron a
regañadientes el New Deal de FDR, aunque, durante la Guerra Fría, ningún
país del mundo libre fue inmune a esa presión.
El Plan Marshall fue la última arma desplegada en ese
frente económico. Tras la guerra, la economía alemana estaba sumida en la
crisis y amenazaba con arrastrar al resto de la Europa occidental. Al mismo
tiempo, eran tantos los alemanes atraídos por el socialismo que el
gobierno estadounidense optó por dividir Alemania en dos partes antes que
arriesgarse a perderla por completo. En la Alemania Occidental, el gobierno de
Estados Unidos aprovechó el Plan Marshall para construir un sistema
capitalista, no con la intención de crear mercados rápidos y fáciles para Ford
y Sears, sino para que fuese un éxito en sí mismo y, de ese modo, contribuyese
a revitalizar la economía de mercado en Europa y despojase al socialismo de
todo su atractivo.
En 1949, eso significaba tolerarle al gobierno
germanooccidental toda una serie de políticas intervencionistas, lo cual, como
explica Carolyn Eisenberg, autora de una aclamada historia del Plan
Marshall [280], no fue producto del altruismo: «La Unión Soviética actuaba
como una especie de pistola cargada que apuntaba a la Alemania Occidental.
[Occidente] tenía que ganarse rápidamente las simpatías y la lealtad del pueblo
alemán […]».
Sachs es un admirador de Keynes, pero no parece interesado
en conocer qué hizo finalmente posible el keynesianismo en su propio país. Su
falta de voluntad de reconocimiento del papel de la presión ejercida por los
movimientos sociales de masas sobre unos gobiernos reacios para que adoptasen
las mismas ideas que él propugnaba significó que Sachs no supo ver la realidad
política más palmaria que le aguardaba en Rusia: nunca iba a haber un Plan
Marshall para Rusia porque, en su momento, sólo hubo Plan Marshall debido a
Rusia.
Así que, mientras Sachs vio la desaparición de la Unión
Soviética como una liberación —como el fin de un régimen autoritario—, sus colegas
de la Escuela de Chicago vieron en aquel acontecimiento una libertad de otra
clase: la liberación final de las «cadenas» del keynesianismo y de las
ideas bonachonas de hombres como Jeffrey Sachs. Considerada desde esa
perspectiva, la actitud pasiva que halló Sachs cuando trató de ayudar a Rusia y
que tanto lo enfureció no era «pura pereza», sino el laissez faire en
plena acción: déjelo estar, no haga nada.
Las nuevas reglas del juego fueron ya expuestas en
Washington, D.C., el 13 de enero de 1993, en una especie de congreso que
contó con una reducida asistencia (exclusivamente por invitación) pero que
resultó de trascendental importancia. Sachs, que aún actuaba como asesor de
Yeltsin por entonces, iba a ser el encargado de pronunciar el discurso central
de la reunión, titulado «La vida en la sala económica de urgencias» [281].
Con él estaba decidido a tratar de conseguir que sus poderosos oyentes captaran
la gravedad de lo que se estaba desarrollando en Rusia.
La intervención de Sachs fue aplaudida por los asistentes, pero la reacción de estos fue más bien tibia. Las personas allí presentes estaban sobradamente versadas en la teoría de la crisis de Milton Friedman y muchas la habían aplicado en sus propios países. La mayoría comprendían a la perfección lo desgarradora y volátil que puede ser una debacle económica, pero extraían una lección muy distinta de los acontecimientos en Rusia: que la dolorosa y desorientadora situación política estaba obligando a Yeltsin a subastar a toda prisa la riqueza del Estado, lo cual era un resultado sin duda favorable desde su punto de vista.
Correspondió a John Williamson, anfitrión de la conferencia,
reconducir el debate hacia estas otras prioridades pragmáticas. En su charla no
ofreció advertencia alguna sobre la necesidad imperativa de salvar a los países
de las crisis; todo lo contrario: recordó a sus oyentes que sólo cuando los
países sufren de verdad, acceden a tragar la amarga medicina del mercado. Y «esos
momentos en los que peor se encuentran son los que dan lugar a las mejores
oportunidades […]», declaró [282]. Williamson señaló
despreocupadamente que esto planteaba algunos interrogantes fascinantes, tales
como «si podría tener sentido concebir la provocación deliberada de una
crisis para eliminar los obstáculos de carácter político que se le pueden
presentar a la reforma» [283].
Casualmente, al mes siguiente de la conferencia, en
febrero de 1993, la prensa y la televisión de Canadá inducían a
pensar que el país se hallaba en medio de una catástrofe financiera [284].
La expresión «el muro de la deuda» irrumpió súbitamente en el
vocabulario de la sociedad canadiense. Lo que se quería decir con ella era que,
aunque la vida parecía cómoda y pacífica en el presente, Canadá gastaba muy por
encima de sus posibilidades y, en breve, poderosas compañías de Wall Street
como Moody’s o Standard and Poor’s iban a reducir la calificación del crédito
nacional del país. Cuando eso sucediera, los inversores no harían otra cosa que
retirar su dinero de Canadá para llevárselo a otro lugar más seguro. La única
solución, se decía, era recortar radicalmente el gasto en programas como el del
seguro de desempleo y el de la sanidad. Y eso fue precisamente lo que hizo el Partido
Liberal, entonces en el gobierno, pese a que acababa de ser elegido con un
programa electoral en el que propugnaba como prioridad la creación de empleo.
Dos años después de que la histeria del déficit hubiera alcanzada su cúspide, la periodista de investigación Linda McQuaig puso definitivamente al descubierto que la sensación de crisis había sido cuidadosamente alimentada y manipulada por un puñado de think tanks subvencionados por los principales bancos y empresas de Canadá [285]. Canadá tenía un problema de déficit, pero no había sido causado por el gasto en el seguro de desempleo o en otros programas sociales. Según Statistics Canada (el Instituto Nacional de Estadística canadiense), su causa había que buscarla en los elevados tipos de interés, que habían disparado la carga de la deuda. McQuaig visitó las oficinas centrales de Moody’s en Wall Street y habló con Vincent Truglia, analista principal y máximo responsable de la calificación del crédito canadiense en dicha firma. Y este le explicó que había recibido presiones constantes de altos ejecutivos de empresas y de entidades bancarias canadienses para que publicara informes críticos con las finanzas de aquel país, algo que él se negó a hacer. También dijo que estaba acostumbrado a recibir llamadas de representantes de diversos países que se quejaban de que había publicado una calificación demasiado baja para sus respectivos créditos nacionales.
Eso se debía a que, para la comunidad financiera canadiense,
la «crisis del déficit» constituía un arma esencial en la enconada
batalla política que libraba en aquellos momentos. Por la misma época en que
Truglia recibía aquellas extrañas llamadas, se había puesto en marcha una
campaña de presión sobre el gobierno para que redujera los impuestos recortando
el gasto en programas sociales como los de sanidad y educación. Como esos
programas cuentan con el apoyo de una abrumadora mayoría de canadienses, el
único modo de justificar los recortes era presentando el colapso económico
nacional como única posibilidad alternativa: la crisis total. El hecho de que
Moody’s continuara otorgando a Canadá la más alta calificación posible para sus
títulos de deuda pública dificultaba enormemente el mantenimiento de un estado
de ánimo apocalíptico.
Mientras tanto, los inversores se sentían confusos ante los
mensajes ambivalentes que recibían: Moody’s se mostraba optimista con respecto
a Canadá, pero la prensa canadiense calificaba constantemente las finanzas
nacionales de catastróficas. Truglia, ya cansado, publicó un «comentario
especial» en el que aclaraba que el gasto público canadiense no estaba «fuera
de control» y en el que incluso disparaba sin piedad sobre los poco fiables
cálculos matemáticos que habían realizado los think tanks derechistas. «Varios
informes recientemente publicados contienen burdas exageraciones de la
situación de la deuda fiscal de Canadá. En algunos de ellos, se han contado
ciertas cifras dos veces y en otros se han hecho comparaciones internacionales
inadecuadas. [...]». Aquel informe especial de Moody’s dio claramente a
entender que no había ningún amenazante «muro de la deuda» contra el que
estrellarse... y la comunidad empresarial de Canadá no estaba precisamente
contenta [286].
Pero cuando los canadienses se enteraron finalmente de que
la «crisis del déficit» había sido escandalosamente manipulada por los think
tanks subvencionados por las grandes sociedades anónimas empresariales y
financieras, ya apenas tenía importancia: los recortes presupuestarios estaban
aprobados y garantizados por ley.
La estrategia de la crisis volvería a ser empleada reiteradamente durante ese período: en septiembre de 1995, se filtró a la prensa canadiense un vídeo de John Snobelen, el ministro de Educación de la provincia de Ontario, en el que se le podía ver explicando a un grupo de funcionarios reunidos con él a puerta cerrada que, antes de que se pudieran anunciar recortes presupuestarios en educación y otras reformas impopulares, había que generar un clima de pánico filtrando informaciones que dibujaran un panorama más alarmante del que él «consideraría real en [aquel] momento». Llamó a su estrategia «crear una crisis útil» [287].
En 1995, el discurso político en la mayoría de las
democracias occidentales estaba ya saturado de referencias a muros de deuda y a
la posibilidad de un colapso económico inminente, así como de peticiones de
recortes más drásticos del gasto público y de procesos de privatización más
ambiciosos, y los think tanks friedmanitas se situaban a la vanguardia
de toda aquella ofensiva. En las instituciones financieras más poderosas de Washington,
sin embargo, existía la voluntad no sólo de crear una sensación de crisis
aparente a través de los medios de comunicación, sino de tomar
medidas concretas para generar crisis auténticas.
Dos años después de los comentarios de Williamson
sobre la idoneidad de «avivar» las crisis, Michael Bruno, economista
principal del Banco Mundial en el ámbito de la economía del desarrollo, informó
en una conferencia impartida ante la International Economic Association en
Túnez que cada vez existía un consenso más extendido en torno a «la idea de que
una crisis suficientemente amplia podría conseguir impresionar hasta tal punto
a los decisores políticos de un país que estos se decidieran finalmente por
instaurar reformas destinadas a potenciar la productividad» [288]. Bruno
señaló a América Latina como «ejemplo destacado de crisis profundas que aparentemente
han resultado beneficiosas», y, en particular, a Argentina, donde, según dijo,
el presidente Carlos Menem y su ministro de Economía, Domingo Cavallo, estaban
haciendo una gran labor de «aprovechamiento del ambiente de emergencia» que
allí se respiraba para imponer un hondo y amplio proceso privatizador. Y por si
los asistentes no habían entendido bien lo que había querido decir, Bruno
añadió: «He puesto de relieve un tema muy importante: la economía política
de las crisis profundas tiende a desencadenar reformas radicales que tienen
luego resultados positivos».
A la luz de ese hecho, él sostenía que los organismos
internacionales tenían que hacer algo más que, simplemente, aprovechar las
crisis económicas existentes para imponer el Consenso de Washington: debían
cortar preventivamente el suministro de ayudas para empeorar esas crisis.
Bruno reconoció que la perspectiva de profundizar la depresión económica de un
país (o de generar una de la nada) resultaba aterradora, pero, como buen
discípulo de la Escuela de Chicago que era, animó a sus oyentes a aceptar esa
destrucción como el primer paso de la creación [289].
Durante años, han circulado rumores de que las instituciones
financieras internacionales habían coqueteado con el arte de las
«pseudocrisis», por emplear la expresión de Williamson, con el fin de plegar la
voluntad de los países a la suya, pero siempre había sido difícil de demostrar.
El testimonio más extenso al respecto fue el proporcionado por el ya mencionado
Davison Budhoo, quien, en una carta abierta a Michel Camdessus, —entonces
presidente del FMI— acusó al Fondo de amañar las cuentas con la intención de
condenar la economía de los países pobres que no querían dar su brazo a torcer
[290].
Budhoo proporcionaba datos exhaustivos de cómo, siendo él un
empleado del Fondo a mediados de los años ochenta, había participado en lo que
se podía considerar como «negligencia estadística» para exagerar las
cifras recogidas en los informes del FMI sobre Trinidad y Tobago, un país de
gran riqueza petrolífera, con el único fin de dar la apariencia de que su
economía era mucho menos estable de lo que en realidad era. Budhoo señalaba que
el FMI había aumentado (hasta más del doble) la magnitud de una estadística
fundamental que medía los costes laborales en el país para que este pareciera
tener un nivel de productividad pésimo, aun cuando, según decía, el
Fondo disponía de la información correcta. También aseguraba que, en otro
caso, el Fondo «se inventó literalmente de la nada» unas supuestas (y
cuantiosas) deudas pendientes del Estado caribeño [291].
Estas «flagrantes irregularidades» fueron asumidas como
ciertas por los mercados financieros, que no tardaron en clasificar el riesgo
de Trinidad y Tobago como inaceptable y cortaron la financiación que hasta
entonces recibía el país. Los problemas económicos del archipiélago caribeño no
tardaron en transformarse en calamitosos, por lo que se vio forzado a pedir
ayuda al FMI para que lo rescatara de la situación. El Fondo exigió entonces
que aceptara lo que Budhoo describió como «la más mortal de las medicinas»:
despidos masivos, rebajas salariales y «la gama completa» de políticas de
ajuste estructural. Él calificaba el proceso de «bloqueo deliberado de una
línea vital de suministro económico para el país» con el fin de conseguir «la
destrucción económica de Trinidad y Tobago, en primer lugar, y su conversión
posterior».
Tras la publicación de aquella carta, el gobierno de
Trinidad encargó dos estudios independientes para investigar las alegaciones y
descubrió que estaban en lo cierto: el FMI había inflado y fabricado cifras, lo
que había repercutido en un serio perjuicio para el país [292].
Sin embargo, incluso después de haber sido sustanciadas de
aquel modo, las alegaciones de Budhoo acabaron por desaparecer sin dejar
prácticamente rastro alguno. La carta llegó, eso sí, a convertirse en una obra
de teatro titulada Mr. Budhoo’s Letter of Resignation from the I.M.F. (50
Years Is Enough) que se estrenó en 1996 en un pequeño teatro del East
Village de Nueva York. La producción obtuvo una crítica sorprendentemente
positiva del New York Times, que elogió su «creatividad inusual» y sus
«golpes de inventiva» [293]. Aquella breve reseña teatral es la única
ocasión en que el nombre de Budhoo se ha mencionado en ese periódico.
13. La experiencia de los «Tigres asiáticos»
En apariencia, el crac de los mercados asiáticos que se
dio el verano de 1997 no tenía una causa racional. En la televisión y en la
prensa, los análisis se referían una y otra vez a la situación de la región
como si esta hubiera contraído una especie de enfermedad misteriosa pero altamente
contagiosa.
Sólo unas semanas antes de que todo empezase a ir mal, los
llamados «Tigres asiáticos» eran señalados como los éxitos más rotundos de la
globalización. Pero, de un día para otro, los mismos operadores bursátiles que
habían estado indicando a sus clientes que no había una ruta más segura hacia
la riqueza que afincar sus ahorros en fondos de inversión de los «mercados
emergentes» de Asia pasaron a desinvertir en masa [294], mientras que
los cambistas empezaron a «atacar» las monedas de esos países, creando lo que The
Economist denominó «una destrucción de ahorros de una magnitud sólo conocida
en tiempos de conflicto bélico» [295]. ¿Cómo se explica esto?
Lo cierto es que aquellos países fueron simplemente víctimas
del pánico, un pánico que se volvió letal por la velocidad y la volatilidad del
funcionamiento de los mercados globalizados. Lo que comenzó como un rumor —que
Tailandia no disponía de dólares suficientes para respaldar su moneda— desencadenó
la estampida de la manada electrónica. Los bancos reclamaron sus préstamos y el
mercado inmobiliario, que había crecido con rapidez hasta formar una burbuja
especulativa, estalló al momento. Como los Tigres asiáticos habían sido comercializados
por las gestoras de fondos como parte de un paquete integrado de inversiones,
cuando uno de ellos cayó, cayeron todos.
Los gobiernos asiáticos se vieron obligados a drenar sus
reservas de divisas en un intento de apuntalar sus monedas, lo que convirtió el
miedo original en una realidad: ahora sí que esos países iban verdaderamente
camino de la bancarrota. El mercado reaccionó entonces con más pánico. En un año,
600 000 millones de dólares desaparecieron de los mercados bursátiles asiáticos
[296].
La crisis movió a muchos a tomar medidas desesperadas:
- En Indonesia, los ciudadanos asaltaban comercios y se llevaban todo lo que podían. En uno de esos incidentes, todo un centro comercial de Yakarta se incendió mientras estaba siendo saqueado y centenares de personas se quemaron vivas en su interior [297].
- En Corea del Sur, las cadenas de televisión emitían campañas a gran escala pidiendo a los ciudadanos que donasen sus joyas de oro para que el Estado pudiera fundirlas y utilizarlas para pagar las deudas del país. Pese a las 200 toneladas de oro recogidas, la moneda coreana prosiguió su desplome [298].
- También en Corea del Sur, la tasa de suicidios aumentó un 50 % en 1998. El repunte fue más acusado entre los padres y madres de más de sesenta años, que trataban de aminorar así la carga económica que sus hijos e hijas tenían que soportar. También se informó de un alarmante incremento de los suicidios familiares pactados, en los que el padre inducía a los demás miembros de la familia ahorcarse en grupo. Las autoridades señalaron que, como en esos casos «la única muerte clasificada como suicidio es la del cabeza [de familia] y las demás son consideradas asesinatos, el número real de suicidios es muy superior al reflejado en las estadísticas» [299].
Nada más declararse la crisis, una sorprendente pléyade de
pesos pesados del establishment financiero se dedicó a lanzar un mensaje
unificado: no ayudar a Asia. El propio Milton Friedman explicó al
presentador del informativo de la CNN, Lou Dobbs, que él se oponía a cualquier
clase de medida de rescate y que consideraba que debía dejarse que el mercado
se corrigiera por sí solo. Morgan Stanley, uno de los principales bancos
de inversión de Wall Street, también compartía abiertamente esa opinión. Jay
Pelosky, un estratega de mercados que era toda una celebridad emergente
dentro de la firma, explicó que era fundamental que ni el FMI ni el
Departamento estadounidense del Tesoro hicieran nada para aminorar el
sufrimiento de la crisis: «Lo que actualmente necesitamos en Asia es más malas
noticias. Y se necesitan para seguir estimulando el proceso de ajuste» [300].
En noviembre de 1997, en la cumbre de la APEC
(la Cooperación Económica del Asia-Pacífico) celebrada en Vancouver, Bill
Clinton indignó a sus homólogos asiáticos calificando el crac de los mercados
asiáticos de «unos pequeños problemas técnicos durante el viaje» [301]. El
mensaje era claro: el Tesoro estadounidense no tenía ninguna prisa para poner
fin a aquel padecimiento. El FMI, por su parte, volvió a adoptar la actitud
pasiva de «no hacer nada» por la que se venía caracterizando desde la crisis de
Rusia. Acabó por reaccionar en última instancia, pero no aprobando el préstamo
inmediato y de emergencia destinado a la estabilización que aquella situación
requería, sino presentando un largo listado de exigencias, mentalizado por la
certeza chicaguense de que, tras la catástrofe de Asia, se ocultaba una auténtica
oportunidad.
A principios de la década de 1990, los partidarios
del libre mercado consideraban que el «éxito» de los Tigres asiáticos se debía
a que habían abierto por completo sus fronteras a una globalización sin
restricciones. Nada más lejos de la realidad. Malasia, Corea del Sur y
Tailandia seguían aplicando políticas marcadamente proteccionistas que
prohibían a los extranjeros ser propietarios de terreno y comprar
participaciones en sus empresas nacionales. También habían reservado un papel significativo
para el Estado y habían mantenido sectores como el de la energía y el del
transporte en manos públicas. Asimismo, los Tigres habían bloqueado la entrada
de numerosas importaciones extranjeras mientras construían y consolidaban sus propios
mercados domésticos.
Aquella situación no era del agrado de las multinacionales y
los bancos de inversiones occidentales y japoneses, que ansiaban disponer de un
acceso ilimitado a la región para vender sus productos y hacerse con las
mejores corporaciones empresariales de los Tigres. A mediados de los años
noventa, presionados por el FMI y por la recién creada Organización
Mundial del Comercio, los gobiernos asiáticos acordaron alcanzar una
solución intermedia: mantendrían las leyes que protegían la propiedad de las
empresas nacionales de las adquisiciones extranjeras y no privatizarían sus
compañías estatales clave, pero levantarían las barreras de acceso a sus
sectores financieros, permitiendo con ello un aumento de las inversiones en
títulos y del comercio de divisas.
El hecho de que, en 1997, aquella riada de dinero caliente
invirtiera súbitamente su curso en Asia fue consecuencia directa de esa
inversión especulativa. Los principales analistas de inversiones reconocieron
enseguida la oportunidad que aquella crisis les abría para abatir
de una vez por todas el resto de barreras que aún protegían una parte de los
mercados asiáticos. Jay Pelosky se mostró especialmente franco a la hora de
explicar aquella lógica subyacente: si se dejaba que la crisis empeorara, la
región se quedaría sin moneda extranjera y las compañías de propiedad asiática
se verían obligadas a cerrar o a venderse por pedazos a las empresas
occidentales, y tanto un escenario como el otro eran beneficiosos para la propia
Morgan Stanley [302].
Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de Estados
Unidos, señaló que «la crisis […] probablemente acelerará el desmantelamiento
en muchos países asiáticos de los restos de un sistema con abundantes elementos
de inversión dirigida por el Estado» [303]. Michel Camdessus expresó un
parecer similar, refiriéndose a la crisis como una oportunidad para que Asia mudase
su vieja piel y renaciera de nuevo [304].
Aquella crisis parecía ofrecer una de esas ocasiones. Deseoso
de no dejar escapar aquella oportunidad, el FMI inició por fin negociaciones
con los maltrechos gobiernos de Tailandia, Filipinas, Indonesia y Corea del
Sur. El único país que se resistió a la intervención del Fondo durante
aquel período fue Malasia, gracias a la magnitud relativamente reducida de su
deuda.
Con sus tesorerías vacías, los Tigres, en lo que al FMI
respectaba, estaban en quiebra; ahora estaban preparados para su reconstrucción.
El primer estadio de ese proceso era despojarlos de todo rastro del
«proteccionismo en materia de comercio en inversiones y el intervencionismo
estatal activo que habían constituido los ingredientes fundamentales del “milagro
asiático”», según lo definió el politólogo Walden Bello [305]. El FMI también
exigió que los gobiernos afectados efectuaran drásticos recortes
presupuestarios, con los consiguientes despidos masivos de empleados del sector
público, a pesar de admitir Stanley Fischer que el FMI había llegado ya a
la conclusión de que, tanto en Corea como en Indonesia, la crisis no tenía nada
que ver con un exceso de gasto público [306].
En cuanto el FMI hubo despojado a los Tigres de sus viejos
hábitos y costumbres, estos ya estuvieron listos para renacer al más
puro estilo de la Escuela de Chicago. Según lo establecido en los nuevos
acuerdos, Tailandia autorizaría a los extranjeros a ser propietarios de
participaciones importantes de sus bancos, Indonesia reduciría los subsidios
para la adquisición de alimentos y Corea derogaría la ley que protegía a sus
trabajadores frente a los despidos masivos [307]. El FMI llegó incluso a
fijar para el caso de Corea unos objetivos determinados en términos de
trabajadores despedidos: para obtener el préstamo, el sector bancario del país
tendría que deshacerse del 50 % de su plantilla de empleados (porcentaje que
después se reduciría al 30 %) [308].
Semejantes medidas habrían sido impensables un año antes del
azote de la crisis, cuando los sindicatos surcoreanos estaban en su momento más
álgido de militancia. Pero, gracias a la crisis, las reglas del juego habían
cambiado. La depresión económica dio a los gobiernos licencia para proclamar
estados de excepción provisionales que duraron lo suficiente para
imponer los decretos dictados por el FMI.
El paquete de medidas de terapia de shock para
Tailandia, por ejemplo, fue aprobado por la Asamblea Nacional de aquel país no
por medio de un proceso normal de debate, sino como resultado de cuatro
decretos de emergencia. En Corea del Sur, por su parte, el final de las
negociaciones con el Fondo coincidió allí con las elecciones presidenciales y
dos de los candidatos se presentaban a ellas con programas electorales anti-FMI.
Así que el Fondo se negó a hacer entrega de dinero alguno hasta que no
contara con el compromiso de los cuatro principales candidatos de que quien
saliera vencedor respetaría las normas acordadas. Todos los candidatos prometieron
su adhesión a los acuerdos por escrito [309].
En Indonesia, Suharto, que aún gobernaba el país, trató de
oponer resistencia al FMI durante unos meses y dictó un presupuesto que no
contenía los recortes masivos que el Fondo exigía. Ante esto, un «alto cargo
del FMI» reaccionó con un artículo en el Washington Post explicando que
«los mercados se preguntan hasta qué punto los dirigentes indonesios están comprometidos
con este programa y, en concreto, con las principales medidas de reforma». En
aquel escrito se lanzaba también la predicción de que el FMI castigaría a
Indonesia congelando la concesión de miles de millones de dólares prometidos en
préstamos. Nada más publicarse la noticia, la moneda indonesia se
desplomaba, perdiendo un 25 % de su valor en un solo día [310].
Ante semejante golpe, Suharto cedió. Para asegurarse unas negociaciones
finales con el FMI sin problemas, volvió a llamar a la mafia de Berkeley, que,
tras haber desempeñado un papel central durante los primeros tiempos del
régimen, había perdido ascendencia sobre el general con el paso de los años.
Naturalmente, el FMI consiguió casi todo lo que quería, con un total de 140
«ajustes» [311].
En lo que al FMI respectaba, la crisis estaba yendo de
maravilla. En menos de un año, había logrado imponer mediante negociaciones
transformaciones económicas radicales en Tailandia, Indonesia, Corea del Sur y
Filipinas [312]. El sujeto por fin estaba listo para ser mostrado por
vez primera a los mercados bursátiles y de divisas globales. Si todo había
salido a pedir de boca, el dinero caliente que había huido de Asia el año
anterior regresaría entonces a raudales para comprar las que serían
irresistibles acciones, divisas y emisiones de deuda pública de los Tigres.
Pero sucedió algo muy distinto: al mercado le entró el pánico. La lógica
que finalmente prevaleció fue la siguiente: si el Fondo creía que los Tigres
eran casos tan perdidos que necesitaban una reconstrucción desde cero, no había
duda entonces de que Asia estaba en mucho peor forma de lo que se había
sospechado previamente.
Así que, en lugar de acudir de vuelta en tropel, los operadores respondieron retirando de inmediato mucho más dinero y atacando nuevamente las monedas asiáticas. La «ayuda» del FMI había convertido la crisis en catástrofe, y los costes humanos fueron devastadores:
- La Organización Internacional del Trabajo estima que unos 24 millones de personas perdieron sus puestos de trabajo durante ese período y que el índice de desempleo en Indonesia pasó del 4 % al 12 %. En Tailandia, en el punto álgido de las reformas, se perdían 2000 empleos diarios. En 1999, las tasas de paro de Corea del Sur e Indonesia casi se habían triplicado con respecto a las de dos años antes. Según el Banco Mundial, 20 millones de asiáticos se vieron empujados a la pobreza durante ese período [313].
- Las mujeres y los niños fueron quienes se llevaron la peor parte de la crisis. Numerosas familias rurales de Filipinas y Corea del Sur vendieron sus hijas a traficantes de personas que las enviaron como trabajadoras sexuales a Australia, Europa y América del Norte. En Tailandia, las autoridades de salud pública informaron de un aumento del 20 % en la prostitución infantil al año siguiente a las reformas del FMI. En Filipinas se reprodujo la misma tendencia [314].
La historia de la crisis asiática suele concluir en ese
punto: el FMI intentó ayudar, pero la cosa no funcionó. Incluso la propia
auditoría interna del FMI llegó a esa misma conclusión. La Oficina de Evaluación
Independiente del Fondo concluyó que los ajustes estructurales exigidos fueron «desacertados»
y «más amplios de los aparentemente necesarios», además de «no cruciales para
la resolución de la crisis» [315].
Lo que pocos estaban dispuestos a admitir por aquel entonces
era que, si bien el FMI le falló al pueblo de Asia, no decepcionó en
absoluto a Wall Street. Jay Pelosky había llegado a decir que lo que Asia
necesitaba eran «más malas noticias y que estas hagan aumentar la presión sobre
[los] empresarios para que vendan sus compañías», y eso fue exactamente lo que
ocurrió, gracias al FMI.
Dos meses después de que el FMI alcanzara su acuerdo final
con Corea del Sur, el Wall Street Journal publicó una noticia titulada
«Wall Street escarba entre los restos del Asia-Pacífico». En ella se comentaba
que la empresa de Pelosky, así como algunas destacadas casas de inversiones
más, habían «desplegado ejércitos de banqueros en la región del Asia-Pacífico
para ojear corredurías, gestoras de activos e, incluso, bancos que puedan
llevarse a precios de saldo. La caza de adquisiciones en Asia es urgente porque
muchas firmas estadounidenses de valores han hecho de su expansión
internacional una prioridad» [316]. No tardaron en producirse varias
ventas de gran relumbrón [317].
Por ejemplo, el gran titán coreano, Samsung, fue dividido y
vendido por partes: Volvo se quedó con su división de industria pesada, SC
Johnson & Son con su rama farmacéutica y General Electric con su división
de iluminación. Unos pocos años después, la otrora poderosa división
automovilística de Daewoo —que la compañía había valorado en su momento en unos
6000 millones de dólares— fue vendida a General Motors por sólo 400 millones [318].
Nissan se hizo con una de las mayores empresas automovilísticas de Indonesia.
General Electric adquirió una participación mayoritaria del fabricante surcoreano
de frigoríficos LG, y la británica Powergen se aseguró el control de LG Energy,
una gran compañía coreana de electricidad y gas.
La crisis también obligó a los gobiernos a vender
diversos servicios públicos para recaudar un capital del que sus Estados
andaban terriblemente necesitados. El gobierno estadounidense había previsto
con anterioridad ese efecto y lo esperaba con entusiasmo. En sus argumentos
ante el Congreso sobre por qué este debía autorizar los miles de millones de
dólares que el FMI iba a destinar a la transformación de Asia, la representante
de Comercio Exterior de Estados Unidos, Charlene Barshefsky, aseguró que los
acuerdos crearían «nuevas oportunidades de negocio para las empresas
estadounidenses»: Asia se vería obligada a «acelerar la privatización de ciertos
sectores clave, incluida la energía, el transporte, los servicios públicos y
las comunicaciones» [319].
Dicho y hecho: Bechtel, una de las empresas constructoras
más grandes de Estados Unidos, logró el contrato para la privatización de las
redes de traída de aguas y alcantarillado del este de Manila, y otro para la
construcción de una refinería de petróleo en las islas Célebes, Indonesia;
Motorola se hizo con el control total de la coreana Appeal Telecom; el gigante energético
Sithe, con sede en Nueva York, obtuvo una importante participación de la
empresa pública tailandesa de gas, Cogeneration; los sistemas de suministro de
agua de Indonesia se repartieron entre la británica Thames Water y la francesa
Lyonnaise des Eaux; British Telecom adquirió una parte importante de los
servicios postales malasios y coreanos; y Bell Canadá se hizo con un pedazo de la
compañía de telecomunicaciones coreana Hansol [320].
En total, se produjeron 186 fusiones y adquisiciones empresariales
de importancia en Indonesia, Tailandia, Corea del Sur, Malasia y Filipinas,
a cargo de multinacionales extranjeras en el plazo de apenas veinte
meses. El fenómeno en su conjunto fue descrito por el New York Times
como «la mayor liquidación por cierre de negocio jamás vista en el mundo» y Business
Week lo llamó un «bazar de compraventa de empresas» [321].
El FMI, aunque admite haber cometido algún que otro error en sus respuestas iniciales a la crisis, asegura que los corrigió con rapidez y que los programas de «estabilización» funcionaron muy bien. Y cierto es que los mercados asiáticos acabaron por calmarse, pero a un coste descomunal que aún hoy están pagando:
- Las tasas de empleo no han vuelto a alcanzar los niveles que registraban antes de 1997 en Indonesia, Malasia y Corea del Sur. Y ello no se debe únicamente a que los trabajadores que perdieron sus empleos durante la crisis no han podido recuperarlos, sino también a que los despidos han proseguido.
- Tampoco han remitido los suicidios: en Corea del Sur, el suicidio es, en la actualidad, la cuarta causa más común de muerte y se registran más del doble que antes de la crisis [322].
- En Indonesia, previo a la crisis, la mayoría de las iras populares se concentraban en las personas de etnia china, la clase comerciante del país por excelencia, al parecer ser ellas las que más se estaban beneficiando de la subida de precios de entonces. El sentimiento antichino continuó acumulándose, avivado por una clase política encantada de desviar toda atención posible de sí misma, y aún empeoró más tras la subida de precios de diversos artículos de supervivencia decretada por Suharto. La medida hizo estallar disturbios por todo el país y muchos de estos fueron dirigidos contra la minoría china. Unas 1200 personas murieron asesinadas y decenas de mujeres chinas fueron objeto de violaciones colectivas [323].
Transcurridos unos años desde el apogeo de aquella crisis,
aún había varios comentaristas destacados dispuestos a afirmar que lo sucedido
en Asia había sido, bajo toda la devastación aparente, una bendición. The
Economist señaló que había sido «precisa una crisis nacional para que Corea
del Sur se transformara de la nación encerrada en sí misma que era en un país
que acepta encantado el capital extranjero, el cambio y la competencia». El
columnista del New York Times Thomas Friedman, en Tradición
versus innovación, declaró que lo que había ocurrido en Asia no había sido
en absoluto una crisis. «Creo que la globalización nos hizo un favor a todos colapsando
las economías de Tailandia, Corea, Malasia, Indonesia, México, Rusia y Brasil […],
porque puso al descubierto un gran número de prácticas e instituciones
corrompidas», escribió, para inmediatamente añadir que «poner en evidencia el
capitalismo de amigotes que prevalecía en Corea no es lo que yo entiendo por
crisis» [324].
14. Terapia de shock en Estados Unidos
14.1 Cheney y Rumsfeld: capitalistas del protodesastre
En enero de 2001, cuando los miembros del equipo de George W. Bush tomaron posesión de sus cargos, el furor por la privatización de los años ochenta y noventa ya había conseguido vender o subcontratar las grandes empresas públicas de diversos sectores, dejando únicamente intacto «el núcleo» del Estado: el ejército, la policía, las prisiones, el control de fronteras, etc. Muchas empresas no tardaron en ver estas funciones esenciales como la siguiente fuente de beneficios instantáneos, por lo que, a finales de los años noventa, surgió un poderoso movimiento para romper los tabúes que protegían «el núcleo» de la privatización. En su vanguardia estaban las figuras más poderosas de la futura administración Bush: Dick Cheney (vicepresidente), Donald Rumsfeld (secretario de Defensa) y el propio George W. Bush.
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Imagen 18. De izquierda a derecha, Donald Rumsfeld, George W. Bush y Dick Cheney |
Cuando Bush anunció la dimisión de Rumsfeld después de las elecciones de mitad de legislatura de 2006, describió el proyecto de «transformación general» de este último como su contribución más destacable, calificando «las reformas que él ha puesto en marcha» de «históricas» [325]. Estas consistieron básicamente en llevar al mismo centro del ejército estadounidense la revolución en subcontratas y branding de la que él había sido partícipe en el mundo de la empresa durante las más de dos décadas anteriores.
Para Rumsfeld, la idea de aplicar la «lógica del libre
mercado» al ejército de EE. UU. era un proyecto que se remontaba a principios
de los años sesenta, época en la conoció a Milton Friedman. Friedman, quien
lo convirtió en su protegido después de que este fuese elegido para el Congreso,
estaba tan impresionado ante el compromiso de Rumsfeld con los mercados
desregularizados que presionó insistentemente a Reagan para que colocase a su
pupilo como candidato a la vicepresidencia en las elecciones de 1980. Y nunca
perdonó a Reagan por desoír su consejo [326].
Rumsfeld sobrevivió a la no candidatura lanzándose de lleno
al mundo de la empresa. Como director general de la multinacional farmacéutica Searle
Pharmaceuticals utilizó sus contactos políticos para asegurarse la
controvertida y muy lucrativa [327] aprobación del aspartamo por parte
de la Food and Drug Administration (FDA).
Esa venta de alto riesgo situó a Rumsfeld como gran
estratega del mundo de la empresa y le hizo ganar puestos en consejos de
dirección de importantes compañías. Mientras tanto, su estatus como antiguo
secretario de Defensa (ya había ocupado este cargo en la administración de
Gerald Ford) le convirtió en un valor seguro para cualquier empresa que formara
parte de lo que Eisenhower denominó «el complejo militar industrial».
Rumsfeld se estableció como firme capitalista del protodesastre
en 1997, cuando fue nombrado presidente del consejo de Gilead Sciences,
una compañía de biotecnología que registró la patente del Tamiflu, un
tratamiento para diversos tipos de gripe y el preferido para la gripe aviar. La
empresa, que también posee las patentes de cuatro tratamientos contra el sida,
considera las epidemias como un mercado creciente y lleva a cabo una agresiva
campaña de marketing para animar a empresas y particulares a hacer
acopio de Tamiflu, por si acaso.
Si Rumsfeld vio un mercado floreciente en las epidemias, Dick
Cheney optó por un futuro de guerras. Como secretario de Defensa
durante el gobierno de Bush padre, Cheney recortó el número de tropas
activas y aumentó de manera espectacular la participación de contratistas
privados. Contrató a la multinacional Halliburton (con sede en
Houston) para identificar las tareas realizadas por el ejército estadounidense
susceptibles de ser asumidas por el sector privado con fines lucrativos, lo que
desembocó en un nuevo y osado contrato con el Pentágono: el Logistics Civil
Augmentation Program, o LOGCAP [328].
Un selecto grupo de empresas fueron invitadas a solicitar un
puesto como proveedoras de «apoyo logístico» ilimitado para las misiones
militares de Estados Unidos, una descripción extremadamente vaga de la
cuestión. Además, las ganancias estaban aseguradas: la compañía
elegida recibiría garantías de que los costes de su participación serían
cubiertos por el Pentágono, más un beneficio garantizado (lo que se conoce como
contrato de precio de coste más beneficio). La empresa que logró el
contrato en 1992 no fue otra que Halliburton. Como apuntó T. Christian
Miller, de Los Angeles Times, Halliburton «derrotó a 66 proponentes para
conseguir un contrato de cinco años; nada raro si tenemos en cuenta que fue la
empresa que elaboró el plan».
En 1995, con Clinton en la Casa Blanca, Halliburton
contrató a Cheney como nuevo director. Gracias al contrato
relajado y de palabra que Halliburton y Cheney acordaron cuando este estaba en
el Pentágono, la empresa pudo expandir el significado del término «apoyo
logístico» hasta llegar a ser responsable de toda la infraestructura de una
operación militar de Estados Unidos en ultramar.
En lo que esto se tradujo en la práctica se vio por primera
vez en los Balcanes, donde Clinton desplegó 19 000 soldados. Allí las
bases estadounidenses brotaron como miniciudades de Halliburton que
incluían puestos de comida rápida, supermercados, cines y gimnasios con lo
último en aparatos [329]. Después de sólo cinco años en Halliburton,
Cheney llegó casi a duplicar la cantidad de dinero extraída por la compañía al
Tesoro estadounidense, y a multiplicar por 15 la cantidad recibida en préstamos
federales y garantías de préstamos [330]. Fue ampliamente recompensado
por sus esfuerzos [331].
El interés por expandir la economía de los servicios hasta
el mismo centro del gobierno era para Cheney un asunto familiar. A finales de
los años noventa, mientras trabajaba en la conversión de las bases militares en
barrios de Halliburton, su mujer, Lynne, ganaba opciones de compra de
acciones además de su sueldo como miembro del consejo de Lockheed Martin,
el mayor contratista de defensa del mundo. El período que Lynne estuvo en el
consejo (1995-2001) coincidió con un momento clave de transición para empresas
como Lockheed [332]. La Guerra Fría había terminado, el gasto en defensa
estaba bajando y, teniendo en cuenta que casi todo su presupuesto procedía de
contratistas de armas, necesitaba un nuevo modelo, con lo que puso en práctica
una nueva línea de trabajo: manejar el gobierno a cambio de honorarios,
pasando a dirigir los sistemas informáticos y gran parte de la gestión de datos
del gobierno estadounidense [333].
George W. Bush, por su parte, no destacó como
gobernador en muchos aspectos, pero en uno se llevó la palma: cuando repartió
entre intereses privados las diferentes funciones del gobierno para el que
había sido elegido. Bajo su custodia, la cifra de cárceles privadas en
Texas pasó de 26 a 4 [334].
El empeño del futuro presidente en vender el estado al mejor
postor, junto con el liderazgo de Cheney en las subcontratas del ejército y el
papel de Rumsfeld en las patentes de medicamentos que podrían evitar epidemias,
proporcionó una vista previa del tipo de Estado que los tres hombres iban a
construir, y era una visión de un gobierno totalmente hueco, sin apenas
contenido tangible, que se regiría por la máxima de que, «si el sector privado
puede hacer mejor el trabajo, el sector privado debería conseguir el contrato»,
como diría Bush en un discurso de campaña a la presidencia [335].
Siete meses después de ocupar su puesto de secretario
de Defensa, Rumsfeld dejó meridianamente claro cuál era la aplicación de esta
idea de gobierno hueco en una extraña «asamblea municipal» que convocó con
el personal del Pentágono. En el discurso que dio, el secretario de Defensa
estadounidense no sólo describió el Pentágono como una grave amenaza para
América, sino que además declaró la guerra a la institución para la que
trabajaba [336].
Aquello no significaba que Rumsfeld quisiera reducir los
impuestos, sino que quería ahorrar en personal y transferir mucho más dinero
público directamente a las arcas de empresas privadas, pasando a ser estas
las que «desempeñen [las] actividades no principales con eficacia». El
Departamento de Defensa se centraría en su competencia esencial: «la guerra» [337].
No obstante, el alcance de estas declaraciones fue
insignificante. Y es que el 11 de septiembre, un día después de que el
secretario de Defensa declarara la guerra «a la burocracia del Pentágono», se
informaba de un ataque que acabó con la vida de 125 empleados de esa
institución e hirió a otras de las 110 personas que aquel había retratado como
enemigos del Estado menos de veinticuatro horas antes [338].
14.2 Lo que trajo el 11 de septiembre
Aquel 11 de septiembre, de repente, el hecho de tener un
gobierno cuya misión principal era la autoinmolación dejó de parecer una buena
idea, y el proyecto de Bush de vaciar el gobierno se vio amenazado.
Después de todo, la naturaleza de los fallos de seguridad del 11 de
septiembre expuso los resultados de más de veinte años de eliminación
progresiva del sector público y de subcontratación de las funciones del
gobierno a empresas con ánimo de lucro: las comunicaciones por radio de la
policía y los bomberos de Nueva York fallaron en plena operación de rescate,
los controladores aéreos no detectaron a tiempo los aviones fuera de ruta, y
los terroristas pasaron los controles de seguridad de los aeropuertos [339].
Tres meses después de los ataques del 11-S, Enron se
declaró en bancarrota. Miles de personas perdieron sus fondos de pensiones,
mientras que los ejecutivos aprovecharon sus conocimientos para forrarse. La
crisis contribuyó al desplome de la fe en la capacidad de la empresa privada
para desempeñar servicios esenciales, sobre todo cuando se supo de la manipulación
de los precios de la energía y los consiguientes apagones masivos en
California, unos meses antes.
Mientras los directores generales caían de sus pedestales, los
trabajadores sindicados del sector público se ganaron rápidamente el aprecio de
la población y, de repente, los recortes presupuestarios parecieron haber
desaparecido de la agenda de la administración Bush. «El hombre que llegó al
poder ofreciéndose como descendiente ideológico de Ronald Reagan se revela,
nueve meses después, más próximo a un heredero de Franklin D. Roosevelt»,
declararon John Harris y Dana Milbank en el Washington Post once días
después de los ataques. Además, añadieron que «Bush [ha] dicho que una economía
débil necesita su principal impulso del gobierno con una gran inyección de
dinero, un precepto básico de la economía keynesiana y del New Deal de
Roosevelt» [340].
Declaraciones públicas y fotos aparte, Bush y su círculo
íntimo no tenían intención de convertirse al keynesianismo. Lejos de hacer
zozobrar su determinación de debilitar la esfera pública, los fallos de
seguridad del 11-S reafirmaron sus creencias ideológicas más profundas: que
sólo las empresas privadas podían ofrecer la inteligencia y la innovación
necesarias para afrontar el nuevo reto de la seguridad. Así, a diferencia del New
Deal original, el de Bush sería exclusivamente con empresas estadounidenses y
consistiría en una transferencia de miles de millones de dólares públicos a
manos privadas. Adoptaría la forma de contratas, muchas de ellas ofrecidas en
secreto, sin competencia y sin apenas supervisión, hasta formar una próspera
red de industrias.
En retrospectiva, lo que ocurrió en los días de
desorientación posteriores a los ataques fue una forma doméstica de terapia de shock
económico. El equipo de Bush, friedmanita hasta la médula, actuó con rapidez
para explotar el shock que se apoderó de la nación y conseguir
imponer su visión radical de un gobierno hueco en el que todo, desde la
guerra hasta la respuesta al desastre, fuese un negocio rentable.
Esta hazaña requería dos fases. En primer lugar, la
Casa Blanca utilizó la omnipresente sensación de peligro posterior al 11-S para
aumentar drásticamente los poderes policiales, de vigilancia,
detención y ataques bélicos del ejecutivo. A continuación, esas
funciones de seguridad, invasión, ocupación y reconstrucción, perfectamente
definidas y financiadas, se subcontrataron y pasaron al sector privado.
Así, ya en noviembre de 2001, el Departamento de
Defensa reunió lo que describió como «un pequeño grupo de asesores capitalistas
de riesgo» con experiencia en el sector puntocom con la misión de identificar
«las nuevas soluciones tecnológicas que participan en los esfuerzos de Estados
Unidos en la guerra global contra el terrorismo». A principios de 2006, este
intercambio informal se convirtió en un arma oficial del Pentágono: la Defense
Venture Catalyst Initiative (DeVenCI), una «oficina plenamente
operativa» que pasa información sobre seguridad a capitalistas de riesgo con
conexiones políticas [341]. Otra nueva arma es la Counterintelligence
Field Activity (CIFA), una agencia de inteligencia creada por Rumsfeld e
independiente de la CIA que destina el 70 % de su presupuesto a contratistas
privados. Igual que el Departamento de Seguridad Nacional, se creó a modo de
armazón hueco [342].
Todos los aspectos de la definición de los parámetros de la
guerra contra el terror por parte de la administración Bush han servido para maximizar
su rentabilidad y sostenibilidad como mercado. El documento publicado por
el Departamento de Seguridad Nacional declara: «Hoy, los terroristas pueden
atacar en cualquier lugar, en cualquier momento y con cualquier arma», lo que
significa que los servicios de seguridad necesarios deben ofrecer protección
contra todos los riesgos imaginables, en todos los lugares posibles y en todo
momento. Y no es necesario demostrar que una amenaza es real para aplicar
una respuesta a gran escala.
A pesar de los diferentes cambios de nombre —guerra contra
el terror, guerra contra el islamismo radical, etc.—, la forma básica del
conflicto sigue siendo la misma. No está limitado por el tiempo, ni por el
espacio, ni por el objetivo. Desde una perspectiva militar, estas
características dispersas e indefinidas hacen de la guerra contra el terror una
propuesta inalcanzable. En cambio, desde la perspectiva económica se trata de
un objetivo inmejorable: no es una guerra pasajera con perspectivas de
victoria, sino un mecanismo nuevo y permanente de la arquitectura económica global.
Este fue el prospecto empresarial que la administración Bush
presentó a las compañías estadounidenses después del 11 de septiembre. La
fuente de ingresos fue un aporte aparentemente interminable de dinero público
canalizado desde el Pentágono, las agencias de inteligencia y el Departamento
de Seguridad Nacional. Entre el 11 de septiembre de 2001 y el de 2006, dicho
organismo entregó 130 000 millones de dólares a contratistas privados (dinero
que no estaba presente en la economía hasta ese momento). En 2003, la
administración Bush invirtió 327 000 millones de dólares en contratos con
empresas privadas [343].
En un período sorprendentemente breve, los barrios que
rodean Washington, D.C. se llenaron de edificios grises pertenecientes a
empresas «incubadora» y «de nueva creación» que improvisaron operaciones en las
que el dinero entraba antes de que se terminase la instalación de los muebles
(como ocurrió en Silicon Valley a finales de los años noventa). La
administración Bush, mientras tanto, desempeñó el papel de financista de riesgo
de aquella misma época. Si en la década de 1990 el objetivo consistía en
desarrollar la mejor aplicación y venderla a Microsoft o a Oracle, ahora se
trataba de concebir una nueva tecnología de «búsqueda y captura» de terroristas
y venderla al Departamento de Seguridad Nacional o al Pentágono. Esta es la
razón de que, además de las empresas de nueva creación y los fondos de
inversión, la industria del desastre diese lugar a un ejército de nuevas
empresas de presión que prometían conectar nuevas compañías con las
personas adecuadas en Capitol Hill (en 2001 existían dos firmas de presión
sobre seguridad de este tipo; a mediados de 2006 ya eran 543) [344].
14.3 Un mercado para el terrorismo
Como la burbuja puntocom, la burbuja del desastre comenzó a
inflarse de manera ad hoc y caótica. Uno de los primeros grandes éxitos
de la industria de la seguridad nacional fueron las cámaras de vigilancia:
en Gran Bretaña se han instalado 4,2 millones; en Estados Unidos, 30 millones
de cámaras graban alrededor de 4000 millones de horas de película al año. Pero,
¿quién va a ver 4000 millones de horas de grabaciones? Así nació un nuevo
mercado de «software analítico» que revisa las cintas y crea
comparaciones con imágenes ya archivadas [345], seguido de otro para mejorar
las imágenes digitales [346]. Además, se ha creado un software
que afirma ser capaz de «conectar los puntos» en este océano de palabras y números
y localizar las actividades sospechosas.
Como explicaba un artículo en Red Herring, uno de
estos programas «busca terroristas averiguando si un nombre deletreado de todas
las maneras posibles coincide con algún nombre de los que figuran en la base de
datos de seguridad. Pongamos el ejemplo de Mohamed. El software contiene
cientos de maneras de escribir el nombre y es capaz de buscar terabytes de
datos en un segundo» [347]. Impresionante, a menos que capturen al
Mohamed equivocado, cosa a la que están muy acostumbrados en Irak, Afganistán o
los barrios periféricos de Toronto.
Así, en junio de 2007 había ya medio millón de nombres en
una lista de posibles terroristas en el Centro Nacional de
Contraterrorismo. Otro programa, el sistema de focalización automatizada (ATS),
ya ha asignado una clasificación de «valoración del riesgo» a decenas de
millones de viajeros que pasan por Estados Unidos basándose en patrones de
sospecha revelados a través de recopilación de datos comerciales (por ejemplo,
información proporcionada por líneas aéreas sobre «la historia del pasajero: […],
preferencias sobre el asiento, […], número de bultos que forman su equipaje,
cómo paga los billetes e incluso qué pide para comer») [348].
Basta una «prueba» conseguida con estas cuestionables
tecnologías para que cualquiera puede recibir la prohibición de volar, una
denegación de un visado de entrada a EE. UU. o incluso ser arrestado y
calificado de «combatiente enemigo». Si los «combatientes enemigos» no
son ciudadanos de Estados Unidos, probablemente nunca sabrán de qué se les
acusa, ya que la administración Bush les despoja del habeas corpus,
el derecho a presentar pruebas en un tribunal, a un juicio justo y a una
defensa satisfactoria.
Si el sospechoso es trasladado a Guantánamo, es muy posible
que termine en la prisión de máxima seguridad construida por Halliburton. Si es
víctima del programa de «rendición extraordinaria» de la CIA, secuestrado en
una calle de Milán o mientras cambia de avión en un aeropuerto norteamericano,
y trasladado rápidamente a uno de los llamados «black sites» en algún punto del
archipiélago de prisiones secretas de la CIA, el prisionero encapuchado
probablemente volará en un Boeing 737, diseñado como jet de lujo, pero adaptado
para este uso. Según The New Yorker, Boeing actúa como «la agencia de
viajes de la CIA»: ha «tapado» planes de vuelo para 1245 viajes de
rendición, ha organizado al personal de tierra e incluso ha reservado hoteles [349].
Cuando los prisioneros llegan a su destino, se enfrentan a
los interrogadores, de los cuales «más de la mitad […] trabajan para
contratistas» [350]. Para que esos interrogadores sigan consiguiendo
contratos lucrativos, deben obtener de los prisioneros el tipo de «inteligencia
actuable» que buscan los jefes de Washington. Son blancos fáciles del abuso:
del mismo modo que los prisioneros torturados dirán casi cualquier cosa para
acabar con el dolor, los contratistas cuentan con un poderoso incentivo
económico para utilizar las técnicas que consideren necesarias a fin de obtener
la información deseada con independencia de su fiabilidad.
En sólo unos años, la industria de la seguridad nacional,
que apenas existía antes del 11-S, ha alcanzado una dimensión que hoy supera
notablemente al negocio de Hollywood o al de la música [351]. Sin
embargo, apenas se analiza y se discute el boom de la seguridad como
economía. Cuando la información sobre quién es o no una amenaza para la
seguridad se convierte en otra mercancía más, no sólo se crea un incentivo
para el espionaje, la tortura y la falsa información, sino también un
poderoso impulso para perpetuar el miedo y la sensación de peligro que
han provocado la aparición de esa industria.
Según un estudio realizado en 2006, «desde el inicio de la “guerra
contra el terror”, los directores generales de los 34 contratistas de defensa
más importantes han visto cómo se duplicaba su salario con respecto a los
cuatro años anteriores al 11-S». Si esos directores disfrutaron de una
remuneración que creció una media de un 108 % entre 2001 y 2005, el porcentaje
para los presidentes de otras grandes empresas norteamericanas fue de sólo el 6
% [352].
Peter Swire, que trabajó como asesor de confidencialidad
para el gobierno de Estados Unidos durante la administración Clinton, describe
así la convergencia de fuerzas que hay detrás de la burbuja de la guerra contra
el terror: «Tienes al gobierno enfrentado a la misión sagrada de reforzar la
recopilación de información y tienes una industria de la tecnología de la
información que busca desesperadamente nuevos mercados» [353]. En otras
palabras, los políticos crean la demanda y el sector privado proporciona
todo tipo de soluciones: una próspera economía de seguridad nacional y
guerra del siglo XXI totalmente financiada por los contribuyentes.
15. Un Estado corporativista
Tres semanas antes de anunciar la dimisión de Donald Rumsfeld,
George W. Bush firmó la Ley de Autorización de Defensa, que le otorgaba
la facultad de declarar la ley marcial y «recurrir a las fuerzas armadas,
incluyendo la Guardia Nacional», en el caso de una «emergencia pública» con el
fin de «restaurar el orden público». La emergencia en cuestión podía ser
un huracán, una manifestación… [354]. Antes de la ley, el presidente
sólo podía ejercer estos poderes en caso de insurrección.
Además del ejecutivo, que asumió nuevos y extraordinarios
poderes, había al menos otro ganador claro: la industria farmacéutica.
En caso de producirse cualquier tipo de epidemia, era posible recurrir a los
militares para proteger los laboratorios y los medicamentos, e imponer
cuarentenas. Eran buenas noticias para Gilead Sciences: sólo cinco meses después
de la marcha de Rumsfeld, su cotización en bolsa subió un 24 % [355].
Ahora bien, ¿qué papel jugaron los intereses
empresariales en la aplicación de la ley? De forma similar, pero a mayor
escala, ¿qué influencia han tenido los beneficios empresariales en las invasiones
y ocupaciones llevadas a cabo por las diferentes administraciones
estadounidenses? En su libro Overthrow, Stephen Kinzer —antiguo
corresponsal del New York Times— intenta dar respuesta a estas
cuestiones. Tras estudiar la implicación de Estados Unidos en operaciones de
cambio de régimen desde Hawai (1893) hasta Irak (2003), Kinzer ha observado que
casi siempre se repite un proceso en tres fases. En primer lugar, una multinacional
con sede en Estados Unidos se enfrenta a algún tipo de amenaza
financiera a consecuencia de las acciones de un gobierno extranjero que
exige a la empresa «que pague impuestos o que respete el derecho laboral o las
leyes de protección ambiental. En ocasiones, la empresa se nacionaliza o bien
se le exige que venda parte de sus terrenos o de sus bienes», explica Kinzer.
En segundo lugar, los políticos estadounidenses se enteran del contratiempo y lo
reinterpretan como un ataque contra su país. La tercera fase se produce
cuando los políticos tienen que vender la necesidad de la intervención a la
opinión pública [356]. En otras palabras, gran parte de la política
exterior de Estados Unidos es un ejercicio de proyección en el que una
reducidísima élite con intereses propios identifica sus necesidades y sus
deseos con los del mundo entero.
Kinzer señala que esta tendencia ha sido especialmente
pronunciada en los políticos que pasan directamente del mundo de la empresa
a ocupar un cargo público, como fue el caso de John Foster Dulles,
secretario de Estado de Eisenhower y abogado de algunas de las multinacionales
más poderosas del mundo, y gran parte de la administración Bush. No obstante, existe
una diferencia significativa.
Las empresas con las que Dulles se identificaba, en general,
«solamente» querían un ambiente estable y beneficioso para hacer negocios —leyes
de inversión relajadas, trabajadores flexibles y nada de expropiaciones—. Para
ellas, las intervenciones militares suponían un medio para conseguir ese fin.
Por contra, para los capitalistas del protodesastre las guerras y demás
desastres son en realidad fines en sí mismos. Cuando Cheney y Rumsfeld
mezclan lo que es bueno para Lockheed, Halliburton, Carlyle y Gilead con lo que
es bueno para EE. UU., y en realidad para el mundo entero, están practicando
una forma de proyección de consecuencias muy peligrosas. Y eso es porque lo que
resulta incuestionablemente bueno para los resultados de Lockheed, Halliburton,
Carlyle y Gilead son los cataclismos. Además, los políticos más importantes de
Bush han mantenido sus intereses en el complejo del capitalismo del desastre,
incluso cuando han iniciado una nueva era de guerras y respuestas privatizadas
a los desastres. Eso les ha permitido beneficiarse simultáneamente de los desastres
en los que participan.
Veamos el ejemplo de Rumsfeld. Cuando aceptó el cargo de
secretario de Defensa ofrecido por Bush, se le exigió que se desvinculase de
cualquier empresa que pudiese perder o ganar a raíz de las decisiones que
tomase desde su cargo. Vendió así sus acciones de Lockheed, Boeing y otras
empresas de defensa, agrupando acciones por valor de 50 millones de dólares. Aun
así, seguía formando parte o era el propietario de firmas de inversiones
privadas dedicadas a la defensa y la biotecnología y, al no estar dispuesto a
afrontar pérdidas por la venta rápida de esas empresas, optó por solicitar dos
prórrogas de tres meses [357]. Cuando llegó el turno de Gilead Sciences,
Rumsfeld simplemente se negó a vender sus acciones de la compañía
mientras permaneció en su cargo [358].
Esto influyó en varios aspectos concretos de su rendimiento.
Durante casi todo el primer año en el cargo, mientras intentaba reubicar sus
bienes, Rumsfeld tuvo que inhibirse de una alarmante cantidad de decisiones
políticas cruciales, ya que, según la carta que describía el acuerdo por el que
se le permitía conservar sus acciones, tenía que permanecer al margen de
decisiones que «pudiesen afectar de manera directa y previsible a Gilead»
[359]. Sus colegas, no obstante, cuidaron bien de sus intereses, y es
que, en julio de 2005, el Pentágono adquirió Tamiflu por valor de 58 millones
de dólares. Unos meses más tarde, el Departamento de Salud y Servicios Sociales
anunció un pedido del medicamento por valor de 1000 millones de dólares [360].
Definitivamente, el desafío de Rumsfeld resultó muy
rentable. Si hubiese vendido sus acciones de Gilead en enero de 2001,
cuando tomó posesión del cargo, habría recibido nada más que 7,45 dólares por
cada una. El miedo de la población mundial a la gripe aviar, la histeria ante
el bioterrorismo y las decisiones de su propia administración de invertir en la
empresa hicieron que Rumsfeld terminase su mandato siendo propietario de
acciones por valor de 67,60 dólares [361].
Si Rumsfeld nunca se desvinculó del todo de Gilead, Cheney
se mostró igualmente reacio a romper sus lazos con Halliburton. Antes de
dejar su puesto de director general para convertirse en el candidato de George
Bush a la vicepresidencia, Cheney negoció un plan de pensiones que le dejaba
cargado de acciones y opciones de Halliburton. Después de algunas preguntas
incómodas de la prensa, accedió a vender algunas acciones de Halliburton,
proceso tras el cual se embolsó nada menos que 18,5 millones de dólares. No
obstante, no las convirtió en efectivo en su totalidad. Al haber pasado el precio
de las acciones de la empresa de 10 dólares antes de la guerra en Irak a
41 dólares tres años más tarde [362], esto permitió que Cheney
ganara millones de dólares en forma de dividendos.
Queda claro, pues, que en la administración Bush los que han
aprovechado la guerra no sólo exigen entrar en el gobierno, ellos son el
gobierno y no hay distinción entre las dos facetas. Tampoco hay que olvidar la puerta
giratoria entre el gobierno y la empresa: Eric Lipton, del New York
Times, identificó 94 casos de funcionarios públicos que habían trabajado en
seguridad nacional y que pasaron a participan en algún sector de la industria
de seguridad nacional [363].
Otra de las características de la administración Bush ha
sido la confianza que ha depositado en asesores externos y delegados freelance
para llevar a cabo funciones de gran importancia. Su poder deriva del hecho
de que esos asesores tuvieron papeles decisivos en el gobierno: son ex secretarios
de Estado, ex subsecretarios de Defensa... Todos han estado fuera del gobierno
durante años, y en ese tiempo han emprendido lucrativas carreras en el
complejo del capitalismo del desastre. Dado que tienen el rango de
contratistas, no de personal contratado, no están sujetos a las mismas normas
que provocan conflictos de intereses en los políticos elegidos o nombrados (algunos
no tienen restricciones de ningún tipo). De esa forma, las empresas relacionadas
con los desastres han podido montar un negocio dentro del gobierno
utilizando como tapadera la reputación de tan ilustres expolíticos.
Por ejemplo, en marzo de 2006, James Baker, secretario
de Estado quince años atrás, fue nombrado copresidente del Grupo de Estudio
sobre Irak —la comisión asesora encargada de recomendar un nuevo camino a
seguir en Irak—. Pero, ¿en qué se había convertido desde que abandonó la
política?
Cuando dejó su cargo con el final del mandato de Bush padre,
James Baker III ganó una fortuna gracias a sus contactos en el gobierno.
Resultaron especialmente lucrativos los amigos que hizo en Arabia Saudí y
Kuwait durante la primera guerra del Golfo [364]. Su bufete de abogados
con sede en Houston, Baker Botts, representa a la familia real saudí, a
Halliburton y a Gazprom (la petrolera más grande de Rusia). Además, Baker se
convirtió en socio accionista del Carlyle Group, con la que ganó 180
millones de dólares [365].
Carlyle se ha beneficiado muchísimo de la guerra
gracias a las ventas de sistemas robóticos y de comunicaciones de defensa, y a
un gran contrato con Irak para formar a la policía a través de su compañía,
USIS. Esta, a su vez, cuenta con una empresa de inversiones dedicada a la
defensa y especializada en reunir contratistas de defensa y hacerlos públicos.
«Son los mejores dieciocho meses que hemos tenido nunca», dijo Bill
Conway, director de gestión de Carlyle, a propósito de los primeros dieciocho
meses de la guerra en Irak. Este conflicto se tradujo en un récord de
6600 millones de dólares a pagar a los selectos inversores de Carlyle [366].
Cuando Bush hijo recuperó a Baker para la vida pública, este
no tuvo que dejar sus puestos en el Carlyle Group y en Baker Botts a pesar de sus
intereses directos en la guerra [367]. Así, Baker tenía en sus manos el
esfuerzo de convencer a los gobiernos de todo el mundo de que condonasen la
agobiante deuda exterior de Irak.
Cuando llevaba casi un año en el puesto, Baker obtuvo una
copia de un documento confidencial: era un plan de negocios propuesto por un
consorcio de empresas (incluyendo el Carlyle Group) al gobierno de Kuwait, uno
de los principales acreedores de Irak. El consorcio ofrecía sus contactos políticos
de alto nivel para recaudar de Irak 27 000 millones de dólares en deudas
impagadas a Kuwait a raíz de la invasión de Sadam; en otras palabras, la
operación equivalía a hacer exactamente lo contrario de lo que se suponía que
Baker debía hacer en su papel de enviado [368].
El documento, titulado «Propuesta para ayudar al gobierno
de Kuwait a proteger y hacer efectivas demandas contra Irak», se entregó
casi dos meses después del nombramiento de Baker. En él se cita a James Baker
once veces y se deja claro que Kuwait se beneficiaría del trato con una
compañía en la que trabajaba el hombre encargado de borrar las deudas de Irak.
Pero, a cambio de esos servicios, indicaba el documento, el gobierno de Kuwait
debería invertir 1000 millones de dólares en el Carlyle Group. Era un caso
claro de tráfico de influencias: pagarían a la compañía de Baker para
obtener protección de Baker. Kathleen Clark, profesora de derecho de la
Universidad de Washington, explicó que Baker se encontraba en un «clásico
conflicto de intereses. […] Se supone que representa los intereses de Estados
Unidos, pero también es asesor de Carlyle, y Carlyle quiere su parte por ayudar
a Kuwait a recuperar sus créditos a Irak».
Finalmente, Carlyle se retiró del consorcio,
renunciando así a sus esperanzas de cobrar los 1000 millones de dólares. Varios
meses más tarde, Baker dimitió de su puesto de consejero general. Sin
embargo, el daño ya estaba hecho, ya que Baker no había logrado la condonación
de la deuda a la que Bush se había comprometido y que Irak necesitaba. En 2005
y 2006, Irak entregó 2590 millones de dólares en concepto de compensaciones por
la guerra de Sadam, principalmente a Kuwait. El cometido de Baker era borrar
entre el 90 % y el 95 % de la deuda de Irak, pero lo que se hizo fue
reprogramar la deuda, que todavía equivale al 99 % del producto interior bruto
del país [369].
Por su parte, George Shultz, también ex secretario de
Estado, encabezó el Comité para la Liberación de Irak, un grupo de
presión formado en 2002 a petición de la Casa Blanca para presentar a la
opinión pública los argumentos a favor de la guerra. Shultz cumplió a la perfección.
Dado que su papel guardaba las distancias con la administración, pudo desatar
la histeria sobre el peligro inminente que representaba Sadam sin tener que
aportar pruebas de ningún tipo, tal y como hizo con su artículo «Actuar
ahora: el peligro es inminente. Sadam Husein debe ser depuesto», publicado
en el Washington Post en septiembre de 2002. Shultz no reveló a los
lectores que en aquel momento era miembro del consejo de dirección de Bechtel,
donde años antes había sido director general. La compañía se embolsaría 2300
millones de dólares por reconstruir el país que Shultz deseaba ver destruido [370].
También es interesante mencionar que el grupo que Shultz
encabezó y utilizó como plataforma proguerra fue organizado por Bruce
Jackson, que sólo tres meses antes ocupaba el cargo de vicepresidente de estrategia
y planificación en Lockheed Martin. Jackson afirma que «gente de la Casa
Blanca» le pidió que organizase el grupo, pero él lo llenó de viejos colegas de
Lockheed. Aunque el comité se formó a petición expresa de la Casa Blanca para
ser el arma de propaganda de la guerra, nadie tuvo que marcharse de Lockheed
o vender sus acciones. Sin duda, algo muy positivo para los miembros del
comité, ya que el precio de las acciones de Lockheed aumentó un 145 % gracias a
la guerra que ellos ayudaron a diseñar [371].
Pasemos ahora a Henry Kissinger, antiguo secretario de
Estado a quien Bush nombró presidente de la Comisión del 11-S en
noviembre de 2002. En julio de 1982, después de dejar su cargo, puso en marcha
su empresa privada (Kissinger Associates), con la que representó a clientes
como Coca-Cola, Union Carbide, Hunt Oil, el gigante de la ingeniería Fluor (uno
de los destinatarios de los mayores contratos para la reconstrucción de Irak) e
ITT [372].
Cuando Kissinger aceptó el puesto ofrecido por Bush, las
familias de las víctimas le solicitaron una lista de sus clientes, señalando
los potenciales conflictos de intereses con la investigación. En lugar de
revelar los nombres de sus clientes, dimitió como presidente de la comisión
[373].
Cada vez que a los miembros de esta pandilla de Washington —comúnmente
denominados neoconservadores— se les pregunta por sus intereses en las
guerras que apoyan, invariablemente responden que la sola sugerencia es
absurda, simple y un punto terrorista. Incluso sus críticos más
acérrimos tienden a retratarlos como verdaderos creyentes cuya única motivación
es el compromiso con la supremacía del poder americano e israelí, compromiso
que les absorbe hasta el punto de que están preparados para sacrificar sus
intereses económicos en favor de la «seguridad».
Esta distinción resulta artificial y amnésica. El
derecho a buscar beneficios ilimitados siempre ha sido el protagonista de la
ideología neoconservadora, ya antes del 11 de septiembre. Con la guerra contra
el terror, los neoconservadores no renunciaron a sus objetivos económicos: encontraron
un nuevo modo, todavía más eficaz, de conseguirlos. Por supuesto, estos
tiburones de Washington están comprometidos con el papel imperialista de
Estados Unidos en el mundo y de Israel en Oriente Medio. Sin embargo, resulta
imposible separar el proyecto militar —guerras interminables en el extranjero y
un Estado de la seguridad en casa— de los intereses del complejo del
capitalismo del desastre, que ha generado una industria multimillonaria
basada en esos supuestos. En ningún lugar se ha visto más clara la fusión entre
los objetivos políticos y los económicos que en los campos de batalla de Irak.
16. La experiencia de Irak
16.1 Por qué Irak
La invasión de Irak en 2003 se vendió a la opinión
pública sobre la base del temor a las armas de destrucción masiva
porque, como explicó Paul Wolfowitz, esas armas eran «el único punto sobre el
que todo el mundo podía estar de acuerdo» [374]. La razón de menos peso,
defendida por los partidarios más intelectuales de la guerra, fue la teoría
del «modelo». Según los expertos que dieron a conocer esta teoría, el
terrorismo procedía de numerosos puntos de los mundos árabe y musulmán, lo que
justificaba que se calificase toda la región de nido potencial de terroristas.
¿Y qué ocurría en esta parte del mundo, se preguntaban,
para que existiese el terrorismo? Ideológicamente ciegos ante el hecho de
que las políticas de Estados Unidos o Israel eran factores contribuyentes, por
no mencionar las provocaciones, identificaron la verdadera causa como algo más:
el déficit de la región en democracia de libre mercado.
Dado que el mundo árabe no podía ser conquistado en su
totalidad de una sola vez, un país tendría que hacer las veces de
catalizador. Estados Unidos invadiría ese país y lo convertiría, como dijo
Thomas Friedman, en «un modelo distinto en el mismo centro del mundo
árabe-musulmán», un modelo que, a su vez, pondría en marcha una serie de
movimientos democráticos-neoliberales en toda la región. El archiconservador
Michael Ledeen, consejero en la administración Bush, describió el objetivo como
«una guerra para rehacer el mundo» [375].
En la lógica interna de esta teoría, combatir el
terrorismo, extender el capitalismo de frontera y celebrar elecciones se
agruparon en un proyecto unificado. Oriente Medio quedaría «limpio» de
terroristas y se crearía una enorme zona de libre comercio. A continuación, se
aseguraría la situación con unas elecciones. George W. Bush redujo más tarde
esta agenda a una sola frase: «Extender la libertad en una región con
problemas». Sin embargo, esta libertad nada tenía que ver con un compromiso con
la democracia por parte del presidente, sino con «establecer una zona de libre comercio entre Estados
Unidos y Oriente Medio en el plazo de una década», como anunció ocho días
después de declarar el fin de la guerra en Irak [376].
Cuando la idea de invadir un país árabe y convertirlo en un
Estado modelo empezó a ganar adeptos, después del 11 de septiembre, Irak se
presentó como el candidato favorito. Además de sus enormes reservas de
crudo, también ofrecía una buena situación para las bases militares ahora que
Arabia Saudí parecía menos fiable. Por si fuera poco, el uso de armas químicas
por parte de Sadam contra su propio pueblo le convertía en un objetivo fácil de
odiar. Otro factor importante era que Irak ofrecía la ventaja de la familiaridad,
por la guerra del Golfo de 1991 en la que EE. UU. participó.
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Imagen 19. Aviones de guerra de la Fuerza Aérea de EE. UU. sobrevolando pozos de petróleo en llamas durante la Operación Tormenta del Desierto, 1991 |
En los doce años siguientes, el Pentágono utilizó la guerra como un modelo en talleres de formación y elaboración de juegos de guerra. Un ejemplo de esta teoría posterior al juego fue un documento que atrajo el interés de Donald Rumsfeld: Shock and Awe: Achieving Rapid Dominance. Escrito en 1996 por un grupo de estrategas independientes de la Universidad de Defensa Nacional, el estudio se autodefine como una doctrina militar multiusos, aunque en realidad trata sobre la idea de volver a librar la guerra del Golfo. Su autor principal, el comandante de Marina en la reserva Harlan Ullman, explicó que el proyecto comenzó cuando se le preguntó al general Chuck Horner (comandante de la guerra aérea durante la invasión de 1991) sobre su mayor frustración en la lucha contra Sadam Husein. Horner respondió que no había sabido dónde «clavar la aguja» para que el ejército iraquí se viniese abajo. Los autores estaban convencidos de que, si el ejército estadounidense tuviese la oportunidad de volver a enfrentarse a Sadam, las nuevas tecnologías por satélite y a los avances en armamento de precisión permitirían introducir las «agujas» con una exactitud sin precedentes [377].
Irak ofrecía otra ventaja. Desde que finalizó la guerra del
Golfo, la capacidad militar del país había menguado debido a las sanciones y
estaba virtualmente desmantelada por el programa de inspección de armas de
Naciones Unidas [378]. Eso significaba que, en comparación con Irán o
Siria, Irak parecía el lugar adecuado para la guerra más fácil de ganar.
Thomas Friedman habló sin rodeos sobre lo que significaba
para Irak ser elegido como modelo. «No estamos construyendo una nación en
Irak. Estamos creando una nación» [379]. Como otros muchos defensores de la
guerra, Friedman afirma desde entonces que él no imaginó la carnicería que
seguiría a la invasión. Resulta difícil entender cómo pudo pasar por alto ese
detalle. Si la «creación de una nación» iba a tener lugar en Irak, ¿qué se
suponía que iba a ocurrir exactamente con la nación que ya existía allí? La
suposición tácita desde el principio fue que gran parte de esa nación tendría
que desaparecer a fin de despejar el terreno para el gran experimento. Y,
del mismo modo que aconteció treinta años antes en las limpiezas políticas de Chile,
Argentina, Uruguay y Brasil, esto significaba que era preciso arrancar «de
raíz» categorías enteras de personas y sus culturas.
En los análisis sobre la guerra de Irak, la conclusión más
frecuente es que la invasión fue un «éxito», pero la ocupación resultó un
fracaso. Lo que no tiene en cuenta esta lectura es que la invasión y la
ocupación fueron dos partes de una estrategia unificada: el objetivo del
bombardeo inicial fue dejar el lienzo limpio para construir el nuevo modelo de
nación.
16.2 El shock inicial y previo a la guerra
Para los estrategas de la invasión de Irak en 2003, parece que la respuesta a la pregunta de «dónde clavar las agujas» fue esta: en todas partes. Durante la guerra del Golfo, en 1991, se dispararon alrededor de 300 misiles Tomahawk en el transcurso de cinco semanas. En 2003 se lanzaron más de 380 en un solo día. Entre el 20 de marzo y el 2 de mayo, las semanas de «los mayores combates», el ejército estadounidense lanzó más de 30 000 bombas en Irak, además de 20 000 misiles de crucero de precisión (el 67 % del total de la guerra) [380]. «No pasa ni un solo minuto sin que escuchemos y notemos una bomba en alguna parte. No creo que haya ni un solo metro seguro en todo Irak», dijo Yasmine Musa, madre bagdadí de tres niños, durante los bombardeos [381]. Eso significaba que el shock y la conmoción estaban logrando su objetivo.
A medida que se acercaba el día de la invasión de Irak, los
medios de comunicación estadounidenses recibieron del Pentágono la sugerencia
de provocar el temor en Irak. «Lo llaman el “día A”»: así empezó un
reportaje en CBS News emitido dos meses antes del
comienzo de la guerra. «“A” de “ataques aéreos” tan devastadores que a los
soldados de Sadam no les van a quedar ganas de luchar». Los espectadores
conocieron a Harlan Ullman, uno de los autores de Shock and
Awe, que explicó que «este efecto simultáneo, algo parecido a las
armas nucleares utilizadas en Hiroshima, no se logra en días o en semanas, sino
en minutos».
Una semana antes de la invasión, el Pentágono invitó
al cuerpo de prensa militar de Washington a un viaje especial a la base aérea
de Eglin, en Florida, para presenciar la prueba de la MOAB (Massive
Ordenance Air Blast). En palabras de Jamie Mclntyre, de CNN, este explosivo es
capaz de crear «un hongo de 3000 metros de altura que recuerda al de una bomba
nuclear» [383]. En su reportaje, Mclntyre señaló que, aunque no se
llegase a utilizar nunca, la mera existencia de la bomba «podría suponer un
golpe psicológico». «El objetivo es que las capacidades de la coalición
estén tan claras y sean tan obvias que el ejército iraquí las vea como un freno
para luchar», explicó Rumsfeld en el mismo programa [384].
Cuando comenzó la guerra, los habitantes de Bagdad se vieron
sometidos a la privación sensorial a gran escala. Una a una, las
percepciones sensoriales de la ciudad se fueron cortando. Los primeros fueron
los oídos.
La noche del 28 de marzo de 2003, cuando las tropas
norteamericanas se acercaron a Bagdad, el Ministerio de Comunicaciones fue
bombardeado y consumido por las llamas, igual que cuatro centrales de
teléfono, que dejaron sin servicio a millones de habitantes. Los
ataques contra centrales telefónicas continuaron hasta que el 2 de abril sólo
quedó un teléfono en funcionamiento en todo Bagdad [385]. Durante el
mismo asalto, las emisoras de televisión y radio también sufrieron
ataques. Las familias de Bagdad, refugiadas en sus casas, se quedaron sin
señal para poder estar al tanto de lo que estaba ocurriendo en la calle.
El siguiente sentido fue el de la vista. «No hubo una
explosión audible, ni un cambio discernible con respecto a los bombardeos de la
noche anterior, pero en un instante toda una ciudad de cinco millones de
habitantes quedó sumida en una noche pavorosa y eterna», informó The
Guardian el 4 de abril [386]. Atrapados en sus casas, los
bagdadíes no podían hablar con sus vecinos ni ver qué ocurría fuera. Como un
prisionero destinado en un black site de la CIA, toda
la ciudad estaba encadenada y encapuchada. Lo siguiente fue desnudarla.
Durante los interrogatorios hostiles, la primera fase para
desarmar a los prisioneros consiste en despojarles de la ropa y de todos
los objetos que puedan recordarles quiénes son. Con frecuencia, los
objetos que tienen un valor especial para los prisioneros se tratan con un
desprecio total. Los iraquíes soportaron este proceso en masa cuando tuvieron
que contemplar cómo se profanaban sus instituciones más importantes y su
historia se cargaba en camiones para después desaparecer.
«Los cientos de saqueadores que redujeron a añicos cerámicas
antiguas, que rompieron vitrinas y se llevaron piezas de oro y otras
antigüedades del Museo Nacional de Irak han saqueado nada menos que los recuerdos
de la primera civilización», informó el diario Los Angeles
Times. «Ha desaparecido el 80 % de los 170 000 objetos de gran valor
del museo» [387]. La Biblioteca Nacional, que contenía copias de todos
los libros y tesis doctorales publicados en Irak, quedó hecha una ruina
ennegrecida. Coranes iluminados de miles de años de antigüedad desaparecieron
del Ministerio de Asuntos Religiosos, totalmente calcinado. McGuire Gibson,
arqueólogo de la Universidad de Chicago, describió los hechos como algo muy
parecido «a una lobotomía. La memoria profunda de toda una cultura de miles
de años ha sido borrada» [388].
Como señalaron sin demora los planificadores de la guerra,
el saqueo fue obra de iraquíes, no de las tropas extranjeras. Y es cierto
que Rumsfeld no planificó el saqueo de Irak, pero tampoco tomó medidas para
evitarlo o para atajarlo cuando se produjo. Estos fallos no se pueden
descartar como simples descuidos.
Dos de los protagonistas de la ocupación explicaron parte de
las razones por las que hubo tan poco interés oficial en detener los saqueos.
Por un lado, Peter McPherson, asesor económico de Paul Bremer
(nombrado por Bush para dirigir la autoridad de la ocupación en Irak), tenía la
tarea de reducir radicalmente el Estado y privatizar sus activos, lo que
significaba que los saqueadores en realidad le estaban ayudando. Burócrata
veterano de la administración Reagan y firme creyente en la economía de la
Escuela de Chicago, McPherson describió el pillaje como una forma de
«reducción» del sector público [389]. Por otro lado, para John Agresto, director para
la reconstrucción de la educación superior, los destrozos en las
universidades y el Ministerio de Educación supusieron «la oportunidad para
empezar de cero», de dotar a las escuelas de Irak «del mejor equipo y el
más moderno». Si la misión era la «creación de una nación», como tantos creían,
todo lo que quedase del viejo país sólo iba a suponer un estorbo.
En Irak, este ciclo de borrar una cultura para
sustituirla por otra se desarrolló en cuestión de semanas. Y dos
semanas después de la llegada de Paul Bremer a Bagdad, antes de que los saqueos
hubieran cesado y el orden se hubiera restaurado, Irak estaba «abierta para
los negocios», como este declararía [390].
16.3 La transformación económica
La visión original de cómo se suponía que tenía que
funcionar la guerra en Irak quedó perfectamente resumida en una conferencia
celebrada en Bagdad por el Departamento de Estado norteamericano en septiembre
de 2003. La reunión incluyó a catorce políticos y burócratas de alto nivel
procedentes de Rusia y Europa del Este, y se desarrolló en la Zona Verde,
la ciudad amurallada dentro de Bagdad, donde se encontraba la sede del
gobierno dirigido por Estados Unidos, la Autoridad Provisional de la Coalición
(CPA), y que hoy acoge la embajada estadounidense. Allí los invitados VIP impartieron
lecciones sobre transformación capitalista a un grupo de iraquíes
influyentes.
Uno de los principales oradores fue Marek Belka,
antiguo ministro de Economía de Polonia que, según un informe oficial del
Departamento de Estado acerca del encuentro, machacó a los iraquíes con el
mensaje de que tenían que aprovechar el momento de caos y ser
«contundentes» para imponer políticas que «iban a dejar en el paro a mucha
gente». Además, Belka creía que «las empresas estatales improductivas debían
ser vendidas inmediatamente sin realizar ningún esfuerzo por salvarlas con
fondos públicos» y que los alimentos y diferentes bienes aún proporcionados
por el gobierno de Irak tenían que desaparecer cuanto antes.
Insistió en que esas medidas eran «mucho más importantes y controvertidas» que
la privatización [391].
Antes de la invasión, la economía de Irak se cimentaba en la
compañía petrolera nacional y en doscientas empresas de propiedad estatal que
producían los componentes básicos de la dieta iraquí y la materia prima de su
industria. Cuando llevaba un mes en su nuevo puesto, Bremer anunció que las
empresas iban a ser privatizadas de inmediato [392].
A continuación, Bremer promulgó una serie de leyes descritas
por The Economist como «la lista de los deseos
con la que sueñan los inversores extranjeros y las fundaciones benéficas para
los mercados en desarrollo» [393]. Una ley reducía la tasa de impuestos a las empresas de un 45 % a
un 15 %. Otra permitía a empresas extranjeras hacerse con el 100 % de los
activos iraquíes, para evitar así que se repitiese el caso de Rusia, donde los premios
fueron a parar a los oligarcas locales. Todavía mejor: los inversores podrían
llevarse el 100 % de los beneficios que obtuviesen de Irak fuera del país; no
se les exigirían reinversiones ni el pago de impuestos. El decreto también
estipulaba que los inversores podrían tramitar alquileres y contratos de cuarenta
años con derecho a renovación, lo que significaba que los futuros gobiernos
electos tendrían la carga de negocios firmados por sus ocupantes. El único
campo en el que Washington se contuvo fue en el del petróleo: los asesores
iraquíes alertaron de que cualquier intento de privatizar la compañía petrolera
estatal o reclamar las reservas no utilizadas antes de contar con un gobierno
iraquí sería contemplado como un acto de guerra. No obstante, la autoridad de
la ocupación tomó posesión de ingresos de la compañía petrolera por valor de 20
000 millones de dólares para invertir como mejor le pareciese [394].
Al principio, parece que los inversores apreciaron el
esfuerzo. En unos meses se produjeron conversaciones sobre la instalación
de un McDonald’s en el centro de Bagdad, la financiación para un hotel de lujo
de Starwood estaba casi lista, y General Motors tenía planes para construir una
planta de fabricación de coches. HSBC, el banco internacional con sede en Londres,
consiguió un contrato para abrir sucursales por todo Irak y Citigroup anunció
sus planes de ofrecer préstamos sustanciales garantizados contra futuras ventas
de crudo iraquí. Los grandes del petróleo —Shell, BP, ExxonMobil, Chevron y el
ruso Lukoil— se arrimaron tímidamente con la firma de acuerdos para formar a
los funcionarios iraquíes en las últimas tecnologías de extracción y modelos de
gestión. Confiaban en que su momento no tardaría en llegar [395].
16.4 Un anti-Plan Marshall que condenó el proyecto desde el principio
En Irak, la invasión, la ocupación y la reconstrucción se
convirtieron en un mercado completamente privatizado. Y, al igual que el
complejo de la seguridad nacional, ese mercado se creó con una enorme inyección
de dinero público: sólo para la reconstrucción se aportaron inicialmente 38 000
millones de dólares por parte del Congreso de Estados Unidos, 15 000 millones
de otros países y 20 000 millones de dinero de Irak procedente del petróleo [396].
Cuando se anunciaron esas cantidades iniciales, las comparaciones
elogiosas con el Plan Marshall fueron inevitables [397]. Sin
embargo, lo que el gabinete de Bush promovió fue, en realidad, un
anti-Plan Marshall. Era un plan garantizado desde el principio para socavar
el debilitado sector industrial iraquí y lograr que el desempleo se disparase.
Si el Plan Marshall impidió las inversiones de firmas extranjeras para evitar
la percepción de que se aprovechaban de países en un estado de debilidad, este
esquema hizo todo lo posible por seducir a las empresas norteamericanas.
Los contratos del gobierno federal estadounidense encargaron
una especie de «país en una caja», diseñado en Virginia y Texas, para
ensamblarlo en Irak. Como afirmaron repetidamente las autoridades de la ocupación,
fue «un regalo del pueblo estadounidense al pueblo de Irak». Lo único que
tenían que hacer los iraquíes era abrirlo [398], aunque ni siquiera para
el proceso de montaje se contó con ellos.
Así, mientras Bremer firmaba las leyes, los contables
privados fueron los que diseñaron y controlaron la economía. BearingPoint,
sucursal de KPMG, recibió 240 millones de dólares para crear un «sistema
mercantilista» en Irak. El británico Instituto Adam Smith fue contratado para
colaborar en la privatización de las empresas iraquíes. Compañías de seguridad
privada y contratistas de defensa formaron al nuevo ejército y policía de Irak,
y varias empresas de educación realizaron el nuevo proyecto curricular e
imprimieron los libros correspondientes (Creative Associates, una consultora de
gestión y educación con sede en Washington, D.C., recibió contratos por valor
de más de 100 millones de dólares para desempeñar esas tareas) [399].
Mientras tanto, el modelo creado por Cheney para Halliburton
en los Balcanes, donde las bases se transformaron en miniciudades de la
empresa, se adoptó en Irak a una escala infinitamente más grande. Además de la
construcción y la gestión de las bases militares de todo el país por parte de Halliburton,
la Zona Verde fue desde el principio una ciudad-Estado gestionada por la
compañía.
Mientras todas estas firmas extranjeras se abalanzaban sobre
el país, la maquinaria de las 200 empresas estatales de Irak permaneció
inmóvil. Para participar en esa fiebre del oro, las empresas iraquíes
habrían necesitado generadores de emergencia y algunos arreglos básicos; algo
que no parecía imposible, teniendo en cuenta la velocidad con la que
Halliburton construyó bases militares que parecían barrios del Medio Oeste
americano.
Mohamad Tofiq, ministro provisional de Industria,
cuenta que él había solicitado generadores en repetidas ocasiones, señalando
que las 17 fábricas estatales de cemento de Irak eran perfectamente capaces de
apoyar la reconstrucción con materiales y de poner a trabajar a decenas de miles
de iraquíes. Las fábricas no recibieron nada: ni contratos, ni
generadores, ni ayudas. Las compañías americanas prefirieron importar su
cemento, igual que la mano de obra, a un precio diez veces superior. Uno de los
decretos de Bremer prohibió específicamente que el banco central iraquí ofreciese
financiación a las empresas estatales [400].
Ya es sabido que el anti-Plan Marshall de Bush no salió
como esperaban. Los iraquíes no vieron la reconstrucción como «un regalo»:
la mayoría lo consideraron una forma modernizada de saqueo, y las empresas
estadounidenses no impresionaron a nadie con su velocidad y su eficacia [401]. Cada error de cálculo provocó
un aumento de la resistencia, respondida a su vez con acciones represivas por
parte de las tropas extranjeras hasta sumir al país en un infierno de
violencia. Según el estudio más fiable, en julio de 2006 la guerra en Irak había
provocado 655 000 muertos iraquíes [402].
16.5 Los iraquíes, que no saben
En noviembre de 2006, Ralph Peters, oficial en la
reserva del ejército estadounidense, escribió en USA Today: «Brindamos a
los iraquíes una oportunidad única para desarrollar una democracia de Estado de
derecho, pero ellos prefirieron abandonarse a viejos odios, a la violencia
confesional, a la intolerancia étnica y a una cultura de la corrupción. Parece
que los cínicos tenían razón: las sociedades árabes no pueden apoyar la
democracia tal como nosotros la conocemos. Y la gente tiene el gobierno que se
merece. […] La violencia que mancha de sangre las calles de Bagdad no es sólo
un síntoma de la incompetencia del gobierno iraquí, sino también de la
incapacidad total del mundo árabe de progresar en cualquier esfera de
iniciativa organizada […]» [403]. Aunque Peters fue especialmente duro,
muchos observadores occidentales han llegado a la misma conclusión: la culpa
es de los iraquíes.
Sin embargo, las divisiones sectarias y el extremismo
religioso que se apoderaron de Irak no se pueden desvincular de la invasión
y la ocupación. Aunque esos factores ya estaban presentes antes de la guerra, se
endurecieron considerablemente cuando Irak se convirtió en un laboratorio del shock
de Estados Unidos. Merece la pena recordar que, en febrero de
2004, once meses después de la invasión, una encuesta realizada por Oxford
Research International reveló que una mayoría de iraquíes deseaban un gobierno
seglar: sólo el 21 % de los encuestados revelaron que preferían como sistema político
un «Estado islámico», y el 14 % situó a los «políticos religiosos» como sus
representantes favoritos. Seis meses más tarde, con la ocupación en una fase
nueva y más violenta, otra encuesta reveló que el 70 % de los iraquíes querían
que la ley islámica fuese la base del Estado [404]. En cuanto a la violencia
sectaria, fue virtualmente inexistente durante el primer año de la ocupación.
Entonces, ¿qué fue exactamente lo que trajo la invasión y la ocupación que irritó tanto a los iraquíes y que explica el círculo de odio y violencia en que se vio envuelto el país?
- El despido de aproximadamente 500 000 empleados del Estado. Supuestamente, la «desbaaztificación» (en referencia al partido Baaz) obedeció al deseo de limpiar el gobierno de leales a Sadam, pero este proceso tenía poco que ver con el antisadamismo y todo con el fervor por el libre mercado. Numerosos militares estadounidenses veteranos y oficiales de inteligencia han reconocido que muchos de los 400 000 soldados que Bremer despidió fueron directos a la resistencia.
- La apertura de las fronteras de par en par a las importaciones sin trabas, sumada al hecho de que las compañías extranjeras pasaron a ser propietarias del 100 % de los activos iraquíes. Esto enfureció al sector empresarial del país, que respondió entregando a la resistencia los pocos ingresos que tenían.
- La decisión de la Casa Blanca de evitar que los futuros gobiernos iraquíes cambien las leyes económicas de Bremer. Desde la perspectiva de Washington, no tenía sentido contar con las normas de inversión más progresistas del mundo si un gobierno iraquí soberano podía tomar el poder en unos meses y cambiarlas. Dado que la mayoría de los decretos de Bremer se inscribían en una zona gris legal, la solución de la administración Bush fue trazar una nueva constitución para Irak, un objetivo que persiguió con determinación cruel: primero, con una constitución provisional que selló las leyes de Bremer, y después con una permanente que intentó, aunque sin éxito, hacer lo mismo.
- La exclusión sistemática de los iraquíes en la reconstrucción de su país. La entrada de decenas de miles de trabajadores extranjeros para ocupar empleos con los contratistas extranjeros se vio como una extensión de la invasión, y es así que se entiende que gran parte de la violencia se centrara en la ocupación por parte de los extranjeros, en sus proyectos y en sus trabajadores.
Si la reconstrucción se hubiese visto como una parte de un
proyecto nacional desde el principio, la población iraquí probablemente la
habría defendido como una extensión de sus comunidades. Pero esto habría
chocado con la estrategia subyacente de convertir Irak en una emergente burbuja
de economía de mercado, y las burbujas no se inflan con normas y regulaciones,
sino con la ausencia de estas. Así, en nombre de la rapidez y la eficacia, los
contratistas podían contratar a quien quisieran, importar productos de donde
quisieran y subcontratar a la compañía que quisieran.
Así, protegidas en gran parte de procesos judiciales y con
contratos que garantizaban la cobertura de los costes más un beneficio, muchas
empresas extranjeras hicieron algo totalmente previsible: estafar a diestro
y siniestro. Conocidos en Irak como «los principales», los grandes
contratistas se embarcaron en elaborados programas de subcontratas. Instalaron
oficinas en la Zona Verde, e incluso en Kuwait y Aman, para después
subcontratar a saudíes que, a su vez, subcontrataron a empresas iraquíes cuando
la situación se puso muy tensa desde el punto de vista de la seguridad.
Las estafas continuaron durante años, hasta que
todos los grandes contratistas de la reconstrucción salieron de Irak con sus millones,
pero sin haber terminado gran parte del trabajo. Parsons recibió 186
millones de dólares para construir 142 clínicas. Sólo se terminaron seis. En
abril de 2007, inspectores de Estados Unidos revisaron en Irak ocho proyectos
terminados por contratistas norteamericanos, y el resultado fue que «siete de
ellos no funcionaban como se había diseñado» (según el New
York Times). En diciembre de 2006,
cuando todos los contratos de reconstrucción más importantes estaban llegando a
su fin, la Oficina del Inspector General investigaba 87 casos de posible fraude
relacionados con los contratistas estadounidenses en Irak [405]. La corrupción durante la
ocupación no fue el resultado de una mala gestión, sino de una decisión
política: si Irak iba a ser la siguiente frontera del capitalismo del Salvaje
Oeste, tenía que estar libre de leyes [406].
Como ya se ha mencionado, el fracaso estrepitoso de la
reconstrucción fue responsable directo del peligroso aumento del
fundamentalismo religioso y los conflictos sectarios. Cuando la ocupación
se mostró incapaz de proporcionar los servicios más básicos, incluyendo la
seguridad, las mezquitas y las milicias locales llenaron ese vacío. Muqtada
al Sader, el joven clérigo chií, demostró una especial habilidad para exponer
los fallos de la reconstrucción privatizada de Bremer: dirigió con éxito su
propia reconstrucción en los barrios bajos chiíes desde Bagdad hasta Basora y
logró muchos y fieles seguidores. Además, reclutó a los jóvenes sin trabajo y
sin esperanzas en el Irak de Bremer, los vistió de negro y los equipó con
Kaláshnikov oxidados. El resultado fue el Ejército del Mahdi, una de las
fuerzas más brutales en las luchas sectarias iraquíes.
De todos modos, la administración Bush en todo momento fue consciente
de que su programa económico tenía el potencial de desatar una reacción
violenta en Irak. En noviembre de 2001, Paul Bremer, poco después de poner en
marcha Crisis Consulting Practice, una nueva rama del gigante de seguros Marsh
& McLennan especializada en ayudar a multinacionales a prepararse para
posibles ataques terroristas y otras crisis, redactó un documento normativo
para sus clientes en el que explicaba por qué las multinacionales se
enfrentaban a un aumento del riesgo de ataques terroristas en sus propios
países y fuera de estos. En el escrito, titulado «New Risks in International
Business», Bremer explica que el libre comercio ha llevado a «la creación
de una riqueza sin precedentes», pero con «consecuencias negativas inmediatas para
muchos»: «Exige despidos. Y abrir mercados al comercio extranjero ejerce una
enorme presión en los establecimientos y los monopolios comerciales
tradicionales». Todos estos cambios conducen al «aumento de las diferencias
salariales y las tensiones sociales», lo que a su vez puede provocar una escalada
de ataques contra las empresas de EE.UU. [407].
Sin duda, eso es lo que ocurrió en Irak. Si los arquitectos
de la guerra se convencieron de que su programa económico no podía tener
consecuencias políticas negativas, posiblemente no fue porque creyesen que los
iraquíes lo aceptarían de buen grado. Más bien contaban con su desorientación,
su regresión colectiva, su incapacidad de seguir el ritmo de la transformación [408].
Con todo, lo que ocurrió fue que muchos iraquíes exigieron
de inmediato su participación en la transformación del país. En Bagdad, en el
verano posterior a la invasión, la ira contra los despidos de Bremer y la frustración
por los apagones y los contratistas extranjeros se expresó principalmente a
través de arrebatos de libertad de expresión. Se produjeron protestas
diarias junto a las puertas de la Zona Verde, muchas de ellas protagonizadas
por trabajadores despedidos que pedían recuperar sus puestos. Se publicaron
cientos de periódicos de nueva tirada repletos de artículos críticos con Bremer
y su programa económico. En las ciudades, pueblos y provincias de todo el país
se celebraron elecciones espontáneas.
El entusiasmo demócrata, combinado con el claro rechazo del
programa económico de Bremer, situaron a la administración Bush en una posición
extremadamente difícil. Esta había prometido entregar el poder a un gobierno
iraquí elegido en cuestión de meses y contar con los iraquíes en la toma de
decisiones desde el primer momento. Sin embargo, aquel primer verano despejó toda
duda de que entregar el poder equivalía a renunciar al sueño de convertir
Irak en un modelo de economía privatizada salpicada de bases militares
estadounidenses. Así, Washington dejó a un lado sus promesas democráticas y
ordenó aumentar los niveles de shock con la esperanza
de que una dosis más alta tendría el resultado esperado.
16.6 Desmantelando la democracia
Cuando Paul Bremer llegó a Irak, el plan de Estados Unidos
consistía en convocar una gran asamblea constituyente donde estuviesen
representados todos los sectores de la sociedad iraquí y donde los delegados
votasen para elegir a los miembros de un consejo ejecutivo interino. Cuando llevaba
dos semanas en Bagdad, Bremer descartó esa idea y decidió escoger a dedo a los
miembros del Consejo de Gobierno iraquí [409].
Bremer también dijo al principio que el Consejo tendría
poder para gobernar, pero de nuevo volvió a cambiar de idea. Los miembros
del Consejo le parecían demasiado lentos y ponderativos, características
inadecuadas para sus planes de terapia del shock. «Simplemente, no
eran capaces de tomar decisiones en un tiempo razonable. Además, seguía estando
convencido de la importancia de redactar una constitución antes de entregar la
soberanía a nadie», dijo Bremer [410].
A finales de junio, cuando sólo llevaba dos meses en Irak,
Bremer dio el aviso de que todas las elecciones locales debían terminar de
inmediato. El nuevo plan consistía en que la ocupación eligiese a los
líderes locales de Irak, tal y como había ocurrido con el Consejo de Gobierno.
En Nayaf, la ciudad más santa del chiísmo (la confesión religiosa más numerosa
del país), tuvo lugar un episodio decisivo. Nayaf se encontraba en pleno proceso
de organización de elecciones con la ayuda de tropas estadounidenses cuando, a
sólo un día de la inscripción, el teniente coronel al mando recibió una llamada
del general Jim Mattis. «Hubo que cancelar las elecciones. A Bremer le
preocupaba que saliese elegido un candidato islámico hostil. […] Los marines
recibieron la sugerencia de seleccionar a un grupo de iraquíes que considerasen
inofensivos, y que estos eligiesen a un alcalde. Así, Estados Unidos
controlaría todo el proceso», escribieron Michael Gordon y el general
Bernard Trainor, autores de Cobra II (considerada la
historia militar definitiva de la invasión). Al final, el ejército de EE. UU.
nombró alcalde de Nayaf a un coronel de la época de Sadam, tal como hizo en
ciudades y pueblos de todo el país [411].
Pese a todo esto, Bremer insistió en que no había una «veda»
contra la democracia. «No me opongo, pero quiero hacerlo de manera que se
tengan en cuenta nuestros intereses. […] Las elecciones demasiado rápidas pueden
ser destructivas. Hay que hacerlo todo con mucho cuidado» [412].
En este punto, los iraquíes seguían esperando que Washington
cumpliese su promesa de organizar unas elecciones generales y entregar el poder
a un gobierno elegido por la mayoría. Sin embargo, en noviembre de 2003,
después de cancelar las elecciones locales, Bremer regresó a Washington para celebrar
varias reuniones en la Casa Blanca. Cuando volvió a Bagdad anunció que las
elecciones generales estaban borradas del programa. El primer gobierno
«soberano» de Irak sería por nombramiento, no por elección.
El cambio radical de postura podría haber tenido algo que
ver con un sondeo realizado en ese período por el Instituto Republicano
Internacional, con sede en Washington. En él se preguntó a los iraquíes a qué
tipo de políticos votarían si tuviesen ocasión. El 49 % respondió que votaría a
un partido que prometiese crear «más puestos de trabajo en la administración», mientras
que sólo el 4,6 % y el 4,2 % lo haría a uno que prometiese crearlos en el
sector privado y «mantener las fuerzas de coalición hasta que el nivel de
seguridad sea bueno», respectivamente [413]. En pocas palabras, si los iraquíes tuviesen la
libertad de elegir el próximo gobierno, y si ese gobierno tuviese el poder
real, Washington tendría que renunciar a dos de los principales objetivos de
la guerra: el acceso a Irak para sus bases militares y para las
multinacionales estadounidenses.
La cancelación de las elecciones nacionales por parte de
Bremer supuso una amarga traición para los chiíes iraquíes. Tratándose del
grupo étnico más numeroso, estaban seguros de que dominarían un gobierno
elegido después de décadas de sometimiento. Al principio, la resistencia chií
adoptó la forma de manifestaciones multitudinarias pacíficas. «Nuestra
principal demanda en este proceso es que todas las instituciones
constitucionales se elijan mediante elecciones y no por nombramientos»,
escribió Alí Abdel Hakim al-Safi, el segundo clérigo chií más veterano de Irak,
en una carta dirigida a George Bush y Tony Blair. Además, avisó de que, si
seguían adelante, se encontrarían librando una batalla perdida [414]. Bush y Blair hicieron caso
omiso. Elogiaron las manifestaciones como una muestra de la recién
estrenada libertad, pero siguieron adelante con el plan de nombrar el primer gobierno
del Irak post-Sadam.
Mientras tanto, Muqtada al Sader se convirtió en una
fuerza política a tener en cuenta. Cuando los demás partidos chiíes
importantes decidieron participar en el gobierno nombrado y acatar una constitución
provisional redactada en la Zona Verde, Al Sader rompió filas y denunció el
proceso y la constitución por ilegítimos. El hecho de que las protestas
pacíficas no tuvieran efecto alguno también ayudó a que el Ejército del Mahdi
empezara a formarse en serio.
16.7 Shocks corporales
A medida que la resistencia fue aumentando, las fuerzas
de ocupación respondieron con técnicas de shock:
por la noche o a primera hora de la mañana, los soldados entraban por
sorpresa en las casas a oscuras, linterna en mano, gritando en inglés. A los
hombres se les tapaba la cabeza con un saco y después se subían a camiones del
ejército con destino a una prisión o un campo de detención. En los primeros
tres años y medio de la ocupación, se calcula que 61 500 iraquíes fueron
capturados y encarcelados por las fuerzas estadounidenses, por lo general con métodos
diseñados para «maximizar el shock de la captura»
[415]. En las cárceles esperaban más shocks: cubos de agua
helada, pastores alemanes gruñendo y enseñando los dientes, puñetazos y
patadas, y alguna que otra corriente eléctrica con alambres cargados.
En los primeros días de la ocupación, la Zona Verde acogió a
terapeutas del shock económico de Polonia y Rusia; ahora se
había convertido en un imán para una raza distinta de expertos en el shock: las empresas de seguridad privada
llenaron sus filas de veteranos de las guerras sucias de Colombia, Sudáfrica y
Nepal. Según el periodista Jeremy Scahill, Blackwater y otras firmas de
seguridad privada contrataron a más de 700 soldados chilenos (muchos de los
cuales eran agentes de fuerzas especiales entrenados y en activo durante el
régimen de Pinochet) para el despliegue en Irak [416].
Uno de los especialistas en shock de más alto rango era el
comandante estadounidense James Steele, figura clave en las cruzadas
derechistas en América Central, donde sirvió como asesor en jefe a varios
batallones del ejército salvadoreño acusados de ser escuadrones de la muerte.
Llegó a Irak en mayo de 2003 en calidad de asesor de energía, pero tras
el levantamiento de la resistencia se convirtió en el asesor de seguridad de
Bremer, con la misión de llevar a Irak «la opción de El Salvador» [417].
Según la cronología dada por John Sifton, investigador
principal de Human Rights Watch, el shock de la cámara de
tortura surgió inmediatamente después de los shocks económicos
más controvertidos de Bremer. Este proceso se puede seguir claramente a
través de una serie de documentos desclasificados que vieron la luz tras el
escándalo de Abu Ghraib. Las pruebas escritas comienzan el 14 de
agosto de 2003, cuando el capitán William Ponce, oficial de inteligencia en
Irak, envió un correo electrónico a sus colegas repartidos por el país. El
texto contenía las siguientes indicaciones: «Se acabaron las contemplaciones
con los detenidos […]. Las bajas están aumentando y tenemos que empezar a
recopilar información para proteger a nuestros soldados de nuevos ataques».
Ponce pedía ideas para las técnicas que los interrogadores podrían utilizar con
los prisioneros. Las sugerencias no tardaron en llenar su bandeja de entrada;
entre ellas figuraba la «electrocución de bajo voltaje» [418].
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Imagen 20. Detenido encapuchado de pie sobre una caja con cables conectados a sus manos; Los interrogadores le dijeron que se electrocutaría si se caía de la caja. 4 de noviembre de 2003 |
Dos semanas más tarde, el 31 de agosto, el general Geoffrey Miller (alcaide de la prisión de Guantánamo) llegó a Irak con la misión de convertir en otro Guantánamo la prisión de Abu Ghraib [419]. El 14 de septiembre, el teniente general Ricardo Sánchez (comandante en jefe en Irak) autorizó un despliegue de nuevos procedimientos de interrogatorio basados en el modelo de Guantánamo: incluían la humillación deliberada, «explotar el temor de los árabes a los perros», la privación sensorial, la sobrecarga sensorial y el «estrés postural».
El equipo de Bush había fracasado en su objetivo de provocar
el shock entre los iraquíes para ganarse su
obediencia a través del shock y la conmoción o
bien con la terapia del shock económico, por lo
que pasó a utilizarse la inequívoca fórmula del manual de interrogatorios Kubark
para inducir la regresión.
Muchos de los prisioneros más importantes fueron trasladados
a una zona de seguridad próxima al aeropuerto internacional de Bagdad dirigida
por una fuerza de tareas militares y la CIA. Las instalaciones eran tan
clandestinas que ni siquiera los militares de alto rango tenían permitida la
entrada, razón por la cual cambió de nombre en repetidas ocasiones [420].
La existencia de las instalaciones secretas sólo se dio a
conocer cuando un sargento que trabajaba allí acudió a Human Rights Watch y
describió el lugar (para ello utilizó el seudónimo de Jeff Perry). En
comparación con el caos de Abu Ghraib, con sus guardias sin formación campando
a sus anchas, el edificio del aeropuerto de la CIA era inquietantemente
ordenado y clínico. Según Perry, cuando los interrogadores deseaban utilizar
«tácticas duras» contra los prisioneros en la sala negra (una pequeña celda
completamente negra con altavoces en las cuatro esquinas), imprimían un documento
que era una especie de menú de tortura. «Estaba todo escrito», recordó
Perry; «controles ambientales, calor y frío, luces estroboscópicas, música,
perros… Sólo había que marcar lo que querías utilizar». Una vez rellenado el
formulario, los interrogadores lo pasaban a un superior para que diese su
autorización. «Nunca vi una hoja sin firmar», añadió Perry.
Perry y otros interrogadores empezaron a pensar que las
técnicas violaban la prohibición de la Convención de Ginebra contra el
«trato humillante y degradante», por lo que él y tres de sus compañeros fueron
a ver a su coronel para decirle que «no nos gustaba este tipo de abuso». En
cuestión de dos horas llegó un equipo de abogados militares con una
presentación de PowerPoint en la que se explicaba por qué los detenidos no
estaban protegidos por la Convención de Ginebra, y por qué la privación
sensorial no era una forma de tortura (a pesar de la propia investigación de la
CIA alegando lo contrario). «Sí, fue muy rápido», explicó Perry acerca del
tiempo de respuesta. «Parecía que estuviesen listos. Quiero decir que
tenían toda esa charla de dos horas preparada».
Además de las tácticas de privación sensorial, existen
numerosas pruebas de que los soldados de Estados Unidos han utilizado la
electrocución como técnica de tortura en Irak [421]. De hecho, cuando se
publicaron las infames fotografías de Abu Ghraib, los militares se enfrentaron
a un problema muy raro: «Hemos tenido varios detenidos que han afirmado ser la
persona de la fotografía en cuestión», explicó el portavoz del Comando de
Investigación Criminal del Ejército (la agencia encargada de investigar los
abusos contra prisioneros) [422].
Además, a miles de los encarcelados los liberaban sin
cargos. La Cruz Roja afirma que los oficiales militares estadounidenses han
admitido que entre un 70 % y un 90 % de las detenciones en Irak fueron
«errores». Según Haj Ali, antiguo alcalde de distrito y preso en Abu
Ghraib, muchos de esos errores humanos salieron de las cárceles controladas por
los americanos con una gran sed de venganza: «[…] Todos los insultos y
las torturas los han preparado para hacer cualquier cosa. ¿Quién puede culparlos?»
[423].
La situación es mucho peor en las cárceles e
instalaciones de detención dirigidas por iraquíes (con la supervisión de Estados
Unidos), donde Human Rights Watch descubrió en enero de 2005 que la policía
y los soldados iraquíes utilizan «el shock eléctrico y el estrangulamiento
de forma regular para conseguir confesiones». Los carceleros iraquíes también utilizaron
el omnipresente símbolo de la tortura en Latinoamérica, la picana (aguijón
eléctrico para ganado) [424].
En El Salvador, los escuadrones de la muerte fueron
conocidos por utilizar el asesinato no sólo para deshacerse de los adversarios
políticos, sino también para enviar mensajes de terror a la población en
general. Los cuerpos mutilados que aparecían en las cunetas transmitían a la
comunidad que el individuo que mostrase su disconformidad podría ser el próximo
cadáver. Con frecuencia, los cuerpos torturados presentaban la «firma» del
escuadrón: Mano Blanca o Brigada Maximiliano Hernández. En 2005, este tipo
de mensajes eran habituales en las cunetas de Irak: en noviembre de ese año,
Los
Angeles Times informó de que a la morgue de Bagdad «llegan todas las
semanas decenas de cuerpos a la vez, incluyendo numerosos cadáveres con esposas
de la policía» [425].
En Irak existen, además, métodos más sofisticados para
transmitir mensajes de terror. El terrorismo en las garras de la
justicia es un programa de
televisión que se emite en la cadena Al Iraqiya, financiada por Estados Unidos.
La serie se produce en colaboración con los comandos iraquíes «salvadorizados».
Varios prisioneros liberados han explicado cómo se prepara el contenido del
programa: los participantes, que suelen ser elegidos al azar en redadas por los
barrios, reciben palizas y torturas; sus familias son amenazadas hasta que
están listas para confesar algún crimen (algunos de los cuales nunca se han
producido). A continuación, aparecen las cámaras de vídeo para grabar a los
prisioneros «confesando» que son insurgentes, además de ladrones, homosexuales
y mentirosos [426].
Diez meses después de que «la opción de El Salvador» se
mencionase por primera vez en la prensa quedaron claras sus tremendas implicaciones.
Los comandos iraquíes, entrenados por Steele, trabajaban oficialmente para el
ministerio del interior iraquí. Cuando Peter Maass —reportero del New
York Times Magazine que viajó con un comando de la policía especial formado
por James Steele— preguntó acerca de lo que había visto en una biblioteca
pública de Samarra convertida en una prisión macabra, desde el ministerio
insistieron en que «no se permite ningún abuso de los derechos humanos de los
prisioneros que están en manos de las fuerzas de seguridad del Ministerio del
Interior». Sin embargo, en noviembre de 2005 se localizaron 173 iraquíes en
un calabozo del ministerio: algunos habían sido torturados hasta el punto
de que se les estaba cayendo la piel, otros tenían marcas de taladros en el
cráneo, o les habían arrancado los dientes y las uñas de los pies. Los prisioneros
liberados afirmaron que no todos habían salido con vida y confeccionaron una
lista de 18 personas torturadas hasta la muerte en el calabozo del ministerio:
los desaparecidos de Irak [427].
Los capitalistas del desastre de Bush no limpiaron Irak,
sólo lo revolvieron. En lugar de una tabla rasa, purificada de historia,
encontraron odios antiguos que asomaban a la superficie para fundirse con las
nuevas venganzas contra cada ataque. Los países, como las personas, no se
reinician con un buen shock: sólo se rompen y
continúan rompiéndose.
Y eso, por supuesto, necesita más destrucción. En enero de 2007, Bush
y sus asesores seguían convencidos de que podían hacerse con el control de Irak
con un «incremento» que hiciera desaparecer a Muqtada al Sader. El informe
sobre el que se basa la estrategia del aumento pretendía «la limpieza total
del centro de Bagdad» y, cuando las fuerzas de Al Sader se trasladasen a
Ciudad Sader, «limpiar ese bastión chií por la fuerza» [428].
En los años setenta, cuando comenzó la cruzada corporativista,
se emplearon tácticas que los tribunales calificaron de abiertamente genocidas:
la eliminación deliberada de un segmento de la población. En Irak ha
ocurrido algo todavía más monstruoso: la eliminación no de un segmento de la población,
sino de todo un país. Se calcula que 3000 profesores universitarios
iraquíes han sido asesinados por escuadrones de la muerte desde la invasión de
Estados Unidos, y varios miles más han huido. Los médicos lo han tenido todavía
peor: en febrero de 2007 se calculó que unos 2000 habían sido asesinados y 12 000
habían huido. En noviembre de 2006, el Alto Comisionado para los Refugiados de
Naciones Unidas calculó que 3000 iraquíes huían del país cada día. En abril de
2007, la organización informó de que cuatro millones de personas se han visto
obligadas a abandonar sus casas. Sólo unos centenares de esos refugiados han
sido acogidos en Estados Unidos [429].
Con la industria iraquí hundida, uno de los únicos negocios
locales que prospera es el de los secuestros. Sólo en tres meses y
medio, a principios de 2006, se secuestró en Irak a casi 20 000 personas. Los
medios internacionales sólo prestan atención cuando los secuestrados son
occidentales, pero la inmensa mayoría de las víctimas son profesionales
iraquíes apresados cuando van o vuelven del trabajo. Sus familias tienen dos
opciones: pagar un rescate de decenas de miles de dólares americanos o
identificar sus cadáveres en la morgue. La tortura también prospera. Grupos de
derechos humanos han documentado numerosos casos de policías iraquíes que
exigen miles de dólares a familiares de prisioneros a cambio de cesar las
torturas [430].
16.8 Fracaso: el nuevo rostro del éxito
En abril de 2004, tanto Faluya como Nayaf se encontraban
asediadas. Sólo en aquella semana, 150 contratistas abandonaron Irak. Y les
seguirían muchos más. En aquel momento, parecía que la cruzada
corporativista estaba experimentando su primera gran derrota. Irak había
sido bombardeado con todas las armas del shock, a excepción de
la bomba nuclear, pero seguía siendo imposible someter al país.
Bremer fue enviado a Irak para crear una utopía empresarial,
pero el país se convirtió en una macabra distopía en la que acudir a una simple
reunión de empresa podía suponer acabar linchado, quemado vivo o decapitado. En
mayo de 2007, más de 900 contratistas habían sido asesinados y «más de 12 000
han sufrido daños por los enfrentamientos o en el trabajo», según un análisis
del New York Times. A finales de 2006, los
esfuerzos para la reconstrucción privatizada que suponían la razón de ser del
anti-Plan Marshall se habían abandonado casi por completo, y en algunos
casos se sustituyeron por soluciones políticas dramáticas.
Stuart Bowen, inspector general especial de Estados Unidos
para la reconstrucción de Irak, informó de que en los pocos casos en los que
los contratos habían ido a parar a empresas iraquíes, el resultado era «más
eficaz y más barato. Y ha vigorizado la economía porque pone a los iraquíes a trabajar»
[431]. John C.
Bowersox, que trabajó como asesor de sanidad en la embajada estadounidense en
Bagdad, opinaba: «Podríamos haber recurrido a las rehabilitaciones de bajo presupuesto
y no intentar transformar el sistema sanitario en dos años» [432].
Un cambio radical todavía más dramático procedió del
Pentágono. En diciembre de 2006 anunció un nuevo proyecto para hacerse con las
fábricas estatales de Irak y continuar con su funcionamiento (las mismas que
Bremer se negó a equipar con generadores de emergencia porque eran reliquias estalinistas).
Paul Brinkley, subsecretario de Defensa para la transformación de las empresas
en Irak, dijo: «Hemos examinado algunas de estas fábricas más de cerca y hemos
comprobado que no son las empresas casi destartaladas de la era soviética
que habíamos pensado» [433].
Peter W. Chiarelli, teniente general del ejército
estadounidense y principal comandante de campo en Irak, explicó: «Necesitamos
poner a trabajar a los jóvenes furiosos. […] Un pequeño descenso del desempleo
tendría un gran efecto en el número de asesinatos sectarios». Y no pudo evitar
añadir: «Después de cuatro años, me parece increíble que no nos hayamos dado
cuenta de eso. […]» [434].
Mientras tanto, en medio de esta oleada de epifanías
neokeynesianas, Irak fue golpeado con el peor atentado desde el estallido de
la crisis. En diciembre de 2006, en un informe publicado por el
Grupo de Estudio sobre Irak encabezado por James Baker se solicitaba a Estados
Unidos que ayudase «a los líderes iraquíes a reorganizar la industria petrolera
nacional como una empresa comercial» y que fomentase «las inversiones en el
sector del petróleo en Irak por parte de la comunidad internacional y de las
grandes empresas de energía» [435].
Entonces la administración Bush se puso manos a la obra para
colaborar en la redacción de una ley del petróleo totalmente nueva para Irak, y
según la cual compañías como Shell y BP podrían firmar contratos por treinta
y cinco años [436]. Fue una propuesta tan impopular que ni siquiera
Paul Bremer se atrevió a ponerla en práctica en el primer año de la ocupación. Y
aparecía ahora gracias al aumento del caos.
Los principales sindicatos de Irak declararon que «la privatización
del petróleo es una línea roja que no debe cruzarse» [437], pero se los
ignoró y la ley que finalmente adoptó el gabinete iraquí en febrero de 2007
fue todavía peor de lo que se pensaba: no imponía límites en la cantidad de beneficios
que las compañías extranjeras podrían obtener del país y no exigía unos
requerimientos específicos sobre asociaciones de los inversores con las
empresas iraquíes o contratación de iraquíes para trabajar en los campos
petrolíferos. La mayor desfachatez es que excluía a los parlamentarios iraquíes
elegidos de cualquier participación en las condiciones de los futuros
contratos. En cambio, creó un nuevo organismo, el Consejo Federal del
Petróleo y el Gas, que, según informaba el New York Times,
sería asesorado por «un grupo de expertos en petróleo de Irak y de
fuera de Irak». Este cuerpo no elegido, asesorado por extranjeros no
especificados, tendría la última palabra en todas las cuestiones relacionadas
con el petróleo y plena autoridad para decidir qué contratos firmaba Irak y cuáles
no [438].
El caos en Irak trajo otra importante consecuencia:
cuanto más tiempo transcurría, más se privatizaba la presencia extranjera hasta
el punto de llegar a crear un nuevo paradigma de guerra y de respuesta a las
catástrofes humanas.
En este punto surtió pleno efecto la ideología de la
privatización radical que centraba el anti-Plan Marshall. La inquebrantable
negativa de la administración Bush a dotar de personal a la guerra en Irak tuvo
unos beneficios claros para su otra guerra: la de subcontratar el gobierno
de Estados Unidos.
Dado que Rumsfeld diseñó la guerra como una invasión justo a
tiempo, con soldados para desempeñar únicamente funciones de combate básicas, y
que eliminó 35 000 puestos de trabajo en los departamentos de Defensa y de
Asuntos de Veteranos en el primer año del despliegue en Irak, el sector
privado se quedó para rellenar los huecos en todos los niveles [439].
Las empresas de seguridad privada llegaron en tropel a Irak para realizar
funciones que anteriormente estaban en manos de los soldados, pero, una vez allí,
sus atribuciones aumentaron como respuesta al caos. Esto es lo que se
conoce como «ampliación de la misión».
El contrato original de Blackwater en Irak consistía en proporcionar
seguridad privada a Bremer, pero un año después de la ocupación la empresa
participaba en todos los combates callejeros. Durante el levantamiento
de Muqtada al Sader en Nayaf, en abril de 2004, Blackwater asumió el mando de
los marines estadounidenses en una batalla de un día contra el Ejército del
Mahdi en la que murieron decenas de iraquíes [440].
En las cárceles, el ejército andaba tan escaso de interrogadores
formados e intérpretes de árabe que no podía obtener información de los
prisioneros. Desesperado ante esa falta de personal, recurrió al contratista de
defensa CACI International Inc. En el contrato original, el papel de CACI en
Irak consistía en proporcionar servicios de tecnología de la información a los
militares, pero la formulación de la orden de trabajo era tan ambigua que «tecnología
de la información» podía llegar a significar «interrogatorio» [441].
Antes de la invasión, Halliburton recibió un contrato para sofocar
los incendios provocados por los ejércitos en retirada de Sadam. Cuando los
fuegos no llegaron a materializarse, el contrato de Halliburton se amplió para
incluir una nueva función: proporcionar combustible a toda la nación, un
trabajo de tal envergadura que «compró todos los camiones cisterna de Kuwait e
importó varios centenares más» [442]. Con la excusa de liberar de cargas a los soldados
para la batalla, Halliburton se encargó de funciones tradicionales del
ejército, incluyendo el mantenimiento de vehículos y radios.
Incluso el reclutamiento, una tarea considerada
propia de los soldados, se convirtió en un negocio lucrativo, ya que los reclutadores
privados recibían una gratificación cada vez que alistaban a un soldado. También
se dio un auge del entrenamiento subcontratado: compañías como Cubic
Defense Applications y Blackwater formaron soldados en técnicas de combate.
Además, a los soldados se los trataba en empresas
sanitarias privadas para las que la guerra en Irak generó unos beneficios
inesperados. Una de esas compañías, Health Net, se convirtió en la séptima más
productiva en el Fortune 500 de 2005. Otra fue IAP Worldwide Services Inc., que
obtuvo el contrato para encargarse de muchos de los servicios del hospital
militar Walter Reed. La privatización del centro médico pudo haber contribuido
a un espectacular deterioro en el mantenimiento, ya que más de cien empleados
federales expertos dejaron las instalaciones [443].
Así, mientras la reconstrucción de Irak fue todo un
fracaso para los iraquíes y los contribuyentes norteamericanos, no se puede
decir lo mismo sobre el complejo del capitalismo del desastre, como explican
las siguientes cifras. Durante la primera guerra del Golfo, en 1991, hubo un
contratista por cada cien soldados. Al principio de la invasión de Irak, en
2003, la proporción había aumentado a un contratista por cada diez soldados. Con
la ocupación norteamericana próxima a cumplir su cuarto año, había un
contratista por cada 1,4 soldados norteamericanos [444].
La administración Bush tomó algunas medidas importantes y
apenas revisadas para institucionalizar el modelo de guerra privatizada que
se forjó en Irak, un elemento ya fijo de la política exterior. En julio de
2006, Bowen —inspector general para la reconstrucción de Irak— publicó un
informe sobre «lecciones aprendidas» de las diversas debacles con los
contratistas. Llegó a la conclusión de que los problemas tenían su raíz en la
falta de planificación y exigió la creación de «un cuerpo de reserva
desplegable compuesto por personal contratado que esté formado para ejecutar operaciones
rápidas de ayuda y reconstrucción durante operaciones de contingencia» y
«precualificar un consorcio diverso de contratistas con experiencia en zonas en
reconstrucción». En otras palabras, un ejército contratado permanente.
En su discurso sobre el estado de la nación, en 2007, Bush defendió la idea y
anunció la creación de un cuerpo de reserva civil. «El cuerpo funcionaría de
manera muy parecida a nuestra reserva militar. Aliviaría la carga de las
fuerzas armadas al permitirnos contratar civiles con conocimientos muy
específicos para servir en misiones en el extranjero cuando Estado Unidos les
necesite», explicó. «Gente de todo Estados Unidos sin uniforme tendrá la
oportunidad de servir en la batalla definitiva de nuestro tiempo» [445].
Un año y medio después de la ocupación de Irak, el Departamento
de Estado norteamericano creó una nueva delegación: la Oficina de
Reconstrucción y Estabilización. Un buen día, la oficina paga a contratistas
privados para que tracen un plan detallado de reconstrucción de 25 países que,
por una razón u otra, son objetivos de la destrucción patrocinada por Estados
Unidos. Las corporaciones y los asesores están preparados con «contratos
prefirmados», de manera que pueden pasar a la acción en cuanto se desencadene
el desastre [446].
La guerra en Irak, que se hizo posible a raíz de los ataques
del 11 de septiembre, representa nada menos que el nacimiento violento de un
nuevo modelo de economía, un modelo de guerra y reconstrucción privatizadas:
dado que todos los aspectos de la destrucción y la reconstrucción se han subcontratado
y privatizado, se produce un auge económico cuando las bombas empiezan a
caer, cuando ya no caen y cuando vuelven a caer de nuevo.
Hasta Irak, las fronteras de la cruzada de Chicago las
imponía la geografía. Ahora ya se puede abrir una nueva frontera en cualquier
lugar donde suceda el siguiente desastre.
17. Lo que trajo el terremoto del océano Índico de 2004
El terremoto del océano Índico del 16 de diciembre de 2004 provocó un tsunami que se propagó a lo largo de las costas de la mayoría de los países que lo bordean (Indonesia, Sri Lanka, India, Tailandia…). Acabó con la vida de 250 000 personas y dejó sin hogar a dos millones y medio en toda la región [447].
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Imagen 21. Devastación alrededor de Kalutara, Sri Lanka, después del tsunami |
En la bahía de Arugam (Sri Lanka), uno de los pueblos afectados, los habitantes alegaban que el tsunami estaba siendo aprovechado para que se aprobase una agenda profundamente antipopular: un «plan para trasladar a los pescadores de la playa». Durante quince años, decenas de familias pescadoras habían pasado la temporada de pesca en cabañas situadas en la playa, guardado sus embarcaciones junto a ellas y secado su pesca en hojas de banano sobre la fina arena blanca. Los restaurantes compraban pescado directamente según llegaba en las embarcaciones y los pescadores.
Durante mucho tiempo, no hubo especiales conflictos entre
los hoteles y los pescadores de la bahía de Arugam, en parte porque la guerra
civil que tenía lugar en Sri Lanka aseguraba que ninguna industria crecería
a gran escala. La costa oriental del país presenció algunos de los peores enfrentamientos
de ambos bandos: los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil (conocidos
como los Tigres tamiles) en el norte, y el gobierno central ceilandés de
Colombo. Ninguno consiguió controlarla jamás totalmente.
En febrero de 2002 se produjo un gran avance, cuando
Colombo y los Tigres firmaron un acuerdo de alto el fuego. A pesar de la
precariedad de la situación, las guías empezaron a resaltar el interés de la costa
oriental como la nueva Phuket: bellas playas, juergas a la luz de la luna… «lugares
de moda», según señalaba Lonely Planet [448]. Al mismo tiempo, los
pescadores de todo el país pudieron regresar a las aguas más ricas en pesca a
lo largo de la costa oriental, incluida la bahía de Arugam.
Las playas estaban cada vez más abarrotadas. La bahía de
Arugam fue declarada puerto pesquero, pero los propietarios de los hoteles
empezaron a quejarse de que las cabañas impedían sus vistas y que el olor
del pescado seco repugnaba a sus clientes. Algunos de los hoteleros empezaron a
presionar al gobierno local para que trasladase las embarcaciones y las cabañas
a otra bahía, menos popular para los extranjeros. Los aldeanos los presionaron
a su vez, señalando que ellos habían vivido en esas tierras durante generaciones
y que la bahía de Arugam era algo más que un embarcadero.
Estas tensiones amenazaron con explotar seis meses antes del
golpe del tsunami, al producirse un misterioso incendio en la playa que
redujo a cenizas veinticuatro cabañas. Muchos de los pescadores de la bahía de
Arugam insistían en que el fuego había sido provocado por los propietarios de
los hoteles. Pero si el este fue realmente un intento de ahuyentar a los
pescadores, no funcionó; los aldeanos se mostraron dispuestos a quedarse más
que nunca, y las personas que perdieron sus cabañas las reconstruyeron
rápidamente.
Cuando se produjo el tsunami, consiguió lo que el fuego
no pudo: vació la playa completamente. Cada frágil construcción fue barrida
por el agua. En una comunidad de sólo 4000 habitantes, murieron alrededor de 350
personas, la mayoría de ellos personas que hacían del mar su medio de vida [449].
Cuando la emergencia remitió y las familias de pescadores
regresaron a los lugares donde una vez estuvieron sus casas, la policía les
prohibió reconstruir sus hogares. Nada de casas en la playa; todo tenía que
estar, al menos, a doscientos metros atrás de la orilla de la costa. La mayoría
habría aceptado construir más lejos del agua, pero no había terreno disponible
allí, lo que dejaba a los pescadores sin un lugar al que ir. Y la nueva «zona
de separación» había sido impuesta no sólo en la bahía de Arugam, sino a lo
largo de toda la costa. Las playas estaban fuera de los límites.
Con el fin de recibir raciones de comida y subvenciones como
ayuda, cientos de miles de personas se desplazaron de las playas a campamentos
temporales del interior, largos y sombríos barracones de chapa cuya
absorción del calor era tan insoportable que muchos los abandonaban para dormir
fuera. Según pasaba el tiempo, los campos se convirtieron en avenidas de
suciedad y enfermedades patrulladas por amenazadores soldados blandiendo sus ametralladoras.
Oficialmente, el gobierno dijo que la zona de separación era
una medida de seguridad para prevenir que se repitiera una devastación si se
produjera otro tsunami. Pero el problema era que esto no se estaba aplicando a
la industria del turismo. Por el contrario, se animaba a los hoteleros a que
expandiesen sus hoteles frente al mar.
Para los pescadores, la zona de separación parecía algo más
que una excusa del gobierno para hacer lo que llevaba haciendo desde antes de
la ola: echarlos de la playa. Las capturas que solían extraer de las aguas
habían sido suficientes para mantener a sus familias, pero no contribuían al
crecimiento económico tal como era medido por instituciones como el Banco
Mundial, y la tierra donde una vez estuvieron sus cabañas podría ser puesta
al servicio de un uso más rentable. Un documento llamado «Plan de desarrollo
para los recursos de la bahía de Arugam» filtrado por la prensa confirmaba
los peores temores de la comunidad de pescadores. El gobierno federal había
encargado a un equipo de consultores internacional desarrollar un anteproyecto de
reconstrucción de la bahía de Arugam, y este plan fue el resultado. Aunque
hubieran sido sólo las propiedades situadas frente a la playa las dañadas por
el tsunami, con la mayor parte de la ciudad aún en pie, este pedía que la bahía
de Arugam fuese demolida y reconstruida, y que se convirtiera en una «boutique
de destino turístico» de lujo. El informe señalaba con entusiasmo que la bahía
de Arugam podría servir como modelo para levantar treinta nuevas «zonas turísticas»
cercanas, convirtiendo la costa oriental de Sri Lanka en una Riviera en el
Sureste asiático [450].
El informe explicaba que los aldeanos serían trasladados a
lugares más apropiados, algunos varios kilómetros más lejos y lejos del océano.
Para colmo, los 80 millones de dólares del proyecto de renovación iban a ser
financiados con el dinero recaudado como ayuda en nombre de las víctimas del
tsunami.
17.1 Antes de la ola: planes frustrados
Como ya se ha mencionado, el plan para rehacer Sri Lanka
era dos años anterior al tsunami. Empezó cuando la guerra civil terminó y
los contendientes habituales aparecieron sobre el terreno para tramar la
entrada de Sri Lanka en la economía mundial, de manera prominente en la USAID,
el Banco Mundial y en su flamante Banco Asiático de Desarrollo (BasD).
El gobierno de Estados Unidos estaba tan entusiasmado con el
potencial de Sri Lanka como destino turístico de alto standing que
USAID lanzó un programa con el fin de organizar la industria turística de Sri
Lanka, creando un poderoso lobby al estilo de Washington. Pediría un
crédito para incrementar el presupuesto destinado a promocionar el turismo
«desde no menos de 500 000 dólares al año hasta alcanzar aproximadamente los 10
millones anuales» [451]. Mientras tanto, la embajada de Estados Unidos
lanzaría el Programa de Competitividad, una avanzadilla con el fin de
progresar en los intereses económicos de Estados Unidos en el país.
Pero antes de que Sri Lanka pudiera cumplir con su destino
como centro lúdico del grupo de la plutonomía, existían algunas áreas
que necesitaban mejoras drásticas de manera urgente. Lo primero que tenía
que hacer el gobierno para atraer complejos turísticos de primera categoría era
disminuir los obstáculos de la propiedad privada de la tierra (aproximadamente
el 80 % de la tierra de Sri Lanka era propiedad del Estado) [452].
Necesitaba una legislación laboral más «flexible» bajo la cual los inversores pudieran
proveer de personal a sus complejos turísticos. Igualmente, necesitaba
modernizar sus infraestructuras. Sin embargo, desde que Sri Lanka contrajo una
deuda por la compra de armas, el gobierno no podía pagar por todas esas
rápidas modernizaciones por su cuenta. Los habituales acuerdos estaban
encima de la mesa: préstamos del Banco Mundial y del Fondo Monetario
Internacional a cambio de acuerdos para abrir la economía a las privatizaciones
y a «sociedades público-privadas».
Todos estos planes y condiciones se dispusieron cuidadosamente
en Regaining Sri Lanka, un programa de tratamiento de choque del
gobierno de Sri Lanka y del Banco Mundial ultimado a principios de enero de
2003. Su principal partidario local fue el político y empresario local Mano
Tittawella [453].
Como todos los planes de terapia de shock, Regaining
Sri Lanka exigía muchos sacrificios en nombre de una rápida reactivación
del crecimiento económico. Millones de personas tendrían que abandonar sus
tradicionales pueblos para liberar las playas para los turistas y las tierras
para complejos turísticos y autopistas. La pesca (restante) quedaría bajo el
dominio de industriales pesqueros de arrastre que actuarían en puertos
profundos [454]. Y, por supuesto, habría despidos masivos en las
compañías estatales y los precios de los servicios subirían.
El problema para los partidarios de este plan era que,
simplemente, muchos habitantes no creían que esos sacrificios valiesen la
pena. El Regaining Sri Lanka fue rechazado, primero a través de una
oleada de huelgas y protestas callejeras; después, de manera decisiva, en las
urnas. En abril de 2004, los srikanleses derrotaron a todos los expertos
extranjeros y empresarios locales votando una coalición de centroizquierda autodenominada
marxista que prometía abandonar el plan Regaining Sri Lanka en su totalidad
[455].
Ocho meses después de esas elecciones golpeó el tsunami.
Entre el luto por la desaparición del Regaining Sri Lanka, la
importancia del acontecimiento se entendió de inmediato. El gobierno recién
elegido necesitaría miles de millones de los acreedores extranjeros para
reconstruir hogares, carreteras, escuelas y vías de ferrocarril destruidos
durante la tormenta. Y esos acreedores sabían bien que, cuando se enfrentan a
una crisis devastadora, incluso los más comprometidos nacionalistas económicos
se vuelven de manera repentina más flexibles.
17.2 Después de la ola: una segunda oportunidad
En Colombo, el gobierno nacional inmediatamente hizo un
movimiento para demostrar a los países ricos que estaba preparado para
renunciar al pasado. La presidenta Chandrika Kumaratunga, elegida
abiertamente en una plataforma antiprivatización, alegó que el tsunami había
sido para ella una especie de epifanía religiosa que la había ayudado a ver la
luz del libre mercado [456].
Sólo cuatro días después de que golpeara la ola, el gobierno
hizo aprobar un proyecto de ley que allanó el camino para la privatización del
agua, un plan al que los ciudadanos se habían resistido enérgicamente durante
años. Por supuesto, ahora, con el país todavía inundado por el agua del mar y
las tumbas sin cavar, pocos sabían aún que esto había ocurrido. El gobierno
también eligió este momento de extrema privación para subir el precio de la
gasolina: un movimiento diseñado para enviar a los prestamistas un inequívoco
mensaje sobre la responsabilidad fiscal de Colombo. También comenzó el
desarrollo de la legislación para privatizar la compañía nacional de
electricidad [457].
Si los prestamistas de Washington fueron capaces de moverse
rápidamente para aprovecharse del tsunami fue porque ya habían hecho algo
notablemente similar antes. El ensayo general del desastre capitalista
postsunami tuvo lugar en el pequeño examen que supuso el episodio que siguió
al huracán Mitch.
En octubre de 1998, durante una interminable semana,
el Mitch azotó las costas y las montañas de Honduras, Guatemala y Nicaragua,
inundando pueblos enteros y matando a más de 9000 personas. Los ya de por sí
empobrecidos países no pudieron desenterrarse sin la generosa ayuda
extranjera, que llegó a un precio excesivo. Dos meses después de que golpeara
el Mitch, el Congreso de Honduras aprobó varias leyes que permitían la
privatización de aeropuertos, puertos marinos y autopistas y llevó por vía
rápida diversos planes para privatizar la compañía estatal de teléfonos, la
compañía nacional eléctrica y parte del sector del agua. Asimismo, anuló leyes progresistas
de reforma de la tierra, haciendo más fácil a los extranjeros comprar y vender propiedades
y presionó firmemente a favor de una radical ley minera que rebajó los
estándares medioambientales e hizo más fácil desahuciar de sus hogares a la
gente que se encontraba en el paso de las nuevas minas [458].
En los países vecinos fue más de lo mismo: en esos dos
mismos meses después del Mitch, Guatemala dio a conocer planes para liquidar su
sistema telefónico, y Nicaragua hizo lo mismo junto con su compañía eléctrica y
el sector petrolero. Según el Wall Street Journal, «el Banco Mundial y
el Fondo Monetario Internacional han echado todo su peso detrás de la venta [de
telecomunicaciones], creando una condición para conceder aproximadamente 47
millones de dólares anualmente en ayuda durante tres años y vinculando esta a
alrededor de 4400 millones de dólares en deuda extranjera de auxilio para
Nicaragua» [459].
En los años siguientes, las ventas se aprobaron, a menudo a
precios muy por debajo del valor de mercado. Por ejemplo, Nicaragua liquidó el
40 % de su compañía telefónica por sólo 33 millones de dólares, cuando Pricewaterhouse
Coopers había estimado su valor en 80 millones de dólares [460].
Cuando golpeó el tsunami, Washington estaba preparado para
llevar el modelo del Mitch a un nivel superior: el objetivo se dirigía no sólo
a leyes nuevas sino a un control corporativo directo sobre toda la
reconstrucción. Sólo una semana después de que el tsunami nivelara las
costas, la presidenta de Sri Lanka creó un organismo que llamó Fuerza
Operante para Reconstruir la Nación. Este grupo, y no el Parlamento de Sri
Lanka, tendría todo el poder para desarrollar e implementar un plan maestro en
un nuevo Sri Lanka. El grupo de trabajo estaba compuesto por los ejecutivos de
la banca y de la industria más poderosos del país. Y no de cualquier industria:
cinco de los diez miembros del grupo de trabajo habían dirigido holdings
en el sector turístico de la playa, representando a algunos de los más grandes
complejos turísticos del país [461]. El presidente era el ya mencionado Mano
Tittawella.
En sólo diez días, los líderes del grupo de trabajo hicieron
un borrador de un completo anteproyecto de reconstrucción nacional que incluía
desde la vivienda a las autopistas. Este plan establecía zonas de separación y
esa bondadosa exención a los hoteles. El grupo de trabajo también desvió el
dinero de la ayuda hacia las grandes autopistas y los puertos de pesca
industriales que tanta resistencia habían encontrado antes de la catástrofe.
Washington apoyó al grupo de trabajo y su fórmula de ayuda a
la reconstrucción, que a estas alturas ya se parecía a la de Irak. CH2M Hill,
el gigante de la ingeniería y de la construcción de Colorado, había sido
distinguido con una suma de 28,5 millones de dólares para supervisar a otros importantes
contratistas en Irak. A pesar de su papel central en la debacle de la
reconstrucción en Irak, se le concedió un contrato adicional de 33 millones de
dólares para Sri Lanka para, en primer lugar, ocuparse de tres puertos de aguas
profundas para la flota pesquera industrial y de la construcción de un nuevo puente
en la bahía de Arugam, parte del plan para convertir la ciudad en un «paraíso
turístico» [462].
El único dinero directo que el gobierno de Estados Unidos
gastó en los pescadores de pequeña escala fue un millón de dólares, lo cual
permitiría «mejorar» los campamentos temporales donde estaban siendo hacinados
mientras las playas era renovadas [463]. Con todo, a medida que pasaban
los meses, estos campamentos empezaban a parecerse cada vez menos a refugios de
emergencia y más a tugurios de chabolas consolidados.
17.3 La ola más amplia
Sri Lanka no era el único país que había sido golpeado por
este segundo tsunami. Historias similares de tierra y
expropiaciones se revelaban en Tailandia, las Maldivas…
Un año después del tsunami, la ONG ActionAid, que
vigila el uso de la ayuda extranjera, publicó los resultados de una extensa
encuesta de 50 000 supervivientes del tsunami procedentes de cinco países. En
todas partes se repetían las mismas pautas: los residentes fueron excluidos
de la reconstrucción, pero los hoteles fueron colmados de incentivos; los
campamentos temporales fueron confinados en miserables campos militarizados sin
haberse realizado apenas una reconstrucción permanente. El informe concluía que
los contratiempos no podían achacarse a la dotación insuficiente o la
corrupción. Los problemas eran estructurales y premeditados: «[…] las
comunidades de la costa fueron apartadas en favor de los intereses comerciales»
[464].
Cuando llegó el oportunismo postsunami, no obstante, no
había lugar comparable con las Maldivas. Allí, el gobierno no quedó
satisfecho simplemente con despejar las playas de pobres, sino que utilizó el
tsunami para intentar vaciar de sus ciudadanos la inmensa mayoría de las zonas
habitables del país.
Las Maldivas, un conjunto de aproximadamente 200 islas
habitadas frente a la costa de la India, es una república turística cuyo producto
de exportación es el ocio tropical, con un asombroso 90 % de ingresos
estatales que provienen directamente de las vacaciones en sus playas [465].
Casi un centenar de sus islas son «islas turísticas», pequeñas parcelas de
vegetación rodeadas por halos de arena blanca que están completamente
controladas por los hoteles, transatlánticos o gente rica.
Maumoon Abdul Gayoom fue el hombre que presidió este
reinado de placer entre 1978 y 2008. Durante su permanencia, el gobierno encarceló
a los líderes de la oposición y fue acusado de torturar a «disidentes» por
crímenes tales como escribir contra el gobierno en páginas web [466].
Con los críticos fuera de la vista en las prisiones de las islas, Gayoom y su
séquito fueron libres para prodigar su atención en el negocio turístico.
Antes del tsunami, el gobierno de las Maldivas había
estado viendo cómo expandir el número de complejos turísticos para satisfacer
la creciente demanda de escapadas de lujo. Se enfrentó al habitual obstáculo:
la gente. Los maldivos son pescadores de subsistencia, muchos de los cuales
viven en pueblos tradicionales dispersos por los atolones de las islas, y el
gobierno de Gayoom había estado intentando convencerlos de que se trasladaran a
islas más grandes y densamente pobladas que los turistas raras veces visitan.
Se supone que estas islas ofrecerían mejor protección ante las mareas crecientes
causadas por el calentamiento global. Pero era difícil, incluso para un régimen
represivo, desarraigar a decenas de miles de personas de sus islas ancestrales
y el programa de «consolidación de la población» fue en gran parte
fallido [467].
Después del tsunami, el gobierno de Gayoom declaró
inmediatamente que el desastre demostró que muchas islas eran «inseguras e
inadecuadas para ser habitadas» y lanzaron un programa más agresivo de
traslado que el intentado anteriormente, declarando que quien quisiera
auxilio del Estado para la recuperación tras el tsunami tendría que trasladarse
a alguna de las islas designadas como «islas seguras» [468].
El gobierno de las Maldivas afirmaba que el Programa para
las Islas Seguras, apoyado y patrocinado por el Banco Mundial y otros
organismos, se estaba dirigiendo por requerimiento público para vivir en «islas
más grandes y seguras» [469]. Pero las preocupaciones del gobierno se
evaporaron cuando ello afectaba a todos los hoteles construidos con precaria
arquitectura en las islas que estaban al nivel del mar. No es sólo que los
complejos turísticos no estaban sujetos a evacuaciones seguras, sino que, en
diciembre de 2005, un año después del tsunami, el gobierno de Gayoom declaró
que estaban disponibles treinta y cinco nuevas islas para ser arrendadas como
complejos turísticos por más de cincuenta años [470].
17.4 Las consecuencias del desastre
En los países afectados por el tsunami, debido a que la
tormenta hizo un eficaz trabajo despejando la playa, el proceso de desplazamiento
y gentrificación que normalmente se extendería durante años se llevó a
cabo en cuestión de días o semanas. Con el apoyo de las pistolas de la
policía local y la seguridad privada, fue una gentrificación militarizada.
En Tailandia, por ejemplo, en las primeras veinticuatro horas de la ola,
los promotores inmobiliarios enviaron guardias de seguridad privada armados
para cercar los terrenos codiciados por los complejos turísticos. En algunos
casos, los guardias ni siquiera permitieron a los supervivientes buscar en sus
viejas propiedades los cuerpos de sus hijos [471].
Se supone que la influencia de la ayuda de la reconstrucción
por el tsunami iba a ofrecer a los esrilanqueses una oportunidad para construir
una paz duradera, pero no fue así. Las ONG, que inicialmente se veían útiles,
estaban sufriendo la peor de las cóleras que venían de la reconstrucción
debido a que eran intensamente visibles, con sus logotipos en cada superficie
disponible a lo largo de la costa, mientras que el Banco Mundial, la USAID y
los funcionarios del gobierno raras veces abandonaban sus oficinas de la
ciudad. Era irónico, ya que los organizadores de la ayuda eran los
únicos que ofrecían algún tipo de ayuda; pero también inevitable, porque
lo que ellos ofrecían era insuficiente. Parte del problema era que el complejo de
la ayuda había llegado a ser tan cuantioso y tan aislado de la gente a la que
estaba sirviendo que el estilo de vida de sus empleados se había convertido
en una obsesión nacional: hoteles de lujo, casas en primera línea de playa,
todoterrenos blancos completamente nuevos... Los tenían todas las
organizaciones de ayuda.
En Sri Lanka, como en Irak o Afganistán, la
reconstrucción se parecía tanto a un robo que los trabajadores cooperantes se
convirtieron en objetivos: en
agosto de 2006, diecisiete trabajadores esrilanqueses de la ONG
internacional Acción Contra el Hambre para el auxilio al tsunami fueron
masacrados en sus oficinas cerca de la ciudad portuaria de la cosa oriental de Trincomelee.
Se desató una nueva ola de atroz enfrentamiento y la reconstrucción por el
tsunami se quedó en el camino. Muchas organizaciones de ayuda, temiendo por
la seguridad de su personal después de recibir más ataques, abandonaron el
país. Otras desplazaron su foco al sur, el área controlada por el gobierno,
dejando el este, duramente golpeado y el norte, controlado por los tamiles y
sin ayuda. Estas decisiones sólo profundizaron más el sentir de que los
fondos para la reconstrucción se estaban gastando de manera injusta,
especialmente después de que un estudio de finales de 2006 encontrara que,
aunque la mayoría de los hogares golpeados por el tsunami estaban aún en
ruinas, la única excepción era el propio distrito electoral del presidente en
el sur, donde un 173 % de los hogares había sido reconstruido [472].
Los trabajadores cooperantes, todavía sobre el terreno en el
este, cerca de la bahía de Arugam, ahora se ocupaban de una nueva ola de
desplazados: los cientos de miles forzados a dejar sus hogares debido a la
violencia. Los trabajadores de las Naciones Unidas, «quienes en un principio
habían sido contratados para reconstruir las escuelas destruidas por el
tsunami, habían sido desviados a construir inodoros para la gente desplazada
por los enfrentamientos», informaba el New York Times [473].
En julio de 2006, los Tigres tamiles anunciaron
oficialmente que el fin del alto de fuego había terminado. La reconstrucción
se paró y la guerra volvió. Poco menos de un año después, unas 4000 personas
habían sido asesinadas en los enfrentamientos después del tsunami. Sólo una pequeña
parte de los hogares destruidos por el tsunami en la costa oriental habían sido
reconstruidos y, de las nuevas construcciones, cientos habían sido perforadas
por agujeros de bala.
Como Irak, Sri Lanka recibió lo que el politólogo de la Universidad
de Ottawa Roland París había calificado como «la paz como castigo»: la
imposición de un feroz y combativo modelo económico que hizo la vida más
difícil para la mayoría de la gente en el mismo momento en el que más
necesitaban la reconciliación y una mitigación de las tensiones [474].
18. La experiencia de Nueva Orleans
En agosto de 2005, el huracán «Katrina […]
generó numerosas fallas de diques alrededor de Nueva Orleans provocando inundaciones
catastróficas en la ciudad» [475].
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Imagen 22. Las aguas de la inundación atraviesan un dique a lo largo del canal de Inner Harbor cerca del centro de Nueva Orleans |
Hubo un breve período de tiempo en el que parecía que estos
sucesos causarían una crisis en la lógica económica que había exacerbado
enormemente el desastre humano con sus implacables ataques a la esfera pública.
«La tormenta destapó las consecuencias de las mentiras y mistificaciones del
capitalismo en un único escenario y de repente», escribió el politólogo
Adolph Reed Jr. [476].
En el verano de 2004, más de un año antes de que el
Katrina golpeara, el estado de Luisiana solicitó fondos a la Agencia
Federal para la Gestión de Emergencias (FEMA), —un laboratorio de la visión
de gobierno de la administración Bush dirigido por corporaciones— para desarrollar
un exhaustivo plan de contingencia para el potente huracán. La
petición fue rechazada. Ese mismo verano la FEMA concedió un contrato
de 500 000 dólares a una empresa privada llamada Innovative Emergency
Management (IEM) para idear un plan «para el desastre catastrófico del huracán
para el sureste de Luisiana y la ciudad de Nueva Orleans» [477].
La compañía no reparó en gastos y, finalmente, la
factura de la operación llegó al millón de dólares. IEM pensó escenarios para
evacuaciones en masa que cubriesen todo: desde el reparto del agua hasta la
instrucción a las comunidades vecinas para identificar terrenos vacíos que
pudieran ser inmediatamente transformados en complejos de casas rodantes para
los evacuados. Sin embargo, ocho meses después de que el contratista
presentara su informe, ninguna acción se había llevado a cabo [478].
Para algunos ideólogos del libre mercado, este
espectáculo provocó una crisis de fe. «El derrumbe de los diques de
Nueva Orleans tendrá consecuencias sobre el neoconservadurismo tan profundas
como el hundimiento del Muro de Berlín lo tuvo sobre el comunismo soviético»,
escribió el arrepentido creyente Martin Kelly en un ensayo. «Con optimismo,
todos aquellos que instaron a que la ideología siguiese, yo incluido, tendrán
largo tiempo para considerar la equivocación de nuestros caminos». Incluso
incondicionales neocons como Jonah Goldberg estaban suplicando un «gobierno
fuerte» que acudiese al rescate [479].
Pero ningún examen de conciencia se hizo notar en la Heritage
Foundation, donde se encuentran los verdaderos discípulos del friedmanismo.
El Katrina fue una tragedia, pero, como Milton Friedman escribió en su
columna de opinión en el Wall Street Journal, era «también una
oportunidad». El 13 de septiembre de 2005, catorce días después de
que los diques se resquebrajaran, la Heritage Foundation fue la anfitriona de
un encuentro de ideólogos de ideas afines y legisladores republicanos.
Propusieron una lista de «Ideas pro libre mercado para dar respuesta al
huracán Katrina y al alto precio del gas», todas ellas englobadas como «auxilio
por el huracán» [480].
Además, a pesar de que los climatólogos han vinculado
directamente el incremento de los huracanes al calentamiento de la temperatura
oceánica [481], el grupo de trabajo de la Heritage Foundation solicitó
al Congreso la revocación de las regulaciones medioambientales de la Costa del
Golfo, dando permiso para abrir nuevas refinerías de petróleo en Estados
Unidos, así como luz verde para «perforar en el Artic National Wildlife
Refuge» [482].
En cuestión de semanas, la Costa del Golfo se convirtió
en un laboratorio interno con el mismo tipo de gobierno regido por contratistas
que había sido pionero en Irak.
Las compañías que consiguieron los contratos más importantes
eran grupos conocidos en Bagdad: una unidad de la KBR de Halliburton
tenía un contrato de 60 millones de dólares para reconstruir las bases
militares a lo largo de la costa. Blackwater fue contratada para
proteger a los empleados de la FEMA de los saqueadores. Parsons entró en un
proyecto de construcción de un importante puente en el Misisipi. Fluor, Shaw,
Bechtel, CH2M Hill fueron contratados por el gobierno para proveer de
casas móviles a los evacuados sólo diez días después de que los diques se
rompiesen. Sus contratos alcanzaron un total de 3400 millones de dólares, sin
necesidad de oferta previa [483].
En Nueva Orleans, como en Irak, se explotó toda
oportunidad de beneficio. Kenyon, una sección del megaconglomerado
funerario Service Corporation International, fue contratada para recuperar los
cadáveres de las casas y calles. El trabajo fue extraordinariamente lento y
los cuerpos se derritieron al sol durante días. A los trabajadores de
urgencias y agentes funerarios voluntarios locales se les prohibió intervenir
en la ayuda porque recoger los cuerpos afectaba al terreno comercial de Kenyon.
La compañía cobró al Estado, por término medio, 12 500 dólares por víctima
después de ser acusada de no poner adecuadamente las etiquetas a muchos
cuerpos. Durante casi un año después de la inundación, todavía se seguían
descubriendo en los desvanes cadáveres en estado de descomposición [484].
Ashritt, la compañía que cobró 500 millones de dólares por
retirar escombros, no poseía ni un solo camión vertedero y encargó todo el
trabajo a contratistas [485]. Más llamativo fue el caso de la compañía a
la que la FEMA pagó 5,2 millones de dólares para construir un campamento base
para los trabajadores de urgencias en St. Bernard Parish, un barrio en las
afueras de Nueva Orleans. La construcción del campamento se retrasó y nunca
llegó a terminarse. Cuando el contratista fue investigado, resultó que la
compañía, Lighthouse Disaster Relief, era en realidad un grupo religioso [486].
Al igual que en Irak, las corporaciones retiraron fondos
mediante masivos contratos, liquidando luego al gobierno ese dinero no con
un trabajo fidedigno sino con contribuciones a las campañas o con leales subordinados
controlados en las campañas electorales: según el New York Times,
«los más altos contratistas de servicios han gastado cerca de 300 millones de
dólares desde el año 2000 en su ejercicio de presión política y han donado 23
millones de dólares a las campañas políticas» [487].
Y otra cosa también era familiar: la aversión de los
contratistas a contratar a personal local. El resultado, previsible, fue
que después de que todas las capas de subcontratistas hubieran tomado su trozo
del pastel, no había nada que dejar para los que trabajaban. Por ejemplo, el
FEMA pagó a Shaw 175 dólares por metro cuadrado para instalar lonas azules
impermeabilizadas en los tejados dañados, aun cuando las lonas mismas estaban siendo
proporcionadas por el gobierno. Una vez que todos los contratistas tomaron su
parte, los trabajadores que realmente pusieron las lonas recibieron tan sólo
dos dólares por metro cuadrado [488].
Según un estudio, «una cuarta parte de los trabajadores que
estaban reconstruyendo la ciudad eran inmigrantes sin papeles, casi todos
hispanos, ganando bastante menos dinero que los trabajadores legales». En
Misisipi, una demanda colectiva obligó a varias compañías a pagar cientos de
miles de dólares en salarios retrasados a trabajadores inmigrantes. A algunos
no les pagaron en absoluto [489].
Los ataques que suponían estas desigualdades, hechos en
nombre de la reconstrucción y el auxilio, no terminaron aquí. En noviembre de
2005, con el fin de compensar las decenas de miles de millones que habían ido a
parar a compañías privadas en contratos y deducciones fiscales, el Congreso
anunció que necesitaba recortar 40 000 millones de dólares del presupuesto
federal. Entre los programas que recortaron drásticamente estaban los
préstamos a los estudiantes, los programas de asistencia sanitaria a gente sin
recursos y los cupones para alimentos [490].
Después de la inundación, una ya dividida Nueva Orleans se
convirtió en un campo de batalla entre las cercadas zonas de seguridad —con
su propia red de suministro eléctrico, su propia telefonía y sistemas de aguas
residuales y su propio hospital de tecnología punta— y las embravecidas
zonas desprotegidas, el resultado no de los daños provocados por el agua
sino de las «soluciones de libre mercado» adoptadas por el presidente. La
administración Bush rechazó destinar fondos de emergencia para pagar los salarios
del sector público, y la ciudad de Nueva Orleans, que perdió su base
impositiva, tuvo que despedir a tres mil trabajadores en los meses
posteriores al Katrina. Entre ellos estaban dieciséis miembros del personal
de planificación de la ciudad cesados en el preciso momento en que Nueva
Orleans necesitaba planificadores de manera desesperada. En su lugar, millones
de dólares públicos fueron a consultores del exterior, muchos de los cuales
eran poderosos promotores estatales [491].
En brutal contraste con el ritmo glacial al que se repararon
los diques y la red eléctrica de Nueva Orleans, la subasta del sistema
educativo de la ciudad se realizó con precisión y velocidad dignas de un
operativo militar. En menos de diecinueve meses, las escuelas públicas
de Nueva Orleans fueron sustituidas casi en su totalidad por una red de
escuelas chárter de gestión privada. Antes del huracán Katrina, la junta
estatal se ocupaba de 123 escuelas públicas; después, sólo quedaban 4. Antes de
la tormenta, Nueva Orleans contaba con 7 escuelas chárter, y después, 31 [492].
Los maestros de la ciudad solían enorgullecerse de pertenecer a un sindicato
fuerte. Tras el desastre, los contratos de los trabajadores quedaron hechos
pedazos, y los 4700 miembros del sindicato fueron despedidos [493].
Casi dos años después del huracán, el hospital público Charity,
que se había inundado durante la tormenta, continuaba cerrado. El poder
judicial apenas funcionaba, y la compañía de electricidad privatizada, Entergy,
había fracasado al no recuperar la línea de toda la ciudad. El sistema de
transporte público fue desmantelado y perdió a casi la mitad de sus
trabajadores. La inmensa mayoría de los proyectos de vivienda de propiedad
pública estuvieron cubiertos con tablas y vacíos, con cinco mil unidades
dispuestas para la demolición por la autoridad federal de la vivienda [494].
De la misma manera que el lobby del turismo en Asia había anhelado
deshacerse de los pueblos de pescadores de primera línea de playa, el
poderoso lobby del turismo de Nueva Orleans había puesto sus ojos en
proyectos de vivienda [495].
La esfera pública de Nueva Orleans no estaba siendo
reconstruida sino eliminada, utilizando la tormenta como excusa. En 2007,
la Sociedad Americana de Ingenieros Civiles dijo que Estados Unidos se había
quedado tan atrás en el mantenimiento de sus infraestructuras públicas que llevaría
más de un billón y medio de dólares durante cinco años devolverla a la
normalidad. En su lugar, esta clase de gastos están siendo recortados [496].
Al mismo tiempo, las infraestructuras públicas en el mundo se están enfrentando
a una tensión sin precedentes: huracanes, ciclones, inundaciones e incendios
forestales se están incrementando en frecuencia e intensidad. Es fácil imaginar
un futuro en el que un creciente número de ciudades han quitado del medio sus
frágiles y descuidadas infraestructuras debido a los desastres y, después, han
dejado pudrirse sus servicios esenciales jamás reparados o rehabilitados. Los
pudientes, mientras tanto, se retirarán a comunidades cercadas con acceso
controlado y atendidas por proveedores privados.
Señales de este futuro se manifestaron ya en la estación de
huracanes durante el año 2006. En sólo un año, la industria de respuesta
a los desastres estalló con un alud de nuevas corporaciones en el mercado,
prometiendo que la seguridad de toda clase no faltaría en un futuro desastre.
Una de las más ambiciosas aventuras fue lanzada por una aerolínea en West Palm
Beach, Florida. Help Jet se presentó como «el primer plan de escape de
un huracán que convierte la evacuación de un huracán en unas vacaciones para
personas de la alta sociedad». Cuando se avecina una tormenta, la aerolínea
reserva vacaciones para sus miembros en complejos turísticos de cinco estrellas
con campos de golf, en spas o en Disneylandia. Con todas las reservas hechas,
los evacuados son entonces llevados rápidamente fuera de la zona del huracán en
un lujoso jet [497].
Nueva Orleans es hoy un mundo de zonas residenciales de
seguridad en el que dos clases muy diferentes de comunidades cercadas
surgen de los escombros. Por un lado, están las llamadas casas FEMA:
desoladas, campamentos apartados para los evacuados con bajos ingresos
construidos por subcontratas de Bechtel o Fluor, gestionados por compañías de
seguridad privada que patrullan los terrenos sin asfaltar, con visitantes
restringidos y libres de periodistas. Por otro lado, las comunidades,
también cercadas, construidas en las áreas ricas de la ciudad como
Audubon y el Garden District, completas burbujas de funcionalidad. En
las semanas de la tormenta, los residentes tenían agua y potentes generadores
de emergencia. Sus enfermedades se trataron en hospitales privados y sus hijos
fueron a las nuevas escuelas contratadas. Entre los dos tipos de Estados
soberanos privatizados, estaba la versión de Nueva Orleans de la zona no
protegida, donde la tasa de asesinatos se disparó y vecindarios como el ilustre
Lower Ninth Ward se sumieron en una posapocalíptica tierra de nadie [498].
Bill Quiglev, un abogado y activista local, observó «que lo
que está pasando en Nueva Orleans es sólo una versión más concentrada, más
gráfica de todo lo que va a venir por todo el país» [499].
El proceso está ya en marcha. Otro reflejo de
apartheid del desastre futuro puede encontrarse en un rico barrio residencial
republicano a las afueras de Atlanta. Sus residentes decidieron que estaban cansados
de subvencionar con sus propios impuestos las escuelas y la policía de los
vecindarios afroamericanos del distrito con más bajos ingresos. Votaron dar
forma a su propia ciudad, Sandy Springs, que podría gastar sus impuestos
en servicios para sus 100 000 ciudadanos y no tener los ingresos redistribuidos
por todo el condado de Fulton. Pero Sandy Springs no tenía estructuras de
gobierno y necesitaba construirlas desde cero, con lo que, en septiembre de
2005, el mes en el que Nueva Orleans se inundó, sus residentes fueron abordados
por el gigante de la construcción y consultor CH2M Hill con una singular
persuasión: déjanos hacerlo por ti. Por un precio inicial de veintisiete
millones de dólares al año, el contratista se comprometió a construir una
ciudad completa desde cero [500].
Pocos meses después, Sandy Springs se convirtió en la primera
«ciudad contratista». Sólo cuatro personas trabajaron directamente para la
nueva municipalidad: todos los demás eran contratistas [501].
En un año, la obsesión por las ciudades-contrato se extendió
por los barrios residenciales adinerados de Atlanta y llegó a convertirse en un
procedimiento estándar en el norte de Fulton [Condado]. Las comunidades vecinas
tomaron sus sugerencias de Sandy Springs y también votaron convertirse en ciudades
autónomas y contratar a un contratista fuera de sus gobiernos. Pronto empezaría
una campaña para que las nuevas ciudades corporativas participaran de manera
conjunta en la formación de su propio condado, lo que significaría que ninguno
de sus dólares en impuestos iría a parar a los barrios pobres cercanos. El plan
encontró una virulenta oposición fuera del enclave propuesto [502].
En estos adinerados barrios residenciales de Atlanta, las
tres décadas de cruzada corporativista de vaciado del Estado se habían
completado: no es sólo que cada servicio del gobierno hubiera sido subcontratado,
sino que también lo fueron sus propias funciones.
19. La experiencia de Israel
Durante décadas, el saber convencional decía que el caos
era el sumidero de la economía global. Los shocks particulares y las
crisis podían aprovecharse como efecto palanca para forzar a abrir nuevos
mercados, por supuesto, pero después de que el shock inicial había hecho
su trabajo, la estabilidad y la paz relativas eran necesarias para sostener el
crecimiento económico.
En el Foro Económico Mundial de Davos, Suiza, de 2007, sin
embargo, líderes políticos y de corporaciones estaban perplejos por el estado
de los acontecimientos que parecía infringir esa sabiduría convencional. Se dio
a conocer como el «dilema de Davos». Como expresó el columnista del Financial
Times Martin Wolf, la economía se había enfrentado a «una serie de shocks:
la quiebra de la Bolsa después del año 2000; [el 11-S]; las guerras en Irak y
Afganistán; […] una subida repentina de los precios reales del petróleo hasta
niveles no vistos desde los años setenta […]». Y todavía se encontraba «en
un período dorado de crecimiento compartido en términos generales». Poco
después, Lawrence Summers, antiguo secretario del Tesoro de Estados Unidos,
señaló: «Hablas con expertos en relaciones internacionales y es el peor de
todos los tiempos. Luego hablas con potenciales inversores y estamos en uno
de los mejores momentos» [503].
¿Significa esto que el mercado se ha hecho inmune a la
inestabilidad? No exactamente. Lo que sucede es que un constante flujo de
desastres es ahora tan esperado que el siempre adaptable mercado ha cambiado
para adaptarse a este nuevo statu quo: la inestabilidad es la nueva
estabilidad. En debates acerca de este fenómeno económico después del 11-S,
Israel es a menudo puesto como ejemplo de un tipo de prueba instrumental.
Durante gran parte de la pasada década, Israel ha experimentado, de manera
reducida, su propio dilema de Davos: las guerras y los ataques se han ido incrementando,
pero la Bolsa de Tel Aviv ha alcanzado niveles récord al lado de toda esta
violencia.
Lo que hace interesante a Israel en este sentido no es sólo
que su economía resiste frente a algunos de los más grandes shocks
políticos, como la guerra de 2006 con el Líbano o con Hamás en 2007, sino
también que ha creado una economía que se expande considerablemente como
reacción directa a la escalada de la violencia. Las razones del nivel de confort
de la industria israelí con el desastre no son tan misteriosas. Años antes de
que compañías europeas y americanas comprendieran el potencial del boom
de la seguridad global, las compañías de tecnología israelíes fueron
enérgicamente pioneras en la industria de la seguridad interna y, hoy en día,
continúan dominando el sector.
La actual habilidad de Israel para obtener grandes
beneficios en situaciones adversas es la culminación de un dramático cambio
en la naturaleza de su economía respecto a los últimos quince años, una
economía que había tenido un profundo impacto en la paralela desintegración de
las perspectivas de paz. La última vez que hubo una perspectiva creíble de paz
en Oriente Medio fue a principios de los años noventa, un tiempo en el
que una potente agrupación de israelíes creía que la continuidad del conflicto
no era una opción a largo plazo. El comunismo se había hundido, la revolución
en las comunicaciones estaba empezando y existía una extendida convicción
dentro de la comunidad de negocios israelí de que la sangrienta ocupación de
Gaza y Cisjordania, agravada por el boicot de los países árabes a Israel,
estaba poniendo el futuro de la economía de Israel en peligro. Viendo la
explosión de los «mercados emergentes» por todo el mundo, las corporaciones
israelíes estaban hartas de estar estancadas por la guerra; querían ser parte
de los altos beneficios de un mundo sin fronteras y no estar acorraladas en una
contienda regional. Si el gobierno israelí pudiera negociar algún tipo de acuerdo
de paz con los palestinos, sus vecinos levantarían sus boicots y el país
estaría perfectamente posicionado para ser el centro neurálgico del libre
comercio en Oriente Medio [504].
En 1993, Simón Peres, ministro de Asuntos
Exteriores, explicó a un grupo de periodistas israelíes que la paz era algo
inevitable. Era, sin embargo, una paz muy particular. «No estamos buscando una
paz de banderas —dijo Peres—, lo que nos interesa es una paz de mercados»
[505]. Pocos meses después, el primer ministro Isaac Rabin y el
presidente de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasir Arafat,
estrecharon sus manos en la Casa Blanca para celebrar la inauguración de los Acuerdos
de Oslo. Después, todo empezó a ir horriblemente a peor.
Oslo podía haber sido el período más optimista en las
relaciones palestino-israelíes, pero el famoso apretón de manos no supuso
sellar un acuerdo. Fue, simplemente, un acuerdo para iniciar un proceso, con
la mayoría de las cuestiones beligerantes sin resolver. Arafat estaba en
una terrible posición al tener que negociar su propio retorno a los territorios
ocupados, y aseguró que estarían fuera del acuerdo el destino de Jerusalén, la
cuestión de los refugiados palestinos, los asentamientos judíos e, incluso, el
derecho de autodeterminación para Palestina. La estrategia de Oslo, afirmaban
los negociadores, era seguir adelante con la «paz de los mercados», basada en
la idea de que el resto de cuestiones se pondrían en su lugar: lanzándose a las
fronteras abiertas y participando en la fuerza devastadora de la globalización,
se suponía que tanto israelíes como palestinos iban a experimentar mejoras
concretas en su vida cotidiana más que en un ambiente acogedor creado por la
«paz de las banderas» en las negociaciones que estaban por llegar. Esta, al
menos, era la promesa de Oslo.
Fueron muchos los factores que contribuyeron a la posterior
ruptura, pero hubo dos muy relevantes y rara vez discutidos, ambos relacionados
con las costumbres estratégicas que la cruzada del libre mercado de la Escuela
de Chicago desarrolló en Israel. Uno fue el influjo de los judíos soviéticos,
lo cual era un resultado directo del experimento de la terapia de shock
en Rusia. El otro fue el lanzamiento de la economía de exportación de Israel,
que de estar basada en la alta tecnología y en bienes tradicionales pasó a ser excesivamente
dependiente de la venta de aparatos y destrezas relacionados con el antiterrorismo.
Ambos factores fueron fuertemente perjudiciales para el proceso de Oslo:
la llegada de los rusos redujo la dependencia del trabajo palestino y permitió
encerrarlo en los territorios ocupados, mientras la rápida expansión de la
economía de seguridad de alta tecnología creaba un poderoso apetito dentro del
rico Israel y los sectores más poderosos se decantaban por el abandono de la
paz a favor de la continuación de los enfrentamientos y la expansión de la
guerra contra el terror.
Por una desafortunada coincidencia histórica, el inicio del
período de Oslo coincidió con la fase más nefasta del experimento de la Escuela
de Chicago en Rusia. El apretón de manos en la Casa Blanca fue el 13 de
septiembre de 1993, exactamente tres semanas después de que Yeltsin enviara
los tanques para que prendiesen fuego al edificio del parlamento.
En el curso de los años noventa, aproximadamente un
millón de judíos abandonó la antigua Unión Soviética trasladándose a Israel
[506]. Es difícil exagerar el impacto de tan grande y rápida
transferencia de población a un país tan pequeño como Israel.
La transformación demográfica puso del revés la ya de por
sí precaria dinámica del acuerdo. Antes de la llegada de los refugiados
soviéticos, Israel no podría haber roto por sí mismo por mucho tiempo las
relaciones con las poblaciones palestinas de Gaza y Cisjordania; su economía
no podía sobrevivir sin el trabajo palestino [507]. Cada lado
dependía del otro económicamente, e Israel llevó a cabo agresivas medidas para
impedir que los territorios palestinos desarrollasen relaciones comerciales
autónomas con los Estados árabes.
Después, justo cuando Oslo entró en vigor, las relaciones se
rompieron de manera abrupta. A diferencia de los trabajadores palestinos, cuya
presencia en Israel había desafiado el proyecto sionista haciendo demandas al
Estado de Israel para la restitución de las tierras robadas y la igualdad en
derechos de ciudadanía, los cientos de miles de rusos que llegaron a Israel
reforzaron los objetivos sionistas al incrementar considerablemente la
proporción de judíos respecto a los árabes, mientras que al mismo tiempo
proporcionaban nueva mano de obra barata. De repente, Tel Aviv tenía el
poder para empezar una nueva era en las relaciones palestinas.
El 30 de marzo de 1993, Israel comenzó una nueva política
de «cierre», sellando la frontera entre Israel y los territorios ocupados,
impidiendo así que los palestinos accediesen a sus puestos de trabajo o
vendiesen sus mercancías. El cierre empezó como una medida temporal, pero
rápidamente se convirtió en el nuevo statu quo, con territorios
acordonados no sólo respecto a Israel sino entre ellos.
En Israel, los años posteriores a los Acuerdos de Oslo
cumplieron su promesa de cambiar el conflicto por prosperidad de manera
espectacular. A mediados y a finales de los años noventa, las compañías
israelíes tomaron por asalto la economía global, especialmente las de alta tecnología
especializadas en telecomunicaciones y tecnología web. En la cumbre del
auge de las empresas que tienen sus sedes en páginas web, el 15 % del producto
interior bruto de Israel provenía de la alta tecnología y casi la mitad de sus
exportaciones. Esto hizo de la economía de Israel «la más dependiente de la
tecnología del mundo», según Business Week, dos veces más que la de Estados
Unidos [508].
Una vez más, las nuevas llegadas de inmigrantes jugaron un
rol decisivo en el boom. Entre los cientos de miles de soviéticos que
llegaron a Israel en los años noventa, hubo más científicos altamente
formados que los que había graduado el Instituto de Alta Tecnología de
Israel en sus ochenta años de existencia. Estos eran muchos de los científicos
que habían mantenido el nivel del lado soviético durante la Guerra Fría y, como
afirmó un economista israelí, los rusos se convirtieron en «el propergol de la
industria tecnológica de Israel» [509].
La apertura de mercados prometía beneficios a ambos lados
del conflicto, pero los palestinos estuvieron notablemente ausentes del boom
post-Oslo, debido al ya mencionado cierre. Según la especialista en
Oriente Medio de Harvard, Sara Roy, cuando las fronteras fueron abruptamente
selladas en 1993, las consecuencias sobre la vida económica palestina fueron
catastróficas.
En 1993, el producto nacional bruto per cápita en los territorios
ocupados cayó en picado cerca de un 30 %; al año siguiente, la pobreza entre
los palestinos era de más de un 33 %. En 1996, dijo Roy, «el 66% de la
población activa palestina estaba desempleada o severamente subempleada» [510].
Lejos de una «paz de los mercados», lo que Oslo significó para los palestinos
fue mercados volatilizados, menos trabajo, menos libertad y, de manera crucial,
según se extendían los asentamientos, menos tierra. Fue esta situación
la que transformó los territorios ocupados en yesca que ardió en llamas cuando Ariel
Sharon (primer ministro de Israel de 2001 a 2006), visitó el
emplazamiento en Jerusalén llamado por los musulmanes al-Haram al Sharif (Monte
del Templo, para los judíos) en septiembre de 2001, desencadenando la segunda
Intifada (septiembre del 2000-febrero de 2005).
En Israel y en la prensa internacional se sostiene,
generalmente, que la razón por la que el proceso de paz se hundió fue porque la
oferta que hizo Ehud Barak (primer ministro de Israel de 1999 a 2001) en
Camp David en julio de 2000 era el mejor acuerdo que los palestinos iban a
conseguir y Arafat dio la espalda a la generosidad israelí, mostrando, de esta
manera, que nunca fue sincero en la búsqueda de la paz. Después de esta experiencia
y la irrupción de la segunda Intifada, los israelíes perdieron la fe en la
negociación, eligieron a Ariel Sharon y empezó la construcción de lo que
ellos llamarían barrera de seguridad y los palestinos Muro del Apartheid:
la cadena de muros de hormigón y verjas de acero que sobresalen de la frontera
de la Línea Verde de 1967 adentrándose en territorio palestino e introduciendo
enormes edificios de asentamientos del Estado israelí, de la misma manera que
un 30 % de los recursos del agua en algunas áreas [511].
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Imagen 23. Muro del Apartheid |
No hay ninguna duda de que Arafat quería un acuerdo mejor que los establecidos en Camp David o Taba en enero de 2001, pero estos acuerdos no fueron tampoco los premios que ellos habían entendido que serían. Aunque insistentemente presentada por los israelíes como una oferta incomparable de generosidad, Camp David apenas habría proporcionado reparación a los palestinos que habían sido forzados a abandonar su tierra y hogares cuando se creó el Estado de Israel en 1948, y estaba lejos de satisfacer los derechos mínimos para la autodeterminación palestina. En 2006, Shlomo Ben-Ami, que encabezaba las negociaciones por parte de Israel en Camp David y en Taba, rompió filas respecto a la línea del partido y admitió que «Camp David no era la oportunidad perdida para los palestinos» y que, si él fuera palestino, «también habría rechazado los acuerdos de Camp David» [512].
Hubo otros factores que contribuyeron al abandono de Tel
Aviv de las negociaciones serias en las conversaciones de paz después de 2001.
Factores tan poderosos como la presunta intransigencia de Arafat o la personal
campaña de Sharon de crear un «gran Israel». Un Israel relacionado con el auge de
la economía de alta tecnología de Israel. A principios de los años noventa, las
élites económicas de Israel querían paz por prosperidad, pero el tipo de
prosperidad que construyeron durante los años de Oslo estaba lejos de ser la
paz que ellos habían originariamente supuesto. Cuando el nicho de Israel en la
economía global resultó ser el de las tecnologías de la información, significó
que la clave del crecimiento se basó en el envío de software y de chips
informáticos a Los Angeles y Londres y no de buques de carga pesada a Beirut o
Damasco. El éxito en el sector de la tecnología no precisaba que Israel
tuviera relaciones con sus vecinos árabes o que pusiera fin a su ocupación de
los territorios. El auge de la economía basada en la tecnología era, sin
embargo, sólo la primera fase de la fatídica transformación económica de
Israel. La segunda vino después de que la economía de las empresas con sede en
Internet quebrase en el año 2000 y las compañías principales de Israel
necesitasen encontrar otro nicho en el mercado global.
Con la economía más dependiente de la tecnología del mundo,
Israel fue golpeado de manera muy severa por el crash de las compañías
de Internet más que en cualquier otro lugar [513].
El gobierno israelí intervino rápidamente con un potente
incremento del 10,7 % en gasto militar, parcialmente financiado con recortes en
los servicios sociales. El gobierno también fomentó la industria de la tecnología
diversificándola, pasando de las tecnologías de la información y la
comunicación a la seguridad y la vigilancia. En este período, las Fuerzas
de Defensa israelíes desempeñaron un rol similar al de una «incubadora
de negocios». Los jóvenes soldados israelíes experimentaron con sistemas de
redes y dispositivos de vigilancia mientras cumplían el servicio militar
obligatorio. Luego llevarían sus descubrimientos a planes de negocios cuando se
incorporaron a la vida civil [514]. Cuando el mercado de estos
servicios y dispositivos se abrió en los años posteriores al 11 de septiembre,
el Estado israelí abrazó abiertamente una visión nueva de la economía nacional:
el crecimiento proporcionado por la burbuja de las empresas de Internet
sería reemplazado por el boom de la seguridad nacional.
Para 2003, Israel se había recuperado de manera
impresionante y, ya en 2004, el país parecía haber logrado un milagro:
después de su calamitosa quiebra, estaba funcionando mejor que casi cualquier
economía de Occidente. Los gobiernos de todo el mundo estaban repentinamente desesperados
por conseguir herramientas de caza a terroristas, también para el conocimiento
del espionaje humano en el mundo árabe. Israel se convirtió, en palabras
de la revista Forbes, «en el país al que acudir por su tecnología contra
el terrorismo» [515].
Como resultado, las exportaciones de Israel de productos y
servicios relacionados con el antiterrorismo se incrementaron un 15 % en 2006.
Las exportaciones de defensa del país en 2006 alcanzaron el récord de 3400 millones
de dólares, haciendo de Israel el cuarto comerciante de armas más grande del
mundo. Su sector tecnológico, en gran parte vinculado a la seguridad, supone
más del 60 % de todas las exportaciones [516].
Este es un pequeño ejemplo de los logros de la industria:
- Una llamada hecha al Departamento de Policía de Nueva York es grabada y analizada con la tecnología creada por Nice Systems, una compañía israelí. Nice también controla las comunicaciones de la policía de Los Ángeles y de Time Warner, de la misma manera que proporciona cámaras de videovigilancia al aeropuerto internacional Ronald Reagan, entre otros clientes [517].
- Imágenes capturadas del sistema metropolitano de Londres son grabadas en cámaras de videovigilancia Verint, pertenecientes al gigante de la tecnología israelí Comverse. Los equipos de vigilancia de Verint también son utilizados en el Departamento de Defensa de Estados Unidos, en el Capitolio, en el metro de Montreal... La compañía tiene clientes en el sector de la vigilancia en más de cincuenta países y también ayuda a gigantes corporativos como Home Depot y Target a controlar a sus trabajadores [518].
- En los preliminares de la Super Bowl 2007, todos los trabajadores del aeropuerto internacional de Miami recibieron formación para identificar «personas peligrosas y no sólo cosas peligrosas» utilizando un sistema psicológico llamado reconocimiento de pautas de comportamiento desarrollado por la compañía israelí New Age Security Systems. El presidente de la compañía es el antiguo responsable de la seguridad del aeropuerto israelí Ben Gurion. Otros aeropuertos que han contratado a New Age, en años recientes, formación para sus trabajadores en retratos de pasajeros están en Boston, San Francisco, Glasgow, Atenas, Londres (Heathrow) y muchos otros lugares [519].
- Cuando el rico vecindario de Audubon Place de Nueva Orleans decidió que necesitaba sus propias fuerzas policiales después del huracán Katrina, contrató seguridad privada a la empresa israelí Instinctive Shooting International [520].
- Agentes de la Policía Montada de Canadá, la agencia de policía federal de Canadá, se han formado en International Security Instructors, una compañía ubicada en Virginia especializada en el entrenamiento de las fuerzas del orden y soldados. Publicita su «dura experiencia ganada en Israel», sus instructores son «veteranos de los destacamentos especiales de […] las Fuerzas de Defensa de Israel, de unidades de la Policía Nacional Contra el Terrorismo y de los Servicios de Seguridad Nacional (GSS o «Shin Beit»). La lista de clientes de la compañía de élite incluye al FBI, al ejército de Estados Unidos, a los cuerpos de marines de Estados Unidos, al cuerpo de operaciones especiales de la Marina y el Servicio de Policía Metropolitano de Londres [521].
- En abril de 2007, agentes especiales de inmigración del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, que trabajaban en la frontera con México recibieron un curso intensivo de ocho días de formación por parte del Golan Group. La compañía, fundada por exoficiales de las Fuerzas Especiales israelíes, también produce equipos de rayos X, detectores de metales y rifles. Además de muchos gobiernos y celebridades, entre sus clientes se encuentran ExxonMobil, Shell, Texaco, Levi’s, Sony, Citigroup y Pizza Hut [522].
- Cuando el Palacio de Buckingham necesitó un nuevo sistema de seguridad, este escogió uno diseñado por Magal, una de las dos compañías que han estado más involucradas en la construcción de la «barrera de seguridad» israelí [523].
- Uno de los principales socios de Boeing para construir las planeadas «barreras virtuales» en las fronteras de Estados Unidos con México y Canadá —con sensores electrónicos, aeronaves no tripuladas, cámaras de videovigilancia y 118 torres— es Elbit, la otra empresa israelí que más se ha involucrado en la construcción del enormemente controvertido muro, que es «el mayor proyecto de construcción de la historia de Israel» y que ha costado 2500 millones de dólares [524].
Como es habitual, la racha de crecimiento de Israel tras el
11 de septiembre se ha visto marcada por la rápida estratificación de la sociedad
entre ricos y pobres dentro del Estado. El aumento de la seguridad se ha visto
acompañado por una ola de privatizaciones y de recortes en los fondos de programas
sociales que ha aniquilado prácticamente el legado del sionismo laborista y ha
creado una ola de desigualdad como nunca antes los israelíes habían conocido.
En 2007, el 24,4 % de los israelíes vivían por debajo del umbral de la pobreza,
con un 35,2 % de niños pobres, frente a un 8 % de niños en esa situación veinte
años antes [525]. Aunque los beneficios del boom no han sido repartidos
ampliamente, han sido tan lucrativos para un pequeño sector de los israelíes
que un incentivo crucial para la paz ha sido eliminado.
El cambio en la dirección política en el sector de los
negocios ha sido espectacular. La visión que cautiva la Bolsa de Tel Aviv hoy
ya no es la de Israel como centro del comercio regional sino más bien la de una
fortaleza futurista, capaz de sobrevivir incluso en un mar de decididos
enemigos. El cambio de actitud fue, sobre todo, declarado en el verano de
2006, cuando el gobierno israelí convirtió lo que debería haber sido una
negociación de intercambio de prisioneros en una guerra a gran escala. Las más
grandes corporaciones de Israel no sólo apoyaron la guerra, sino que la
patrocinaron: el Banco Leumi, el nuevo megabanco privatizado, distribuyó
pegatinas para el coche con eslóganes como «Seremos los vencedores» y «Somos
fuertes» [526].
Evidentemente, la industria israelí no tenía por qué temer
más tiempo a la guerra. A diferencia de 1993, cuando el conflicto se veía como
una barrera al crecimiento, la bolsa de valores de Tel Aviv subió en agosto
de 2006, el mes de la guerra con el Líbano. Al final del último
cuarto del año, que también había vivido una escalada sangrienta en Cisjordania
y Gaza tras la elección de Hamás, la economía de Israel creció en su conjunto
un asombroso 8 %, más del triple de la tasa de crecimiento de la economía estadounidense
en ese mismo período. La economía palestina, mientras tanto, decreció entre un
10 % y un 15 % en 2006, con tasas de pobreza que se acercaban al 70 % [527].
Un mes después de que la ONU declarase el alto el fuego
entre Israel y Hezbolá, la bolsa de Nueva York fue la anfitriona de una
conferencia especial sobre inversión en Israel. Asistieron más de doscientas
empresas israelíes, muchas de ellas del sector de la seguridad. En ese momento,
la actividad económica del Líbano estaba en la práctica paralizada y
aproximadamente 140 fábricas estaban siendo retiradas de los escombros después
de ser atacadas por las bombas y misiles israelíes. Insensibles al impacto de la
guerra, el mensaje de los reunidos en Nueva York fue optimista: «Israel está
abierto a los negocios; siempre lo ha estado», declaró el embajador de
Israel en Naciones Unidas, Dan Gillerman, dando la bienvenida a los
delegados del evento [528]. Fue Gillerman quien, como jefe de la
Federación de Cámaras de Comercio Israel, había exigido a Israel que
aprovechase la oportunidad histórica y que se convirtiese en «el Singapur de
Oriente Medio». También dijo en la CNN que «aunque pueda ser políticamente incorrecto,
y quizá falso, decir que todos los musulmanes son terroristas, ocurre que es
muy cierto que casi todos los terroristas son musulmanes. Así que ésta no es
una guerra sólo de Israel. Es una guerra mundial» [529].
Esta receta de guerra mundial infinita es la misma que la
administración Bush ofreció como un prospecto de negocios en el naciente
complejo del capitalismo del desastre después del 11 de septiembre. No es
una guerra que pueda ser ganada por un país porque no se trataba de ganar.
La finalidad es crear «seguridad» dentro de los Estados fortaleza reforzados
por conflictos infinitos de baja intensidad fuera de sus murallas. En cierto
modo, es el mismo objetivo que tienen las compañías de seguridad privada en
Irak: cerrar bien el perímetro y proteger la zona de seguridad. Bagdad, Nueva Orleans
y Sandy Springs vislumbran un tipo de futuro cercado construido y dirigido por
el complejo del capitalismo del desastre. En Israel, sin embargo, este proceso
está más avanzado: un país entero se ha transformado en una comunidad
fortificada rodeada por gente dejada fuera viviendo de manera permanente en
zonas desprotegidas.
Se ha convertido en un lugar común comparar los guetos
militarizados de Gaza y Cisjordania, con sus muros de hormigón, verjas electrificadas
y puestos de control, con el sistema bantustán de Sudáfrica, que
mantenía a los negros en guetos donde se les requerían pases cuando querían
salir. «Las leyes y prácticas de Israel en los territorios palestinos ocupados
ciertamente tienen aspectos del apartheid», dijo John Dugard, el abogado
sudafricano enviado especial sobre los derechos humanos en los territorios
palestinos para la ONU en febrero de 2007 [530]. Las similitudes son
importantes, pero existen diferencias también. Los bantustanes sudafricanos
eran, esencialmente, campos de trabajo, una manera de mantener a los
trabajadores sudafricanos bajo rigurosa vigilancia y control para que trabajaran
por muy poco dinero en las minas. Lo que Israel ha construido es un sistema
diseñado para hacer lo contrario: impedir a los trabajadores que trabajen, con
una red de campos de retención para millones de personas que han sido
catalogadas como excedente de la humanidad.
Este deshacerse de entre el 25 % y el 60 % de la población
ha sido el sello de la cruzada de la Escuela de Chicago desde que los «pueblos
de la miseria» empezaron a crecer rápidamente en el Cono Sur en los años
setenta. En Sudáfrica, Rusia y Nueva Orleans, los ricos construyen muros a su
alrededor. Israel ha llevado este proceso un paso más lejos: construye muros
alrededor de los peligrosos pobres.
20. Notas personales (resumen del resumen)
- En este libro, Naomi Klein cuenta la historia del llamado neoliberalismo, desde su nacimiento en la década de 1970 hasta el año 2007, cuando se publicó La doctrina del shock. Y lo que pretende con su obra, como ya se ha mencionado inicialmente, no es simplemente exponer los hechos en orden cronológico, sino desentrañar el modo en que este modo de capitalismo se impone: se aprovecha de las crisis para introducir medidas económicas impopulares, siempre acompañadas de una gran represión.
- Los Estados capitalistas, junto con las empresas privadas:
- Han lanzado programas de operaciones encubiertas para investigar lo que llamaban «técnicas especiales de interrogación», con el objetivo de diseñar un sistema basado en premisas científicas para extraer información de las «fuentes no colaboradoras». Para ello utilizaron como cobayas humanas, sin su conocimiento o consentimiento, a pacientes que padecían depresión posparto, ansiedad... Los resultados de estas investigaciones quedaron ampliamente documentados en Kubark Counterintelligence Information, manual cuya inequívoca fórmula para la tortura pasaría a utilizarse en todas las posteriores experiencias de la contrarrevolución de la Escuela de Chicago.
- Han tratado de manipular de forma encubierta el resultado de elecciones, y han apoyado y participado en golpes de Estado a gobiernos elegidos democráticamente.
- Han acondicionado edificios, estadios de fútbol... para que sirvan como improvisadas cámaras de tortura. En el Cono Sur, unidades de la policía militar impartieron a oficiales del ejército «clases de tortura» durante las cuales se hacía venir a prisioneros y mendigos para «demostraciones prácticas».
- En Argentina, secuestraron a niños nacidos en los centros de tortura para luego venderlos o entregarlos a parejas, en su gran mayoría, con vínculos directos con la dictadura.
- Han provocado crisis deliberadamente. Confiados en que, cuanto peor fueran las cosas, mayor sería la probabilidad de que el gobierno en cuestión aceptase una conversión total al capitalismo sin restricciones, cortaron preventivamente el suministro de ayudas para empeorar esas crisis.
- Teniendo el mismo objetivo comentado en el anterior punto, en Canadá indujeron a pensar que se hallaban en medio de una catástrofe financiera, cuando no era cierto. Para ello, agencias de calificación de riesgo y el propio FMI exageraron las cifras recogidas en sus informes en lo que respecta a la situación de la deuda fiscal de Canadá. Para con Trinidad y Tobago, el Fondo se inventó literalmente de la nada unas supuestas (y cuantiosas) deudas pendientes del Estado caribeño.
- Han aprovechado desastres naturales para iniciar —o impulsar con mayor ímpetu y celeridad— procesos de gentrificación. En Sri Lanka, se trasladó a los pescadores de la playa a miserables campos militarizados para dejársela libre a la industria hotelera; en las Maldivas, los pescadores nativos, muchos de los cuales viven en pueblos tradicionales dispersos por los atolones de las islas, fueron desplazados a islas más grandes y densamente pobladas que los turistas raras veces visitan, permitiendo así que las islas pequeñas y aisladas sirvan para consumo exclusivo de los hoteles, transatlánticos o gente rica.
- En Nueva Orleans, en Irak… han separado, valiéndose o no de muros de hormigón, verjas electrificadas y puestos de control, zonas de seguridad, completas burbujas de funcionalidad, de las zonas desprotegidas.
- La represión, en su gran mayoría, ha ido dirigida a activistas no violentos y gente leal a partidos de izquierdas. Y es que siempre se ha pretendido eliminar a los representantes del ethos del colectivismo de todos los lugares. Como ejemplo, la experiencia de Chile: en las calles, el foco se puso en los trabajadores comunitarios; en las universidades, en miembros del claustro acusados de «enseñanzas subversivas» y educadores de izquierdistas, «de ideología sospechosa»; en las fábricas, en sindicalistas problemáticos; en las prisiones, se castigaba todo gesto de solidaridad.
- Los encargados de reprimir son siempre las Fuerzas Armadas y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Y esta represión es necesaria en tanto en cuanto las brutales políticas económicas impuestas son tan dolorosas que no pueden «imponerse ni llevarse a cabo sin los elementos gemelos que subyacen a todas ellas: la fuerza militar y el terror político», como afirmaba Gunder Frank.
- La represión, la gentrificación, la invasión... han requerido de diferentes justificaciones por parte de los gobernantes para llevarse a cabo con la mayor legitimidad posible, aunque todas ellas han sido meras tapaderas de sus verdaderos proyectos económicos:
- Con el auge del desarrollismo en el Cono Sur, desde la diplomacia estadounidense e inglesa se intentaba colocar a estos gobiernos en la lógica binaria típica de la Guerra Fría: el nacionalismo del Tercer Mundo era el primer paso en el camino hacia el comunismo totalitario y había que acabar con él antes de que echara raíces.
- En Chile, los principales líderes empresariales del país celebraron una reunión de emergencia en la que de decidieron que «el gobierno de Allende era incompatible con la libertad [...] y con la existencia de la empresa privada, y que la única forma de evitar el desastre era derrocar al gobierno».
- En los prolegómenos del golpe chileno, la CIA financió una gran campaña propagandística que retrataba a Salvador Allende como un dictador camuflado que se había servido de la democracia constitucional para hacerse con el poder, pero que se proponía instaurar un Estado policial al estilo soviético del que los chilenos jamás podrían escapar. En Argentina y Uruguay se presentó a los principales movimientos guerrilleros de izquierdas como amenazas tan graves para la seguridad nacional que no dejaron otra opción a los generales que suspender la democracia, hacerse con el Estado y usar los medios que fueran necesarios para aplastarlos.
- En el Reino Unido, la guerra de las Malvinas permitió a Thatcher encuadrar a los obreros británicos en la categoría de «enemigo interior», pudiendo desatar así sobre los huelguistas toda la fuerza del Estado.
- Los actos de terror que caracterizaron las diferentes experiencias de la contrarrevolución chicaguense no son meros actos «contra los derechos humanos», en abstracto, sino herramientas con fines claramente políticos y económicos. Orlando Letelier señaló que «este concepto particularmente conveniente de un sistema social en el cual la “libertad económica” y el terror político coexisten sin interferirse, permite a estos voceros financieros sostener su idea de “libertad” mientras ejercitan sus músculos verbales en defensa de los derechos humanos».
- El apartheid no era únicamente un sistema político que regulaba quién tenía derecho a votar y a moverse libremente por el país, sino también un sistema económico que recurría al racismo para validar un esquema sumamente lucrativo: una reducida élite blanca había logrado amasar enormes beneficios con las minas, las granjas y las fábricas de Sudáfrica gracias a que el sistema impedía que la gran mayoría negra pudiese ser propietaria de tierras y, por tanto, se veía obligada a proporcionar su fuerza de trabajo por mucho menos de lo que realmente valía.
- Los partidos en el gobierno, pese a haber sido elegidos para llevar a la práctica un programa electoral determinado, se han visto obligados a hacer exactamente lo opuesto a lo que prometían. Aquí algunos ejemplos:
- En Bolivia, Víctor Paz Estenssoro, que había jurado lealtad a su pasado «nacionalista revolucionario», cogió por sorpresa a su electorado, e incluso a su gabinete, y descargó sobre el país el D. S. (Decreto Supremo) 21060, una terapia de shock súbito sugerida por Jeffrey Sachs.
- En Sudáfrica, el éxito en las negociaciones de la cumbre política fue en vano, ya que el equipo que representaba al ANC en la mesa de negociaciones económicas estaba aceptando concesiones que iban a hacer prácticamente imposible la implementación de los proyectos del partido. En el momento mismo en que el nuevo gobierno trataba de materializar los sueños del Freedom Charter, descubrió que el poder estaba en otra parte.
- En Corea del Sur, el final de las negociaciones con el Fondo que se dio a finales de la década de 1990 coincidió con las elecciones presidenciales y dos de los candidatos se presentaban a ellas con programas electorales anti-FMI. Así que el Fondo se negó a hacer entrega de dinero alguno hasta que no contara con el compromiso de los cuatro principales candidatos de que quien saliera vencedor respetaría las normas acordadas. Todos los candidatos prometieron su adhesión a los acuerdos por escrito.
- En Canadá, el Partido Liberal, pese a que acababa de ser elegido con un programa electoral en el que propugnaba como prioridad la creación de empleo, concebía como única solución a la crisis recortar radicalmente el gasto en programas como el del seguro de desempleo y el de la sanidad.
- Lo que se conoce como “capitalismo decente” no es producto del altruismo:
- El presidente Franklin Delano Roosevelt (FDR) trajo el New Deal no sólo para tratar de solucionar la desesperación sembrada por la Gran Depresión, sino también para debilitar un poderoso movimiento de ciudadanos estadounidenses que exigían un modelo económico diferente.
- En lo que respecta al Plan Marshall: «La Unión Soviética actuaba como una especie de pistola cargada que apuntaba a la Alemania Occidental. [Occidente] tenía que ganarse rápidamente las simpatías y la lealtad del pueblo alemán […]». Es decir, sólo hubo Plan Marshall debido a Rusia. Así que, con la desaparición de la Unión Soviética, los de la Escuela de Chicago vieron la liberación final de las «cadenas» del keynesianismo.
- Sobre el complejo del capitalismo del desastre:
- La omnipresente sensación de peligro posterior al 11-S se utilizó para aumentar drásticamente los poderes policiales, de vigilancia, detención y ataques bélicos del ejecutivo. A continuación, esas funciones de seguridad, invasión, ocupación y reconstrucción, perfectamente definidas y financiadas, se subcontrataron y pasaron al sector privado.
- Cuando la información sobre quién es o no una amenaza para la seguridad se convierte en otra mercancía más, no sólo se crea un incentivo para el espionaje, la tortura y la falsa información, sino también un poderoso impulso para perpetuar el miedo y la sensación de peligro que han provocado la aparición de la industria de la seguridad. Además, los políticos más importantes de Bush han mantenido sus intereses en el complejo del capitalismo del desastre, incluso cuando han iniciado una nueva era de guerras y respuestas privatizadas a los desastres. Eso les ha permitido beneficiarse simultáneamente de los desastres en los que participan.
- Ninguna sociedad es esencialmente propensa a la violencia, al terrorismo. Que esto se dé responde a realidades materiales concretas:
- Las divisiones sectarias y el extremismo religioso que se apoderaron de Irak no se pueden desvincular de la invasión y la ocupación. Aunque esos factores ya estaban presentes antes de la guerra, se endurecieron considerablemente cuando el país se convirtió en un laboratorio del shock de Estados Unidos. Esto explica, en parte, lo que tanto irritó a los iraquíes y que trajo el círculo de odio y violencia en que se vieron envueltos:
- El despido de aproximadamente 500 000 empleados del Estado. Muchos de los 400 000 soldados que Bremer despidió fueron directos a la resistencia.
- La apertura de las fronteras de par en par a las importaciones sin trabas, sumada al hecho de que las compañías extranjeras pasaron a ser propietarias del 100 % de los activos iraquíes. Esto enfureció al sector empresarial del país, que respondió entregando a la resistencia los pocos ingresos que tenían.
- La exclusión sistemática de los iraquíes en la reconstrucción de su país. La entrada de decenas de miles de trabajadores extranjeros para ocupar empleos con los contratistas extranjeros se vio como una extensión de la invasión.
- Las estafas por parte de las compañías extranjeras, que además fracasaron estrepitosamente en la reconstrucción.
- La negativa del Gobierno de Estados Unidos a que los iraquíes fueran partícipes de la elección de su propio gobierno, ya que el primer gobierno «soberano» de Irak sería por nombramiento de Washington. De esta manera, Estados Unidos controlaría todo el proceso, asegurándose de que cada decisión se tomara teniendo en cuenta sus intereses.
- El hecho de que miles de los encarcelados fueran liberados sin cargos. Los oficiales militares estadounidenses han admitido que entre un 70 % y un 90 % de las detenciones en Irak fueron «errores». Muchos de esos errores humanos salieron de las cárceles controladas por los americanos con una gran sed de venganza.
- En Sri Lanka, la reconstrucción se parecía tanto a un robo que los trabajadores cooperantes se convirtieron en objetivos. Era irónico, ya que los organizadores de la ayuda eran los únicos que ofrecían algún tipo de ayuda; pero también inevitable, porque lo que ellos ofrecían era insuficiente. Parte del problema era que el complejo de la ayuda había llegado a ser tan cuantioso y tan aislado de la gente a la que estaba sirviendo que el estilo de vida de sus empleados se había convertido en una obsesión nacional: hoteles de lujo, casas en primera línea de playa, todoterrenos blancos completamente nuevos... Los tenían todas las organizaciones de ayuda.
21. Bibliografía
[1] Milton Friedman, Capitalism and Freedom
(1962), reimpr. Chicago, University of Chicago Press, 1982, pág. IX.
[2] Milton Friedman y Rose Friedman, Tyranny of
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[3] D. Ewen Cameron y S. K. Pande, «Treatment of the
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[5] Alfred W. McCoy, «Cruel Science: CIA Torture
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[6] Defense Research Board Report to Treasury
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[7] «Distribution of Proceedings of Fourth Symposium,
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[8] Zuhair Kashmeri, «Data Show CIA Monitored
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[11] R. J. Russell, L. G. M. Page y R. L. Jillett, «Intensified
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[12] D. Ewen Cameron, J. G. Lohrenz y K. A. Handcock,
«The Depatterning Treatment of Schizophrenia», Comprehensive Psychiatry,
3, n.° 2, 1962, pág. 68.
[13] Thomas, Journey into Madness, op. cit., pág. 180.
[14] D. Ewen Cameron y otros, «Sensory Deprivation:
Effects upon the Functioning Human in Space Systems», en Bernard E. Flaherty
(comp.), Symposium on Psychophysiological Aspects of Space Flight, Nueva
York, Columbia University Press, 1961, pág. 231; D. Ewen Cameron, «Psychic
Driving», American Journal of Psychiatry, vol. 112, n.° 7, 1956, pág.
504.
[15] Marks, The Search for the Manchurian
Candidate, op. cit., pág. 138.
[16] Cameron y Pande, «Treatment of the Chronic
Paranoid Schizophrenic Patient», op. cit., pág. 92.
[17] D. Ewen Cameron, «Production of Differential
Amnesia as a Factor in the Treatment of Schizophrenia», Comprehensive
Psychiatry, vol. 1, n.° 1, 1960, pág. 27.
[18] Thomas, Journey into Madness, op. cit.,
pág. 234.
[19] Entrevista publicada en la revista canadiense Weekend,
citada en Thomas, Journey into Madness, pág. 169.
[20] Cameron, «Psychic Driving», op. cit.,
pág. 508.
[21] Judy Horeman, «How CIA Stole Their Minds», Boston
Globe, 30 de octubre de 1998; Stephen Bindman, «Brainwashing Victims to Get
$100,000», Gazette (Montreal), 18 de noviembre de 1992.
[22] Comité Selecto del Senado sobre Inteligencia,
«Transcript of Proceedings before the Select Committee on Intelligence:
Honduran Interrogation Manual Hearing», 16 de junio de 1988 (caja 1: CIA
Training Manuals; carpeta: Interrogation Manual Hearings, National Security
Archives). Citado en Alfred W. McCoy, A Question of Torture: CIA
Interrogation, from the Cold War to the War on Terror, Nueva York,
Metropolitan Books, 2006, pág. 96.
[23] Central Intelligence Agency, Kubark
Counterintelligence Interrogation, julio 1963, págs. 1 y 38. El manual
desclasificado íntegro está disponible en los Archivos de Seguridad Nacional, https://nsarchive.gwu.edu/.
[24] A, E. Schwartzman y P. E. Termansen, «Intensive
Electroconvulsive Therapy: A Follow-Up Study», Canadian Psychiatric
Association Journal, vol. 12, n.° 2,1967, pág. 217.
[25] Friedrich A. Hayek, The Road to Serfdom, Chicago, University of Chicago Press, 1944 (trad. cast.: Camino de servidumbre, Madrid, Alianza, 2005).
[26] Entrevista con Arnold Harberger del 3 de octubre
de 2000 para Commanding Heights: The Battle for the World Economy [serie
de televisión de la PBS], productores ejecutivos Daniel Yergin y Sue Lena
Thompson, productor de la serie William Cran (Boston, Heights Productions,
2002), transcripción íntegra de la entrevista disponible en https://www.pbs.org/.
[27] El Imparcial, 16 de marzo de 1951, citado
en Stephen C. Schlesinger, Stephen Kinzer y John H. Coatsworth, Bitter
Fruit: The Story of the American Coup in Guatemala, Cambridge,
Massachusetts, Harvard University Press, 1999, pág. 52.
[28] Juan Gabriel Valdés, Pinochet’s Economists:
The Chicago School in Chile, Cambridge, Cambridge University Press, 1995,
págs. 140 y 165.
[29] Tercer informe a la Universidad Católica de
Chile y a la Administración de Cooperación Internacional, agosto de 1957,
firmado por Gregg Lewis, Universidad de Chicago, pág. 3, citado en Valdés, Pinochet's
Economists, pág. 132.
[30] Entrevista con Ricardo Lagos celebrada el 19 de
enero de 2002 para Commanding Heights, op. cit.
[31] Milton Friedman y Rose D. Friedman, Two Lucky
People: Memoirs, Chicago, University of Chicago Press, 1998, pág. 388.
[32] Central Intelligence Agency, Notes on Meeting
with the President on Chile, 15 de septiembre de 1970. Desclasificado, https://nsarchive.gwu.edu/.
[33] Subcomité sobre Corporaciones Multinacionales,
«The International Telephone and Telegraph Company and Chile, 1970-71», Report
to the Committee on Foreign Relations United States Senate by the Subcommittee
on Multinational Corporations, 21 de junio de 1973, pág. 13.
[34] Subcomité sobre Corporaciones Multinacionales,
«The International Telephone and Telegraph Company and Chile, 1970-71», op.
cit., págs. 4 y 18.
[35] Ibídem, págs. 11 y 15.
[36] Archidiócesis de São Paulo, Torture in
Brazil: A Shocking Report on the Pervasive Use of Torture by Brazilian Military
Governments, 1964-1979, Joan Dassin (comp.), trad. de Jaime Wright, Austin,
University of Texas Press, 1986, pág. 53.
[37] William Blum, Killing Hope: U.S. Military and
CIA Interventions Since WWII, Monroe, Maine, Common Courage Press, 1995,
pág. 195; «Times Diary: Liquidating Sukarno», Times (Londres), 8 de
agosto de 1986.
[38] Kathy Kadane, «U.S. Officials’ Lists Aided
Indonesian Bloodbath in ‘60s», Washington Post, 21 de mayo de 1990.
[39] «Silent Settlement», Time, 17 de
diciembre de 1965; John Pilger, The New Rulers of the World, Londres,
Verso, 2002, pág. 34; Kadane, «U.S. Officials’ Lists Aided Indonesian Bloodbath
in ‘60s», op. cit.
[40] Richard Nixon, «Asia After Vietnam», Foreign
Affairs 46, n.° 1, octubre de 1967, pág. 111.
[41] CIA, «Secret Cable from Headquarters [Blueprint
for Fomenting a Coup Climate], September 27, 1970», en Peter Kornbluh, The
Pinochet File: A Declassified Dossier on Atrocity and Accountability, Nueva
York, New Press, 2003, págs. 49-56.
[42] Valdés, Pinochet’s Economists, op.
cit., pág. 251.
[43] lbídem, págs. 248-249.
[44] Comité Selecto para el Estudio de las
Operaciones Gubernamentales relativas a las Actividades de Inteligencia, Senado
de Estados Unidos, Covert Action in Chile 1963-1973, Washington, D.C.,
U.S. Government Printing Office, 18 de diciembre de 1975, pág. 30.
[45] lbídem, pág. 40.
[46] Eduardo Silva, The State and Capital in
Chile: Business Elites, Technocrats, and Market Economics, Boulder,
Colorado: Westview Press, 1996, pág. 74.
[47] Batalla de Chile [documental en tres
partes] compilado por Patricia Guzmán, producido originalmente en 1975-1979,
Nueva York, First Run/Icarus Films, 1993.
[48] Report of the Chilean National Commission on
Truth and Reconciliation, vol. 1, trad. de Phillip E. Berryman, Notre Dame,
University of Notre Dame Press, 1993, pág. 153; Kornbluh, The Pinochet File,
op. cit., págs. 153-154.
[49] Kornbluh, The Pinochet File, op. cit.,
págs. 155-156.
[50] Jonathan Kandell, «Augusto Pinochet, 91,
Dictator Who Ruled by Terror in Chile, Dies», New York Times, 11 de
diciembre de 2006; Leslie Bethell (comp.), Chile Since Independence,
Nueva York, Cambridge University Press, 1993, pág. 178; Rupert Cornwell, «The
General Willing to Kill His People to Win the Battle against Communism», Independent
(Londres), 11 de diciembre de 2006.
[51] Valdés, Pinochet’s Economists, op.
cit., pág. 31.
[52] Pamela Constable y Arturo Valenzuela, A
Nation of Enemies: Chile Under Pinochet, Nueva York, W. W. Norton &
Company, 1991, pág. 70.
[53] Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies,
op. cit., pág. 170; André Gunder Frank, Economic Genocide in Chile:
Monetarist Theory Versus Humanity, Nottingham, Reino Unido, Spokesman
Books, 1976, pág. 62.
[54] El Mercurio (Santiago), 23 de marzo de
1976, citado en Orlando Letelier, «The Chicago Boys in Chile», The Nation,
28 de agosto de 1976.
[55] Friedman y Friedman, Two Lucky People, op.
cit., pág. 399.
[56] Ibídem, págs. 592-594.
[57] Ibídem, pág. 594.
[58] Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies,
op. cit., págs. 172-173.
[59] Valdés, Pinochet’s Economists, op.
cit., pág. 22.
[60] Albert O. Hirschman, «The Political Economy of
Latin American Development: Seven Exercises in Retrospection», Latin
American Research Review, vol. 12, n.° 3, 1987, pág. 15.
[61] Public Citizen, «The Uses of Chile: How Politics
Trumped Truth in the Neo-Liberal Revisión of Chile’s Development», proposición
de debate, septiembre de 2006, https://www.citizen.org/.
[62] Peter Dworkin, «Chile’s Brave New World of
Reaganomics», Fortune, 2 de noviembre de 1981; Valdés, Pinochet’s
Economists, op. cit., pág. 23; Letelier, «The Chicago Boys in
Chile», op. cit.
[63] Hirschman, «The Political Economy of Latin
American Development», op. cit., pág. 15.
[64] Gunder Frank, Economic Genocide in Chile,
op. cit., pág. 58.
[65] Ibídem, págs. 65-66.
[66] Robert Harvey, «Chile’s Counter-Revolution», The
Economist, 2 de febrero de 1980, Letelier, «The Chicago Boys in Chile», op.
cit.
[67] Gunder Frank, Economic Genocide in Chile,
op. cit., pág. 42.
[68] Kandell, «Augusto Pinochet, 91, Dictator Who
Ruled by Terror in Chile, Dies»; «A Dictator’s Double Standard», Washington
Post, 12 de diciembre de 2006.
[69] Greg Grandin, Empire’s Workshop: Latin
America and the Roots of U.S. Imperialism, Nueva York, Metropolitan Books,
2006, pág. 171.
[70] Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies,
págs. 197-198.
[71] José Piñera, «Wealth through Ownership: Creating
Property Rights in Chilean Mining», Cato Journal, vol. 24, n.° 3, otoño
de 2004, pág. 296.
[72] Entrevista con Alejandro Foxley realizada el 26
de marzo de 2001 para Commanding Heights, op. cit.
[73] Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies,
op. cit., pág. 219.
[74] Central Intelligence Agency, «Field
Listing-Distribution of family income-Gini index», World Factbook 2007, https://www.cia.gov/.
[75] Milton Friedman, «Economic Miracles», Newsweek,
21 de enero de 1974.
[76] Glen Biglaiser, «The Internationalization of
Chicago’s Economics in Latin America», Economic Development and Cultural
Change, vol. 50, 2002, pág. 280.
[77] Lawrence Weschler, A Miracle, a Universe:
Settling Accounts with Torturers, Nueva York, Pantheon Books, 1990, pág.
149.
[78] Mario I. Blejer fue el secretario de Finanzas de
Argentina durante la dictadura. Recibió un doctorado en la Universidad de
Chicago el año antes del golpe. Adolfo Diz, doctor por la Universidad de
Chicago, fue presidente del Banco Central durante la dictadura. Fernando De
Santibáñes, doctor por la Universidad de Chicago, trabajó en el Banco Central
durante la dictadura. Ricardo López Murphy, máster por la Universidad de
Chicago, fue director nacional de la Oficina de Investigación Económica y
Análisis Fiscal en el Departamento del Tesoro del Ministerio de Finanzas
(1974-1983). Muchos otros graduados de la Universidad de Chicago ocuparon
posiciones económicas de menor importancia en la dictadura como consultores y
asesores.
[79] Michael McCaughan, True Crimes: Rodolfo Walsh,
Londres, Latin America Bureau, 2002, págs. 284-290; «The Province of Buenos
Aires: Vibrant Growth and Opportunity», Business Week, 14 de julio de
1980, sección especial de publicidad.
[80] McCaughan, True Crimes, op. cit.,
pág. 299.
[81] McCaughan, True Crimes, op. cit.,
pág. 290.
[82] Report of the Chilean National Commission on
Truth and Reconciliation, vol. 2, trad. de Phillip E. Berryman, Notre Dame,
University of Notre Dame Press, 1993, pág. 501.
[83] Marguerite Feitlowitz, A Lexicon of Terror:
Argentina and the Legacies of Torture, Nueva York, Oxford University Press,
1998, pág. IX.
[84] Ibídem, pág. 165.
[85] Weschler, A Miracle, a Universe, op.
cit., pág. 170.
[86] Alex Sánchez, Council on Hemispheric Affairs, «Uruguay:
Keeping the Military in Check», 20 de noviembre de 2006, https://www.coha.org/.
[87] Gunder Frank, Economic Genocide in Chile,
op. cit., pág. 43; Batalla de Chile, documental citado.
[88] «Covert Action in Chile 1963-1973», op. cit.,
pág. 40.
[89] Larry Rohter, «Brazil Rights Group Hopes to Bar
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Lexicon of Terror, op. cit., pág. IX.
[90] Guillermo Levy, «Considerations on the
Connections between Race, Politics, Economics, and Genocide», Journal of
Genocide Research, vol. 8, n.° 2, junio de 2006, pág. 142.
[91] Valdés, Pinochet’s Economists, op.
cit., págs. 7-8 y 113.
[92] Citando al padre Santano. Patricia Marchak, God’s
Assassins: State Terrorism in Argentina in the 1970s, Montreal,
McGill-Queen’s University Press, 1999, pág. 241.
[93] Marchak, God’s Assassins, op. cit.,
pág. 155.
[94] Gunder Frank, Economic Genocide in Chile,
op. cit., pág. 41.
[95] Amnistía Internacional, Report on an Amnesty
International Mission to Argentina 6-15 November 1976, Londres, Amnesty
International Publications, 1977, pág. 65.
[96] Feitlowitz, A Lexicon of Terror, op.
cit., pág. 159.
[97] Letelier, «The Chicago
Boys in Chile», op. cit.
[98] Archidiócesis de São Paulo, Brasil: Nunca
Mais / Torture in Brazil: A Shocking Report on the Pervasive Use of Torture by
Brazilian Military Governments, 1964-1979, Joan Dassin (comp.), trad. de
Jaime Wright, Austin, University of Texas Press, 1986, págs. 106-110.
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[103] Larry Rohter, «Ford Motor Is Linked to
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[104] HIJOS (una organización de derechos humanos de
los hijos de los desaparecidos) estima más de quinientos niños. HIJOS,
«Lineamientos», http://www.hijos.org.ar/;
la cifra de doscientos casos está sacada de Human Rights Watch, Annual
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[105] Silvana Boschi, «Desaparición de menores
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[106] Eduardo Gallardo, «In Posthumous Letter, Lonely
Ex-Dictator Justifies 1973 Chile Coup», Associated Press, 24 de diciembre de
2006.
[107] «Covert Action in Chile 1963-1973», op. cit.,
pág. 45.
[108] Weschler, A Miracle, a Universe, op.
cit., pág. 110; Departamento de Estado, «Subject: Secretary’s Meeting with
Argentine Foreign Minister Guzzetti», memorando de conversación, 7 de octubre
de 1976, desclasificado, https://nsarchive.gwu.edu/.
[109] «Presente: viernes 26 de marzo de 1976»,
documento desclasificado disponible en el Archivo de Seguridad Nacional, https://nsarchive.gwu.edu/.
[110] Letelier, «The Chicago Boys in Chile», op.
cit.
[111] Friedman y Friedman, Two Lucky People, op.
cit., pág. 596.
[112] Letelier, «The Chicago Boys in Chile», op.
cit.
[113] John Dinges y Saul Landau, Assassination on
Embassy Row, Nueva York, Pantheon Books, 1980, págs. 207-210.
[114] Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies,
op. cit., págs. 103-107; Kornbluh, The Pinochet File, op. cit.,
págs. 167.
[115] Letelier, «The Chicago Boys in Chile», op.
cit.
[116] Entrevista a Milton Friedman el 1 de octubre de
2000, para Commanding Heights, op. cit.
[117] Archidiócesis de São Paulo, Brasil: Nunca
Mais / Torture in Brazil, op. cit., pág. 50.
[118] Correspondencia tomada de la Hayek Collection,
caja 101, carpeta 26, Hoover Institution Archives, Palo Alto (California). La
carta de Thatcher está fechada el 17 de febrero.
[119] Friedman y Friedman, Two Lucky People, op.
cit., pág. 387.
[120] Friedman, «Economic Miracles», op. cit.
[121] Henry Allen, «Hayek, the Answer Man», Washington
Post, 2 de diciembre de 1982.
[122] Entrevista a Milton Friedman realizada el 1 de
octubre de 2000 para Commanding Heights, op. cit.
[123] John Campbell, Margaret Thatcher: The Iron
Lady, vol. 2, Londres, Jonathan Cape, 2003, págs. 174-175; Patrick
Cosgrave, Thatcher: The First Term, Londres, Bodley Head, 1985, págs.
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[124] Kevin Jefferys, Finest and Darkest Hours:
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[126] Rutherford, «1982», op. cit.
[127] Michael Getler, «Dockers’ Union Agrees to
Settle Strike in Britain», Washington Post, 21 de julio de 1984.
[128] Coal War: Thatcher vs Scargill, episodio
8093 de la serie Turning Points of History, dirigido por Liam O’Rinn y
emitido por televisión el 16 de junio de 2005.
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[133] Conaghan y Malloy, Unsettling.Statecraft,
op. cit., pág. 129.
[134] Conaghan y Malloy, Unsettling.Statecraft,
op. cit., pág. 186.
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[154] John Williamson, «In Search of a Manual for
Technopols», en John Williamson (comp.), The Political Economy of Policy
Reform, Washington, D.C., Institute for International Economies, 1994, pág.
18.
[155] «Appendix: The “Washington Consensus”», en The
Political Economy of Policy Reform, op. cit., pág. 27.
[156] Williamson, The Political Economy of Policy
Reform, op. cit., pág.17.
[157] Davison L. Budhoo, Enough Is Enough: Dear
Mr. Camdessus... Open Letter of Resignation to the Managing Director of the
International Monetary Fund, con prólogo de Errol K. McLeod, Nueva York,
New Horizons Press, 1990, pág. 102.
[158] Dani Rodrik, «The Rush to Free Trade in the
Developing World: Why So Late? Why Now? Will It Last?» en Stephan Haggard y
Steven B. Webb (comps.), Voting for Reform: Democracy, Political
Liberalization and Economic Adjustment, Nueva York, Oxford University
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[159] Dani Rodrik, «The Limits of Trade Policy Reform
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[160] Herasto Reyes, «Argentina: historia de una
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[161] Nathaniel C. Nash, «Turmoil, Then Hope in
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[162] «Interview with Arnold Harberger», The
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[163] Paul Blustein, And the Money Kept Rolling In
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[164] «Menem’s Miracle», Time International,
13 de julio de 1992.
[165] Cavallo, Commanding Heights, op. cit.
[166] El embrión de Solidaridad fue una confederación
sindical semiindependiente llamada Sindicato Libre de Pomerania, formada en
1978. Ese fue el grupo que convocó las huelgas que acabarían llevando a la
creación de Solidaridad.
[167] «Solidarity’s Programme Adopted by the First
National Congress», en Peter Raina, Poland 1981: Towards Social Renewal,
Londres, George Allen and Unwin, 1985, págs. 326-380.
[168] Thomas A. Sancton, «He Dared to Hope», Time,
4 de enero de 1982.
[169] Tadeusz Kowalik, «Why the Social Democratic
Option Failed: Poland’s Experience of Systemic Change», en Andrew Glyn (comp.),
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1990, Oxford, Oxford University Press, 2001, pág. 223; Sachs, The End of
Poverty, op. cit., pág. 120; Magdalena Wyganowska, «Transformation
of the Polish Agricultural Sector and the Role of the Donor Community», USAID
Mission to Poland, septiembre de 1998, https://www.usaid.gov/.
[170] Sachs, The End of Poverty, op. cit.,
pág. 111.
[171] Lawrence Weschler, «A Grand Experiment», The
New Yorker, 13 de noviembre de 1989.
[172] Entrevista realizada a Jeffrey Sachs el 15 de
junio de 2000 para Commanding Heights, op. cit.
[173] Przemyslaw Wielgosz, «25 Years of Solidarity»,
conferencia no publicada, agosto de 2005.
[174] Sachs, The End of Poverty, op. cit.,
117.
[175] Leszek Balcerowicz, «Losing Milton Friedman, A
Revolutionary Muse of Liberty». Daily Star (Beirut), 22 de noviembre de
2006
[176] «Walesa: U.S. Has Stake in Poland’s Success»,
United Press International, 25 de agosto de 1989.
[177] Anne Applebaum, «Exhausted Polish PM’s Cabinet
Is Acclaimed», Independent (Londres), 13 de septiembre de 1989.
[178] Leszek Balcerowicz, «Poland», en Williamson
(comp.), The Political Economy of Policy Reform, op. cit., pág.
177.
[179] Ibídem, págs. 176-177.
[180] Mark Kramer, «Polish Workers and the
Post-Communist Transition, 1989-93», Europe-Asia Studies, junio de 1995;
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17 de noviembre de 2005; Wielgosz, «25 Years of Solidarity», op. cit.
[181] Anuario estadístico, Varsovia, Oficina
Principal de Estadística de Polonia, 1997, pág. 139.
[182] Kramer, «Polish Workers and the Post-Communist
Transition, 1989-93», op. cit.
[183] Friedman y Friedman, Two Lucky People, op.
cit., págs. 520-522.
[184] Ibídem, pág. 558; Milton Friedman, «If Only the
United States Were as Free as Hong Kong», Wall Street Journal, 8 de
julio de 1997.
[185] Maurice Meisner, The Deng Xiaoping Era: An Inquiry into the Fate of Chinese Socialism, 1978-1994, Nueva York, Hill and Wang, 1996, pág. 455; «Deng’s June 9 Speech: "We Face a Rebellious Clique” and “Dregs of Society”», New York Times, 30 de junio de 1989.
[186] Friedman había sido invitado a ir a China en
diversas «calidades» —en calidad de participante en un congreso, en calidad de
profesor universitario visitante— pero en sus memorias definió aquel viaje,
eminentemente, como una visita de Estado: «Acudí, básicamente, invitado por
diversos organismos estatales», escribió. Friedman y Friedman, Two Lucky
People, op. cit., pág. 601.
[187] Friedman y Friedman, Two Lucky People, op.
cit., págs. 517, 537 y 609.
[188] Wang Hui, China’s New Order: Society,
Politics, and Economy in Transition, Cambridge (Massachusetts), Harvard
University Press, 2003, págs. 45 y 54.
[189] Ibídem, pág. 54.
[190] Ibídem, pág. 57.
[191] Meisner, The Deng Xiaoping Era, op.
cit., págs. 463-465.
[192] «China’s Harsh Actions Threaten to Set Back
10-Year Reform Drive», Wall Street Journal, 5 de junio de 1989.
[193] «Deng’s June 9 Speech: "We Face a
Rebellious Clique" and "Dregs of Society"».
[194] Henry Kissinger, «The Caricature of Deng as a
Tyran Is Unfair», Washington Post, 1 de agosto de 1989
[195] Mo Ming, «90 Percent of China’s Billionaires
Are Children of Senior Officials», China Digital Times, 2 de noviembre
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[196] Friedman y Friedman, Two Lucky People, op.
cit., pág. 516.
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[198] «The Freedom Charter», aprobado por el Congreso
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[204] Gumede, Thabo Mbeki and the Battle for the
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[206] Jim Jones, «Foreign Investors Take Fright at
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[207] Gumede, Thabo Mbeki and the Battle for the
Soul of the ANC, op. cit., pág. 79.
[208] Ibídem, pág. 88.
[209] Ibídem, pág. 87.
[210] Ibídem, pág. 108.
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[218] Wines, «Shantytown Dwellers in South Africa
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[224] Return of the Czar, episodio de Frontline
[programa de la PBS], producido por Sherry Jones y emitido por televisión el 9
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[225] Stephen F. Cohen, «America’s Failed Crusade in
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[234] Yeltsin, «Discurso al Congreso de los Diputados
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[244] Reddaway y Glinski, The Tragedy of Russia’s
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[245] «The Threat That Was», The Economist, 28
de abril de 1993; Shapiro y Hiatt, «Troops Move in to Put Down Uprising After
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[246] Serge Schmemann. «Riot in Moscow Amid New Calls
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[247] Fred Kaplan, «Yeltsin in Command as Hard-Liners
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[248] Kagarlitsky, Square Wheels, op. cit.,
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[253] Lawrence H. Summers, «Comment», en The
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[258] Bivens y Bernstein, «The Russia You Never Met»,
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[259] Chrystia Freeland, Sale of the Century:
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[260] Bivens y Bernstein, «The Russia You Never Met»,
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[261] McClintick, «How Harvard Lost Russia», op.
cit.
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McClintick, «How Harvard Lost Russia», op. cit.
[263] McClintick. «How Harvard Lost Russia», op.
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[264] Brian Whitmore, «Latest Polls Showing
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[265] Return of the Czar, op. cit.
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[272] Tayler, «Russia Is Finished», op. cit.;
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[273] Josefsson, «The Art of Ruining a Country with a
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[281] Jeffrey Sachs, «Life in the Economic Emergency
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[282] John Williamson y Stephan Haggard, «The
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Policy Reform, op. cit., pág. 565.
[283] Williamson, The Political Economy of Policy
Reform, op. cit., pág. 20.
[284] Bruce Little, «Debt Crisis Looms, Study Warns»,
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apareció en W5, de la CTV, presentado por Eric Mailing. Linda McQuaig, Shooting
the Hippo: Death by Deficit and Other Canadian Myths, Toronto, Penguin,
1995, pág. 3.
[285] La información de este párrafo está extraída de
McQuaig, Shooting the Hippo, op. cit., págs. 18, 42-44 y 117.
[286] Ibídem, págs. 44 y 46.
[287] «How to Invent a Crisis in Education», Globe
and Mail (Toronto), 15 de septiembre de 1995.
[288] La información del párrafo siguiente está
extraída de Michael Bruno, Deep Crises and Reform: What Have We Learned?,
Washington, D.C., World Bank, 1996, págs. 4, 6, 13 y 25.
[289] Ibídem, pág. 6.
[290] Budhoo, Enough Is Enough, op. cit.,
págs. 2-27.
[291] Ibídem, pág. 17.
[292] «Bitter Calypsos in the Caribbean», Guardian
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IMF’s Fraud in Trinidad and Tobago», Multinational Monitor, vol. 11, n.°
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[293] Lawrence Van Gelder, «Mr. Budhoo’s Letter of
Resignation from the l.M.F. (50 Years Is Enough)», New York Times, 20 de
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[294] Irma Adelman, «Lessons from Korea», en Lawrence
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