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La doctrina del shock: El auge del capitalismo del desastre (Naomi Klein, 2007)


Naomi Klein, autora de La doctrina del shock

Entrada completa aquí, y texto original aquí.

La doctrina del shock es la historia no oficial del libre mercado; es el núcleo de la panacea táctica del capitalismo contemporáneo o «capitalismo del desastre» que Milton Friedman articuló en Capitalismo y Libertad, uno de sus ensayos más influyentes. El economista estadounidense observó que «sólo una crisis —real o percibida— da lugar a un cambio verdadero. Cuando esa crisis tiene lugar, las acciones que se llevan a cabo dependen de las ideas que flotan en el ambiente. Creo que esa ha de ser nuestra función básica: desarrollar alternativas a las políticas existentes, para mantenerlas vivas y activas hasta que lo políticamente imposible se vuelve políticamente inevitable» [1]. Una vez desatada la crisis, Friedman estaba convencido de que era de la mayor importancia actuar con rapidez, para imponer los cambios rápida e irreversiblemente, antes de que la sociedad afectada volviera a instalarse en la «tiranía del statu quo». De lo contrario, la nueva administración «no volverá a disfrutar de ocasión igual» [2].

En otras palabras, lo que Naomi Klein pretende demostrar con su obra es que el capitalismo, lejos de ser el camino hacia la libertad, se aprovecha de las crisis —primer shock para introducir impopulares medidas de choque económico —segundo shock, a menudo acompañadas de una gran represión —tercer shock.

1. Los dos ingenieros del shock

1.1 Ewen Cameron

Cameron desempeñó un papel clave en el desarrollo de las técnicas de tortura contemporáneas de los Estados Unidos, y sus experimentos también nos ofrecen un claro ejemplo de la lógica subyacente en el capitalismo del desastre: al igual que los economistas defensores del libre mercado, que están convencidos de que sólo mediante un desastre de enormes proporciones se puede preparar el terreno para sus «reformas», Cameron creía que, si infligía dolor y traumatizaba el cerebro de sus pacientes, podía recrear mentes que no funcionaban, y reconstruir personalidades sobre esa ansiada tabla rasa.

Para lograr aquello, el primer paso, según Cameron, era «quebrar las viejas pautas y modelos de comportamiento patológico» [3]. Para ello utilizó la máquina Page-Russell, que administraba hasta seis descargas consecutivas en vez de una. Desorientó aún más a sus pacientes con anfetaminas, ansiolíticos y drogas alucinógenas.

Una vez se completaba este proceso, el de implantación de conducta podía empezar. Consistía en que Cameron hacía escuchar a los pacientes cintas grabadas con mensajes como: «Usted es una buena madre y una buena esposa, y la gente disfruta de su compañía». Con pacientes bajo estado de shock y drogados hasta un extremo vegetativo, estos no podían sino escuchar los mensajes, durante dieciséis o veinte horas al día durante semanas. En una ocasión, Cameron le hizo escuchar a un paciente la cinta de forma ininterrumpida durante 101 días [4].

A mediados de los años cincuenta, varios investigadores de la CIA se interesaron por sus métodos. Era el principio de la histeria de la Guerra Fría, y la agencia acababa de lanzar un programa de operaciones encubiertas para investigar lo que llamaban «técnicas especiales de interrogación». El proyecto conoció el primer nombre en código de Bluebird, luego Proyecto Alcachofa y finalmente fue bautizado como MKUltra en 1953. Durante la siguiente década, MKUltra gastó más de veinticinco millones de dólares en busca de formas nuevas de romper la voluntad de un prisionero sospechoso de comunismo o de ser agente doble. Más de ochenta instituciones participaron en el programa, incluyendo cuarenta y cuatro universidades y doce hospitales [5].

Con todo, los resultados de las actividades de los primeros años del Proyecto Bluebird y Alcachofa no aportaron la certidumbre científica que la agencia iba buscando. Para eso era necesario realizar pruebas con un mayor número de cobayas humanas, y así se intentó. Pero era demasiado arriesgado: si se descubría que la CIA estaba probando drogas peligrosas en suelo americano, existía la posibilidad de que se le diera carpetazo al programa. En ese punto entraron en escena los investigadores canadienses, y el interés de la CIA en sus actividades. El inicio de la relación se remonta al 1 de junio de 1951, en una reunión a tres bandas entre agencias de inteligencia de diversas nacionalidades y un grupo de científicos en el Ritz-Carlton de Montreal. El tema del encuentro era la creciente preocupación que sentía la comunidad internacional de las agencias de inteligencia occidentales ante la posibilidad de que los comunistas hubieran descubierto un método para «lavar el cerebro» de los prisioneros de guerra. El motivo de esa inquietud era que los soldados norteamericanos cautivos en Corea aparecían frente a las cámaras, al parecer cooperando, para denunciar el capitalismo y el imperialismo.

Uno de los asistentes a la reunión del Ritz era el doctor Donald Hebb, director del Departamento de Psicología en la Universidad McGill. Frente al misterio de las confesiones de los soldados capturados, Hebb especuló con la posibilidad de que los comunistas estuvieran manipulando a los prisioneros colocándolos en celdas aisladas e impidiéndoles el uso de los sentidos. Los jefes de inteligencia se quedaron muy impresionados, y tres meses después Hebb recibió una beca de investigación del Departamento de Defensa de Canadá para llevar a cabo una serie de experimentos de privación sensorial. En ellos participaron sesenta y tres estudiantes de McGill a los que Hebb pagó veinte dólares.

En un informe confidencial acerca de los descubrimientos de Hebb, el Comité de Investigación para la Defensa llegó a la conclusión de que la privación sensorial claramente causaba un estado de confusión extrema, así como alucinaciones, en los sujetos del experimento. El informe seguía diciendo: «Se produce una reducción significativa y temporal de la capacidad intelectual durante e inmediatamente después del período de privación de la percepción» [6].

La CIA recibió una copia del principal estudio de Hebb, y también se enviaron cuarenta y un y cuarenta y dos ejemplares para la Armada y el Ejército de Estados Unidos, respectivamente [7]. La CIA también controlaba los experimentos a través de uno de los ayudantes de Hebb, Maitland Baldwin. Este, sin saberlo Hebb, informaba directamente a la agencia [8].

El informe de Hebb indicaba que cuatro de los estudiantes «comentaron [...] que el propio experimento era una forma de tortura». Esto hizo que Hebb no pudiera obtener «resultados más depurados», ya que «no es posible obligar a los sujetos a permanecer de treinta a sesenta días en condiciones de privación sensorial —cuando su umbral de resistencia era de dos o tres días—» [9]. Quizá no era posible para Hebb, pero su colega en McGill y archirrival académico, el doctor Ewen Cameron, no tenía ningún problema.

Aunque había estado en contacto con la agencia durante años, Cameron obtuvo su primera beca de la CIA en 1957, a través de una organización pantalla denominada Sociedad para la Investigación de la Ecología Humana [10]. A medida que los dólares de la CIA fueron a parar a las arcas del Allan Memorial Institute —donde se realizaron los experimentos—, este se parecía más y más a una prisión macabra y menos a un hospital.

  • Los dos psiquiatras que inventaron la máquina Page-Russell recomendaban cuatro tratamientos por paciente, con un total de veinticuatro shocks individuales [11]. Cameron empleó la máquina en sus pacientes dos veces al día durante treinta días, alcanzando las 360 descargas por paciente [12].
  • Cameron remodeló el sótano del hospital cuidadosamente, construyendo una habitación que denominó la «celda de aislamiento» [13] La estancia se insonorizó, aunque instaló altavoces para emitir ruido blanco, un sonido monocorde permanente. Eliminó la iluminación y cada paciente recibió un par de anteojos oscuros y «tapones de goma» para las orejas. Sus brazos y piernas fueron forrados con tubos de cartón, «impidiendo que los sujetos toquen su propio cuerpo, y logrando así interferir en la percepción que tienen [de él]» [14]. Cameron obligó a sus pacientes a permanecer en ese estado durante semanas. Uno de ellos se pasó treinta y cinco días en la celda de aislamiento [15].
  • En la sala del sueño, Cameron mantenía a sus pacientes en un estado de duermevela a base de fármacos y drogas, durante veinte o veintidós horas al día, con enfermeras turnándose cada dos horas con el único propósito de evitar llagas, alimentarlos y aliviar sus necesidades urinarias y fecales [16]. Los pacientes permanecían en dicho estado de quince a treinta días, aunque Cameron informó que «algunos han superado los sesenta y cinco días de sueño continuo» [17]. Para asegurarse de que nadie lograra escapar de esa pesadilla, Cameron administró a un grupo de pacientes pequeñas dosis de curare, droga que provoca una parálisis física, convirtiéndolos, literalmente, en prisioneros de sus propios cuerpos [18].

Existen varios indicios de que Cameron sabía perfectamente que estaba simulando un proceso de tortura real y que, en tanto que acérrimo anticomunista, disfrutaba de la idea de que su programa y sus pacientes formaban parte de la Guerra Fría. En una entrevista concedida en 1955, comparó abiertamente a sus pacientes con prisioneros de guerra enfrentados a un interrogatorio hostil, diciendo que «al igual que los capturados por los comunistas, solían resistirse [al tratamiento] y había que romper su voluntad» [19]. Un año más tarde, escribió que el objetivo de eliminar las pautas conductuales era «la erradicación de las defensas del individuo» y señalaba que «el proceso es análogo al sometimiento de un sujeto bajo interrogatorio continuo» [20].

La financiación de la CIA en estos experimentos se descubrió a finales de los años setenta, cuando nueve antiguos pacientes de Cameron se unieron y demandaron a la CIA y al gobierno canadiense, que también había aportado dinero para las investigaciones. Durante varios juicios, los abogados de los pacientes argumentaron que los experimentos violaban todos los estándares profesionales de ética médica. Los enfermos iban a Cameron en busca de alivio a causa de ligeros trastornos mentales de poca importancia (depresión posparto, ansiedad, incluso terapia de parejas) y fueron utilizados, sin su conocimiento o consentimiento, como cobayas humanas para satisfacer la sed de información de la CIA acerca de las técnicas de control mental. En 1988, la CIA se avino a pagar daños y perjuicios, por la suma de 750 000 dólares para los nueve demandantes. Fue la cifra más alta jamás pagada por la agencia hasta la fecha. Cuatro años después, el gobierno de Canadá se avino a pagar otros 100 000 dólares a cada demandante que fue objeto de los experimentos ilegales [21].

En 1988, The New York Times publicó un reportaje sobre la implicación de los Estados Unidos en la tortura y los asesinatos que habían tenido lugar en Honduras. Florencio Caballero, un interrogador hondureño miembro del brutal y famoso Batallón 3-16, reveló al periódico que él y veinticuatro de sus compañeros habían viajado a Texas y que la CIA los había entrenado.

Las revelaciones publicadas en el periódico terminaron en una investigación en el Comité de Inteligencia del Senado, donde el director adjunto de la CIA, Richard Stolz, confirmó que «Caballero efectivamente asistió a un curso de explotación de recursos humanos de la CIA, también conocido como curso de interrogación» [22]. The Baltimore Sun interpuso una solicitud de información al amparo de la Freedom of Information Act para obtener el material del curso utilizado para entrenar a gente como Caballero. Durante mucho tiempo la CIA se negó a entregarlo. Finalmente, bajo amenaza de una demanda, y nueve años después de la publicación del artículo, la CIA hizo público un manual titulado Kubark Counterintelligence Information. El texto era un manual secreto de 128 páginas de extensión acerca de las técnicas de «interrogación de fuentes no colaboradoras», que se nutre principalmente de la investigación encargada por MKUltra.

El manual está fechado en 1963, el último año de funcionamiento del programa MKUltra y dos años después de que la CIA dejara de financiar los experimentos de Cameron. El texto afirma que, si las técnicas se utilizan debidamente, «destruirán la capacidad de resistencia» de una fuente no colaboradora. Este es, en definitiva, el verdadero propósito de MKUltra: más allá de la investigación acerca de los lavados de cerebro, el objetivo era diseñar un sistema basado en premisas científicas para extraer información de las «fuentes no colaboradoras» [23]. En otras palabras, tortura.

Las teorías de Cameron estaban basadas en la idea de que llevar a sus pacientes a un estado de regresión crearía las condiciones ideales para el «renacimiento» de ciudadanos de impecable comportamiento. En este sentido Cameron fracasó espectacularmente. No importa el grado de regresión que alcanzaron sus pacientes: jamás llegaron a aceptar o absorber por completo los mensajes incansablemente grabados en las cintas. Un estudio de seguimiento llevado a cabo después de que Cameron dejara el Allan Memorial Institute determinó que el 75 % de sus pacientes había empeorado después de sus tratamientos. De los pacientes que desarrollaban una vida laboral normal antes de la hospitalización, más de la mitad fueron incapaces de retomar sus trabajos y otros muchos sufrieron una batería de dolencias físicas y mentales desconocidas. La «pautación psíquica» no funcionó, ni siquiera un ápice, y finalmente el Allan Memorial Institute prohibió dichas prácticas [24].

1.2 Milton Friedman

Igual que el departamento psiquiátrico de Ewen Cameron en McGill durante ese mismo periodo, la Facultad de Economía de la Universidad de Chicago estaba subyugada por un hombre embarcado en una cruzada para revolucionar por completo su profesión: Milton Friedman. Su misión, como la de Cameron, se basaba en el sueño de regresar a un estado de salud «natural» donde todo estaba en equilibrio, antes de que las interferencias humanas crearan patrones de distorsión. Si Cameron soñaba con devolver la mente humana a ese estado puro, Friedman soñaba con eliminar los patrones de las sociedades y devolverlas a un estado de capitalismo puro.

Buena parte de este purismo procedía de Friedrich Hayek, su gurú personal, que también dio clases en la Universidad de Chicago durante parte de la década de 1950. Aquel advirtió que cualquier intervención del gobierno en la economía llevaba a la sociedad «por el camino de la servidumbre» y debía ser evitada [25]. Según Arnold Harberger, que enseñó muchos años en Chicago, «los austriacos», que era como se conocía a aquel subgrupo dentro del grupo, defendían a capa y espada que cualquier intervención estatal no sólo era perjudicial, sino «malvada [...]. Es como si ahí fuera hubiera una imagen preciosa pero muy compleja, que se mantiene por sí misma en perfecto equilibrio, ¿comprende?, y si hay una mota donde no debiera haberla, bien, se trata de algo horrible [...] es un defecto que estropea esa belleza» [26].

En 1947, cuando Friedman se unió a Hayek para formar la Sociedad Mont Pelerin, un club de economistas partidarios del libre mercado, la sociedad no consideraba adecuado defender que las empresas debían tener libertad para gobernar el mundo como creyeran conveniente. Todavía estaba fresco el recuerdo del crash de 1929 y de la Gran Depresión que le siguió. La magnitud de aquel desastre del mercado había hecho que cobrara fuerza la exigencia de que el gobierno participara activamente en la economía, lo que llevó a la creación de casi todo lo que asociamos hoy en día con la pasada época del capitalismo «decente» o keynesianismo: seguridad social en Estados Unidos, sanidad pública en Canadá, asistencia social en Gran Bretaña y protección del trabajador en Francia y Alemania.

En el mundo en vías de desarrollo se imponía una tendencia similar, más radical, que se conoció con el nombre de desarrollismo o de nacionalismo del Tercer Mundo. Los economistas desarrollistas afirmaban que sus países escaparían por fin de la pobreza si llevaban a cabo una estrategia de industrialización orientada al interior en lugar de recurrir a la exportación de recursos naturales, cuyos precios cada vez eran más bajos, a Europa o América del Norte. Defendían reglamentar o incluso nacionalizar la explotación del petróleo, minerales y otras industrias claves, de modo que buena parte de los beneficios obtenidos sirvieran para financiar un proceso de desarrollo financiado por el gobierno.

Durante el período de mayor expansión del desarrollismo (1950-1963), el Cono Sur —el laboratorio más avanzado de esta teoría económica, conformado por Chile, Argentina, Uruguay y partes de Brasil— empezó a parecerse más a Europa o Norteamérica que a otras partes de América Latina o del Tercer Mundo, convirtiéndose así en un símbolo para los países pobres de todo el mundo.

Ante este panorama, el sector privado creía que lo que hacía falta para recuperar el terreno perdido era claramente una contrarrevolución que permitiera un retorno a una forma de capitalismo que tuviera incluso menos trabas que el de antes de la Depresión. No era una cruzada que pudiera liderar el propio Wall Street, no en aquel clima. Si Walter Wriston, gerente de Citibank e íntimo amigo de Friedman, se hubiera atrevido a decir que el salario mínimo y los impuestos a las empresas deberían abolirse, le hubieran acusado al instante de ser un explotador. Y ahí es donde entró en juego la Escuela de Chicago. Pronto quedó claro que cuando Friedman, que era un matemático brillante y un hábil orador, afirmaba exactamente esas mismas cosas, estas adquirían un cariz muy distinto. El efecto enormemente beneficioso de hacer que las posiciones de las empresas fueran presentadas en boca de instituciones académicas o cuasi académicas hizo que llovieran donaciones sobre la Escuela de Chicago, pero, además, en muy poco tiempo, dio a luz a una red global de think tanks de derechas que darían cobijo a los soldados de a pie de la contrarrevolución en todo el mundo.

En los Estados Unidos de la década de 1950, sin embargo, incluso con un republicano de línea dura en la Casa Blanca como Dwight Eisenhower, no había ninguna posibilidad de que se efectuara un giro radical a la derecha como el que proponían los de Chicago: los servicios públicos y las garantías a los trabajadores eran demasiado populares y Eisenhower tenía el ojo puesto en las siguientes elecciones. Aunque no tenía muchas ganas de revocar el keynesianismo en casa, Eisenhower resultó más que dispuesto a emprender medidas rápidas y radicales para derrotar al desarrollismo en el extranjero.

Bajo la presión de intereses empresariales, surgió en los círculos de la diplomacia estadounidense e inglesa un movimiento que intentaba colocar a los gobiernos desarrollistas en la lógica binaria típica de la Guerra Fría: el nacionalismo del Tercer Mundo era el primer paso en el camino hacia el comunismo totalitario y había que acabar con él antes de que echara raíces. Dos de los principales defensores de esta teoría fueron John Foster Dulles, el secretario de Estado de Eisenhower, y su hermano Allen Dulles, director de la recién creada CIA. Los resultados de la influencia de los Dulles fueron inmediatos: en 1953 y 1954 la CIA lanzó sus dos primeros golpes de Estado, en Irán y Guatemala, respectivamente. Este segundo golpe se llevó a cabo por una petición directa de la United Fruit Company, que estaba indignada porque el presidente Jacobo Arbenz Guzmán había expropiado tierras que no usaba (ofreciendo la correspondiente indemnización) como parte de su proyecto para transformar Guatemala, en sus propias palabras, «de un país atrasado con una economía predominantemente feudal en un Estado capitalista moderno», objetivo al parecer inaceptable [27].

Erradicar el desarrollismo del Cono Sur, donde había arraigado mucho más, no era tan sencillo. Sobre ello discutieron dos estadounidenses que se reunieron en Santiago de Chile en 1953. Uno era Albion Patterson, director de la Administración para la Cooperación Internacional en Chile —la agencia gubernamental que con el tiempo se convertiría en USAID (Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional)— y el segundo Theodore W. Schultz, presidente del Departamento de Economía de la Universidad de Chicago.

Los dos hombres diseñaron un plan que convertiría Santiago de Chile en un laboratorio para experimentos de vanguardia sobre el mercado, ofreciendo así a Milton Friedman un país en el que poner a prueba sus queridas teorías. El plan original era sencillo: el gobierno estadounidense pagaría para enviar a estudiantes chilenos a aprender economía en la Universidad de Chicago. Schultz y sus colegas en la universidad también recibirían dinero para viajar a Santiago, investigar la economía chilena y formar estudiantes y profesores en los fundamentos de la Escuela de Chicago. Así nació lo que en Washington y Chicago se conocería como «el Proyecto Chile».

Inaugurado oficialmente en 1956, el proyecto permitió que cien alumnos chilenos cursaran estudios de posgrado en la Universidad de Chicago entre 1957 y 1970, con la matriculación y los gastos a cargo de los contribuyentes y de fundaciones estadounidenses. En 1965 se amplió el programa para incluir a estudiantes de toda Latinoamérica, con una proporción particularmente alta de argentinos, brasileños y mexicanos. La expansión se financió con una donación de la Fundación Ford y posibilitó la creación del Centro de Estudios Económicos Latinoamericanos de la Universidad de Chicago.

Cuando el primer grupo de chilenos regresó a casa al terminar sus estudios en Chicago, muchos trabajaron como profesores de economía en la Facultad de Económicas de la Universidad Católica de Chile, a la que convirtieron rápidamente en su pequeña Escuela de Chicago en el centro de Santiago. Hacia 1963, doce de los trece miembros del claustro a tiempo completo de la facultad eran graduados del programa de la Universidad de Chicago y Sergio de Castro, uno de los primeros graduados, fue nombrado decano de la facultad [28].

A los estudiantes que participaron en el programa, fuera en Chicago o en su franquicia de Santiago, se les conocía como «los Chicago Boys». Gracias a más fondos de USAID, los Chicago Boys chilenos se convirtieron en entusiastas embajadores regionales de las ideas que los latinoamericanos llaman «neoliberalismo», y viajaron a Argentina y Colombia para abrir más franquicias de la Universidad de Chicago.

No obstante, a pesar de que «el propósito principal del proyecto» era formar a una generación de estudiantes «que se convirtieran en los líderes intelectuales de los asuntos económicos en Chile» [29], los Chicago Boys no habían alcanzado el gobierno de sus países en ninguna parte. De hecho, estaban quedándose atrás.

Fue en Chile —el epicentro del experimento de Chicago— donde la derrota en la batalla de las ideas se hizo más evidente. En las históricas elecciones chilenas de 1970 el país se había desplazado tan a la izquierda que, sin excepción, los tres principales partidos políticos estaban a favor de nacionalizar la principal fuente de dividendos del país: las minas de cobre controladas por grandes empresas mineras estadounidenses [30]. En otras palabras, el Proyecto Chile había sido un fracaso muy caro.

Todo podría haber acabado aquí, pero sucedió algo que rescató de la oscuridad a los Chicago Boys: Richard Nixon fue elegido presidente de Estados Unidos. Nixon «tenía una política exterior creativa y, en general, bastante efectiva», dijo con entusiasmo Friedman [31]. Y en ninguna parte fue más creativa que en Chile.

2. La experiencia de Chile

2.1 La preparación del golpe

El gobierno de Unidad Popular de Salvador Allende ganó las elecciones de 1970 en Chile con un programa que prometía poner en manos del gobierno grandes sectores de la economía que estaban dirigidos por empresas extranjeras y locales. Cuando Nixon se enteró de aquello, lanzó su famosa orden al director de la CIA, Richard Helms, de que «hiciera chillar a la economía» [32].

En cuanto Allende ganó las elecciones, e incluso antes de que jurara el cargo, las empresas estadounidenses le declararon la guerra a su administración. El centro de esta actividad fue el Comité Ad Hoc de Chile, con sede en Washington y formado por las principales empresas mineras estadounidenses con propiedades en Chile, así como por la empresa que, de hecho, lideraba el comité, International Telephone and Telegraph Company (ITT), que poseía el 70 % de la compañía telefónica chilena, que pronto iba a nacionalizarse. El único propósito del comité era obligar a Allende a desistir de su campaña de nacionalizaciones «enfrentándole con el colapso económico» [33].

Allende nombró a su íntimo amigo Orlando Letelier embajador en Washington. Recayó en él la labor de negociar las condiciones de la expropiación con las mismas empresas que conspiraban para sabotear el gobierno de Allende. Las negociaciones nunca tuvieron ninguna posibilidad de éxito.

En marzo de 1972, en medio de la tensa negociación de Letelier con ITT, el columnista Jack Anderson publicó una serie de reportajes que demostraban que la compañía telefónica había conspirado en secreto con la CIA y el Departamento de Estado para impedir que Allende jurara el cargo dos años atrás. Ante aquellas acusaciones, y con Allende todavía en el poder, el Senado de Estados Unidos inició una investigación y descubrió un extenso complot en el que ITT había ofrecido un millón de dólares en sobornos a la oposición chilena y «había tratado de que la CIA participara en un plan para manipular de forma encubierta el resultado de las elecciones chilenas» [34].

El informe del Senado, publicado en junio de 1973, descubrió también que cuando el plan fracasó y Allende llegó al poder, ITT adoptó una nueva estrategia diseñada para asegurarse de que «no se mantuviera en el cargo ni seis meses». La empresa se tomó la libertad de preparar una estrategia de dieciocho puntos para la administración Nixon que contenía una petición clara de un golpe de Estado: «Contacten con fuentes fiables dentro del ejército chileno», decía, «[...] alimenten y planifiquen su descontento con Allende y luego propongan la necesidad de apartarlo del poder» [35].

A pesar de todo, en 1973 Allende seguía en el poder, lo que para los opositores de Allende significaba que hacía falta un plan más radical para lograr un cambio de régimen. En este sentido, habían estudiado concienzudamente dos posibles modelos.

El modelo de Brasil

Cuando la junta brasileña, dirigida por el general Humberto Castello Branco y apoyada por Estados Unidos, se hizo con el poder en 1964, el ejército tenía el plan de no sólo revocar los programas favorables a los pobres de Joao Goulart, sino de convertir Brasil en un país totalmente abierto a la inversión extranjera. Al principio los generales brasileños trataron de imponer su programa de un modo relativamente pacífico, además de esforzarse por mantener ciertos visos de democracia.

A finales de la década de 1960 muchos ciudadanos utilizaron esas libertades limitadas para expresar su ira por la pobreza cada vez mayor de Brasil, de la que culpaban al programa económico pro empresarios del gobierno, buena parte de él diseñado por graduados de la Universidad de Chicago. Hacia 1968 las calles estaban saturadas de manifestaciones antijunta, y el régimen estaba en serio peligro. En un gambito desesperado para mantenerse en el poder, el ejército cambió radicalmente de táctica: se eliminaron por completo los restos de la democracia, se negaron todas las libertades civiles, se recurrió sistemáticamente a la tortura y, según la Comisión de la Verdad que luego se establecería en Brasil, «los asesinatos ordenados por el Estado se convirtieron en habituales» [36].

El modelo de Indonesia

El golpe de Indonesia en 1965 siguió una ruta muy distinta. Desde la Segunda Guerra Mundial, el país había sido gobernado por el presidente Sukarno, quien irritó a los países ricos con medidas proteccionistas para la economía de Indonesia. Aunque Sukarno era un nacionalista, no un comunista, trabajó muy unido al Partido Comunista, que tenía tres millones de afiliados. Los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña estaban decididos a acabar con el gobierno de Sukarno. Documentos desclasificados muestran que la CIA había recibido órdenes desde los altos escalafones de la administración para «liquidar al presidente Sukarno, dependiendo de la situación y de las oportunidades que se presenten» [37].

  • La Junta brasileña había esperado años antes de mostrar su apetito por lo brutal. Fue un error casi fatal; sus adversarios tuvieron ocasión de reagruparse y organizar facciones izquierdistas y guerrillas armadas, lo que actuó como un elemento obstaculizador de los planes económicos de la Junta.
  • Por contra, Suharto había probado que, si se empleaba una represión masiva de forma previa, el país caería en un estado de shock que permitiría eliminar toda resistencia aun antes de que cobrara vida. La otra lección esencial procedente de Indonesia tenía que ver con la alianza previa entre Suharto y la mafia de Berkeley.
Después de varios intentos fallidos, la oportunidad se presentó en octubre de 1965, cuando el general Suharto, apoyado por la CIA, empezó a hacerse con el poder y a erradicar a la izquierda [38]. En poco más de un mes al menos medio millón y probablemente hasta un millón de personas fueron asesinadas, «masacradas a miles», según Time [39].

De la experiencia indonesia lo que resultaba interesante no era sólo la brutalidad de Suharto, sino el extraordinario papel que había jugado un grupo de economistas indonesios educados en la Universidad de California en Berkeley, conocidos como la «mafia de Berkeley». Suharto resultó muy efectivo en la labor de librarse de la izquierda, pero fue la mafia de Berkeley quien preparó el plan económico para el futuro del país.

Los paralelismos con los Chicago Boys eran sorprendentes. La mafia de Berkeley había estudiado en Estados Unidos como parte de un programa que había empezado en 1956 financiado por la Fundación Ford. También habían vuelto a casa y creado una fiel copia de un Departamento de Economía al estilo occidental en la Facultad de Económicas de la Universidad de Indonesia. Ford había enviado a profesores estadounidenses a Yakarta para establecer la escuela, igual que los profesores de Chicago habían ido a ayudar al nuevo Departamento de Economía de Santiago.

Los estudiantes financiados por Ford se convirtieron en los líderes de los grupos de los campus que participaron en el derrocamiento de Sukarno y la mafia de Berkeley trabajó estrechamente con el ejército en los preparativos del golpe, desarrollando «planes de contingencia» por si el gobierno caía de repente. Aunque los de la mafia de Berkeley no eran radicales anti-Estado como los Chicago Boys, fueron de lo más generosos con los inversores extranjeros que ansiaban caer sobre las inmensas riquezas minerales y la abundancia petrolífera de Indonesia, descrita por Richard Nixon como el «gran tesoro del Sureste asiático» [40].

Para los que planeaban derrocar a Allende justo al mismo tiempo que el programa de Suharto empezaba a funcionar, las experiencias de Brasil e Indonesia resultaban una útil panorámica de contrastes.

Poco después de resultar elegido Allende, sus oponentes nacionales empezaron a imitar la pauta indonesia con inquietante precisión.

La Universidad Católica, hogar de los Chicago Boys, se convirtió en la zona cero de creación de lo que la CIA denominó «clima de golpe» [41]. En septiembre de 1971, tras un año de mandato de Allende, los principales líderes empresariales chilenos celebraron una reunión de emergencia para desarrollar una estrategia coherente para el cambio de régimen. Según Orlando Sáenz, presidente de la Sociedad de Fomento Fabril (generosamente financiada por la CIA y por muchas multinacionales afines en Washington), los allí reunidos decidieron que «el gobierno de Allende era incompatible con la libertad en Chile y con la existencia de la empresa privada, y que la única forma de evitar el desastre era derrocar al gobierno». Los empresarios organizaron una «estructura de guerra»; una parte establecería relaciones con el ejército, y otra sección, según Sáenz, se ocuparía de «diseñar programas de gobierno alternativos que se presentarían sistemáticamente a las fuerzas armadas» [42]. Sáenz reclutó a varios elementos clave de los Chicago Boys para preparar esos programas alternativos y los instaló en unas dependencias cercanas al palacio presidencial en Santiago [43]. «Más del 75 % de la financiación de esta organización de investigación de la oposición» procedía directamente de la CIA [44].

Durante algún tiempo, la planificación del golpe transcurrió por dos vías paralelas diferenciadas. Cuando el clima llegó al punto de ebullición adecuado para una solución violenta, los dos canales abrieron un diálogo coordinado, con Roberto Kelly —un empresario relacionado con el periódico El Mercurio, financiado por la CIA—, como el mensajero entre ambas partes. A través de Kelly, los Chicago Boys enviaron un resumen de su programa de medidas económicas al almirante de la Marina a cargo del plan militar. Este dio su aprobación, y a partir de entonces los Chicago Boys trabajaron contrarreloj para tener el programa listo el día del golpe militar.

Su biblia económica —un detallado programa que sería la guía de la Junta durante sus primeros días— llegó a conocerse en Chile como «el ladrillo». Las propuestas que en él figuran se parecen asombrosamente a las que hace Milton Friedman en Capitalismo y libertad: privatización, desregulación y recorte del gasto social; la santísima trinidad del libre mercado. Según un comité del Senado que investigó lo sucedido, «los colaboradores de la CIA estuvieron implicados en la elaboración de un plan económico inicial que fue la base de las decisiones más importantes de la Junta durante su etapa inicial» [45]. Ocho de los diez principales autores del «ladrillo» habían estudiado economía en la Universidad de Chicago [46].

Cuando finalmente se produjo, el golpe de Chile presentó tres formas distintas de shock. El choque del golpe militar preparó el terreno de la terapia de shock económica. El shock de las cámaras de tortura y el terror que causaban en el pueblo impedían cualquier oposición frente a la introducción de medidas económicas. De este laboratorio vivo emergió el primer Estado de la Escuela de Chicago, y la primera victoria de su contrarrevolución global.

2.2 El shock militar

El general Augusto Pinochet y sus seguidores se refirieron siempre a los hechos del 11 de septiembre de 1973 no como un golpe de Estado sino como «una guerra». Pero había algo extraño en ella: sólo combatía un bando. A pesar de que el golpe no fue una guerra, estaba diseñado para parecerlo, con el fin de que la comunidad entera entendiera que la resistencia es mortal.

Desde el principio, Pinochet tuvo el completo control del ejército, la Armada, los marines y la policía. A pesar de que en el interior de La Moneda —el palacio presidencial— sólo había treinta y seis defensores fieles a Allende, los militares lanzaron veinticuatro cohetes contra el palacio [47].

Imagen 1. La última fotografía con vida de Salvador Allende. Palacio de la Moneda, Santiago de Chile, 11 de septiembre de 1973

Con el palacio presidencial en llamas, Allende muerto, su gabinete cautivo y sin indicios de que fuera a haber resistencia popular, la gran batalla de la Junta Militar había terminado a media tarde. En los días que siguieron al golpe, unos 13 500 civiles fueron arrestados, subidos a camiones y encarcelados [48]. Miles acabaron en los dos principales estadios de fútbol de Santiago, el Estadio de Chile y el enorme Estadio Nacional, cuyos vestuarios y palcos fueron transformados en improvisadas cámaras de tortura.

Imagen 2. Un grupo de civiles es conducido por militares leales al general golpista Augusto Pinochet hacia el subterráneo del Estadio Nacional. Santiago de Chile, septiembre de 1973

Para asegurarse de que el terror se extendía más allá de la capital, Pinochet envió al general Sergio Arellano Stark en una misión para visitar una serie de prisiones en las que se retenía a «subversivos». En cada ciudad y pueblo, Stark y su escuadrón de la muerte itinerante escogían a los prisioneros de perfil más alto y los ejecutaban. El rastro de sangre que dejaron durante esos cuatro días se conocería como la caravana de la muerte [49].

En total, en esta batalla de un bando más de 3200 personas fueron ejecutadas o desaparecieron, al menos 80 000 fueron encarceladas y 200 000 huyeron del país por motivos políticos [50].

2.3 El shock económico

Sin dilación, Pinochet dirigió un golpe dentro del golpe para deshacerse de los otros tres líderes militares con los que había acordado dividirse el poder y se hizo nombrar jefe supremo de la nación, además de presidente. Pero se encontró con una crisis entre manos, ya que la campaña de sabotaje empresarial liderada por ITT había conseguido hacer que la economía entrara en barrena. Al no saber Pinochet prácticamente nada de economía, de inmediato nombró a varios licenciados de Chicago como sus principales asesores económicos, entre ellos Sergio de Castro.

Pese a que Pinochet entendía poco sobre inflación y tipos de interés, sus asesores hablaban un lenguaje que comprendía. Para ellos la economía era una fuerza de la naturaleza a la que había que respetar y obedecer porque «ir [en su] contra […] es contraproducente y es engañarse a uno mismo», como explicó José Piñera [51], Chicago Boy que acabaría convirtiéndose en ministro de Trabajo y Minería con Pinochet. El dictador estaba de acuerdo: la gente, escribió en una ocasión, debe someterse a la estructura porque «la naturaleza muestra que el orden básico y la jerarquía son necesarios» [52]. Esta convicción compartida de obedecer unas leyes naturales superiores formó la base de la alianza Pinochet-Chicago.

Durante el primer año y medio Pinochet privatizó algunas empresas estatales, eliminó el control de precios, permitió formas nuevas y muy avanzadas de especulación financiera, abrió las fronteras a las importaciones extranjeras y recortó el gasto público un 10 %, excepto el gasto militar, que aumentó significativamente.

Contrario a lo que los de Chicago le aseguraron a Pinochet que pasaría si aplicaba este tipo de medidas, en 1974, la inflación alcanzó el 375 %, la tasa más alta en todo el mundo y casi el doble de su punto más alto con Allende [53]. En paralelo, las empresas locales cerraban a docenas, incapaces de competir; el desempleo alcanzó cifras récord, y se extendió el hambre. El primer laboratorio de la Escuela de Chicago estaba en caída libre.

Para ayudar a salvar el experimento, en marzo de 1975, Milton Friedman y Arnold Harberger volaron a Santiago. La prensa, controlada por la Junta, recibió a Friedman como si fuera una estrella del rock, el gurú del nuevo orden. Cada una de sus declaraciones acababa en los titulares, sus clases se emitían en la televisión nacional y contó con la audiencia más importante de todas: un encuentro privado con el general Pinochet.

A lo largo de toda su visita, Friedman machacó un solo tema: la Junta había empezado bien, pero necesitaba abrazar el libre mercado sin ninguna reserva. Pidió un «tratamiento de choque», afirmando que era «la única cura. Con certeza. No hay otra forma de hacerlo. No hay otra solución a largo plazo» [54].

Después de su reunión con Pinochet, Friedman escribió que al general «le atraía la idea de un tratamiento de choque, pero le preocupaba claramente el aumento del desempleo que podía crear» [55]. Llegados a este punto, Pinochet ya se había hecho tristemente célebre en el mundo por ordenar masacres en estadios de fútbol, de modo que el hecho de que al dictador le «preocupara» el coste humano de su terapia de shock debería haber hecho que Friedman reflexionara. Pero en vez de ello insistió en sus tesis en una carta de seguimiento en la que alabó las decisiones «extremadamente sabias» del general, pero animaba a Pinochet a recortar todavía mucho más el gasto público, y a la vez le pedía que adoptara un paquete de políticas proempresariales que le acercarían más «al completo libre mercado».

Friedman aseguró al general que si seguía sus consejos podría anotarse el mérito de un «milagro económico». Pero Pinochet tenía que actuar rápida y decididamente; Friedman subrayó la importancia del «shock» repetidamente, alegando que el «gradualismo no era factible» [56].

Pinochet se convirtió. En su carta de respuesta, el jefe supremo de Chile expresaba su «más alta y respetuosa admiración» por Friedman y le aseguraba a este que «el plan está aplicándose plenamente en estos momentos» [57]. Inmediatamente después de la visita de Friedman, Pinochet despidió a su ministro de Economía y entregó el cargo a Sergio de Castro, al que después ascendería a ministro de Finanzas. De Castro llenó el gobierno de colegas suyos de Chicago y nombró a uno de ellos director del banco central. Orlando Sáenz, que se había opuesto a los despidos masivos y al cierre de fábricas, fue sustituido al frente de la Sociedad de Fomento Fabril por alguien con una actitud más favorable al shock.

Libres de críticos, Pinochet y De Castro empezaron a desmontar el Estado del bienestar:

  • En 1975 recortaron el gasto público el 27 % de un solo golpe y siguieron recortando hasta que, hacia 1980, llegaron a la mitad de lo que era con Allende [58].
  • El sistema educativo público fue sustituido por cheques escolares y escuelas chárter (es decir, escuelas originalmente creadas y construidas por el Estado que pasarían a ser gestionadas por instituciones privadas según sus propias reglas), la sanidad pasó a ser de pago y se privatizaron guarderías y cementerios. De Castro privatizó también casi quinientas empresas y bancos estatales, prácticamente regalando muchos de ellos, puesto que lo que quería era ponerlos lo más rápido posible en el lugar que les correspondía dentro del orden económico [59].
  • No se apiadó de las empresas locales y eliminó todavía más barreras arancelarias. El resultado fue la pérdida de 177 000 puestos de trabajo en la industria entre 1973 y 1983 [60].
  • A mediados de la década de 1980, la industria como porcentaje de la economía descendió a niveles que no se habían visto desde la Segunda Guerra Mundial [61].
  • En el primer año de la terapia de shock recetada por Friedman, la economía chilena se contrajo un 15 % y el desempleo —que sólo sufría un 3 % con Allende— alcanzó el 20 %, un porcentaje inaudito en el Chile de la época [62]. Hacia 1986, uno de cada cinco trabajadores industriales había perdido su empleo [63].

La mayor crítica hacia la terapia de shock procedió de uno de los propios ex alumnos de Friedman, André Gunder Frank, quien escribió una airada «Carta abierta a Arnold Harberger y Milton Friedman» en la que utilizó su formación en la Escuela de Chicago «para examinar cómo ha respondido el paciente chileno a su tratamiento» [64].

Calculó lo que significaba para una familia chilena tratar de sobrevivir con lo que Pinochet afirmaba que era un «sueldo mínimo». Aproximadamente el 74 % de sus ingresos se dedicaban simplemente a comprar pan, lo cual obligaba a la familia a prescindir de «lujos» como la leche y el autobús para ir a trabajar. En comparación, bajo Allende el pan, la leche y el autobús alcanzaban el 17 % del sueldo de un empleado público [65]. Muchos niños tampoco tenían leche en las escuelas, pues una de las primeras medidas de la Junta había sido eliminar el programa de leche escolar. Como resultado combinado de ese recorte más la situación desesperada de las familias, cada vez más estudiantes se desmayaban en clase, mientras que otros muchos dejaron de acudir a la escuela [66]. Gunder Frank vio una relación directa entre las brutales políticas económicas impuestas por sus antiguos compañeros de estudios y la violencia que Pinochet había desatado contra el país: las recetas de Friedman eran tan dolorosas que no podían «imponerse ni llevarse a cabo sin los elementos gemelos que subyacen a todas ellas: la fuerza militar y el terror político», afirmaba [67].

2.4 El mito del milagro chileno

Aún hoy día, Chile sigue siendo considerado por los entusiastas del libre mercado como una prueba de que el friedmanismo funciona. Cuando murió Pinochet, en 2006, The New York Times lo elogió por «transformar una economía en bancarrota en una de las más prósperas de América Latina» y un editorial del Washington Post dijo que había «introducido las políticas de libre mercado que habían producido el milagro económico chileno» [68]. Pero, ¿qué hay de cierto en estas afirmaciones?

Pinochet se mantuvo en el poder diecisiete años y durante ese tiempo cambió de rumbo político varias veces. El período de crecimiento continuado de la nación que se cita como prueba de su milagroso éxito no empezó hasta mediados de los años ochenta, una década entera después de que los de Chicago implementaran su terapia de shock y bastante después de que Pinochet se viera obligado a cambiar radicalmente el rumbo. Y sucedió porque en 1982, a pesar de su estricta fidelidad a la doctrina de Chicago, la economía de Chile se derrumbó: explotó la deuda, se enfrentaba de nuevo la hiperinflación y el desempleo alcanzó el 30 %, diez veces más que con Allende [69].

La situación era tan inestable que Pinochet se vio obligado a hacer exactamente lo mismo que había hecho Allende: nacionalizó muchas de estas empresas [70]. Al borde de la debacle, casi todos los de Chicago perdieron sus influyentes puestos en el gobierno, incluyendo a Sergio de Castro. Muchos otros licenciados de Chicago tenían altos cargos en las empresas de los pirañas y fueron investigados por fraude.

Lo único que protegía a Chile del colapso económico total a principios de la década de 1980 fue que Pinochet nunca privatizó Codelco, la empresa de minas de cobre nacionalizada por Allende. Esa única empresa generaba el 85 % de los ingresos por exportación de Chile, lo que significa que cuando la burbuja financiera estalló, el Estado siguió contando con una fuente constante de fondos [71].

Hacia 1988, cuando la economía se había estabilizado y crecía con rapidez, el 45 % de la población había caído por debajo del umbral de la pobreza [72]. El 10 % más rico de los chilenos, sin embargo, había visto crecer sus ingresos en un 83 % [73]. Incluso en 2007 Chile seguía siendo una de las sociedades menos igualitarias del mundo. De las 123 naciones en que Naciones Unidas monitoriza la desigualdad, Chile ocupaba el puesto 116, lo que le convierte en el octavo país con mayores desigualdades de la lista [74].

Si ese historial hace que Chile sea un milagro para los economistas de la Escuela de Chicago, quizá sea porque el tratamiento de choque nunca tuvo como objetivo devolver la salud a la economía. Quizá se suponía que tenía que hacer exactamente lo que hizo: enviar la riqueza a los de arriba y conmocionar a la clase media hasta borrarla del mapa.

3. La revolución se extiende, el pueblo desaparece

Durante un tiempo, la siguiente dosis la aportaron otros países del Cono Sur a los que la contrarrevolución de la Escuela de Chicago se extendió rápidamente.

3.1 Resumen de las experiencias del resto de países del Cono Sur

Brasil estaba ya bajo el control de una junta, como se ha mencionado previamente. Friedman viajó allí en 1973, en la época de mayor brutalidad del régimen, y declaró que el experimento económico era «un milagro» [75]. En Uruguay los militares dieron un golpe de Estado en 1973 y al año siguiente decidieron seguir el rumbo trazado por Chicago. Los generales invitaron a «Arnold Harberger y a [el profesor de economía] Larry Sjaastad de la Universidad de Chicago y su equipo, que incluía ex alumnos de Chicago argentinos, chilenos y brasileños, para que reformaran el sistema impositivo y la política comercial de Uruguay» [76]. Los efectos sobre la sociedad de Uruguay fueron inmediatos: los salarios reales descendieron un 28 % y hordas de mendigos aparecieron por primera vez en las calles de Montevideo [77].

El siguiente país en unirse al experimento fue Argentina en 1976, cuando una junta arrebató el poder a lsabel Perón. Los argentinos recién salidos de Chicago se hicieron con puestos clave en el gobierno [78], pero el principal puesto económico no fue para ninguno de ellos, sino para José Alfredo Martínez de Hoz, perteneciente a la alta burguesía rural que formaba parte de la Sociedad Rural, la asociación de rancheros que desde hacía tiempo controlaba las exportaciones del país.

Su primera decisión como ministro fue prohibir las huelgas e instaurar el despido libre. Abolió los controles de precios, derogó las restricciones a las propiedades que los extranjeros podían tener en el país y en pocos años vendió cientos de empresas estatales [79]. Estas medidas le granjearon poderosos aliados en Washington.

También en esta ocasión el impacto humano fue inconfundible: en un año los salarios perdieron el 40 % de su valor, cerraron fábricas y la pobreza se generalizó [80]. El precio de la carne subió más de un 700 %, provocando un récord de beneficios para los terratenientes y ganaderos [81].

3.2 El shock del terror y la represión

En Chile, Pinochet, con el objetivo de extender el terror por medio de tácticas de represión menos espectaculares que las cazas y pelotones de fusilamiento, optó por las desapariciones. En lugar de matar abiertamente o incluso de arrestar a su presa, los soldados secuestraban a la víctima, la llevaban a campos clandestinos, la torturaban, muchas veces la mataban y luego negaban saber nada del asunto. Los cuerpos se enterraban en fosas comunes. Según la Comisión de la Verdad de Chile, la policía secreta se deshacía de algunas de sus víctimas arrojándolas al océano desde helicópteros, «después de abrirles el estómago con un cuchillo para que los cuerpos no flotaran» [82].

A mediados de la década de 1970, las desapariciones se habían convertido en el principal instrumento de coerción de las juntas de la Escuela de Chicago en todo el Cono Sur y nadie las utilizó con más entusiasmo que los generales argentinos. Durante su reinado se estima que desaparecieron 30 000 personas [83]. Una vez bajo custodia, en Argentina los prisioneros eran conducidos a uno de los más de trescientos campos de tortura que había en el país [84], muchos de ellos situados en zonas residenciales densamente pobladas. El régimen uruguayo era igual de descarado [85].

Puesto que muchos de los perseguidos por las distintas juntas a menudo se refugiaban en uno de los países vecinos, los gobiernos de la región colaboraron entre ellos en la conocida Operación Cóndor. Con Cóndor, las agencias de inteligencia del Cono Sur compartieron información sobre «subversivos» —ayudadas por un sistema informático de tecnología punta suministrado por Washington— y dieron mutuamente a sus respectivos agentes salvoconducto para llevar a cabo secuestros y torturas cruzando la frontera, un sistema inquietantemente parecido a la actual red de «extradiciones» de la CIA [86].

Las juntas también intercambiaban información sobre los medios más efectivos para extraer información a los prisioneros que cada una de ellas había descubierto. Varios chilenos torturados en el Estadio de Chile en los días posteriores al golpe destacaron que había soldados brasileños en la sala aconsejando sobre cómo usar científicamente el dolor [87].

En esta línea, una investigación de 1975 del Senado estadounidense sobre la intervención en Chile descubrió que la CIA había entrenado al ejército de Pinochet en formas de «controlar la subversión» [88]. Está perfectamente documentado, además, que Estados Unidos asesoró a las policías brasileña y uruguaya en técnicas de interrogación. Según un testimonio judicial citado en el informe de la Comisión de la Verdad, Brasil: Nunca Mais, publicado en 1985, oficiales del ejército asistieron a «clases de tortura» impartidas por unidades de la policía militar durante las cuales se hacía venir a prisioneros y mendigos para «demostraciones prácticas» en las que eran torturados.

El número exacto de personas que pasaron por la maquinaria de torturas del Cono Sur es imposible de calcular, pero probablemente está entre 100 000 y 150 000, decenas de miles de las cuales fueron asesinadas [89].

Un veterano de varios golpes de Estado argentinos explicó el porqué de esta violencia tan extendida: «En 1955 creíamos [en el ejército] que el problema era [Juan] Perón, así que lo eliminamos; pero en 1976 ya sabíamos que el problema era la clase trabajadora» [90]. En toda la región sucedió lo mismo: el problema era amplio y profundo. Eso quería decir que, si la revolución neoliberal quería triunfar, las juntas tenían que lograr segar definitivamente la semilla que se sembró durante el auge de las izquierdas latinoamericanas o, en palabras de Albion Patterson, «cambiar la formación de los hombres» [91]. Pero, ¿cómo se consigue eso?

Mientras los terapeutas del shock eliminaban todos los resquicios de colectivismo de la economía, las tropas de shock debían eliminar a los representantes de ese ethos de todos los lugares. (En lugar de «eliminar», lo habitual en los regímenes militares del Cono Sur era emplear los eufemismos de limpiar, barrer, erradicar y curar. De hecho, en Brasil, las detenciones de gente de izquierda se bautizaron con el código Operação Limpieza).

En las calles

Particularmente brutales a lo largo y ancho de la región fueron los ataques a los granjeros que se habían implicado en la lucha por la reforma agraria. Los líderes de las Ligas Agrarias Argentinas fueron perseguidos y torturados, a menudo en los mismos campos que trabajaban, a la vista de toda la comunidad. En los barrios pobres, el objetivo de los ataques preventivos fueron los trabajadores comunitarios.

Un sacerdote argentino que colaboró con la Junta explicó cuál era la filosofía que les guiaba: «El enemigo era el marxismo. El marxismo en la Iglesia, digamos, y en la patria. El peligro de una nación nueva» [92]. Ese «peligro de una nación nueva» ayuda a explicar por qué tantas de las víctimas de las juntas fueron jóvenes. En Argentina, el 81 % de los 30 000 desaparecidos tenían entre dieciséis y treinta años [93].

En las universidades

En la Universidad de Chile, cientos de profesores fueron despedidos por «no observar los deberes morales» (entre ellos André Gunder Frank) [94]. Cuando la Junta se hizo con el poder en Argentina, grupos de soldados entraron en la Universidad Nacional del Sur en Bahía Blanca y arrestaron a diecisiete miembros del claustro acusados de «enseñanzas subversivas»; también en este caso la mayoría fueron del Departamento de Economía [95]. Un total de ocho mil educadores de izquierdistas, «de ideología sospechosa», fueron purgados como parte de la Operación Claridad [96].

En las fábricas

En Brasil, tan pronto como se lanzó el golpe, los soldados rodearon a los líderes de los sindicatos activos en las fábricas y en los grandes ranchos. También en Chile y Argentina los gobiernos militares utilizaron el caos inicial del golpe para lanzar con éxito su ataque contra el movimiento sindical. En 1976, el 80 % de los prisioneros políticos de Chile eran obreros y campesinos [97].

Según Brasil: Nunca Mais, la Confederación General del Trabajo (CGT) —la principal asociación de sindicatos— aparece en los procedimientos judiciales de la Junta «como un demonio omnipresente que debe ser exorcizado». Este informe explica que el motivo por el que «las autoridades [...] tuvieron especial cuidado en “limpiar” este sector» es porque «temían la generalización de la [...] resistencia desde los sindicatos a sus programas económicos, que estaban basados en la austeridad en los salarios y en la privatización de la economía» [98].

Las multinacionales no desaprovecharon esta oportunidad para colaborar con las juntas militares en la eliminación de sindicalistas problemáticos: en Brasil, según Brasil: Nunca Mais, la fuerza policial extralegal Operación Bandeirantes (OBAN), formada por oficiales del ejército, fue fundada «gracias a contribuciones de varias corporaciones multinacionales, entre ellas Ford y General Motors»; en Argentina, en el primer Año Nuevo del gobierno militar, Ford Motor Company publicó en los periódicos un anuncio de felicitación en el que abiertamente se alineaba con el régimen [99].

La fábrica de Ford en las afueras de Buenos Aires se convirtió en una fortaleza armada; los obreros han testificado que hubo un batallón de cien soldados allí destinado permanentemente [100]. Cuando los soldados apresaban a los sindicalistas más activos, en lugar de llevarlos a alguna cárcel cercana, los trasladaban a unas instalaciones de detención que habían sido construidas dentro del perímetro de la fábrica. Allí fueron golpeados, pateados y, en dos casos, sometidos a electroshocks [101]. Fueron conducidos luego a prisiones fuera de la fábrica donde las torturas continuaron durante semanas y, en algunos casos, durante meses [102].

En 2002, fiscales federales presentaron una acusación penal contra Ford Argentina en nombre de quince trabajadores, alegando que la empresa era legalmente responsable por la represión que tuvo lugar en su propiedad. Mercedes-Benz se enfrenta a una investigación similar a causa de alegaciones de que la empresa colaboró con el ejército en la década de 1970 para purgar una de sus fábricas de sindicalistas, supuestamente dando nombres y direcciones de dieciséis trabajadores que luego desaparecieron, catorce de ellos para siempre [103].

En las prisiones

En diversos testimonios los prisioneros describen un sistema diseñado para obligarlos a traicionar el principio más fundamental de su sentido del yo: la solidaridad. Muchos informan que sus torturadores no estaban tan interesados en la información, que ya solían tener de antemano, sino en conseguir el acto de traición en sí.

Los actos de rebelión más extremos en este contexto consistían en pequeños gestos de bondad entre prisioneros que, de ser descubiertos, eran duramente castigados. Se los machacaba para que fueran lo más individualistas posible y se les ofrecían constantemente tratos fáusticos, como escoger entre más torturas insoportables para ellos mismos o para otro de sus compañeros de celda.

3.3 Niños normales

Se estima que nacieron unos quinientos niños en los centros de tortura argentinos. Esos bebés fueron alistados inmediatamente en el plan para rediseñar la sociedad y crear una nueva raza de ciudadanos modelo. Tras un breve período de guardería, cientos fueron vendidos o entregados a parejas, la mayor parte de ellas con vínculos directos con la dictadura.

Según el grupo de defensa de los derechos humanos Abuelas de la Plaza de Mayo, los niños fueron criados según los valores del capitalismo y el cristianismo que la Junta consideraba «normales» y saludables [104]. Los padres de los bebés, considerados demasiado enfermos como para poder ser salvados, fueron casi siempre asesinados en los campos.

Todo esto lo evidencia un documento oficial del Departamento del Interior titulado «Instrucciones sobre procedimientos a seguir con los niños menores de edad de líderes políticos o sindicales cuando sus padres son detenidos o desaparecen» [105].

4. ¿Quién es el culpable?

4.1 El fantasma del comunismo

Las juntas del Cono Sur, en el grado en el que se admitían asesinatos de Estado, los justificaban con el argumento de que estaban librando una guerra contra peligrosos terroristas marxistas financiados y controlados por el KGB. Pinochet, en una carta póstuma, defendía el golpe y el uso del «máximo rigor» para impedir una «dictadura del proletariado [...] ¡Cómo quisiera que no hubiese sido necesaria la acción del 11 de septiembre de 1973!», escribió. «¡Cómo hubiera querido que la ideología marxista-leninista no se hubiera interpuesto en nuestra vida patria!» [106].

En los prolegómenos del golpe chileno, la CIA financió una gran campaña propagandística que retrataba a Salvador Allende como un dictador camuflado que se había servido de la democracia constitucional para hacerse con el poder, pero que se proponía instaurar un Estado policial al estilo soviético del que los chilenos jamás podrían escapar. En Argentina y Uruguay se presentó a los principales movimientos guerrilleros de izquierdas —los montoneros y los tupamaros, respectivamente— como amenazas tan graves para la seguridad nacional que no dejaron otra opción a los generales que suspender la democracia, hacerse con el Estado y usar los medios que fueran necesarios para aplastarlos.

En todos los casos, la amenaza fue o bien brutalmente exagerada, o bien totalmente inventada por las juntas [107, 108]. La inmensa mayoría de las víctimas del aparato del terror del Cono Sur no eran miembros de grupos armados sino activistas no violentos y gente leal a partidos de izquierdas. Los mataron no por sus armas, sino por sus creencias. En el Cono Sur, la «guerra contra el terror» fue una guerra contra todos los obstáculos que se oponían al nuevo orden.

Así lo admitió ante Kissinger William Rogers, subsecretario de Estado para América Latina, en una reunión del Departamento de Estado que tuvo lugar sólo dos días después de que la Junta argentina perpetrase su golpe de Estado en 1976: «Es de esperar que haya bastante represión, probablemente mucha sangre, en Argentina muy pronto. Creo que van a tener que dar muy duro no sólo a los terroristas sino también a los disidentes de los sindicatos y a sus partidos» [109].

4.2 Cómo una ideología fue absuelta de sus crímenes: la anteojera de los «derechos humanos»

En 1976, Orlando Letelier, liberado de las prisiones de Pinochet después de un año gracias a una intensiva campaña de presión internacional, escribió en The Nation un desgarrador ensayo para denunciar los crímenes del dictador y defender el historial de Allende frente a la maquinaria propagandística de la CIA.

«La violación de los derechos humanos, el sistema de brutalidad institucionalizada, el control drástico y la supresión de toda forma de disenso significativo se discuten —y a menudo condenan— como un fenómeno sólo indirectamente vinculado, o en verdad completamente desvinculado, de las políticas clásicas de absoluto “libre mercado” que han sido puestas en práctica por la Junta Militar», redactó Letelier. Señaló que «este concepto particularmente conveniente de un sistema social en el cual la “libertad económica” y el terror político coexisten sin interferirse, permite a estos voceros financieros sostener su idea de “libertad” mientras ejercitan sus músculos verbales en defensa de los derechos humanos» [110].

Escribió también que Milton Friedman como «arquitecto intelectual y consejero no oficial del equipo de economistas ahora a cargo de la economía chilena» era corresponsable de los crímenes de Pinochet, y no concedía valor a la defensa de Friedman de que el cabildeo a favor del tratamiento de choque se limitaba a ofrecer consejos «técnicos» [111]. El «establecimiento de una “economía privada” libre y el control de la inflación “a la Friedman”» dijo Letelier, no se podían llevar a cabo de forma pacífica. «[...] Represión para las mayorías y “libertad económica” para pequeños grupos privilegiados son en Chile dos caras de la misma moneda». Había, escribió, «una armonía interna» entre el «libre mercado» y el terror ilimitado [112].

El 21 de septiembre, menos de un mes después de la publicación del artículo de Letelier, el exembajador y la colega americana que lo acompañaba fueron víctimas de un atentado cuando conducían hacia su trabajo en el centro de Washington, D.C. [113].

Imagen 3. Automóvil en el que viajaban Letelier y su compañera el día del atentado

Una investigación del FBI reveló que la bomba había sido cosa de Michael Townley, miembro de la policía secreta de Pinochet. Los asesinos habían sido admitidos en el país con pasaportes falsos con el conocimiento de la CIA [114].

Aunque durante un breve período pareció que el movimiento neoliberal no podría desentenderse de los crímenes que había cometido en el Cono Sur, tres semanas después de que Letelier fuera asesinado sucedió algo que acabó con el debate sobre la relación entre la violencia de las juntas y el movimiento de la Escuela de Chicago: Milton Friedman fue galardonado en 1976 con el premio Nobel de Economía por su «original e influyente» trabajo sobre la relación entre la inflación y el desempleo; un año más tarde, Amnistía Internacional ganó el premio Nobel de la Paz, en buena parte por su valerosa cruzada para poner al descubierto los abusos a los derechos humanos cometidos en Chile y Argentina.

Con esto, parecía como si el jurado más prestigioso del mundo hubiera pronunciado su veredicto: había que condenar el shock de las cámaras de tortura, pero el tratamiento de shock económico debía aplaudirse; y las dos formas de shock no tenían, como había escrito Letelier con punzante ironía, «ninguna relación» [115].

Este cortafuegos intelectual no se levantó sólo porque los economistas de la Escuela de Chicago no reconocieran ninguna conexión entre sus políticas y el uso del terror —Friedman llegó a afirmar que «lo verdaderamente importante del tema chileno es que al final el libre mercado cumplió su labor en la creación de una sociedad libre» [116]—. Contribuyó a afianzarlo la forma particular en que estos actos de terror se calificaron como actos «contra los derechos humanos» en lugar de como herramientas con fines claramente políticos y económicos.

Esto se refleja en el informe de Amnistía Internacional de 1976 sobre Argentina, un relato en el que se concluyó que la amenaza que suponían las guerrillas de izquierdas no se correspondía en absoluto con el nivel de represión utilizado por el Estado, sin hacer ninguna mención al hecho de que la Junta había emprendido un proceso para rehacer el país sobre unos parámetros radicalmente capitalistas. Otra de las principales omisiones del informe de Amnistía es que presentó el conflicto como un enfrentamiento limitado entre militares y extremistas de izquierdas locales. No se menciona a otros implicados, ni al gobierno de Estados Unidos ni a la CIA ni a los terratenientes locales ni a las corporaciones multinacionales. Sin un estudio del plan general para imponer el capitalismo «puro» en América Latina y de los poderosos intereses que impulsaban el proyecto, los actos de sadismo documentados en el informe no tienen sentido: son sólo actos malvados aleatorios y exentos de contexto a la deriva en el éter político, actos que deben ser condenados por todas las personas de buena voluntad pero que resultan imposibles de comprender.

Aunque se puede interpretar la reticencia de Amnistía como un esfuerzo por mantener la imparcialidad entre las tensiones de la Guerra Fría, hubo, para muchos otros grupos, otro factor en juego: el dinero. La principal fuente de financiación de su trabajo, con gran diferencia, era la Fundación Ford, entonces la mayor organización filantrópica del mundo.

Después de que la izquierda hubiera sido arrasada en esos países por regímenes que Ford había ayudado a formar, fue la misma Ford la que financió a una nueva generación de abogados idealistas que se entregaron a fondo para liberar a los cientos de miles de prisioneros políticos que esos mismos regímenes habían encarcelado. En el Cono Sur las contradicciones eran surrealistas: el legado filantrópico de la empresa que estaba más íntimamente relacionada con el aparato del terror era la mejor, y a menudo la única, posibilidad de poner fin a los peores abusos.

La idea de que la represión y la economía formaban parte de un único proyecto se refleja sólo en Brasil: Nunca Mais, la única Comisión de la Verdad que publicó un informe independiente tanto del Estado como de fundaciones extranjeras. Tras detallar algunos de los crímenes más horrendos, los autores plantean la cuestión fundamental que otros se habían tomado tanto trabajo en eludir: ¿por qué? Su respuesta es directa: «Puesto que la política económica era extremadamente impopular entre la mayoría de los sectores de la población, tuvo que recurrirse a la fuerza para implementarla» [117].

La primera aventura de los Chicago Boys en la década de 1970 debió haber servido de aviso a la humanidad: sus ideas eran peligrosas. Al no hacer responsable a la ideología de los crímenes cometidos en su primer laboratorio, se dio inmunidad a esta subcultura de ideólogos impenitentes y se les liberó para que recorrieran el mundo en busca de su próxima conquista.

5. La experiencia de Reino Unido

Cuando Friedrich Hayek regresó de una visita a Chile en 1981, estaba tan impresionado por Augusto Pinochet y los de Chicago que allí conoció que inmediatamente se sentó a escribir una carta a su amiga Margaret Thatcher (1925-2013), primera ministra de Gran Bretaña. En ella la instaba a utilizar el país sudamericano como modelo para transformar la economía keynesiana británica.

Imagen 4. De izquierda a derecha: Milton Friedman, Edward Teller, Rose Friedman y Margaret Thatcher

La primera ministra británica, a pesar de calificar de «extraordinario éxito de la economía chilena» aquella experiencia y describirla como «un impactante ejemplo de reforma económica del que podemos extraer numerosas lecciones», en su respuesta a Hayek de febrero de 1982, confesaba: «Estoy segura de que usted entenderá que, en Gran Bretaña, dadas nuestras instituciones democráticas y la necesidad que aquí existe de alcanzar un elevado nivel de consenso, algunas de las medidas adoptadas en Chile son del todo inaceptables. Nuestra reforma debe ser conforme a nuestras tradiciones y a nuestra Constitución, aunque, a veces, el proceso pueda parecer exasperantemente lento» [118]. Para Hayek, aquello supuso una auténtica decepción.

Diez años antes, Friedman y su movimiento habían sufrido un revés similar, motivado nada menos que por Richard Nixon. Cuando este accedió al cargo en 1969, Friedman creyó que al fin le había llegado la hora de dirigir su propia contrarrevolución nacional interna contra el legado del New Deal. «Pocos presidentes han expresado una filosofía tan compatible con la mía propia», había escrito Friedman acerca de Nixon [119].

Pero en 1971 la economía estadounidense entró en una depresión, y Nixon sabía que, si seguía la línea liberalizadora que aconsejaba Friedman, millones de ciudadanos enfadados lo echarían del cargo en las siguientes elecciones. Fue por ello que decidió instaurar topes a los precios de bienes de primera necesidad como los alquileres y el petróleo, lo que indignó a Friedman: de todas las posibles «distorsiones» de la intervención estatal, la de los controles de precios era, sin lugar a dudas, la peor [120]. Aún más vergonzoso para Friedman resultaba el hecho de que fueran sus propios discípulos los encargados de aplicar el keynesianismo: Donald Rumsfeld estaba al mando del programa de control de salarios y precios, y tenía como superior suyo a George Shultz, que a la sazón era director de la Oficina de Gerencia y Presupuesto del gobierno federal.

Al año siguiente, el electorado reeligió a Nixon con un 60 % de los votos emitidos. En su segundo mandato, el presidente continuó desprendiéndose de aún más elementos de la ortodoxia de Friedman, pero la estocada más cruel que Nixon depararía a Friedman sería una famosa proclama del presidente: «Ahora todos somos keynesianos» [121]. Tan hondo fue el sentimiento de traición que Friedman describiría más tarde a Nixon como «el más socialista de los presidentes de Estados Unidos del siglo XX» [122].

Al otro lado del Atlántico, Thatcher intentaba por entonces poner en marcha una versión inglesa del friedmanismo patrocinando, lo que acabó conociéndose como «la sociedad de propietarios». Su iniciativa se centró en el sistema público británico de vivienda —las llamadas council estates (viviendas municipales de alquiler)—, al que Thatcher se oponía por principios filosóficos.

Los pisos de las council estates estaban ocupados por el tipo de personas que, en teoría, jamás votarían conservador porque no les interesaba desde el punto de vista económico. La primera ministra estaba convencida de que, si se lograba incorporar a esas personas al mercado, estas acabarían identificándose con los intereses del otro sector de la población que, por ser más rico, se oponía a la redistribución. Con esa idea en mente, Thatcher decidió ofrecer fuertes incentivos a los residentes de las viviendas públicas para que adquirieran los pisos en los que vivían a un tipo de interés muy ventajoso. Quienes pudieron se convirtieron así en propietarios de su propia vivienda, pero quienes no lo consiguieron se vieron obligados a hacer frente a alquileres que casi se habían duplicado con respecto a su importe anterior.

Su estrategia funcionó: las calles de las principales ciudades británicas vieron cómo ascendía ostensiblemente el número de personas sin hogar, pero los sondeos mostraron que más de la mitad de los nuevos propietarios habían cambiado de afiliación partidista y habían pasado a apoyar a los conservadores [123].

Con todo, Thatcher parecía seguir condenada a quedarse fuera del cargo tras su primer mandato. En 1982, tras tres años como primera ministra, el número de personas desempleadas y la tasa de inflación se habían duplicado [124]. Había tratado de enfrentarse a uno de los sindicatos más poderosos del país, el de los mineros del carbón, y había fracasado. Los índices de aprobación de su labor personal habían caído hasta quedarse en sólo el 25 % (inferior al de cualquier otro primer ministro británico en la historia de los sondeos de opinión), y la aprobación del conjunto de su gabinete había descendido hasta el 18 % [125]. Esas fueron las duras circunstancias en las que Thatcher escribió a Hayek para informarle de que una transformación como la chilena era «del todo inaceptable» en el Reino Unido.

Seis semanas después de redactar Thatcher aquella carta, sucedió algo que le hizo cambiar de opinión y que varió el destino de la cruzada corporativista: el 2 de abril de 1982, Argentina invadió las islas Malvinas, un vestigio del dominio colonial británico. Aquel conflicto de once semanas de duración, conocido como la guerra de las Malvinas, fue el que proporcionó a Thatcher la tapadera política que necesitaba para instaurar, por primera vez en la historia, un programa de transformación capitalista radical en una democracia liberal occidental.

Ambos bandos del conflicto tenían sus motivos para desear una guerra. En 1982, la economía argentina se hundía bajo el peso de la deuda y la corrupción, y las campañas de defensa de los derechos humanos ganaban fuerza. El nuevo gobierno de la junta Militar calculó que el único sentimiento más poderoso que la ira despertada por la continuada represión antidemocrática era el sentimiento antiimperialista, que supieron azuzar y canalizar contra los británicos por la negativa de estos a ceder las islas a los argentinos. Thatcher, por su parte, se dio cuenta rápidamente de que aquella era una oportunidad de oro para dar la vuelta a su fortuna política e, inmediatamente, adoptó una actitud churchilliana de batalla. Hasta aquel momento, el único sentimiento que había traslucido de la primera ministra con respecto a las Malvinas era la molestia que le producía la carga económica que aquellas islas suponían para las arcas del Estado. Ni Londres ni Buenos Aires realizaron ningún intento serio de evitar una confrontación. Thatcher hizo caso omiso de la ONU. El único resultado que interesaba a cualquiera de los dos bandos era una gloriosa victoria final.

Thatcher luchaba por su futuro político y triunfó espectacularmente. Tras la victoria de las Malvinas, que se cobró las vidas de 255 soldados británicos y de 655 argentinos, su índice de aprobación personal creció hasta ser más del doble que antes del inicio de la batalla, lo que allanó el camino para la decisiva victoria que obtendría en las elecciones del año siguiente [126].

Thatcher empleó la enorme popularidad que aquella victoria le había valido para emprender, precisamente, el tipo de revolución corporativista cuya imposibilidad había manifestado a Hayek antes de la guerra. Cuando los mineros del carbón fueron a la huelga en 1984, proyectó el enfrentamiento como una continuación de la guerra contra Argentina que requería de una solución similarmente brutal. En unas famosas declaraciones, Thatcher dijo: «Tuvimos que luchar contra el enemigo exterior en las Malvinas y ahora tenemos que luchar contra el enemigo interior, que es mucho más difícil de combatir pero que resulta igual de peligroso para la libertad» [127].

Tras encuadrar a los obreros británicos en la categoría de «enemigo interior», Thatcher desató sobre los huelguistas toda la fuerza del Estado: en una de las confrontaciones, por ejemplo, hasta un total de ocho mil policías antidisturbios dotados de porras, muchos de ellos a caballo, cargaron contra un piquete sindical a las puertas de una planta extractora con un resultado de setecientas personas heridas. Según documenta Seumas Milne, periodista del Guardian, en su relato definitivo de la huelga, The Enemy Within: Thatcher Secret War against the Miners, la primera ministra presionó a los servicios de seguridad para que intensificaran la vigilancia que realizaban sobre el sindicato y, en concreto, sobre su militante presidente, Arthur Scargill. El resultado fue «la operación de contravigilancia más ambiciosa jamás organizada en Gran Bretaña». En el sindicato se infiltraron múltiples agentes e informadores y se instalaron micrófonos ocultos en todos sus teléfonos, en los domicilios privados de sus dirigentes e incluso en el establecimiento de fish and chips que estos frecuentaban para almorzar.

Imagen 5. La fotógrafa Lesley Boulton a punto de ser golpeada por un policía a caballo. 18 de junio de 1984

Imagen 6. Cargas policiales contra huelguistas. 18 de junio de 1948

En 1985, Thatcher ya había ganado esta otra guerra también: los trabajadores pasaban hambre y ya no pudieron resistir. Al final, 966 personas fueron despedidas [128].

Así, la primera ministra británica se valió de sus victorias sobre los argentinos y sobre los mineros para imprimir un gran salto adelante a la aplicación de su programa económico radical. Entre 1984 y 1988, el gobierno privatizó, entre otras empresas, British Telecom. British Gas, British Airways, la British Airport Authority y British Steel, y vendió su participación en British Petroleum.

El exitoso manejo de la guerra de las Malvinas por parte de Thatcher supuso la primera prueba definitiva de que era posible aplicar un programa económico inspirado por la Escuela de Chicago sin necesidad de dictaduras militares ni de cámaras de tortura. Ella había demostrado que, con una crisis política de dimensiones suficientemente grandes como para reunir los apoyos necesarios, en una democracia también podía imponerse una versión limitada de la terapia de shock. Nuevamente, iba a ser un país latinoamericano el que sirviera de escenario de pruebas para tratar de llevar a la práctica esta lección extraída de la experiencia de Reino Unido.

6. La experiencia de Bolivia

En 1985, tras haber estado sometidos a una forma u otra de dictadura durante dieciocho de los veintiún años previos, los bolivianos tenían al fin la oportunidad de escoger a su presidente en unas elecciones nacionales.

Ahora bien, hacerse con el control de la economía boliviana en aquella particular coyuntura tenía menos de premio que de castigo. Un año antes, en 1984, la administración de Ronald Reagan —presidente de los EE. UU. desde 1981 a 1989— había puesto la situación del país al límite financiando una ofensiva sin precedentes contra sus cultivadores de coca [129], planta de cuyas hojas se puede obtener cocaína tras un proceso de refino. Bolivia afrontaría aquellas elecciones con una inflación anual de hasta el 14 000 % y con una deuda tan elevada que la cuantía de lo que el país debía sólo en concepto de intereses era superior al total de su presupuesto nacional.

Los dos principales candidatos eran figuras ya familiares para los bolivianos: un exdictador, Hugo Banzer, y un expresidente electo, Víctor Paz Estenssoro. Durante la campaña, Paz Estenssoro había ofrecido escasos detalles concretos de cómo pretendía abordar la inflación. Pero había sido elegido en tres ocasiones presidente de Bolivia con anterioridad, la última de ellas en 1964, antes de ser depuesto por un golpe de Estado. Paz había sido, precisamente, el rostro de la transformación desarrollista de Bolivia, ya que había nacionalizado las grandes minas de estaño del país, había empezado a distribuir tierras entre los campesinos indígenas y había defendido el derecho al voto de todos los bolivianos. Durante la campaña de 1985, un Paz ya envejecido juró lealtad a su pasado «nacionalista revolucionario» e hizo alguna que otra referencia imprecisa a un cierto grado de responsabilidad fiscal. No era un socialista, pero tampoco era un neoliberal de la Escuela de Chicago... o eso, al menos, era lo que los bolivianos creían [130].

La votación fue muy reñida y la decisión final correspondió al Congreso de Bolivia, pero el equipo de Banzer estaba convencido de haber ganado los comicios. Antes incluso de que se anunciaran los resultados definitivos, contrataron los servicios de un casi desconocido economista llamado Jeffrey Sachs para que les ayudara a elaborar un plan económico antiinflacionista.

Aunque Sachs compartía la fe de Keynes en el poder de la economía para combatir la pobreza, era también un producto de la América de Reagan [131], que, en 1985, se hallaba inmersa en plena reacción de inspiración friedmanita contra todo lo que Keynes representaba. El economista tenía un consejo muy directo y simple para Banzer: sólo una terapia de shock súbito remediaría la crisis hiperinflacionaria boliviana. Así que le propuso multiplicar por diez el precio del petróleo y desregular los precios de toda una serie de productos, además de practicar diversos recortes presupuestarios.

Aquel fue un período de negociaciones trascendentales de trastienda y de toma y daca entre los partidos contendientes, el Congreso y el Senado. Finalmente, el 6 de agosto de 1985, Paz fue investido presidente de Bolivia. Sólo cuatro días después, el nuevo presidente designaba a Gonzalo Sánchez de Lozada (Goni), dueño de la segunda mayor mina privada de Bolivia, para encabezar un equipo económico bipartidista de emergencia (y de alto secreto, incluso para la mayor parte de su recién elegido gabinete) encargado de reestructurar radicalmente la economía. Para entonces, Sachs ya había vuelto a Harvard, pero, según él mismo confesó, se «alegró de oír que el ADN [el partido de Banzer] hubiese compartido una copia del plan de estabilización [sugerido por Sachs] con el nuevo presidente y su equipo» [132].

Con el fin de tomar por sorpresa a sindicatos y agrupaciones campesinas, los planificadores bolivianos exigían que todas sus medidas radicales se aplicaran simultáneamente y dentro de los primeros cien días del nuevo gobierno. Según recordó posteriormente Goni, Paz «no dejaba de decir: “Si van a hacerlo, háganlo ahora. No puedo operar dos veces”» [133]. Así, en lugar de presentar cada sección del plan como una ley separada, el equipo de Paz insistió también en reunir toda la revolución en un único decreto ejecutivo: el D. S. (Decreto Supremo) 21060. Este contenía 220 leyes diferentes y abarcaba todos y cada uno de los aspectos de la vida económica del país. Según sus autores, el programa tenía que aceptarse o rechazarse en su totalidad. Una vez terminado el documento, el equipo hizo cinco copias: una era para Paz, otra para Goni y otra más para el ministro de Hacienda. El destino de las dos copias restantes es revelador de lo convencidos que estaban Paz y su equipo de que muchos bolivianos considerarían aquel plan como un acto de guerra: una de ellas fue para el jefe del ejército y la otra para el de la policía.

Tres semanas después de jurar el cargo como presidente, Paz convocó por fin a su gabinete para comunicarles la sorpresa que les había estado guardando. Ordenó que se cerraran las puertas de las dependencias del gobierno y «dio instrucciones a las secretarias para que no pasaran ninguna llamada telefónica a los señores ministros». El ministro de Planificación, Guillermo Bedregal —uno de los pocos que ya por aquel entonces tenía constancia de la existencia del equipo económico de emergencia—, leyó enteras las sesenta páginas a sus asombrados oyentes. Paz informó a los miembros de su gabinete que el decreto no iba a someterse a debate: en otro de sus pactos de trastienda, se había asegurado el apoyo del derechista partido opositor de Banzer. Si no estaban de acuerdo, les dijo, podían dimitir.

Con una inflación aún disparada y sin señal alguna de remitir, y dados los indicios de que la aplicación de un enfoque de terapia de shock se vería recompensada con una importante ayuda financiera de Washington, nadie se atrevió a irse. Dos días después, en un discurso presidencial televisado y bajo el lema «Bolivia se nos muere», Paz descargó su «ladrillo» particular sobre una población completamente desprevenida.

Sachs tuvo razón al predecir que el aumento de precios pondría fin a la hiperinflación: en sólo dos años, la inflación anual había bajado hasta el 10 % [134]. Pero el legado general de la revolución neoliberal boliviana es mucho más controvertido.

El índice de desempleo pasó del 20 % que se registraba cuando se celebraron las elecciones a una cifra entre el 25 y el 30 % dos años más tarde [135]. En la compañía minera estatal, por ejemplo, se produjo una reducción de plantilla que hizo que pasara de tener 28 000 empleados a sólo 6000 [136].

El salario mínimo nunca recuperó su valor anterior y, tras dos años de aplicación del programa, los sueldos reales habían disminuido en un 40 % y llegaron incluso a tocar fondo con una disminución del 70 % [137]. En Bolivia, como resultado de la terapia de shock, una reducida élite se hizo mucho más rica, pero amplios sectores de la que antaño había sido la clase trabajadora quedaron completamente apartados de la economía y se convirtieron en población excedente. En 1987, los ingresos medios de los campesinos bolivianos sólo eran de 140 dólares anuales, menos de la quinta parte de la «renta media» [138]. Entre 1983 y 1988, el número de bolivianos con derecho a prestaciones de la seguridad social descendió en un 61 % [139].

La industria de la coca desempeñó un papel significativo en la reactivación de la economía de Bolivia y la remisión de la inflación (un hecho reconocido actualmente por los historiadores, pero jamás mencionado por Sachs en sus explicaciones de cómo sus reformas vencen a la inflación) [140]. Las exportaciones ilegales de droga pasarían a generar más ingresos para el país que todas sus exportaciones legales juntas y, según las estimaciones, unas 350 000 personas se ganaban la vida dedicándose a algún aspecto del comercio de la droga. En 1989, se calculaba que uno de cada diez trabajadores se había reconvertido a alguno de los sectores relacionados con la producción o la distribución de coca o de cocaína [141].

Pocas eran las voces que fuera de Bolivia hablaban de todas esas complejas repercusiones. Lo que se explicaba era una historia mucho más sencilla que tenía como protagonista a un audaz y joven profesor de Harvard que había conseguido, casi en solitario, «salvar la economía de Bolivia de las convulsiones de la inflación», según la publicación Boston Magazine [142]. La victoria sobre la inflación que Sachs había ayudado a diseñar fue suficiente para que se calificase a Bolivia de éxito impresionante del libre mercado, «el más extraordinario de la era moderna», según lo describió The Economist [143]. Las alabanzas vertidas sobre Sachs no estaban motivadas simplemente por el hecho de que se hubiera logrado contener la inflación en un país pobre, sino porque había conseguido lo que tantos habían juzgado imposible: había contribuido a organizar una transformación radical de signo neoliberal dentro de los confines de una democracia y sin que mediara una guerra.

Pero hay un problema importante: lo que se explica en esa historia no se ajusta a la verdad. Bolivia demostró que la terapia de shock podía ser impuesta en un país que acababa de celebrar unas elecciones, pero no evidenció que pudiese ser aceptada democráticamente o sin represión; en realidad, volvió a ser una prueba evidente de lo contrario.

Como era de prever, muchos de los votantes que eligieron a Paz estaban indignados por su traición y, nada más presentarse el decreto, decenas de millares salieron a las calles. La mayor oposición provino de la principal federación sindical del país, que convocó una huelga general que paralizó la industria por completo. La respuesta de Paz fue contundente: declaró de inmediato el estado de sitio y desplegó los tanques del ejército por las calles de la capital, en la que se impuso un estricto toque de queda. La policía antidisturbios organizó redadas en los locales de los sindicatos, en una universidad y en una emisora de radio, así como en diversas fábricas. Se prohibieron las asambleas políticas y las manifestaciones, y se hizo obligatorio contar con un permiso estatal para celebrar reuniones [144]. La política opositora fue ilegalizada en la práctica, como lo había sido durante la dictadura de Banzer.

Para despejar las calles, la policía detuvo a 1500 manifestantes, dispersó las multitudes con gas lacrimógeno y disparó sobre los huelguistas que, según sus alegaciones, habían atacado a sus agentes [145]. Cuando los líderes de la federación sindical se declararon en huelga de hambre, Paz ordenó a la policía que arrestara a los 200 dirigentes obreros más destacados, los subiera a bordo de unos aviones y los trasladara a prisiones remotas en la Amazonia [146]. Los prisioneros sólo fueron liberados cuando los sindicatos desconvocaron sus manifestaciones. Para entonces, «el nuevo plan económico ya estaba plenamente instaurado», como contaría Filemón Escobar, minero, activista obrero y manifestante habitual en aquellos años.

Este estado de sitio extraordinario se mantuvo durante tres meses. Dado que la totalidad del plan se desplegó en sólo cien días, eso significa que el país estuvo confinado en una especie de celda colectiva durante el período decisivo de aplicación de la terapia de shock. Un año más tarde, cuando el gobierno de Paz procedió a efectuar despidos masivos en las minas de estaño, los sindicatos volvieron a salir a la calle y el ejecutivo respondió con la misma serie de dramáticos acontecimientos [147].

El país andino demostró que una terapia desgarradora como aquella seguía necesitando de ataques vergonzosos contra los grupos sociales incómodos y contra las instituciones democráticas. También evidenció que la cruzada corporativista podía proceder a través de semejantes medios descarnadamente autoritarios y ser aplaudida como democrática por el simple hecho de estar amparada en unas elecciones previas, con independencia del grado de represión de los derechos civiles empleado tras los comicios o de lo mucho o poco que se hubiesen ignorado los deseos democráticos en ellos expresados.

7. La crisis funciona

Lo que Jeffrey Sachs aprendió de su primera aventura internacional fue que la hiperinflación podía ser detenida en seco con la aplicación de las medidas duras y drásticas correctas. Por su parte, John Williamson, uno de los economistas de tendencia derechista más influyentes en Washington y asesor clave del FMI y del Banco Mundial, extraería de la experiencia de Bolivia una enseñanza muy diferente.

A mediados de la década de 1980, eran ya varios los economistas que habían advertido que una crisis hiperinflancionaria auténtica simula los efectos de una guerra militar, porque esparce el temor y la confusión, crea sus propios refugiados y provoca una considerable pérdida de vidas humanas [148]. Así, para Williamson y los ideólogos más a ultranza de la Escuela de Chicago, la hiperinflación ya no era un problema a resolver, como Sachs creía, sino una oportunidad de oro que aprovechar para extender la doctrina de la Escuela de Chicago a todo el planeta [149].

En la década de los ochenta no escaseaban las oportunidades de ese tipo: gran parte del mundo en vías de desarrollo, en especial América Latina, estaba entrando en aquel momento en una espiral hiperinflacionaria. Dicha crisis era consecuencia de dos factores principales, cuyos orígenes hay que buscar en las instituciones financieras de Washington. El primero fue la insistencia con que estas presionaron para que las deudas ilegítimas acumuladas por las dictaduras de esos países fuesen traspasadas a sus nuevos regímenes democráticos. El segundo fue la decisión que tomó la Reserva Federal estadounidense al permitir el alza de los tipos de interés, lo cual incrementó enormemente la magnitud de esas deudas.

Los partidarios del impago de aquellas sostenían que los prestadores sabían que el dinero se estaba gastando en represión y corrupción, razonamiento fortalecido con la desclasificación de la transcripción de una reunión celebrada el 7 de octubre de 1976 entre el entonces secretario de Estado Henry Kissinger y el ministro de Exteriores del nuevo gobierno dictatorial argentino, el almirante César Augusto Guzzetti. Tras comentar la protesta internacional en defensa de los derechos humanos que había provocado el golpe militar, Kissinger dijo: «Mire, nuestra actitud básica es que queremos que ustedes tengan éxito. Soy del parecer, un tanto anticuado, de que hay que apoyar a los amigos. [...] Cuanto antes triunfen, mejor». Kissinger abordó entonces el tema de los préstamos y animó a Guzzetti a solicitar tanta ayuda exterior como fuera posible y de forma rápida, antes de que el «problema de derechos humanos» de Argentina atara las manos de la administración estadounidense. «Hay ya dos préstamos en el banco», dijo Kissinger, refiriéndose al Banco Interamericano de Desarrollo, «y no tenemos intención alguna de votar en contra de su concesión». También dio otras instrucciones al ministro: «Sigan adelante con sus solicitudes al Export-lmport Bank. Nos gustaría que su programa económico funcionase y haremos lo que podamos para ayudarles» [150].

Por sí solas, las deudas ya habrían supuesto un enorme peso para las nuevas democracias, pero la carga se iba a hacer aún mucho más onerosa debido al llamado shock Volcker, ocasionado por el incremento sustancial de los tipos de interés en los EE. UU. Este aumento implicaba una subida del importe de los intereses de la deuda externa y, a menudo, la única forma de hacer frente a la mayor cuantía de los pagos era contratando nuevos préstamos. Así nació la espiral de la deuda. En Argentina, la enorme deuda traspasada por la junta Militar (de 45 000 millones de dólares) creció con rapidez hasta alcanzar los 65 000 millones en 1989, y la misma situación se reprodujo en países pobres de todo el mundo [151, 152].

Y esas no fueron las únicas conmociones económicas que recorrieron el mundo en desarrollo durante la década de 1980. Se habla de la existencia de un «shock de precios» cada vez que el precio de un producto de exportación experimenta una caída de un 10 % o más. Según el FMI, en los países en vías de desarrollo se experimentaron 25 shocks de esa clase entre 1981 y 1983; entre 1984 y 1987, en el momento álgido de la crisis de la deuda, fueron 140 los shocks de precios registrados en países en desarrollo, los cuales contribuyeron a hundir a estos aún más en el pozo de la deuda [153].

Los partidarios de la Escuela de Chicago suelen hablar del período iniciado a mediados de los años ochenta como una marcha triunfal, sencilla y sin problemas, de su ideología: los numerosos países que se sumaban a la ola democrática no dejaban pasar la ocasión para celebrar la necesaria coincidencia entre «ciudadanía libre» y «mercados libres». Pero lo que sucedió en realidad fue que los ciudadanos, en el momento mismo en que recuperaban por fin las libertades que se les habían negado durante tanto tiempo y dejaban atrás las cámaras de tortura, se vieron sacudidos por un auténtico huracán de shocks financieros.

Comprensiblemente reacias a entablar una guerra con las instituciones de Washington propietarias de sus deudas, las nuevas democracias, acuciadas por la crisis, no tenían apenas otra opción que seguir las normas fijadas desde la capital estadounidense. Y, precisamente entonces, a principios de la década de 1980, las reglas de Washington se volvieron mucho más estrictas debido a que el shock de la deuda coincidió (y no por casualidad) con una nueva era en las relaciones Norte-Sur que iba a convertir las dictaduras militares en instrumentos prácticamente innecesarios. Aquel fue el amanecer de la era del «ajuste estructural».

Por principio, Milton Friedman no creía en el FMI ni en el Banco Mundial: constituían ejemplos clásicos de interferencia de los grandes aparatos gubernamentales en las delicadas señales del libre mercado. Por eso no dejaba de ser irónico que existiera una especie de correa de transmisión virtual por la que ambas instituciones se abastecían continuamente de los de Chicago, que acababan ocupando muchos de los principales puestos de responsabilidad.

La colonización del Banco Mundial y del FMI a cargo de la Escuela de Chicago fue un proceso eminentemente tácito hasta que, en 1989, John Williamson lo oficializó al revelar el que él mismo denominó «Consenso de Washington». Se trataba de un listado de políticas económicas que, según dijo, ambas instituciones consideraban en aquel momento el mínimo exigible para una buena salud económica: «el núcleo común de ideas compartidas por todos los economistas serios» [154]. Aquellas políticas, camufladas bajo el manto de lo técnico e incontrovertible, incluían pretensiones y exigencias tan descarnadamente ideológicas como las de la «privatización de las empresas estatales» y la «abolición de las barreras que impiden la entrada de empresas extranjeras» [155]. El listado completo equivalía punto por punto al triunvirato neoliberal de privatización, desregulación/libre comercio y recortes drásticos del gasto público preconizado por Friedman. Esas eran las políticas, según Williamson, «que los poderes fácticos de Washington estaban fomentando insistentemente en América Latina» [156].

El FMI lanzó su primer programa completo de «ajuste estructural» en 1983. Durante las dos décadas siguientes, todo país que ha acudido al Fondo en busca de un préstamo importante ha sido informado de la necesidad de que modernizara su economía de arriba abajo como condición para la concesión de la ayuda. Davison Budhoo, un economista senior del FMI que diseñó programas de ajuste estructural para países latinoamericanos y africanos durante la década de los ochenta, admitiría más tarde que «todo lo que hicimos a partir de 1983 se fundamentó en la nueva misión que nos guiaba: el Sur se «privatizaría» o moriría. A tal efecto creamos el caos económico que se vivió en América Latina y África entre 1983 y 1988» [157].

Pese a todo, el FMI y el Banco Mundial siempre afirmaron que todo lo que hacían era en aras de la estabilización, de la prevención de las crisis. Pero la realidad fue que, en un país tras otro, la crisis internacional de la deuda fue metódicamente utilizada como trampolín para promover el programa de la Escuela de Chicago, basado en la aplicación despiadada de la doctrina friedmanita del shock.

Dani Rodrik, un renombrado economista de Harvard que colaboró profusamente con el Banco Mundial, describió el concepto mismo de «ajuste estructural» como una ingeniosa estrategia de marketing [158]. El principio era muy simple: los países en crisis necesitan desesperadamente ayuda para estabilizar sus monedas. Cuando las políticas de privatización y de libre comercio se incluyen en el mismo paquete que las medidas de rescate financiero, los países no tienen más remedio que aceptar el lote completo. Lo realmente astuto era que los propios economistas sabían que el libre comercio no tenía nada que ver con el fin de la crisis, pero «difuminaban» expertamente esa información. Rodrik llegaba incluso a admitir que la privatización y el libre comercio no tenían relación directa alguna con la generación de estabilidad, y que sostener lo contrario era «un ejemplo de mala teorización económica» [159].

Argentina nos proporciona nuevamente una perspectiva nítida de la mecánica del nuevo orden. Después de que el presidente Alfonsín, elegido en 1983 tras el desmoronamiento de la Junta Militar a raíz de la guerra de las Malvinas, se viese forzado a dimitir por culpa de la crisis hiperinflacionaria, su cargo pasó a ser ocupado por Carlos Menem, gobernador peronista de una pequeña provincia.

Tras un año en el cargo, y bajo una intensa presión del FMI, pese a haber sido elegido como símbolo del partido que se había opuesto a la dictadura, Menem nombró a Domingo Cavallo como su ministro de Economía, con lo que permitió que regresara al poder el máximo responsable de que, en la etapa final del gobierno de la junta Militar, las grandes empresas hubieran enjugado sus deudas a costa del erario público [160]. Su nombramiento fue lo que los economistas llaman «una señal»: un indicio inequívoco, en este caso, de que el nuevo gobierno recogería el testigo del experimento corporativista iniciado por la junta y lo continuaría. La Bolsa de Buenos Aires reaccionó con un repunte súbito de un 30 % en el volumen de las contrataciones el mismo día que se anunció el nombre de Cavallo [161].

Imagen 7. Carlos Menem (izquierda) y Domingo Cavallo (derecha)

Cavallo pidió inmediatamente refuerzos ideológicos y llenó el gobierno y la cúpula de la administración pública del país de antiguos alumnos de Milton Friedman y Arnold Harberger. En ese sentido, Argentina no era un caso único: en 1999, entre los exalumnos internacionales de la Escuela de Chicago se contaban más de veinticinco ministros en activo y más de una docena de presidentes de bancos centrales [162].

Cavallo introdujo de inmediato recortes considerables del gasto público y recuperó el peso argentino como moneda nacional, pero vinculado al dólar estadounidense. En el plazo de un año, la inflación se había reducido hasta situarse en el 17.5 % anual e, incluso, quedar prácticamente reducida a cero unos pocos años después [163]. Esa parte del «paquete» solucionó la crisis monetaria desbocada, pero «difuminó» la otra mitad del programa.

A principios de los años noventa, el Estado argentino vendió la riqueza del país tan rápida y totalmente que la obra sobrepasó con mucho la realizada en Chile una década antes. En 1994, ya se había vendido el 90 % de las empresas estatales a compañías privadas como Citibank, Bank Boston, las francesas Suez y Vivendi, o las españolas Repsol y Telefónica. Antes de realizar aquellas ventas, Menem y Cavallo habían prestado un valioso servicio a los nuevos dueños: habían despedido a unos 700 000 trabajadores.

En plena transformación, la revista Time dedicó una portada a Menem en la que el rostro sonriente del presidente argentino aparecía en el centro de un girasol bajo el siguiente titular: «El milagro de Menem» [164]. Y aquello era ciertamente un milagro: Menem y Cavallo habían sacado adelante un doloroso programa de privatización radical sin que estallara una revuelta nacional. ¿Cómo lo habían conseguido?

Años después, Cavallo lo explicó. «La época de la hiperinflación fue terrible para la gente, especialmente para las personas con bajos ingresos y escasos ahorros, porque veían cómo, en apenas unas horas o unos pocos días, sus salarios quedaban reducidos a nada por culpa de los incrementos de precios, que se producían a una velocidad de vértigo. Así que el pueblo le pedía al gobierno que, por favor, hiciera algo. Y si el gobierno traía un buen plan de estabilización, era también el momento oportuno para acompañarlo de otras reformas. [...] Las más importantes estaban relacionadas con la apertura de la economía y el proceso de desregulación y privatización. Pero el único modo de poner en práctica todas esas reformas en aquel momento era aprovechando la situación creada por la hiperinflación, porque la población estaba lista para aceptar cambios drásticos a fin de eliminar la hiperinflación y regresar a la normalidad» [165].

A largo plazo, el programa integral de Cavallo resultó desastroso para Argentina. Su método de estabilización de la moneda —vinculando el peso al dólar estadounidense— la encareció tanto para los fabricantes de bienes de dentro del propio país que estos no pudieron competir con las importaciones de bajo precio que inundaban Argentina. Se perdieron tantos empleos que más de la mitad de los habitantes del país acabaron relegados por debajo del umbral de pobreza. Aun así, a corto plazo, el plan funcionó de forma brillante: Cavallo y Menem habían introducido subrepticiamente la privatización mientras el país estaba conmocionado por la hiperinflación.

Y así fue como la cruzada iniciada por Friedman logró sobrevivir a las temidas transiciones a la democracia: no porque sus proponentes persuadieran a los electorados de lo prudente y acertado de su cosmovisión, sino moviéndose hábilmente de crisis en crisis, sacando experto partido de la desesperación propia de las emergencias económicas para imponer políticas que acabaron atando de pies y manos a aquellas frágiles nuevas democracias. En cuanto se hubo perfeccionado la táctica, fue como si las oportunidades de aplicarla no hicieran más que multiplicarse. Al shock Volcker le siguió la conocida como «crisis (mexicana) del tequila» de 1994, la «plaga asiática» de 1997 y el «colapso ruso» de 1998, que precedió en apenas días a otro que se produjo en Brasil. Cuando estos shocks y crisis empezaban a perder su anterior fuerza, aparecían otros aún más catastróficos: tsunamis, huracanes, guerras y atentados terroristas. Estaba tomando forma el capitalismo del desastre.

8. La experiencia de Polonia

Antes de que cayera el Muro de Berlín y se convirtiera, con su desaparición, en el símbolo definitorio del desmoronamiento del comunismo, hubo otra imagen que encarnó la esperanza de la eliminación de las barreras soviéticas. Un día de 1980, Lech Walesa se encaramó a una valla de acero engalanada con flores y banderas en Gdansk, Polonia. Aquella valla rodeaba y resguardaba los astilleros Lenin y a los miles de trabajadores que se habían encerrado en su interior para protestar contra la decisión tomada por el Partido Comunista de aumentar el precio de la carne, y Walesa la escaló para unirse a estos y convertirse en su líder.

Imagen 8. Lech Walesa, 1980

La huelga de los trabajadores fue una demostración de desafío sin precedentes contra el gobierno —controlado por Moscú— que había regido los destinos de Polonia durante treinta y cinco años. Los trabajadores querían un sindicato independiente propio y el derecho a negociar e ir a la huelga. Sin esperar permiso de las autoridades, acordaron en votación formar ese sindicato y lo denominaron Solidarność (Solidaridad) [166].

Solidaridad se extendió por las minas, los astilleros y las fábricas del país a un ritmo desaforado. En sólo un año, contaba ya con diez millones de miembros (casi la mitad de la población polaca en edad de trabajar). Tras haber conquistado el derecho a negociar, Solidaridad empezó a realizar avances concretos: una semana laboral de cinco días en lugar de seis y mayor participación en la gestión de las fábricas. También denunciaban la corrupción y la brutalidad de los funcionarios de un partido que no respondía ante el pueblo de Polonia, sino ante los lejanos y aislados burócratas de Moscú.

En septiembre de 1981, novecientos trabajadores polacos se congregaron de nuevo en Gdansk para celebrar el primer congreso nacional del sindicato. Allí, Solidaridad se transformó en un movimiento que aspiraba a hacerse con el control del Estado y que presentaba su propio programa económico y político alternativo para Polonia, mediante el cual exigía «una reforma democrática y dirigida al autogobierno en todos los niveles de gestión, y un nuevo sistema socioeconómico que combine la planificación, el autogobierno y el mercado» [167]. Este programa económico pasó a ser la política oficial de Solidaridad.

La creciente ambición de Solidaridad asustaba y enfurecía a Moscú. Bajo una intensa presión soviética, el máximo dirigente de Polonia, el general Wojciech Jaruzelski, declaró la ley marcial en diciembre de 1981. Los tanques del ejército rodearon las fábricas y las minas, se practicaron miles de arrestos de miembros de Solidaridad y sus líderes, incluido Walesa, fueron detenidos y encarcelados. Según la revista Time, «los soldados y la policía [...] dejaron, al menos, siete personas muertas y centenares heridas en Katowice […]» [168].

Solidaridad pasó a la clandestinidad, pero durante los años siguientes la leyenda del movimiento no hizo más que agrandarse. En 1983, a Walesa le fue concedido el Premio Nobel de la Paz, aunque seguía pesando sobre él una orden de restricción de movimientos y no pudo recoger el galardón en persona.

Por aquel entonces, todos parecían ver en Solidaridad lo que cada uno quería ver, y Margaret Thatcher y Ronald Reagan vieron en aquellos sucesos una abertura, una grieta en la armadura soviética, aun cuando Solidaridad luchaba por la misma clase de derechos que ambos líderes trataban por todos los medios de invalidar en sus propios países.

Imagen 9. Margaret Thatcher (centro) y Lech Walesa (derecha), noviembre de 1988

En 1988, ya había remitido el terror provocado por la ofensiva inicial y los trabajadores polacos habían vuelto a organizar huelgas masivas. Esta vez, con una economía nacional en caída libre, el nuevo régimen en Moscú (el de Mijaíl Gorbachov) optó por ceder, legalizando Solidaridad y accediendo a celebrar elecciones de inmediato. Solidaridad se dividió en dos: a partir de aquel momento existirían el sindicato y una nueva sección, el Comité Ciudadano de Solidaridad, que sería el que participaría en las elecciones. Ambos órganos se hallaban inextricablemente conectados: los líderes de Solidaridad eran los candidatos que se presentaban a los comicios y, dado que el programa electoral era un tanto vago, los únicos detalles concretos sobre el futuro político que proponía Solidaridad se hallaban en el programa económico de la sección sindical. El propio Walesa optó por no presentarse y mantenerse en sus funciones de presidente del sindicato, pero fue el rostro de la campaña de su partido hermano.

Los resultados fueron humillantes para los comunistas y espléndidos para Solidaridad: de las 261 circunscripciones en las que Solidaridad presentó candidatos, salió victoriosa en 260. Walesa maniobró desde la trastienda para conseguir que Tadeusz Mazowiecki, uno de los más destacados intelectuales del movimiento, se hiciera con el puesto de primer ministro.

Cuando Solidaridad accedió al poder, la deuda nacional era de 40 000 millones de dólares, la inflación anual se situaba en el 600 %, se producían episodios graves de escasez de alimentos y el mercado negro prosperaba como nunca. Muchas fábricas producían mercancías que, sin pedido previo ni comprador alguno, estaban destinadas a pudrirse en los almacenes [169]. En lugar de construir la economía poscomunista con la que habían soñado, los líderes del movimiento tenían ante sí la tarea, mucho más apremiante, de evitar una debacle total y una potencial hambruna generalizada, y para ello Polonia necesitaba aliviar su deuda. Cabía esperar que, tras toda la retórica antitotalitaria de la Guerra Fría contra los países del otro lado del Telón de Acero, los nuevos gobernantes de Polonia obtuvieran algo de ayuda por parte del FMI, cuyo mandato central es, en teoría, proporcionar fondos estabilizadores para evitar catástrofes económicas.

Pero no se les ofreció ninguna asistencia de esa clase. Confiados en que, cuanto peor fueran las cosas, mayor sería la probabilidad de que el nuevo gobierno aceptase una conversión total al capitalismo sin restricciones, el FMI dejó que el país cayera cada vez más hondo en el pozo de la deuda y la inflación. La Casa Blanca, presidida por George H. W. Bush, felicitó a Solidaridad por su triunfo frente al comunismo, pero dejó muy claro que la administración estadounidense esperaba que el nuevo gobierno polaco se hiciese cargo de las deudas acumuladas por el régimen que había ilegalizado y encarcelado a sus miembros.

En ese contexto, Jeffrey Sachs empezó a trabajar como asesor de Solidaridad, aunque, en realidad, su labor en Polonia se había iniciado ya antes de la victoria electoral de Solidaridad. Empezó con una visita de un día, durante la que se reunió tanto con el gobierno comunista como con Solidaridad. Había sido George Soros, el multimillonario financiero y comerciante de divisas, quien había reclutado a Sachs para que llevara a cabo un papel más directo sobre el terreno, y juntos viajaron a Varsovia. Una vez allí, Sachs, como recuerda él mismo, «les expli[có], tanto al grupo de Solidaridad como al gobierno polaco, que estaría dispuesto a implicar[se] más a fondo para ayudar a solucionar la cada vez más grave crisis económica» [170]. Soros accedió a sufragar los costes del establecimiento de una misión permanente en Polonia de Sachs y de su colega David Lipton, un economista y partidario acérrimo del libre mercado que trabajaba por entonces en el FMI. Cuando Solidaridad arrasó en las elecciones, Sachs empezó su colaboración estrecha con el movimiento.

Sachs dijo entonces que Solidaridad debía negarse sencillamente a pagar las deudas heredadas y se mostró confiado en ser capaz de movilizar 3000 millones de dólares en ayudas (una fortuna, comparada con lo que Bush había ofrecido) [171]. La ayuda del economista vino, sin embargo, con un precio muy definido: el gobierno tendría que adoptar lo que, en la prensa polaca, se daría en llamar «el Plan Sachs» o su «terapia de shock».

Además de la eliminación de los controles de precios y del recorte drástico de subsidios y subvenciones, el Plan Sachs propugnaba la venta de las minas, los astilleros y las fábricas estatales al sector privado. Aquello entraba directamente en contradicción con el programa económico defendido por Solidaridad, y aunque los líderes nacionales del movimiento habían dejado de hablar de las ideas más controvertidas de aquel programa, seguían siendo auténticos artículos de fe para muchos miembros de base. Sachs y Lipton redactaron el plan de terapia de shock de la transición polaca en una sola noche.

Sachs impartió diversos seminarios personales a dirigentes clave de Solidaridad explicándoles el plan; también se dirigió a las autoridades electas de Polonia en grupo. A muchos de los líderes de Solidaridad no les agradaron en absoluto las ideas de Sachs: el movimiento se había formado a raíz de una revuelta contra los drásticos aumentos de precios impuestos en su momento por los comunistas y ahora Sachs les estaba diciendo que hicieran lo mismo, pero a una escala mucho más generalizada. De hecho, les explicó que podrían salirse con la suya, precisamente, porque «Solidaridad contaba con un gran depósito de confianza entre la población, lo que era tan extraordinario como crucial» [172].

Los líderes de Solidaridad no tenían previsto consumir esa confianza con unas políticas que iban a causar penalidades extremas entre sus propias bases, pero los años pasados en la clandestinidad, en prisión y en el exilio también habían servido para alienarlos de dichas bases. Según explica el editor polaco Przemyslaw Wielgosz, la cúpula dirigente del movimiento «había quedado separada en la práctica. [...] Sus apoyos no provenían ya de las fábricas y las plantas industriales, sino de la Iglesia» [173]. Los líderes también estaban desesperados por conseguir una solución rápida, aunque fuese dolorosa, y eso mismo era lo que les ofrecía Sachs [174].

Sachs formó una alianza con el recién nombrado ministro de Economía polaco, Leszek Balcerowicz, un economista de la Escuela Mayor de Planificación y Estadística de Varsovia que se tenía a sí mismo por un miembro honorario de la Escuela de Chicago, y a quien Friedman había «inspirado […] para soñar con un futuro de libertad durante los años más oscuros del dominio comunista» [175].

Walesa, mientras tanto, seguía insistiendo en que Polonia iba a dar con esa tercera vía, más generosa, que, según él mismo describió en una entrevista con Barbara Walters, iba a ser «una mezcla»: «No será capitalismo. Será un sistema mejor que el capitalismo y que rechazará todo lo que el capitalismo tiene de malo» [176].

El 12 de septiembre de 1989, Tadeusz Mazowiecki anunció ante el parlamento que la economía de Polonia sería tratada de su propia fatiga aguda con una terapia de shock de una clase especialmente radical que incluiría «la privatización de las industrias estatales, la creación de mercados bursátiles y de capitales, una moneda convertible y una reconversión desde la industria pesada hacia la producción de bienes de consumo», además de «recortes presupuestarios», todo ello practicado a la mayor brevedad posible y de forma simultánea [177]. Sachs, por su parte, ayudó a que Polonia negociara un acuerdo con el FMI por el que consiguió aliviar parte de la deuda y 1000 millones de dólares para estabilizar la moneda, pero todas las ayudas estaban estrictamente condicionadas a que Solidaridad se sometiera a la mencionada terapia de shock.

Balcerowicz admitió posteriormente que, si pudo hacer que se aprobaran políticas que estaban en las antípodas del proyecto propugnado por Solidaridad fue porque Polonia se hallaba en un período que él calificó de «política extraordinaria». Y definió esa situación como un momento de oportunidad efímero durante el que las reglas de la «política normal» (consultas, conversaciones, debates) dejan de tener validez (o, dicho de otro modo, como un coto antidemocrático dentro de una democracia) [178]. «La política extraordinaria», explicó, «constituye, por definición, un período de discontinuidad evidente en la historia de un país. Podría tratarse de un período de crisis económica muy profunda, de desmoronamiento del sistema institucional previo o de liberación de una dominación extranjera (o del fin de una guerra). En Polonia, los tres fenómenos convergieron en 1989» [179].

En noviembre de 1989, el Muro de Berlín era derribado. De pronto, parecía que el mundo entero estaba viviendo el mismo tipo de existencia acelerada que los polacos: la Unión Soviética se hallaba al borde de la desmembración, el apartheid sudafricano daba sus últimos estertores y en América Latina, Europa del Este y Asia no dejaban de caer regímenes autoritarios. Era como si la mitad del mundo hubiese entrado, en apenas unos años, en un período de «política extraordinaria» o «en transición».

Imagen 10. Soldados de la República Democrática Alemana observando a través de un agujero del Muro de Berlín

La terapia de shock no había causado en Polonia los «trastornos momentáneos» que Sachs había previsto, sino una depresión en toda regla: la producción industrial se redujo en un 30 % durante los dos años siguientes a la primera ronda de reformas. A consecuencia de los recortes en el gasto público y del alud de importaciones baratas que inundaron el país, el desempleo se disparó y, en 1993, ya había alcanzado el 25 % en algunas zonas, un escenario desgarrador para un país que, durante el comunismo, no tenía paro declarado. Más espectacular todavía es el número de personas que pasarían a encontrarse en situación de pobreza: en 1989, el 15 % de la población polaca vivía por debajo del límite de pobreza; en 2003, el 59 % de la población polaca había caído por debajo del umbral [180].

El hecho de que fuese Solidaridad la que supervisara la creación de esa infraclase permanente representó una amarga traición que engendró un profundo sentimiento de cinismo e ira en el país que nunca ha llegado a disiparse del todo. Los dirigentes de Solidaridad suelen minimizar ahora las raíces socialistas del partido; Walesa ha llegado incluso a afirmar que él ya sabía en 1980 que «tendrían que construir el capitalismo».

Durante el primer año y medio de gobierno de Solidaridad, los trabajadores creyeron a sus héroes cuando estos les garantizaron que las penalidades serían temporales, una parada necesaria en el camino que llevaría a Polonia a la Europa moderna. Incluso ante un desempleo desbocado, lo más que organizaron fue un puñado de huelgas, a la espera paciente de que el apartado terapéutico de aquella terapia de shock hiciese efecto.

Tras unos dieciocho meses de período de «política extraordinaria» en Polonia, las bases de Solidaridad dijeron basta y exigieron que se pusiera fin al experimento. La extrema insatisfacción reinante se reflejó en un acusado incremento del número de huelgas: en 1990, cuando los obreros aún le daban un voto de confianza a Solidaridad, sólo hubo 250 huelgas; en 1992, ya fueron más de 6000 [181]. Frente a esa presión desde abajo, el gobierno se vio obligado a ralentizar sus planes de privatización más ambiciosos. A finales de 1993, año en el que se produjeron casi 7500 huelgas, el 62 % de toda la industria de Polonia seguía siendo pública [182].

Curiosamente, fue a partir de entonces cuando la economía de Polonia empezó a crecer con rapidez, lo que demostró, según el destacado economista polaco (y antiguo miembro de Solidaridad) Tadeusz Kowalik, que quienes tanto afán parecían poner en demostrar la ineficiencia y la obsolescencia de las empresas estatales estaban «evidentemente equivocados».

Además de las huelgas, los trabajadores expresaron su enfado con sus antiguos aliados de Solidaridad en las elecciones del 19 de septiembre de 1993: la Alianza de la Izquierda Democrática, una coalición de partidos de izquierda que incluía también a los antiguos comunistas, obtuvo el 66 % de los escaños del parlamento. Para entonces, Solidaridad ya se había fragmentado en facciones enfrentadas. La facción sindical consiguió menos del 5 % (por lo que dejó de tener grupo parlamentario propio) y el nuevo partido liderado por Mazowiecki, el primer ministro, obtuvo apenas el 10.6 % de los escaños.

Aun así, en los años siguientes, y al tiempo que decenas de países se esforzaban por hallar el modo de reformar sus economías, los detalles más incómodos de lo sucedido en Polonia fueron acallados hasta caer en el olvido. Polonia pasó así a la historia como prueba de que las transformaciones radicales hacia el libre mercado pueden producirse democrática y pacíficamente. Sin embargo, la realidad fue que allí la democracia fue empleada como arma contra los «mercados libres» en la calle y en las urnas.

9. La experiencia de China

A principios de los años ochenta, el gobierno chino, liderado entonces por Deng Xiaoping, estaba obsesionado por evitar una reedición en su país de lo que acababa de suceder en Polonia. Pero lo que preocupaba a los máximos dirigentes chinos no era la posibilidad de que desapareciesen la industria de propiedad estatal y las comunas agrícolas. De hecho, el propio Deng se había convertido en un entusiasta de la reconversión de la economía del país hacia una economía de empresa, hasta el punto de que, en 1980, su gobierno invitó a Milton Friedman a China para impartir tutorías a centenares de funcionarios de alto nivel, profesores y economistas del partido sobre los elementos fundamentales de la teoría del libre mercado. Su mensaje central giró en torno a «lo mucho mejor que vivía la gente corriente en los países capitalistas que en los países comunistas» [183]. El ejemplo que utilizó fue el de Hong Kong, una zona que, según afirmó, pese a no ser una democracia, era más libre que EE. UU. porque su gobierno participaba menos en la economía [184].

La definición de libertad según Friedman —en la que las libertades políticas son secundarias o, incluso, innecesarias en comparación con la libertad del comercio sin restricciones— se ajustaba perfectamente al proyecto de futuro que tomaba forma por aquel entonces en el Politburó chino. El partido quería abrir la economía a la propiedad privada sin renunciar a su propio control del poder, un plan que garantizaba que, en el momento en que los activos del Estado fuesen puestos a subasta, las autoridades del partido y sus familiares serían las primeras en hacerse con los pedazos de negocio más rentables.

Desde el primer momento, Deng entendió con claridad que la represión sería crucial. Por eso, en 1983, al tiempo que abría el país a las inversiones extranjeras y reducía las protecciones oficiales para los trabajadores, Deng ordenó la creación de la Policía Armada Popular, un nuevo cuerpo antidisturbios de carácter móvil y formado por 400 000 agentes, con la misión de aplastar todo indicio de «delito económico» (o sea, huelgas y manifestaciones). Según el historiador Maurice Meisner, un gran especialista en China, «la Policía Armada Popular contaba en su arsenal con helicópteros y porras eléctricas estadounidenses», y «varias unidades fueron enviadas a Polonia para que recibieran formación antidisturbios»; allí estudiaron las tácticas que se habían empleado contra Solidaridad durante el período en que el país estuvo bajo la ley marcial [185].

A finales de la década de 1980, Deng empezó a introducir medidas que resultaron marcadamente antipopulares, especialmente entre los trabajadores urbanos, tales como la eliminación de los controles que pesaban sobre los precios y la abolición de la seguridad del empleo garantizado. En 1988, el partido, que estaba topando con una fuerte reacción negativa, se vio obligado a dar marcha atrás a parte de sus medidas de desregulación de precios.

Ante el peligro de que el experimento de libre mercado se fuese al garete, Milton Friedman recibió de nuevo una invitación para visitar China [186]. En presencia de los medios de comunicación oficiales del Estado, Friedman se reunió durante dos horas con Zhao Zivang, secretario general del Partido Comunista, y con Jiang Zemin, futuro presidente chino y entonces secretario del Comité del Partido en Shanghai. «Yo hice especial hincapié en la importancia tanto de la privatización y los mercados libres como del hecho de que se liberalizase de golpe», recordaba Friedman. En un memorando al secretario general del Partido Comunista, Friedman puso el acento en la necesidad de más terapia de shock. «Los pasos iniciales de China hacia la reforma han tenido un éxito espectacular. China puede hacer progresos aún más extraordinarios si pone más énfasis en los mercados privados libres» [187].

Imagen 11. Milton Friedman (izquierda) con Zhao Ziyang (derecha)

El viaje de Friedman no surtió el efecto deseado. En los meses siguientes, las protestas se volvieron más firmes y radicales. Los signos más visibles de la oposición eran las manifestaciones de estudiantes en huelga en la plaza de Tiananmen, en abril de 1989. Estas históricas protestas fueron descritas de forma casi unánime en los medios internacionales como una confrontación entre unos estudiantes modernos e idealistas, deseosos de la implantación de libertades democráticas de corte occidental, y la vieja guardia autoritaria, que pretendía salvaguardar el Estado comunista.

Imagen 12. Protestas en la plaza de Tiananmen

Recientemente, ha surgido otro análisis sobre el significado de lo acontecido en su momento en Tiananmen que pone en cuestión la versión mayoritaria y atribuye al friedmanismo un lugar central en aquella historia. Este relato alternativo ha sido propuesto, entre otros, por Wang Hui, uno de los organizadores de las protestas. En su libro China's New Order, Wang explica que los manifestantes reunían a una amplia representación de sectores diversos de la sociedad china y no sólo a estudiantes universitarios de élite. Lo que encendió las protestas, según recuerda, fue el descontento popular con los cambios económicos «revolucionarios» de Deng, consistentes en una reducción salarial y una subida de precios, y que causaron «una crisis de despidos masivos y desempleo» [188, 189].

Las manifestaciones no iban dirigidas contra el hecho de que se produjera una reforma económica, sino contra su naturaleza específicamente friedmanita: su velocidad, su implacabilidad y su carácter marcadamente antidemocrático. Wang escribe que «lo que se pedía, en general, eran medios democráticos para supervisar la equidad del proceso de reforma y de reorganización de las prestaciones sociales» [190].

Finalmente, el Estado, ignorando estas peticiones, optó por proteger su programa de «reforma» económica aplastando a los manifestantes. Ese fue el claro mensaje que el gobierno de la República Popular China transmitió cuando, el 20 de mayo de 1989, declaró la ley marcial. El 3 de junio, los tanques del Ejército Popular de Liberación avanzaron contra las concentraciones de protesta disparando indiscriminadamente sobre los manifestantes. Los soldados irrumpieron violentamente en los autobuses en los que se refugiaban numerosos estudiantes manifestados y los golpearon con sus porras; los organizadores fueron detenidos. Por todo el país tuvieron lugar redadas similares al mismo tiempo.

Imagen 13. Gente pasando en bicicleta por debajo de un puente ocupado por tanques. Beijing, 6 de junio de 1989

Los testigos visuales de los hechos en aquel entonces sitúan la cifra de muertos entre los 2000 y los 7000, y la de heridos, hasta en 30 000. El partido, por su parte, admite únicamente unos cuantos centenares. Tras las protestas, unas 40 000 personas fueron arrestadas, miles acabaron en prisión y muchas de ellos fueron ejecutadas. Como ya sucediera en América Latina, el gobierno reservó su represión más dura para los obreros industriales. «La mayoría de los arrestados y prácticamente todos los que fueron ejecutados eran obreros. El sometimiento sistemático de los detenidos a palizas y a torturas se convirtió en una práctica ampliamente publicitada con el fin evidente de aterrorizar a la población», según escribe Maurice Meisner [191].

La masacre fue tratada mayoritariamente en la prensa occidental como un nuevo ejemplo de la brutalidad comunista. En uno de sus titulares, el Wall Street Journal afirmaba que «las duras medidas tomadas por China amenazan con retrasar el impulso reformista de los últimos diez años», como si Deng hubiese sido un enemigo de aquellas reformas y no su más dedicado defensor [192].

Cinco días después de la sangrienta ofensiva represora, Deng pronunció un discurso ante la nación y dejó meridianamente claro que lo que estaba protegiendo con aquella actuación no era el comunismo, sino el capitalismo. Tras tachar a los manifestantes de «grupo donde se refugiaban buena parte de los desechos de la sociedad», el presidente chino confirmó el compromiso del partido con la terapia de shock económica. «En resumidas cuentas, esto era una prueba y la hemos superado», dijo Deng. Y añadió: «Quizás este episodio negativo nos permita seguir adelante con la reforma y con la política de puertas abiertas a un ritmo mejor y más constante, incluso más rápido. [...] No nos hemos equivocado. No hay ningún error en los cuatro principios esenciales [de la reforma económica]. Si algún problema existe al respecto, es que dichos principios no han sido implementados aún de manera suficientemente exhaustiva» [193].

Deng tuvo algunos destacados defensores. Tras la masacre, Henry Kissinger escribió: «Ningún gobierno del mundo habría tolerado que la plaza principal de su capital estuviese ocupada durante ocho semanas por decenas de miles de manifestantes. [...] De ahí que fuese inevitable la actuación enérgica del gobierno» [194].

Del mismo modo que el terror de Pinochet había despejado las calles para dejar paso a su cambio revolucionario, Tiananmen había allanado el camino para la transformación radical sin que hubiera ya temor algbuno de rebelión. Fue el shock de la masacre el que hizo posible la terapia de shock. En los tres años siguientes a aquel baño de sangre, la nuez china se abrió a la inversión extranjera gracias, especialmente, a las zonas de exportación especiales constituidas por todo el país. Esa en concreto fue la oleada de reformas que transformó a China en el taller industrial de mano de obra barata del mundo y, por tanto, en la ubicación preferida de las plantas de producción subcontratadas por prácticamente todas las multinacionales del planeta. Ningún país ofrecía condiciones más lucrativas que China: impuestos y aranceles reducidos y, por encima de todo, una mano de obra abundante y escasamente remunerada que, durante muchos años, no iba a querer arriesgarse a exigir salarios dignos ni las protecciones laborales más básicas por miedo a las más violentas represalias.

Para los inversores extranjeros y para el partido, este ha sido un arreglo con el que todos han salido ganando. Según un estudio de 2006, el 90 % de los «milmillonarios» de China son hijos de funcionarios del Partido Comunista. Son en total, aproximadamente, unos 2900. Estos vástagos del partido controlan una riqueza valorada en unos 260 000 millones de dólares estadounidenses [195].

Para variar, Friedman condenó la represión a la que había recurrido China sin dejar de mencionar aquel país como ejemplo de «la eficacia de las medidas de libre mercado a la hora de promover tanto la prosperidad como la libertad» [196].

10. La experiencia de Sudáfrica

En enero de 1990, Nelson Mandela escribía en su barracón carcelario una nota para sus seguidores en el exterior. Con ella pretendía zanjar el debate sobre si los veintisiete años que había pasado entre rejas habían debilitado su compromiso con la transformación económica del Estado del apartheid en Sudáfrica. La nota sentenció la cuestión de una vez por todas: «La nacionalización de las minas, la banca y los monopolios es la política del ANC [Congreso Nacional Africano], y cualquier cambio o modificación de nuestras opiniones en este sentido es del todo inconcebible. El empoderamiento económico de los negros es una meta que suscribimos y promovemos sin reservas y, en nuestra situación, el control estatal de ciertos sectores de la economía es inevitable» [197].

Esa creencia constituía la base de la política del ANC desde 1955, año en que así se expuso en su declaración de principios fundamentales: el Freedom Charter. Para la elaboración de dicho estatuto, el partido envió a 50 000 voluntarios a los townships (suburbios urbanos segregados racialmente donde se confinaba a la población durante el apartheid) y las localidades rurales con la misión de recoger las «demandas de libertad» de las personas de a pie: la idea que estas tenían sobre cómo debía ser el mundo de después del apartheid. Los dirigentes del ANC sintetizaron las peticiones recopiladas en un documento final y este fue oficialmente adoptado el 26 de junio de 1955 en el Congreso del Pueblo celebrado en el township de Kliptown. En el Freedom Charter están consagrados el derecho al trabajo, a una vivienda digna, a la libertad de pensamiento y, como principio más radical, a compartir la riqueza del país más rico de África: «Al pueblo le será restaurada la riqueza nacional de nuestro país, la herencia de los sudafricanos; la riqueza mineral del subsuelo, la banca y los monopolios serán transferidos a la propiedad conjunta de todo el pueblo; todos los demás sectores económicos y el comercio serán controlados para que contribuyan al bienestar del pueblo» [198].

Aunque dentro del movimiento de liberación hubo voces discordantes cuando aquel estatuto fue redactado, lo que todas sus facciones daban por sentado era que el apartheid no era únicamente un sistema político que regulaba quién tenía derecho a votar y a moverse libremente por el país, sino también un sistema económico que recurría al racismo para validar un esquema sumamente lucrativo: una reducida élite blanca había logrado amasar enormes beneficios con las minas, las granjas y las fábricas de Sudáfrica gracias a que el sistema impedía que la gran mayoría negra pudiese ser propietaria de tierras y, por tanto, se veía obligada a proporcionar su fuerza de trabajo por mucho menos de lo que realmente valía. En las minas, los blancos cobraban salarios hasta diez veces superiores a los de los negros y, como en América Latina, los grandes industriales colaboraban estrechamente con el ejército para que este se deshiciera de los trabajadores indisciplinados [199].


Imagen 14. Manifestantes sudafricanos participan en la campaña de desobediencia civil de 1952, ocupando los sitios reservados a blancos en un tren en Johannesburgo

El segundo día del congreso, la congregación fue violentamente dispersada por la policía. Durante tres décadas, el gobierno de Sudáfrica, dominado por los blancos de origen afrikáner y británico, ilegalizó el ANC y todos aquellos partidos políticos que se propusieran acabar con el apartheid. A lo largo de ese período de represión intensa, el Freedom Charter no dejó de circular y de pasar de mano en mano en la clandestinidad revolucionaria.

El 11 de febrero de 1990, Mandela salía de prisión en libertad y convertido en la figura más próxima a un santo en vida que existía en aquel momento en el mundo. Nada más ser liberado, tenía ante sí un pueblo al que conducir hacia la libertad evitando la guerra civil y el colapso económico.

Imagen 15. Nelson Mandela, acompañado de su esposa Winnie, abandona la prisión, 11 de febrero de 1990

Sin embargo, en los años que transcurrieron entre el momento en que Mandela escribió aquella nota desde la cárcel y la aplastante victoria electoral del ANC en 1994 (que llevó a Mandela a la presidencia del país), sucedió algo que convenció a las altas esferas de la jerarquía del partido de que no podían emplear su prestigio entre las bases populares de todo el mundo para reivindicar y redistribuir la riqueza robada del país.

En aquel período clave transcurrido entre 1990 y 1994, los dirigentes del ANC entablaron negociaciones con el Partido Nacional en el poder decididos a evitar la pesadilla por la que había pasado la vecina Mozambique cuando el movimiento independentista había forzado el fin del dominio colonial portugués en 1975. Los colonos lusos, animados por una especie de deseo de venganza, arrasaron con todo lo que pudieron antes de abandonar el lugar. Uno de los grandes méritos del ANC fue la capacidad que demostró para negociar un traspaso relativamente pacífico del poder. No obstante, no supo impedir que los mandatarios sudafricanos de la era del apartheid causaran sus propios estragos al abandonar el gobierno.

Las conversaciones en las que se negociaron los términos del fin del apartheid tuvieron lugar siguiendo dos vías paralelas: una era política y la otra, económica. La mayor parte de la atención, como era natural, se centró en las cumbres políticas al máximo nivel entre Nelson Mandela y F. W. de Klerk, líder del Partido Nacional. Mandela y su negociador principal, Cyril Ramaphosa, que contaban con un movimiento de millones de personas, ganaron casi todos los asaltos.

Pero, paralelamente a esas cumbres, se produjeron las negociaciones económicas, con un perfil público mucho más bajo, y que fueron gestionadas desde el bando del ANC principalmente por Thabo Mbeki. Durante esas conversaciones, el gobierno De Klerk mantuvo una estrategia doble. En primer lugar, impulsándose sobre el Consenso de Washington en alza en aquel momento y que propugnaba que sólo había un modo de dirigir una economía, definió determinados sectores clave de la toma de decisiones económicas como «técnicos» o «administrativos». Luego, aprovechó la ocasión para traspasar el control sobre toda una serie de novedosos instrumentos políticos a expertos, economistas y funcionarios supuestamente imparciales del FMI, el Banco Mundial, el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT) y el Partido Nacional para que se encargaran de gestionar estos centros de poder. Por ejemplo, el nuevo banco central, que iba a funcionar como una entidad autónoma dentro del Estado sudafricano, estaría presidido por el mismo hombre que lo había dirigido durante el apartheid, Chris Stals. Derek Keyes, ministro de Economía blanco durante el apartheid, también se mantendría en su cargo.

El plan se ejecutó con éxito ante las narices de los propios líderes del ANC, que estaban especialmente preocupados por ganar la batalla por el control del parlamento. Además, mientras se desarrollaban aquellas negociaciones entre adversarios, el ANC andaba muy atareado preparando a sus propias filas para el día en que asumieran el poder. Se formaron equipos de trabajo con economistas y abogados del ANC para determinar exactamente cómo transformar las promesas del Freedom Charter en políticas aplicables en la práctica, siendo el más ambicioso de aquellos planes el denominado Make Democracy Work.

Lo que los leales del partido no sabían en aquel momento era que, mientras ellos ideaban y ultimaban sus ambiciosos planes, el equipo que les representaba en la mesa de negociaciones económicas estaba aceptando concesiones que iban a hacer prácticamente imposible la implementación de los proyectos del ANC. «Aquello nació muerto», explicó el economista Vishnu Padayachee refiriéndose a Make Democracy Work. Para cuando se terminó el primer borrador del documento, «las reglas del juego ya habían cambiado por completo».

Así, en el momento mismo en que el nuevo gobierno trataba de materializar los sueños del Freedom Charter, descubrió que el poder estaba en otra parte:

  • ¿Redistribuir tierras? Imposible. Los negociadores accedieron a añadir una cláusula a la nueva constitución que protege toda la propiedad privada y hace prácticamente inviable cualquier intento de reforma agraria que pase por la redistribución de los terrenos de cultivo y pastoreo.
  • ¿Crear empleos para millones de trabajadores en paro? No pueden. Centenares de fábricas estaban a punto de cerrar porque el ANC había suscrito el GATT, que ilegalizaba los subsidios a las plantas de producción de automóviles y a las industrias textiles.
  • ¿Conseguir medicamentos gratuitos contra el sida para los townships, donde esa enfermedad se está extendiendo a una velocidad terrorífica? No, pues eso vulnera un compromiso de respeto de los derechos de la propiedad intelectual contenido en el acuerdo constitutivo de la OMC, en la que el ANC introdujo al país sin mediar debate público alguno, simplemente como continuación natural del GATT.
  • ¿Emitir más moneda? Vayan a decírselo al jefe del banco central, que es el mismo que había en la era del apartheid.
  • ¿Imponer controles a la circulación de divisas para proteger al país de una especulación salvaje? Eso vulneraría el acuerdo de 850 millones de dólares firmado con el FMI justo antes de las elecciones.
  • ¿Aumentar el salario mínimo para reducir el diferencial de rentas heredado del apartheid? No. El acuerdo con el FMI nos compromete a promover la «contención salarial» [200].

Pero, tras una lucha tan épica por la libertad, ¿cómo se entiende que los militantes del movimiento no exigieran que el ANC mantuviera las promesas contenidas en el Freedom Charter?

William Gumede, activista de tercera generación del ANC y líder del movimiento estudiantil durante la transición, refiriéndose a las cumbres entre De Klerk y Mandela, recuerda: «Todo el mundo estaba pendiente de las negociaciones políticas. Y si la gente hubiese tenido la sensación de que aquello no iba bien, se habrían producido manifestaciones multitudinarias. Pero cuando los negociadores económicos informaban de sus temas, todos creíamos que lo suyo era algo técnico; a nadie le interesaba». Esa impresión, dijo, fue alentada por el propio Mbeki, que describía las conversaciones como de «índole administrativa» y de escaso interés popular.

Además, Gumede recuerda que Sudáfrica corrió un riesgo real de guerra civil durante todo el período de transición: los townships vivían aterrorizados por bandas armadas por el Partido Nacional, la policía seguía practicando matanzas, no dejaban de producirse asesinatos de líderes y dirigentes, y continuamente se hablaba de la posibilidad de que el país se sumiera por completo en un auténtico baño de sangre. Salvo un reducido puñado de economistas, nadie quería hablar de algo como la independencia del banco central, un tema capaz de narcotizar a cualquiera, aun en circunstancias normales. Gumede señala que la mayoría de la población asumió sin más que poco importaban los compromisos a los que se llegara para acceder al poder, porque en cuanto el ANC estuviese firmemente asentado en él, podrían deshacerse.

Durante los dos primeros años de gobierno del ANC, el partido continuó intentando emplear los limitados recursos de los que disponía para cumplir con la promesa de la redistribución. Hubo un aluvión de inversiones públicas: se construyeron más de cien mil viviendas para las personas pobres y se realizaron millones de conexiones en hogares privados con las redes de agua, electricidad y teléfono [201]. Pero, abrumado por la deuda y presionado internacionalmente para privatizar esos servicios, el gobierno pronto empezó a subir sus precios. Tras una década de gobierno del ANC, millones de personas vieron interrumpidos sus recién conectados servicios de suministro de agua y electricidad por impago de las facturas. Al menos un 40 % de las líneas telefónicas nuevas ya no estaban en servicio en 2003 [202]. En cuanto a «las minas, la banca y los monopolios» que Mandela se había comprometido a nacionalizar, continuaron en manos de los mismos megaconglomerados que controlan, al mismo tiempo, el 75 % de la Bolsa de Johannesburgo [203]. En 2006, la propiedad del 70 % del terreno de Sudáfrica estaba todavía monopolizada por los blancos, que sólo constituyen el 10 % de la población [204]. Y aquí quizás la estadística más impactante de todas: desde 1990, año en que Mandela salió de la cárcel, la esperanza de vida media de los sudafricanos ha descendido en trece años [205].

Cuando los líderes del ANC cayeron en la cuenta de que sus oponentes habían sabido obrar con más habilidad en la mesa de negociaciones económicas, en lugar de lanzar un segundo movimiento de liberación, se limitaron a aceptar su poder restringido y adherirse al nuevo orden económico, teniendo como única esperanza buscar inversores extranjeros que generasen nueva riqueza cuyos beneficios acabasen filtrándose también hacia los más pobres.

Pero para que ese modelo funcionara, el gobierno del ANC tenía que modificar radicalmente su conducta para hacerse atractivo a esos inversores. Esa no era tarea fácil, como bien había podido comprobar Mandela al salir de prisión. Nada más ser liberado, la Bolsa sudafricana se desplomó presa del pánico; la moneda sudafricana, el rand, también cayó un 10 % [206]. Esto fue sólo el comienzo de lo que se convirtió en un juego de llamadas y respuestas entre los dirigentes del ANC y los mercados financieros: un diálogo de shocks que adiestró al partido en las nuevas reglas del juego.

La persona que desde dentro del ANC mejor parecía entender cómo hacer que los shocks acabasen era Thabo Mbeki. La bestia del mercado había sido liberada, explicaba él, y no había modo de domesticarla: sólo podían darle de comer lo que ella ansiaba. Así pues, en lugar de exigir la nacionalización de las minas, Mandela y Mbeki empezaron a reunirse de forma regular con Harry Oppenheimer, expresidente de las gigantes mineras Anglo-American y De Beers, auténticos símbolos económicos del régimen del apartheid. Poco después de las elecciones de 1994, llegaron incluso a remitir el programa económico del ANC a Oppenheimer para que este diera su visto bueno y, posteriormente, realizaron varias revisiones para acomodar las puntualizaciones de este, así como las de otros destacados empresarios e industriales [207].

Pese a los denodados esfuerzos del nuevo gobierno por mostrarse lo menos amenazador posible, el mercado no dejaba de infligirle sus consabidos y dolorosos shocks [208]. En estas circunstancias, Mbeki convenció a Mandela de que lo que hacía falta era promover una ruptura definitiva con el pasado. Comenzaron así los preparativos de un programa de terapia de shock para Sudáfrica de cuya existencia solamente tenía conocimiento un reducido grupo de colegas más allegados a Mbeki. Todas las personas de aquel equipo, según escribió Gumede, «juraron guardar el secreto y todo el proceso estuvo envuelto en la más estricta confidencialidad para que el ala izquierda del partido no tuviese siquiera sospecha del plan de Mbeki» [209]. Sólo en junio de 1996 Mbeki revelaría los resultados.

Ashwin Desai, un escritor de Durban que pasó tiempo en la cárcel durante la lucha de liberación, dijo que, al igual que «si [en la prisión] sabes complacer al carcelero más que los demás, obtienes un mejor estatus», «queríamos demostrar, en cierto sentido, que éramos mucho mejores presos. Incluso diría que presos mucho más disciplinados que los de otros países».

Según Yasmin Sooka, una de las componentes del jurado de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica, la mentalidad disciplinaria se hizo extensiva a todos los aspectos de la transición, incluido el de la búsqueda de justicia. Tras años oyendo testimonios de torturas, asesinatos y desapariciones, la Comisión de la Verdad únicamente recomendó a las grandes empresas multinacionales que se habían beneficiado con el apartheid un impuesto puntual sobre los beneficios empresariales de un 1 % a pagar en una sola vez y destinado a recaudar dinero para las víctimas: el denominado «impuesto solidario». Sin embargo, el gobierno, encabezado ya por entonces por Mbeki, rechazó toda insinuación de indemnizaciones a cargo de las empresas o de impuestos solidarios, temeroso de que los mercados pudiesen interpretar aquello como una señal «antiempresarial» del nuevo gobierno.

El hecho de que el ANC descartase la petición de reparaciones a cargo de las empresas que realizó la comisión es especialmente injusto, según apuntó Sooka, porque el gobierno sigue pagando religiosamente la deuda heredada del apartheid. Por ejemplo, entre 1997 y 2004, el gobierno sudafricano vendió 18 empresas de propiedad estatal y recaudó 4000 millones de dólares por ellas, pero casi la mitad del dinero se destinó a pagar la deuda [210]. Esto, a su vez, abre otro importante frente: ¿adónde está yendo exactamente a parar el dinero?

Durante las negociaciones de la transición, el equipo de F. W de Klerk exigió que todos los funcionarios públicos tuvieran garantizados sus puestos de trabajo durante y después del traspaso de poder; si alguno de ellos quería irse, argumentaron, debería ser compensado con una generosa pensión vitalicia. Esta concesión por parte del ANC significaba en la práctica que el nuevo gobierno iba a soportar el coste de dos administraciones públicas: la suya propia y una especie de gobierno blanco en la sombra, aunque este estuviera oficialmente fuera del poder. El 40 % de los pagos anuales que el gobierno realiza en concepto de devolución de la deuda van a parar al ingente fondo de pensiones del país. La abrumadora mayoría de los beneficiarios de este son exempleados públicos del apartheid [211].

Al final, Sudáfrica ha acabado asumiendo un retorcido caso de indemnizaciones a la inversa: las empresas blancas que tan cuantiosos beneficios extrajeron de la mano de obra negra durante los años del apartheid no están pagando ni un céntimo en reparaciones, pero las víctimas del apartheid continúan satisfaciendo las elevadas nóminas de quienes las discriminaban. ¿Y de dónde recaudan el dinero para tamaña generosidad? Del expolio de los activos del Estado que se realiza a través de la privatización.

Hoy día, la compañía Blue IQ, tras haber descubierto que uno de los grandes atractivos por los que los turistas quieren visitar Sudáfrica radica en la reputación mundial del ANC por su triunfo sobre la opresión, consideró que no había mejor símbolo de aquel relato de triunfo sudafricano sobre la adversidad que el Freedom Charter. Con esa idea en mente, presentó un proyecto para transformar Kliptown en una especie de parque temático del «Estatuto de la Libertad»: «un destino turístico de primera clase y escenario destacado de nuestra herencia histórica que ofrecerá a los visitantes locales e internacionales una experiencia única», y que incluirá un museo, un centro comercial dedicado al tema de la libertad y un hotel. Lo que hoy es un suburbio marginal está, pues, destinado a reconvertirse «en un deseoso [por “deseable”] y próspero» barrio residencial de Johannesburgo, si bien muchos de sus vecinos actuales serán realojados en suburbios marginales de menor trascendencia histórica [212].

Aunque Blue IQ es, oficialmente, un organismo de la administración pública provincial, «opera en un entorno especialmente construido para ella que la hace parecer y funcionar, más bien, como una empresa del sector privado», según reza su folleto de presentación. Su objetivo es obtener nuevas inversiones extranjeras para Sudáfrica utilizando el turismo como área de potencial crecimiento.

Tras más de una década transcurrida desde que Sudáfrica emprendió su decidido giro hacia el thatcherismo, los resultados de este experimento de justicia por filtración descendente son escandalosos:

  • Desde 1994, año en que el ANC asumió el poder, se ha duplicado el número de personas con ingresos diarios inferiores a 1 dólar, que ha pasado de los 2 millones de entonces a los 4 millones de 2006 [213].
  • De los 35 millones de ciudadanos negros de Sudáfrica, sólo 5000 ganan más de 60 000 dólares anuales. El número de blancos que supera ese umbral de ingresos es veinte veces superior y muchos superan holgadamente esa cantidad [214].
  • Entre 1991 y 2002, el índice de desempleo de los sudafricanos ha crecido de un 23 % a un 48 % [215].
  • El gobierno del ANC ha construido 1,8 millones de viviendas, pero, durante ese mismo período, 2 millones de personas han perdido sus hogares [216].
  • Cerca de 1 millón de personas han sido desalojadas de sus granjas y explotaciones agrícolas durante la primera década de democracia [217]. Esos desalojos han comportado que el número de chabolistas haya aumentado en un 50 %. En 2006, más de uno de cada cuatro sudafricanos vivían en chabolas situadas en poblados no regulados de las afueras de las grandes ciudades, muchos de ellos sin agua corriente ni electricidad [218].

11. La experiencia de Rusia

Cuando el presidente soviético, Mijaíl Gorbachov, viajó a Londres para asistir a su primera cumbre del G-7 en julio de 1991, nada podía hacerle sospechar que no fuera recibido como un héroe. Durante los tres años anteriores, más que caminar por la escena internacional, había dado la impresión de flotar por ella, hechizando a los medios, firmando tratados de desarme y recogiendo premios de la paz, incluido el Nobel en 1990. Había conseguido incluso lo inimaginable hasta entonces: ganarse al público estadounidense.

En cuanto a la economía, Gorbachov pretendía construir un sistema socialdemócrata siguiendo el modelo escandinavo: «un foco de inspiración socialista para toda la humanidad» [219]. En un primer momento, parecía que Occidente compartía su mismo fin, ya que el Comité del Nobel justificó explícitamente el galardón otorgado al premier soviético como un modo de ofrecer apoyo a la transición. Y en una visita que realizó a Praga, Gorbachov dejó muy claro que él no podría hacerlo solo: «Como montañistas sujetos a una misma cuerda, las naciones del mundo pueden escalar juntas hasta la cima o caerse juntas al abismo», dijo [220].

Así que lo que sucedió en la reunión del G-7 en 1991 fue totalmente inesperado. El mensaje casi unánime que Gorbachov recibió de sus homólogos de las grandes potencias industriales fue que, si no aceptaba una terapia de shock económica radical de inmediato, estas cortarían la cuerda y le dejarían caer [221].

Gorbachov sabía que el único modo de imponer esta terapia de shock era por la fuerza (como también sabían muchos de los occidentales que presionaban a favor de esa clase de políticas). La revista The Economist, en un artículo de 1990, instó a Gorbachov a adoptar «un estilo fuerte de gobierno [...] para aplastar la resistencia que ha bloqueado hasta el momento toda reforma económica seria» [222]. Sólo dos semanas después de que el Comité del Nobel hubiera dado por concluida la Guerra Fría, The Economist animaba a Gorbachov a seguir el modelo de uno de los más tristemente célebres asesinos de aquel conflicto bipolar. El apartado final del artículo concluía que, aunque seguir ese consejo podía causar «algún posible derramamiento de sangre [...] también podría ser la oportunidad de la Unión Soviética para adoptar lo que podríamos denominar el enfoque Pinochet de la economía liberal». En agosto de 1991, el Washington Post publicó un comentario titulado «El Chile de Pinochet, modelo pragmático para la economía soviética». El artículo suscribía la idea de un golpe de Estado para librarse del lento Gorbachov, pero a su autor, Michael Schrage, le preocupaba el hecho de que los oponentes del presidente soviético «carecieran del sentido común y los apoyos necesarios para barajar y aprovechar la opción Pinochet». Deberían seguir el modelo, proseguía Schrage, de «un déspota que realmente supo cómo organizar un golpe: el general chileno retirado Augusto Pinochet» [223].

Gorbachov se encontró enseguida frente a un adversario que estaba más que dispuesto a desempeñar el papel de Pinochet ruso. Boris Yeltsin, aunque ya detentaba el cargo de presidente de Rusia, tenía un estatus menos prominente que el de Gorbachov, que presidía el conjunto de la Unión Soviética. Pero eso cambiaría espectacularmente el 19 de agosto de 1991. Un grupo de miembros de la vieja guarda comunista movilizó los tanques del ejército y los envió hacia la Casa Blanca (la sede del parlamento ruso) con la intención de atacarla. El presidente de la Federación Rusa se presentó allí y se encaramó a uno de los tanques para denunciar aquella agresión, calificándola de «cínica intentona golpista de derechas» [224]. Los tanques se retiraron y la figura de Yeltsin emergió de aquella confrontación como la de un valeroso defensor de la democracia.

Imagen 16. Subido a un tanque, Boris Yeltsin alienta a la ciudadanía a resistir el golpe de Estado

Yeltsin no tardó en invertir los réditos de su triunfo en la obtención de un mayor poder político. Sabía que, mientras la Unión Soviética se mantuviera intacta, siempre dispondría de menos control sobre la situación política que Gorbachov, así que, en diciembre de 1991, formó una alianza con otras dos repúblicas soviéticas, provocando con ello la brusca disolución de la Unión Soviética y la dimisión de Gorbachov. La abolición de la URSS, «el único país que la mayoría de los rusos había conocido» hasta entonces, supuso un fuerte impacto para la psique colectiva rusa y, según el politólogo Stephen Cohen, fue el primero de los «tres shocks traumáticos» que los rusos habrían de soportar en los tres años siguientes [225].

Por aquel entonces, Jeffrey Sachs ya se encontraba en Rusia; Yeltsin lo había invitado para que ejerciera de asesor y él se había mostrado más que dispuesto [226]. Pero Yeltsin quería algo más que asesoramiento: pretendía obtener la misma recaudación de fondos en bandeja de plata que Sachs le había servido a Polonia [227]. Sachs le explicó que confiaba en que, si Moscú se mostraba dispuesta a adoptar el enfoque big bang para establecer una economía capitalista en Rusia, él sería capaz de recaudar en torno a 15 000 millones de dólares [228]. Lo que Yeltsin no sabía era que la suerte de Sachs estaba a punto de agotarse.

A finales de 1991, Yeltsin acudió al parlamento, donde presentó la siguiente propuesta: si le otorgaban un año de poderes especiales (con los que emitir leyes por decreto sin necesidad de someterlas a aprobación parlamentaria), él resolvería la crisis económica y les devolvería un sistema pujante y saludable. El parlamento aún estaba agradecido al presidente por su papel durante la intentona golpista y el país necesitaba desesperadamente la ayuda del exterior, así que la respuesta fue afirmativa.

El presidente reunió inmediatamente a un equipo de economistas, muchos de los cuales habían formado, durante los años finales de la URSS, una especie de club de lectura en el que estudiaban a los pensadores de la Escuela de Chicago. La cabeza visible del grupo —bautizado como «los muchachos de Chicago» o «los jóvenes reformadores»— era Yegor Gaidar, a quien Yeltsin nombró como uno de sus dos viceprimeros ministros.

Al mismo tiempo que Yeltsin realizaba aquellos nombramientos, había colocado a Yuri Skokov, a quien acompañaba una conocida reputación de hombre fuerte, «al mando [del] Ejército, el Ministerio de Asuntos Interiores y el Comité de Seguridad del Estado», como informaba el diario ruso Nezavisimaya Gazeta. Ambas decisiones estaban sin duda relacionadas: «Probablemente, el “contundente” Skokov puede “garantizar” una estabilización estricta en el ámbito político al tiempo que los economistas “contundentes” la garantizan en el económico» [229].

A fin de proporcionar sus propios refuerzos ideológicos y técnicos a los Chicago Boys de Yeltsin, el gobierno estadounidense aportó y sufragó sus propios expertos en transiciones, a los que se asignaron tareas tales como la redacción de decretos de privatización, la puesta en marcha de una bolsa del estilo de la de Nueva York y el diseño de un mercado ruso de fondos de inversión. En otoño de 1992, la USAID concedió un contrato de 2,1 millones de dólares al Harvard Institute for Internacional Development que permitió el envío de diversos equipos de jóvenes abogados y economistas para que siguieran de cerca los progresos del equipo de Gaidar. En mayo de 1995, Harvard nombró director de la institución a Jeffrey Sachs, lo que significa que este desempeñó dos papeles distintos en la reforma rusa: empezó como asesor independiente de Yeltsin para pasar luego a convertirse en supervisor de la nutrida avanzadilla de Harvard en Rusia, sufragada con fondos del gobierno estadounidense.

El 28 de octubre de 1991, Yeltsin anunció el levantamiento de los controles de precios y se atrevió a predecir que «la liberalización de los precios pondrá cada cosa en [su] lugar» [230]. Los «reformadores» sólo esperaron una semana tras la dimisión de Gorbachov para lanzar su programa económico de terapia de shock: el segundo de los tres shocks traumáticos anteriormente mencionados. El programa de terapia de shock también contenía una serie de políticas de fomento del libre comercio, así como la primera fase del fuego graneado de privatizaciones de las (aproximadamente) 225 000 empresas de propiedad estatal con que contaba el país [231].

«El programa de la Escuela de Chicago tomó desprevenido al país», recordaría más tarde uno de los asesores económicos originales de Yeltsin [232]. Pero aquella fue una sorpresa deliberada que formaba parte de la estrategia de Gaidar consistente en desencadenar un cambio tan súbito y rápido que no hubiera resistencia posible al mismo. El problema al que se enfrentaba su equipo era el habitual: la amenaza de que la democracia obstruyera sus planes. La mayoría de rusos seguía creyendo firmemente en la redistribución de la riqueza y en la necesidad de un papel activo del Estado. El 67 % de ellos declaraba en 1992 que las cooperativas de trabajadores eran la forma más equitativa de privatizar los activos del Estado comunista y un 79 % decía que el mantenimiento del pleno empleo debía ser una función central del gobierno [233]. Eso significaba que, si el equipo de Yeltsin hubiese sometido sus planes al debate democrático en lugar de lanzarlos como una ofensiva encubierta sobre una población profundamente desorientada ya de por sí, la revolución de la Escuela de Chicago no habría tenido posibilidad alguna de triunfar.

Yeltsin hizo promesas descabelladas afirmando que «durante, aproximadamente, seis meses, las cosas empeorarían», pero, luego, se iniciaría la recuperación y, en breve, Rusia se convertiría en […] una de las cuatro principales economías del mundo [234]. Con todo, tras sólo un año, la terapia de shock ya se había cobrado un peaje devastador: millones de rusos de clase media perdieron los ahorros de toda su vida y los bruscos recortes de los subsidios provocaron que millones de trabajadores no cobrasen salario alguno durante meses [235]. El ruso medio consumía un 40 % menos en 1992 que en 1991 y un tercio de la población cayó por debajo del umbral de pobreza [236]. La clase media se veía obligada a vender sus pertenencias personales en puestos callejeros improvisados, mientras los economistas de la Escuela de Chicago ensalzaban aquellos actos como síntomas de un gran «espíritu emprendedor» [237].

Con el paso de las semanas, sin embargo, los rusos acabaron recuperando la orientación y empezaron a exigir el fin de aquella sádica aventura económica. Presionado por los votantes, en diciembre de 1992, los parlamentarios votaron la destitución de Yegor Gaidar y, tres meses después, aprobaron revocar los poderes especiales que habían concedido a Yeltsin.

Yeltsin, quien se había acostumbrado a sus poderes incrementados, tomó represalias contra el «motín» del parlamento apareciendo en televisión y declarando el estado de emergencia, por el que se restablecían sus poderes imperiales. Tres días después, el independiente Tribunal Constitucional ruso sentenció por 9 a 3 que la usurpación de competencias de Yeltsin vulneraba en ocho puntos distintos la constitución que había jurado respetar.

Pese a ello, Occidente apoyó decididamente a Yeltsin, a quien se le seguía atribuyendo el papel de un progresista «genuinamente comprometido con la libertad y la democracia, genuinamente comprometido con la reforma», por emplear las palabras del entonces presidente estadounidense, Bill Clinton [238]. La mayor parte de la prensa occidental también se alineó con Yeltsin contra el conjunto del parlamento, cuyos miembros fueron tachados de «partidarios de la línea dura comunista» que pretendían dar marcha atrás a las reformas democráticas [239]. Estaban aquejados, según el corresponsal en jefe del New York Times en Moscú, de la «típica mentalidad soviética: suspicaces ante las reformas, desconocedores de la democracia, despectivos con los intelectuales o los “demócratas”» [240].

En realidad, aquellos eran los mismos políticos que habían respaldado a Yeltsin y a Gorbachov frente al golpe de los auténticos partidarios de la línea dura en 1991, los mismos que habían votado a favor de la disolución de la Unión Soviética y los mismos que, hasta fecha muy reciente, habían dado su apoyo pleno a Yeltsin. Pero el Washington Post optó por calificar a los parlamentarios de Rusia de «antigubernamentales», como si se tratara de unos intrusos que no formasen parte también del sistema de gobierno de la nación en sentido amplio [241].

En la primavera de 1993, el parlamento sacó adelante una proposición de ley de los presupuestos del Estado que no seguía las exigencias de estricta austeridad dictadas por el FMI, y Yeltsin respondió tratando de eliminar el parlamento. Organizó apresuradamente un referéndum en el que preguntó a los votantes si estaban de acuerdo en disolver el parlamento y convocar elecciones inmediatas. La participación de los votantes no alcanzó el mínimo requerido para validar el mandato que Yeltsin necesitaba, pero se proclamó victorioso aduciendo que aquel ejercicio había demostrado que el país estaba con él: el presidente había introducido en la consulta una pregunta adicional (y en absoluto vinculante) pidiendo a los votantes que se pronunciaran sobre sus reformas y una mayoría exigua de estos se habían declarado favorables a ellas [242].

Yeltsin y Washington continuaban atascados ante un parlamento que pretendía ralentizar la transformación de la terapia de shock, así que comenzó una intensa campaña de presión. Lawrence Summers, a la sazón subsecretario del Tesoro estadounidense, advirtió de que «la reforma rusa ha de recibir un nuevo impulso y ha de intensificarse para asegurarse un apoyo multilateral sostenido» [243]. El FMI captó el mensaje y un funcionario anónimo de dicha institución filtró a la prensa que uno de los préstamos prometidos iba a ser rescindido porque el Fondo estaba «insatisfecho con la marcha atrás que Rusia estaba dando a las reformas» [244].

Al día siguiente de la filtración del FMI, Yeltsin, confiado en que contaba con el apoyo de Occidente, emitió el decreto 1400, que abolía la constitución y disolvía el parlamento. Dos días después, el parlamento votaba por 636 a 2 en una sesión extraordinaria destituir a Yeltsin por su vergonzosa acción.

A pesar de todo, Clinton siguió dándole su respaldo y el Congreso estadounidense votó a favor de la concesión al presidente ruso de 2500 millones de dólares en concepto de ayuda. Envalentonado, Yeltsin envió tropas para que rodearan el parlamento e hizo que el gobierno municipal cortara la electricidad, la calefacción y las líneas telefónicas de la Casa Blanca. Los partidarios de la democracia rusa «acudieron por millares para tratar de romper el bloqueo. Durante dos semanas, se celebraron manifestaciones pacíficas frente a los soldados y a las fuerzas policiales, lo que permitió un desbloqueo parcial del edificio; […]. La resistencia pacífica ganaba popularidad […] a cada día que pasaba», explicaba Boris Kagarlitski, director del moscovita Instituto de Estudios de la Globalización.

El único compromiso que podría haber resuelto la confrontación habría sido acordar la celebración de elecciones anticipadas, pero entonces llegaron noticias de Polonia y del decisivo castigo que los electores habían infligido a Solidaridad. Esto dejó claro a Yeltsin y sus asesores occidentales que unas elecciones anticipadas serían excesivamente arriesgadas, con lo que el presidente ruso abandonó las negociaciones y se preparó para la guerra: ordenó «rodear el parlamento con miles de agentes del Ministerio del Interior, alambre de espino y tanquetas antidisturbios, e impedir el paso a todo el mundo», según el Washington Post [245]. Para entonces, el vicepresidente Aleksandr Rutskoi, principal rival de Yeltsin en el parlamento, había armado a sus guardias y había acogido a los nacionalistas protofascistas en su bando, e instó a sus partidarios a «no dar un momento de tregua» a la «dictadura» de Yeltsin [246]. El 3 de octubre, explicaba Kagarlitski, la multitud de los partidarios del parlamento «marchó sobre el centro emisor de televisión de Ostankino para exigir que se anunciara la noticia. Algunas de las personas que participaron en aquella marcha iban armadas, pero la mayoría no. […]. Pero las tropas de Yeltsin les cortaron el paso y las ametrallaron». Unos cien manifestantes y un soldado murieron en aquel incidente. El siguiente paso emprendido por Yeltsin fue disolver todos los consistorios municipales y los consejos regionales del país.

Finalmente, la mañana del 4 de octubre de 1993, Yeltsin, en lo que sería el tercer shock traumático que infligió al pueblo ruso, ordenó al ejército que ocupara y desalojara la Casa Blanca rusa, y que le prendiera fuego.

Imagen 17. Parlamento ruso en llamas

Así se informó en el Boston Globe del episodio final del asedio parlamentario decretado por Yeltsin: «En el día de ayer, durante diez horas, unos treinta tanques del ejército ruso y carros blindados de transporte de personal rodearon la sede del parlamento en el centro de Moscú […] y dispararon sobre ella intensas y repetidas andanadas de artillería explosiva acompañadas de múltiples ráfagas de fuego de ametralladora […]. A las cuatro y cuarto de la tarde, unos 300 guardias, diputados y personal administrativo del parlamento abandonaban el edificio formando una única fila y con las manos en alto» [247]. Al acabar la jornada, aquella ofensiva total del ejército se había cobrado las vidas de unas quinientas personas y había herido a casi mil [248].

El apoyo entusiasta de Occidente no cesó. «Yeltsin recibe un respaldo generalizado por el asalto», se podía leer en un titular del Washington Post al día siguiente del golpe, «considerado una victoria de la democracia». El secretario de Estado de EE. UU., Warren Christopher, viajó a Moscú para mostrarse al lado de Yeltsin y Gaidar y declaró: «Estados Unidos no da tan fácilmente su apoyo a la suspensión de un parlamento. Pero estos son momentos extraordinarios» [249]. Jeffrey Sachs, por su parte, continuó respaldando públicamente a Yeltsin tras el asalto al parlamento y tachando a los oponentes del presidente ruso de «grupo de antiguos comunistas embriagados de poder» [250]. En su libro El fin de la pobreza, en el que ofrece su versión definitiva sobre su intervención en Rusia, Sachs no menciona este dramático episodio ni una sola vez, del mismo modo que ignora el estado de sitio y los ataques a los líderes obreros que jalonaron su programa de shock en Bolivia [251].

Tras el golpe, los órganos electos de Rusia fueron disueltos, se suspendió el Tribunal Constitucional y la constitución, los tanques patrullaban las calles, se declaró el toque de queda y la prensa tuvo que enfrentarse a una censura omnipresente, aunque los derechos civiles fueron restablecidos en breve.

Cuando el país todavía no se había recuperado del ataque, los Chicago Boys de Yeltsin acometieron las medidas más polémicas de su programa: enormes recortes presupuestarios, eliminación de los controles de precios para los alimentos básicos y privatizaciones aún más generalizadas. Stanley Fischer, subdirector gerente primero del FMI (y uno de los Chicago Boys de la década de 1970), abogó por «moverse con la mayor celeridad posible en todos los frentes» [252], y así lo hizo, por ejemplo, Lawrence Summers, que estaba ayudando a diseñar la política de la administración Clinton para Rusia. Las «tres acciones», como él las denominaba, «(privatización, estabilización y liberalización) deben completarse lo antes posible» [253].

En teoría, se suponía que todos estos tejemanejes iban a crear el boom económico que proyectaría a Rusia lejos de la desesperación del momento, pero, en la práctica, los beneficiarios de dicho boom fueron un limitadísimo círculo de rusos y un puñado de gestoras de fondos de inversión occidentales, que obtuvieron mareantes cifras de rentabilidad invirtiendo en las compañías rusas recién privatizadas. Una camarilla de nuevos milmillonarios, muchos de los cuales acabarían formando parte del grupo universalmente conocido como «los oligarcas», formó equipo con los Chicago Boys de Yeltsin y se dedicó a desposeer al país de casi todo lo que tenía de valor y a trasladar los ingentes beneficios al extranjero a un ritmo de 2000 millones de dólares mensuales. Antes de la terapia de shock, Rusia no tenía millonarios. En 2003, el número de milmillonarios rusos se elevaba a diecisiete, según el listado de Forbes [254]. Esto se ha debido, en parte, a que Yeltsin y su equipo no permitieron que las multinacionales extranjeras adquirieran directamente los activos de Rusia: se reservaron los mayores premios para los rusos y luego abrieron las compañías recién privatizadas a los accionistas extranjeros.

Para los oligarcas del país y para los inversores extranjeros, un único nubarrón parecía ensombrecer el horizonte: el desplome de la popularidad de Yeltsin, cuyos índices de aprobación cayeron por debajo del 10 %. Si Yeltsin era expulsado del cargo, quienquiera que lo reemplazase pondría probablemente freno a la aventura del capitalismo extremo en Rusia.

Así que, en diciembre de 1994, Yeltsin inició una guerra. Su jefe de seguridad nacional, Oleg Lobov, había confesado a un legislador que «lo que necesitamos es una pequeña guerra victoriosa para aumentar los índices del presidente», y el ministro de Defensa predijo que su ejército podía derrotar a las fuerzas de la república separatista de Chechenia en cuestión de horas: un paseo militar [255].

El plan pareció funcionar, al menos en un primer momento. Durante la fase inicial de la campaña bélica, el movimiento independentista checheno fue parcialmente eliminado y las tropas rusas conquistaron el palacio presidencial en Grozni, lo que permitió a Yeltsin proclamar una gloriosa victoria para su ejército. Pero aquel sólo sería un triunfo a corto plazo. Cuando Yeltsin se presentó a la reelección en 1996, seguía siendo tan impopular y su derrota se antojaba tan segura que sus asesores contemplaron seriamente la posibilidad de cancelar los comicios; una carta firmada por un grupo de banqueros rusos y publicada en todos los diarios de tirada nacional del país insinuaba abiertamente esa opción [256].

Al final, las elecciones se celebraron y Yeltsin ganó gracias a la financiación de los oligarcas, estimada en unos 100 millones de dólares (33 veces la cantidad máxima legalmente permitida), y a la cobertura informativa dispensada por los canales televisivos controlados por los oligarcas (800 veces superior a la de sus rivales) [257]. Eliminada la amenaza de un cambio repentino en el gobierno, los «reformadores» pudieron pasar a la parte más controvertida (y lucrativa) de su programa: la venta de lo que Lenin había denominado una vez «los puestos de mando» de la economía nacional.

El 40 % de una empresa petrolera comparable en tamaño a la francesa Total (cuyas ventas en 2006 ascendieron a 193 000 millones de dólares) fue vendido por sólo 88 millones de dólares. Norilsk Nickel, productora de una quinta parte del níquel mundial, fue vendida por 170 millones de dólares (aun cuando sólo sus beneficios anuales no tardaron en alcanzar los 1500 millones de dólares). La inmensa compañía petrolera Yukos fue vendida por 309 millones de dólares; actualmente obtiene más de 3000 millones de dólares en ingresos cada año. El 51 % de la gigante petrolera Sidanko fue adjudicado por 130 millones de dólares; sólo dos años después, esa misma participación estaba valorada en 2800 millones de dólares en los mercados internacionales.

El escándalo no era únicamente que la riqueza pública de Rusia se estuviese subastando por una fracción mínima de su auténtico valor, sino también que, al más puro estilo corporativista, estaba siendo adquirida con dinero público. En un atrevido acto de cooperación entre los políticos que vendían las empresas públicas y los hombres de negocios que las compraban, varios ministros de Yeltsin realizaron transferencias de grandes sumas de dinero del Estado que acabaron en bancos privados que los oligarcas habían constituido a toda prisa como sociedades anónimas. El Estado contrató luego a esos mismos bancos para que gestionaran las subastas de privatización de los yacimientos petrolíferos y de las minas. Los bancos realizaban las subastas, pero también pujaban en ellas y, como no podía ser de otro modo, las entidades financieras propiedad de los oligarcas decidieron convertirse en las flamantes nuevas dueñas de aquellos antiguos activos estatales. El dinero que pusieron para comprar las acciones de estas compañías públicas era probablemente el mismo dinero del Estado que los ministros de Yeltsin habían ingresado en ellas con anterioridad [258].

Cuando los oligarcas se hubieron establecido firmemente al control de los activos clave del Estado ruso, abrieron sus nuevas compañías a las grandes multinacionales, que también se llevaron grandes porciones de las mismas. En 1997, Royal Dutch/Shell y BP formaron sociedad con dos gigantes rusas del petróleo, Gazprom y Sidanko, respectivamente [259]. Se trataba de inversiones sumamente rentables, pero la participación principal de la riqueza en Rusia siguió estando en manos de los actores rusos y no de sus socios extranjeros.

Tanta era la fortuna que se estaba amasando en Rusia en aquel período que algunos de los «reformadores» no pudieron resistirse a participar de la acción, aunque varios de ellos acabaron perdiendo sus puestos en sonadísimos escándalos de corrupción al más alto nivel [260]. Tampoco hay que olvidar a los genios precoces del Proyecto Rusia de Harvard, a quienes se había encargado la tarea de organizar las privatizaciones del país y el mercado de fondos de inversiones. Los dos académicos que encabezaban el proyecto (el profesor de economía de Harvard Andrei Shleifer y su adjunto, Jonathan Hay) fueron acusados de haberse beneficiado directamente con el mercado que tan apresuradamente estaban creando [261, 262], lo que vulneraba los contratos que habían firmado. Tras una investigación y una batalla legal de siete años, Harvard fue obligada a pagar una compensación de 26,5 millones de dólares (la más elevada jamás satisfecha por esa institución). Shleifer accedió a pagar 2 millones y Hay, una cifra a determinar entre 1 y 2 millones, dependiendo de sus ingresos, aunque ni el uno ni el otro admitieron responsabilidad alguna [263]. Desafortunadamente, el dinero no fue a parar al pueblo ruso, sino al gobierno estadounidense.

La terapia de shock había abierto la nuez rusa a los flujos del dinero «caliente» (es decir, a las inversiones especulativas a corto plazo y las operaciones de compraventa de moneda, sumamente rentables todas ellas). Esto hizo que, en 1998, cuando la crisis financiera asiática empezó a propagarse más allá del ámbito exclusivo de los Tigres, Rusia quedase enteramente desprotegida. Su ya de por sí precaria economía quebró definitivamente. La población culpó a Yeltsin y su índice de popularidad cayó a un absolutamente insostenible 6 % [264]. El futuro de muchos de los oligarcas volvía a estar en peligro; iba a ser necesario, pues, otro gran shock para salvar el proyecto económico.

En septiembre de 1999, de forma aparentemente inesperada, alguien voló por los aires cuatro bloques de viviendas en plena noche y mató a cerca de 300 personas. Todos los demás temas fueron expulsados del mapa político por la entrada en escena de la única fuerza capaz de hacer algo así. «De repente, parecía que todos esos debates y explicaciones sobre la democracia y los oligarcas no tuvieran ninguna importancia comparados con el temor a morir en el interior de nuestras propias viviendas», explica la periodista rusa Yevgenia Albats [265].

El hombre a quien se situó al frente de la caza de aquellos «animales» fue el primer ministro ruso, Vladimir Putin [266]. Inmediatamente después de los atentados, Putin lanzó una campaña de bombardeos aéreos sobre Chechenia, en los que se atacó a la población civil. A la nueva luz de la amenaza terrorista, el hecho de que Putin fuese un veterano del KGB pareció resultar de pronto tranquilizador para muchos rusos. Yeltsin se volvía cada vez más disfuncional por culpa del alcoholismo, pero Putin, el protector, estaba ahora perfectamente posicionado para sucederle como presidente. El 31 de diciembre de 1999, en un momento en el que la guerra en Chechenia hacía imposible un debate mínimamente serio, varios oligarcas idearon un callado traspaso de poder de Yeltsin a Putin sin necesidad de elecciones. Pero antes de abandonar el poder, Yeltsin exigió inmunidad legal para su persona. Así, el primer acto de Putin como presidente fue firmar una ley que protegía a Yeltsin frente a cualquier posible acusación penal.

Las víctimas que dejaron las políticas económicas y las guerras que Yeltsin promovió para protegerlas son muy elevadas: a las del golpe de octubre hay que añadir los muertos en las guerras de Chechenia, estimados en unos 100 000 civiles [267]. Ahora bien, las mayores masacres que precipitó el anterior máximo mandatario ruso fueron aquellas que se produjeron «a cámara lenta», pero con una mortandad mucho mayor:

  • Desde el inicio de la «transición» hasta 1998, más del 80 % de las granjas y las explotaciones agrícolas rusas habían quebrado, y, aproximadamente, unas 70 000 fábricas de titularidad estatal habían sido clausuradas, dejando como rastro una auténtica epidemia de desempleo.
  • En 1989, antes de la terapia de shock, vivían en la Federación Rusa bajo el umbral de pobreza dos millones de personas. A mediados de la década de 1990, cuando los «terapeutas» del shock ya habían administrado su «amarga medicina», eran 74 millones de rusos y rusas los que vivían por debajo de ese umbral, según el Banco Mundial. En 1996, el 25 % de los rusos (casi 37 millones de personas) vivían en una situación de pobreza calificada de «desesperada» [268].
  • En 2006, el gobierno reconoció que, en el país, hay 715 000 niños sin hogar (cifra que, según UNICEF, alcanza en realidad los 3,5 millones de niños y niñas) [269].
  • El número de consumidores se incrementó en un 900 % entre 1994 y 2004 hasta alcanzar los 4 millones de personas, muchas de ellas adictas a la heroína. Esto ha repercutido también en la incidencia de otro asesino silencioso: en 1995, un total de 50 000 rusos eran seropositivos al VIH. En sólo dos años, esa cifra ya se había duplicado; diez años después, según UNAIDS, casi un millón de rusos y rusas eran seropositivos al VIH [270].
  • Nada más introducirse la terapia de shock en 1992, el ya de por sí elevado índice de suicidios en Rusia empezó a aumentar; en 1994, la tasa de suicidios escaló hasta situarse casi en el doble de la que se registraba ocho años antes. Los rusos también se mataban entre sí con mucha mayor frecuencia: en 1994, los crímenes violentos se habían multiplicado por más de cuatro [271].

En Rusia, a mediados de los años noventa, cualquiera que osara cuestionar la sabiduría de «los reformadores» era tildado de nostálgico estalinista. Cuando ya no fue posible ocultar por más tiempo los fracasos del programa de terapia de shock, la interpretación predominante pasó a centrarse en el arraigo de la «cultura de la corrupción» en Rusia y en la especulación con la posibilidad de que los rusos «no estuvieran preparados» para una auténtica democracia. Los economistas de los think tanks de Washington negaron inmediatamente toda relación con la economía que habían ayudado a crear en Rusia y la tacharon de «capitalismo mafioso». En Los Angeles Times, el periodista y novelista Richard Lourie proclamó que «los rusos son una nación tan calamitosa que, incluso cuando se dedican a algo sensato y trivial, como votar y ganar dinero, lo echan todo a perder» [272]. El economista Anders Åslund había afirmado que las «tentaciones del capitalismo» bastarían por sí solas para transformar Rusia: el poder de la codicia facilitaría el impulso necesario para reconstruir el país. Cuando se le preguntó unos años después qué era lo que había fallado, respondió que «la corrupción, la corrupción y la corrupción», como si esta no fuese otra cosa más que la expresión irrefrenada de las «tentaciones del capitalismo» que con tanto entusiasmo había ensalzado [273].

El problema real del discurso consistente en echarle la culpa a la propia Rusia es que impide llevar a cabo un examen serio de lo que todo ese episodio tendría que enseñarnos acerca del verdadero rostro de la cruzada en pos de los mercados libres y sin restricciones. La corrupción no fue un «intruso» en las reformas de libre mercado en Rusia: las potencias occidentales alentaron activamente el cierre rápido y turbio de múltiples acuerdos de compraventa como vía más directa para conseguir el impulso inicial que necesitaba la economía. Tampoco fueron esos catastróficos resultados privativos de Rusia; los treinta años de historia del experimento de la Escuela de Chicago han estado salpicados constantemente por episodios de corrupción masiva y de colusión corporativista entre los Estados policiales y las grandes empresas.

Así que, lejos de servir como advertencia, el ascenso de los oligarcas milmillonarios rusos no hizo más que demostrar lo rentable que podía resultar la explotación a cielo abierto de un Estado industrializado. Y Wall Street quería más. Inmediatamente después de la desaparición de la Unión Soviética, el Departamento estadounidense del Tesoro y el FMI endurecieron considerablemente las condiciones exigidas a otros países en crisis haciendo más inmediatas las privatizaciones. El caso más dramático hasta la fecha se produjo en 1994, al año siguiente del golpe de Estado de Yeltsin, cuando la economía mexicana sufrió una importante depresión conocida como la crisis del tequila. Como resultado de las privatizaciones relámpago impuestas por las autoridades estadounidenses, según los datos de Forbes, se generaron 23 nuevos milmillonarios. La crisis y la posterior ayuda estadounidense también abrieron México a una participación sin precedentes de los propietarios extranjeros [274]. Obviamente, la única lección que se extrajo del caso ruso fue que, cuanto más rápida y más alegal sea la transferencia de riqueza, más lucrativa resultará.

Una de las personas que así lo entendieron fue el ya mencionado Gonzalo Sánchez de Lozada (Goni). Tras su acceso al cargo de presidente del país a mediados de los años noventa, vendió la compañía petrolera nacional boliviana, así como las aerolíneas, los ferrocarriles, la eléctrica y la telefónica estatales. Pero, a diferencia de lo ocurrido en Rusia, donde los mayores premios fueron concedidos a empresarios locales, entre los ganadores de la liquidación total de Bolivia estaban Enron, Royal Dutch/Shell, Amoco Corp. y Citicorp, y las compañías extranjeras no tuvieron necesidad de formar sociedad alguna con empresas locales [275]. «Lo importante es hacer que estos cambios sean irreversibles y conseguir llevarlos a cabo antes de que los anticuerpos hagan su aparición»: así explicó Goni su método de terapia de shock. Para asegurarse de ello, el gobierno de Bolivia impuso un nuevo y prolongado «estado de sitio» por el que prohibió toda reunión de tipo político y se arrogó la autoridad de arrestar a todos los oponentes del proceso [276]. Aquellos fueron también los años del circo privatizador argentino, al mando del cual estuvo Carlos Menem.

Los países que emularon las privatizaciones rusas también experimentaron versiones más mitigadas del «golpe a la inversa» de Yeltsin (lo que significa que también tuvieron gobiernos elegidos pacíficamente que acabaron recurriendo a niveles crecientes de brutalidad para defender sus reformas). En Argentina, el 19 de diciembre de 2001, cuando el presidente Fernando de la Rúa y su ministro de Economía, Domingo Cavallo, trataron de imponer las medidas adicionales de austeridad que había prescrito el FMI, la población estalló en una revuelta. De la Rúa envió la policía federal con órdenes de dispersar la multitud por cualquier medio necesario, mientras que el presidente se vio forzado a huir en helicóptero, no sin que antes 21 manifestantes hubiesen muerto por la actuación policial y se hubiesen registrado 1350 heridos [277]. Las privatizaciones de Goni, por su parte, desencadenaron en Bolivia toda una serie de «guerras»: primero, la del agua, contra la contrata del servicio suscrita con Bechtel, que había provocado un alza de precios del 300 %; luego, una «guerra fiscal» contra un plan recetado por el FMI para compensar el déficit presupuestario mediante un impuesto que repercutía especialmente en las clases pobres trabajadoras; finalmente, las llamadas «guerras del gas» contra los planes del presidente de exportar gas a Estados Unidos. Al final, también Goni huyó del palacio presidencial para exiliarse en Estados Unidos, pero, como en el caso de Argentina, no sin que antes los soldados enviados para reprimir las manifestaciones mataran a cerca de setenta personas e hirieran a otras cuatrocientas. A principios de 2007, la Corte Suprema de Bolivia dictó una orden de búsqueda y captura contra Goni por cargos relacionados con aquella masacre [278].

Los regímenes que impusieron privatizaciones masivas en Argentina y Bolivia eran considerados en Washington ejemplos de cómo podía imponerse la terapia de shock de forma pacífica y democrática sin necesidad de golpes de Estado ni de represión. Pero, si bien es cierto que ninguno de los dos accedió al poder por medio de cañonazos, no deja de ser significativo que lo abandonaran en medio de ellos.

12. El documento de identidad capitalista

Pese a su fracaso, Sachs no tiene la sensación de que la política para Rusia de aquel período estuviese guiada por la ideología del libre mercado. Lo que la caracterizaba más bien, comentó, era la «pura pereza». A él le habría encantado que se hubiese abierto un acalorado debate sobre si había que ofrecer ayuda a Rusia o dejarlo todo en manos del mercado. Pero, en vez de eso, lo que hubo fue un encogimiento de hombros colectivo: «Allí nadie trabajó duro al estilo de “vamos a arremangarnos y vamos a tratar de solucionar estos problemas, averigüemos qué está pasando de verdad”». Cuando Sachs habla apasionadamente de «trabajar duro» se refiere a lo que sucedía en las épocas del New Deal o el Plan Marshall, cuando los decisores políticos se comportaban con la «seriedad» con la que la catástrofe de Rusia merecía a todas luces ser tratada.

Pero atribuir el abandono de Rusia a un brote de pereza colectiva en Washington no parece aportar una explicación muy detallada de todo lo sucedido; quizás lo haga visualizar el episodio a través de la óptica de la competencia en el mercado. Cuando la Guerra Fría estaba en plena vigencia y la Unión Soviética se hallaba intacta, el capitalismo tenía que ganarse a sus consumidores: necesitaba ofrecer incentivos y necesitaba contar con un buen producto. El keynesianismo siempre fue una manifestación de esa necesidad de competencia del capitalismo. El presidente Franklin Delano Roosevelt (FDR) trajo el New Deal no sólo para tratar de solucionar la desesperación sembrada por la Gran Depresión, sino también para debilitar un poderoso movimiento de ciudadanos estadounidenses que exigían un modelo económico diferente: en las elecciones presidenciales de 1932, un millón de norteamericanos votaron a candidatos socialistas o comunistas, y también crecía el apoyo a Huey Long, el senador por Luisiana que creía que todos los americanos debían recibir una renta anual garantizada de 2500 dólares. En su explicación de por qué había añadido más prestaciones sociales al paquete del New Deal en 1935, FDR señaló que pretendía «robarle la primicia a Long» [279]. Ese fue el contexto en el que los industriales norteamericanos aceptaron a regañadientes el New Deal de FDR, aunque, durante la Guerra Fría, ningún país del mundo libre fue inmune a esa presión.

El Plan Marshall fue la última arma desplegada en ese frente económico. Tras la guerra, la economía alemana estaba sumida en la crisis y amenazaba con arrastrar al resto de la Europa occidental. Al mismo tiempo, eran tantos los alemanes atraídos por el socialismo que el gobierno estadounidense optó por dividir Alemania en dos partes antes que arriesgarse a perderla por completo. En la Alemania Occidental, el gobierno de Estados Unidos aprovechó el Plan Marshall para construir un sistema capitalista, no con la intención de crear mercados rápidos y fáciles para Ford y Sears, sino para que fuese un éxito en sí mismo y, de ese modo, contribuyese a revitalizar la economía de mercado en Europa y despojase al socialismo de todo su atractivo.

En 1949, eso significaba tolerarle al gobierno germanooccidental toda una serie de políticas intervencionistas, lo cual, como explica Carolyn Eisenberg, autora de una aclamada historia del Plan Marshall [280], no fue producto del altruismo: «La Unión Soviética actuaba como una especie de pistola cargada que apuntaba a la Alemania Occidental. [Occidente] tenía que ganarse rápidamente las simpatías y la lealtad del pueblo alemán […]».

Sachs es un admirador de Keynes, pero no parece interesado en conocer qué hizo finalmente posible el keynesianismo en su propio país. Su falta de voluntad de reconocimiento del papel de la presión ejercida por los movimientos sociales de masas sobre unos gobiernos reacios para que adoptasen las mismas ideas que él propugnaba significó que Sachs no supo ver la realidad política más palmaria que le aguardaba en Rusia: nunca iba a haber un Plan Marshall para Rusia porque, en su momento, sólo hubo Plan Marshall debido a Rusia.

Así que, mientras Sachs vio la desaparición de la Unión Soviética como una liberación —como el fin de un régimen autoritario—, sus colegas de la Escuela de Chicago vieron en aquel acontecimiento una libertad de otra clase: la liberación final de las «cadenas» del keynesianismo y de las ideas bonachonas de hombres como Jeffrey Sachs. Considerada desde esa perspectiva, la actitud pasiva que halló Sachs cuando trató de ayudar a Rusia y que tanto lo enfureció no era «pura pereza», sino el laissez faire en plena acción: déjelo estar, no haga nada.

Las nuevas reglas del juego fueron ya expuestas en Washington, D.C., el 13 de enero de 1993, en una especie de congreso que contó con una reducida asistencia (exclusivamente por invitación) pero que resultó de trascendental importancia. Sachs, que aún actuaba como asesor de Yeltsin por entonces, iba a ser el encargado de pronunciar el discurso central de la reunión, titulado «La vida en la sala económica de urgencias» [281]. Con él estaba decidido a tratar de conseguir que sus poderosos oyentes captaran la gravedad de lo que se estaba desarrollando en Rusia.

La intervención de Sachs fue aplaudida por los asistentes, pero la reacción de estos fue más bien tibia. Las personas allí presentes estaban sobradamente versadas en la teoría de la crisis de Milton Friedman y muchas la habían aplicado en sus propios países. La mayoría comprendían a la perfección lo desgarradora y volátil que puede ser una debacle económica, pero extraían una lección muy distinta de los acontecimientos en Rusia: que la dolorosa y desorientadora situación política estaba obligando a Yeltsin a subastar a toda prisa la riqueza del Estado, lo cual era un resultado sin duda favorable desde su punto de vista.

Correspondió a John Williamson, anfitrión de la conferencia, reconducir el debate hacia estas otras prioridades pragmáticas. En su charla no ofreció advertencia alguna sobre la necesidad imperativa de salvar a los países de las crisis; todo lo contrario: recordó a sus oyentes que sólo cuando los países sufren de verdad, acceden a tragar la amarga medicina del mercado. Y «esos momentos en los que peor se encuentran son los que dan lugar a las mejores oportunidades […]», declaró [282]. Williamson señaló despreocupadamente que esto planteaba algunos interrogantes fascinantes, tales como «si podría tener sentido concebir la provocación deliberada de una crisis para eliminar los obstáculos de carácter político que se le pueden presentar a la reforma» [283].

Casualmente, al mes siguiente de la conferencia, en febrero de 1993, la prensa y la televisión de Canadá inducían a pensar que el país se hallaba en medio de una catástrofe financiera [284]. La expresión «el muro de la deuda» irrumpió súbitamente en el vocabulario de la sociedad canadiense. Lo que se quería decir con ella era que, aunque la vida parecía cómoda y pacífica en el presente, Canadá gastaba muy por encima de sus posibilidades y, en breve, poderosas compañías de Wall Street como Moody’s o Standard and Poor’s iban a reducir la calificación del crédito nacional del país. Cuando eso sucediera, los inversores no harían otra cosa que retirar su dinero de Canadá para llevárselo a otro lugar más seguro. La única solución, se decía, era recortar radicalmente el gasto en programas como el del seguro de desempleo y el de la sanidad. Y eso fue precisamente lo que hizo el Partido Liberal, entonces en el gobierno, pese a que acababa de ser elegido con un programa electoral en el que propugnaba como prioridad la creación de empleo.

Dos años después de que la histeria del déficit hubiera alcanzada su cúspide, la periodista de investigación Linda McQuaig puso definitivamente al descubierto que la sensación de crisis había sido cuidadosamente alimentada y manipulada por un puñado de think tanks subvencionados por los principales bancos y empresas de Canadá [285]. Canadá tenía un problema de déficit, pero no había sido causado por el gasto en el seguro de desempleo o en otros programas sociales. Según Statistics Canada (el Instituto Nacional de Estadística canadiense), su causa había que buscarla en los elevados tipos de interés, que habían disparado la carga de la deuda. McQuaig visitó las oficinas centrales de Moody’s en Wall Street y habló con Vincent Truglia, analista principal y máximo responsable de la calificación del crédito canadiense en dicha firma. Y este le explicó que había recibido presiones constantes de altos ejecutivos de empresas y de entidades bancarias canadienses para que publicara informes críticos con las finanzas de aquel país, algo que él se negó a hacer. También dijo que estaba acostumbrado a recibir llamadas de representantes de diversos países que se quejaban de que había publicado una calificación demasiado baja para sus respectivos créditos nacionales.

Eso se debía a que, para la comunidad financiera canadiense, la «crisis del déficit» constituía un arma esencial en la enconada batalla política que libraba en aquellos momentos. Por la misma época en que Truglia recibía aquellas extrañas llamadas, se había puesto en marcha una campaña de presión sobre el gobierno para que redujera los impuestos recortando el gasto en programas sociales como los de sanidad y educación. Como esos programas cuentan con el apoyo de una abrumadora mayoría de canadienses, el único modo de justificar los recortes era presentando el colapso económico nacional como única posibilidad alternativa: la crisis total. El hecho de que Moody’s continuara otorgando a Canadá la más alta calificación posible para sus títulos de deuda pública dificultaba enormemente el mantenimiento de un estado de ánimo apocalíptico.

Mientras tanto, los inversores se sentían confusos ante los mensajes ambivalentes que recibían: Moody’s se mostraba optimista con respecto a Canadá, pero la prensa canadiense calificaba constantemente las finanzas nacionales de catastróficas. Truglia, ya cansado, publicó un «comentario especial» en el que aclaraba que el gasto público canadiense no estaba «fuera de control» y en el que incluso disparaba sin piedad sobre los poco fiables cálculos matemáticos que habían realizado los think tanks derechistas. «Varios informes recientemente publicados contienen burdas exageraciones de la situación de la deuda fiscal de Canadá. En algunos de ellos, se han contado ciertas cifras dos veces y en otros se han hecho comparaciones internacionales inadecuadas. [...]». Aquel informe especial de Moody’s dio claramente a entender que no había ningún amenazante «muro de la deuda» contra el que estrellarse... y la comunidad empresarial de Canadá no estaba precisamente contenta [286].

Pero cuando los canadienses se enteraron finalmente de que la «crisis del déficit» había sido escandalosamente manipulada por los think tanks subvencionados por las grandes sociedades anónimas empresariales y financieras, ya apenas tenía importancia: los recortes presupuestarios estaban aprobados y garantizados por ley.

La estrategia de la crisis volvería a ser empleada reiteradamente durante ese período: en septiembre de 1995, se filtró a la prensa canadiense un vídeo de John Snobelen, el ministro de Educación de la provincia de Ontario, en el que se le podía ver explicando a un grupo de funcionarios reunidos con él a puerta cerrada que, antes de que se pudieran anunciar recortes presupuestarios en educación y otras reformas impopulares, había que generar un clima de pánico filtrando informaciones que dibujaran un panorama más alarmante del que él «consideraría real en [aquel] momento». Llamó a su estrategia «crear una crisis útil» [287].

En 1995, el discurso político en la mayoría de las democracias occidentales estaba ya saturado de referencias a muros de deuda y a la posibilidad de un colapso económico inminente, así como de peticiones de recortes más drásticos del gasto público y de procesos de privatización más ambiciosos, y los think tanks friedmanitas se situaban a la vanguardia de toda aquella ofensiva. En las instituciones financieras más poderosas de Washington, sin embargo, existía la voluntad no sólo de crear una sensación de crisis aparente a través de los medios de comunicación, sino de tomar medidas concretas para generar crisis auténticas.

Dos años después de los comentarios de Williamson sobre la idoneidad de «avivar» las crisis, Michael Bruno, economista principal del Banco Mundial en el ámbito de la economía del desarrollo, informó en una conferencia impartida ante la International Economic Association en Túnez que cada vez existía un consenso más extendido en torno a «la idea de que una crisis suficientemente amplia podría conseguir impresionar hasta tal punto a los decisores políticos de un país que estos se decidieran finalmente por instaurar reformas destinadas a potenciar la productividad» [288]. Bruno señaló a América Latina como «ejemplo destacado de crisis profundas que aparentemente han resultado beneficiosas», y, en particular, a Argentina, donde, según dijo, el presidente Carlos Menem y su ministro de Economía, Domingo Cavallo, estaban haciendo una gran labor de «aprovechamiento del ambiente de emergencia» que allí se respiraba para imponer un hondo y amplio proceso privatizador. Y por si los asistentes no habían entendido bien lo que había querido decir, Bruno añadió: «He puesto de relieve un tema muy importante: la economía política de las crisis profundas tiende a desencadenar reformas radicales que tienen luego resultados positivos».

A la luz de ese hecho, él sostenía que los organismos internacionales tenían que hacer algo más que, simplemente, aprovechar las crisis económicas existentes para imponer el Consenso de Washington: debían cortar preventivamente el suministro de ayudas para empeorar esas crisis. Bruno reconoció que la perspectiva de profundizar la depresión económica de un país (o de generar una de la nada) resultaba aterradora, pero, como buen discípulo de la Escuela de Chicago que era, animó a sus oyentes a aceptar esa destrucción como el primer paso de la creación [289].

Durante años, han circulado rumores de que las instituciones financieras internacionales habían coqueteado con el arte de las «pseudocrisis», por emplear la expresión de Williamson, con el fin de plegar la voluntad de los países a la suya, pero siempre había sido difícil de demostrar. El testimonio más extenso al respecto fue el proporcionado por el ya mencionado Davison Budhoo, quien, en una carta abierta a Michel Camdessus, —entonces presidente del FMI— acusó al Fondo de amañar las cuentas con la intención de condenar la economía de los países pobres que no querían dar su brazo a torcer [290].

Budhoo proporcionaba datos exhaustivos de cómo, siendo él un empleado del Fondo a mediados de los años ochenta, había participado en lo que se podía considerar como «negligencia estadística» para exagerar las cifras recogidas en los informes del FMI sobre Trinidad y Tobago, un país de gran riqueza petrolífera, con el único fin de dar la apariencia de que su economía era mucho menos estable de lo que en realidad era. Budhoo señalaba que el FMI había aumentado (hasta más del doble) la magnitud de una estadística fundamental que medía los costes laborales en el país para que este pareciera tener un nivel de productividad pésimo, aun cuando, según decía, el Fondo disponía de la información correcta. También aseguraba que, en otro caso, el Fondo «se inventó literalmente de la nada» unas supuestas (y cuantiosas) deudas pendientes del Estado caribeño [291].

Estas «flagrantes irregularidades» fueron asumidas como ciertas por los mercados financieros, que no tardaron en clasificar el riesgo de Trinidad y Tobago como inaceptable y cortaron la financiación que hasta entonces recibía el país. Los problemas económicos del archipiélago caribeño no tardaron en transformarse en calamitosos, por lo que se vio forzado a pedir ayuda al FMI para que lo rescatara de la situación. El Fondo exigió entonces que aceptara lo que Budhoo describió como «la más mortal de las medicinas»: despidos masivos, rebajas salariales y «la gama completa» de políticas de ajuste estructural. Él calificaba el proceso de «bloqueo deliberado de una línea vital de suministro económico para el país» con el fin de conseguir «la destrucción económica de Trinidad y Tobago, en primer lugar, y su conversión posterior».

Tras la publicación de aquella carta, el gobierno de Trinidad encargó dos estudios independientes para investigar las alegaciones y descubrió que estaban en lo cierto: el FMI había inflado y fabricado cifras, lo que había repercutido en un serio perjuicio para el país [292].

Sin embargo, incluso después de haber sido sustanciadas de aquel modo, las alegaciones de Budhoo acabaron por desaparecer sin dejar prácticamente rastro alguno. La carta llegó, eso sí, a convertirse en una obra de teatro titulada Mr. Budhoo’s Letter of Resignation from the I.M.F. (50 Years Is Enough) que se estrenó en 1996 en un pequeño teatro del East Village de Nueva York. La producción obtuvo una crítica sorprendentemente positiva del New York Times, que elogió su «creatividad inusual» y sus «golpes de inventiva» [293]. Aquella breve reseña teatral es la única ocasión en que el nombre de Budhoo se ha mencionado en ese periódico.

13. La experiencia de los «Tigres asiáticos»

En apariencia, el crac de los mercados asiáticos que se dio el verano de 1997 no tenía una causa racional. En la televisión y en la prensa, los análisis se referían una y otra vez a la situación de la región como si esta hubiera contraído una especie de enfermedad misteriosa pero altamente contagiosa.

Sólo unas semanas antes de que todo empezase a ir mal, los llamados «Tigres asiáticos» eran señalados como los éxitos más rotundos de la globalización. Pero, de un día para otro, los mismos operadores bursátiles que habían estado indicando a sus clientes que no había una ruta más segura hacia la riqueza que afincar sus ahorros en fondos de inversión de los «mercados emergentes» de Asia pasaron a desinvertir en masa [294], mientras que los cambistas empezaron a «atacar» las monedas de esos países, creando lo que The Economist denominó «una destrucción de ahorros de una magnitud sólo conocida en tiempos de conflicto bélico» [295]. ¿Cómo se explica esto?

Lo cierto es que aquellos países fueron simplemente víctimas del pánico, un pánico que se volvió letal por la velocidad y la volatilidad del funcionamiento de los mercados globalizados. Lo que comenzó como un rumor —que Tailandia no disponía de dólares suficientes para respaldar su moneda— desencadenó la estampida de la manada electrónica. Los bancos reclamaron sus préstamos y el mercado inmobiliario, que había crecido con rapidez hasta formar una burbuja especulativa, estalló al momento. Como los Tigres asiáticos habían sido comercializados por las gestoras de fondos como parte de un paquete integrado de inversiones, cuando uno de ellos cayó, cayeron todos.

Los gobiernos asiáticos se vieron obligados a drenar sus reservas de divisas en un intento de apuntalar sus monedas, lo que convirtió el miedo original en una realidad: ahora sí que esos países iban verdaderamente camino de la bancarrota. El mercado reaccionó entonces con más pánico. En un año, 600 000 millones de dólares desaparecieron de los mercados bursátiles asiáticos [296].

La crisis movió a muchos a tomar medidas desesperadas:

  • En Indonesia, los ciudadanos asaltaban comercios y se llevaban todo lo que podían. En uno de esos incidentes, todo un centro comercial de Yakarta se incendió mientras estaba siendo saqueado y centenares de personas se quemaron vivas en su interior [297].
  • En Corea del Sur, las cadenas de televisión emitían campañas a gran escala pidiendo a los ciudadanos que donasen sus joyas de oro para que el Estado pudiera fundirlas y utilizarlas para pagar las deudas del país. Pese a las 200 toneladas de oro recogidas, la moneda coreana prosiguió su desplome [298].
  • También en Corea del Sur, la tasa de suicidios aumentó un 50 % en 1998. El repunte fue más acusado entre los padres y madres de más de sesenta años, que trataban de aminorar así la carga económica que sus hijos e hijas tenían que soportar. También se informó de un alarmante incremento de los suicidios familiares pactados, en los que el padre inducía a los demás miembros de la familia ahorcarse en grupo. Las autoridades señalaron que, como en esos casos «la única muerte clasificada como suicidio es la del cabeza [de familia] y las demás son consideradas asesinatos, el número real de suicidios es muy superior al reflejado en las estadísticas» [299].

Nada más declararse la crisis, una sorprendente pléyade de pesos pesados del establishment financiero se dedicó a lanzar un mensaje unificado: no ayudar a Asia. El propio Milton Friedman explicó al presentador del informativo de la CNN, Lou Dobbs, que él se oponía a cualquier clase de medida de rescate y que consideraba que debía dejarse que el mercado se corrigiera por sí solo. Morgan Stanley, uno de los principales bancos de inversión de Wall Street, también compartía abiertamente esa opinión. Jay Pelosky, un estratega de mercados que era toda una celebridad emergente dentro de la firma, explicó que era fundamental que ni el FMI ni el Departamento estadounidense del Tesoro hicieran nada para aminorar el sufrimiento de la crisis: «Lo que actualmente necesitamos en Asia es más malas noticias. Y se necesitan para seguir estimulando el proceso de ajuste» [300].

En noviembre de 1997, en la cumbre de la APEC (la Cooperación Económica del Asia-Pacífico) celebrada en Vancouver, Bill Clinton indignó a sus homólogos asiáticos calificando el crac de los mercados asiáticos de «unos pequeños problemas técnicos durante el viaje» [301]. El mensaje era claro: el Tesoro estadounidense no tenía ninguna prisa para poner fin a aquel padecimiento. El FMI, por su parte, volvió a adoptar la actitud pasiva de «no hacer nada» por la que se venía caracterizando desde la crisis de Rusia. Acabó por reaccionar en última instancia, pero no aprobando el préstamo inmediato y de emergencia destinado a la estabilización que aquella situación requería, sino presentando un largo listado de exigencias, mentalizado por la certeza chicaguense de que, tras la catástrofe de Asia, se ocultaba una auténtica oportunidad.

A principios de la década de 1990, los partidarios del libre mercado consideraban que el «éxito» de los Tigres asiáticos se debía a que habían abierto por completo sus fronteras a una globalización sin restricciones. Nada más lejos de la realidad. Malasia, Corea del Sur y Tailandia seguían aplicando políticas marcadamente proteccionistas que prohibían a los extranjeros ser propietarios de terreno y comprar participaciones en sus empresas nacionales. También habían reservado un papel significativo para el Estado y habían mantenido sectores como el de la energía y el del transporte en manos públicas. Asimismo, los Tigres habían bloqueado la entrada de numerosas importaciones extranjeras mientras construían y consolidaban sus propios mercados domésticos.

Aquella situación no era del agrado de las multinacionales y los bancos de inversiones occidentales y japoneses, que ansiaban disponer de un acceso ilimitado a la región para vender sus productos y hacerse con las mejores corporaciones empresariales de los Tigres. A mediados de los años noventa, presionados por el FMI y por la recién creada Organización Mundial del Comercio, los gobiernos asiáticos acordaron alcanzar una solución intermedia: mantendrían las leyes que protegían la propiedad de las empresas nacionales de las adquisiciones extranjeras y no privatizarían sus compañías estatales clave, pero levantarían las barreras de acceso a sus sectores financieros, permitiendo con ello un aumento de las inversiones en títulos y del comercio de divisas.

El hecho de que, en 1997, aquella riada de dinero caliente invirtiera súbitamente su curso en Asia fue consecuencia directa de esa inversión especulativa. Los principales analistas de inversiones reconocieron enseguida la oportunidad que aquella crisis les abría para abatir de una vez por todas el resto de barreras que aún protegían una parte de los mercados asiáticos. Jay Pelosky se mostró especialmente franco a la hora de explicar aquella lógica subyacente: si se dejaba que la crisis empeorara, la región se quedaría sin moneda extranjera y las compañías de propiedad asiática se verían obligadas a cerrar o a venderse por pedazos a las empresas occidentales, y tanto un escenario como el otro eran beneficiosos para la propia Morgan Stanley [302].

Alan Greenspan, presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, señaló que «la crisis […] probablemente acelerará el desmantelamiento en muchos países asiáticos de los restos de un sistema con abundantes elementos de inversión dirigida por el Estado» [303]. Michel Camdessus expresó un parecer similar, refiriéndose a la crisis como una oportunidad para que Asia mudase su vieja piel y renaciera de nuevo [304].

Aquella crisis parecía ofrecer una de esas ocasiones. Deseoso de no dejar escapar aquella oportunidad, el FMI inició por fin negociaciones con los maltrechos gobiernos de Tailandia, Filipinas, Indonesia y Corea del Sur. El único país que se resistió a la intervención del Fondo durante aquel período fue Malasia, gracias a la magnitud relativamente reducida de su deuda.

Con sus tesorerías vacías, los Tigres, en lo que al FMI respectaba, estaban en quiebra; ahora estaban preparados para su reconstrucción. El primer estadio de ese proceso era despojarlos de todo rastro del «proteccionismo en materia de comercio en inversiones y el intervencionismo estatal activo que habían constituido los ingredientes fundamentales del “milagro asiático”», según lo definió el politólogo Walden Bello [305]. El FMI también exigió que los gobiernos afectados efectuaran drásticos recortes presupuestarios, con los consiguientes despidos masivos de empleados del sector público, a pesar de admitir Stanley Fischer que el FMI había llegado ya a la conclusión de que, tanto en Corea como en Indonesia, la crisis no tenía nada que ver con un exceso de gasto público [306].

En cuanto el FMI hubo despojado a los Tigres de sus viejos hábitos y costumbres, estos ya estuvieron listos para renacer al más puro estilo de la Escuela de Chicago. Según lo establecido en los nuevos acuerdos, Tailandia autorizaría a los extranjeros a ser propietarios de participaciones importantes de sus bancos, Indonesia reduciría los subsidios para la adquisición de alimentos y Corea derogaría la ley que protegía a sus trabajadores frente a los despidos masivos [307]. El FMI llegó incluso a fijar para el caso de Corea unos objetivos determinados en términos de trabajadores despedidos: para obtener el préstamo, el sector bancario del país tendría que deshacerse del 50 % de su plantilla de empleados (porcentaje que después se reduciría al 30 %) [308].

Semejantes medidas habrían sido impensables un año antes del azote de la crisis, cuando los sindicatos surcoreanos estaban en su momento más álgido de militancia. Pero, gracias a la crisis, las reglas del juego habían cambiado. La depresión económica dio a los gobiernos licencia para proclamar estados de excepción provisionales que duraron lo suficiente para imponer los decretos dictados por el FMI.

El paquete de medidas de terapia de shock para Tailandia, por ejemplo, fue aprobado por la Asamblea Nacional de aquel país no por medio de un proceso normal de debate, sino como resultado de cuatro decretos de emergencia. En Corea del Sur, por su parte, el final de las negociaciones con el Fondo coincidió allí con las elecciones presidenciales y dos de los candidatos se presentaban a ellas con programas electorales anti-FMI. Así que el Fondo se negó a hacer entrega de dinero alguno hasta que no contara con el compromiso de los cuatro principales candidatos de que quien saliera vencedor respetaría las normas acordadas. Todos los candidatos prometieron su adhesión a los acuerdos por escrito [309].

En Indonesia, Suharto, que aún gobernaba el país, trató de oponer resistencia al FMI durante unos meses y dictó un presupuesto que no contenía los recortes masivos que el Fondo exigía. Ante esto, un «alto cargo del FMI» reaccionó con un artículo en el Washington Post explicando que «los mercados se preguntan hasta qué punto los dirigentes indonesios están comprometidos con este programa y, en concreto, con las principales medidas de reforma». En aquel escrito se lanzaba también la predicción de que el FMI castigaría a Indonesia congelando la concesión de miles de millones de dólares prometidos en préstamos. Nada más publicarse la noticia, la moneda indonesia se desplomaba, perdiendo un 25 % de su valor en un solo día [310].

Ante semejante golpe, Suharto cedió. Para asegurarse unas negociaciones finales con el FMI sin problemas, volvió a llamar a la mafia de Berkeley, que, tras haber desempeñado un papel central durante los primeros tiempos del régimen, había perdido ascendencia sobre el general con el paso de los años. Naturalmente, el FMI consiguió casi todo lo que quería, con un total de 140 «ajustes» [311].

En lo que al FMI respectaba, la crisis estaba yendo de maravilla. En menos de un año, había logrado imponer mediante negociaciones transformaciones económicas radicales en Tailandia, Indonesia, Corea del Sur y Filipinas [312]. El sujeto por fin estaba listo para ser mostrado por vez primera a los mercados bursátiles y de divisas globales. Si todo había salido a pedir de boca, el dinero caliente que había huido de Asia el año anterior regresaría entonces a raudales para comprar las que serían irresistibles acciones, divisas y emisiones de deuda pública de los Tigres. Pero sucedió algo muy distinto: al mercado le entró el pánico. La lógica que finalmente prevaleció fue la siguiente: si el Fondo creía que los Tigres eran casos tan perdidos que necesitaban una reconstrucción desde cero, no había duda entonces de que Asia estaba en mucho peor forma de lo que se había sospechado previamente.

Así que, en lugar de acudir de vuelta en tropel, los operadores respondieron retirando de inmediato mucho más dinero y atacando nuevamente las monedas asiáticas. La «ayuda» del FMI había convertido la crisis en catástrofe, y los costes humanos fueron devastadores:

  • La Organización Internacional del Trabajo estima que unos 24 millones de personas perdieron sus puestos de trabajo durante ese período y que el índice de desempleo en Indonesia pasó del 4 % al 12 %. En Tailandia, en el punto álgido de las reformas, se perdían 2000 empleos diarios. En 1999, las tasas de paro de Corea del Sur e Indonesia casi se habían triplicado con respecto a las de dos años antes. Según el Banco Mundial, 20 millones de asiáticos se vieron empujados a la pobreza durante ese período [313].
  • Las mujeres y los niños fueron quienes se llevaron la peor parte de la crisis. Numerosas familias rurales de Filipinas y Corea del Sur vendieron sus hijas a traficantes de personas que las enviaron como trabajadoras sexuales a Australia, Europa y América del Norte. En Tailandia, las autoridades de salud pública informaron de un aumento del 20 % en la prostitución infantil al año siguiente a las reformas del FMI. En Filipinas se reprodujo la misma tendencia [314].

La historia de la crisis asiática suele concluir en ese punto: el FMI intentó ayudar, pero la cosa no funcionó. Incluso la propia auditoría interna del FMI llegó a esa misma conclusión. La Oficina de Evaluación Independiente del Fondo concluyó que los ajustes estructurales exigidos fueron «desacertados» y «más amplios de los aparentemente necesarios», además de «no cruciales para la resolución de la crisis» [315].

Lo que pocos estaban dispuestos a admitir por aquel entonces era que, si bien el FMI le falló al pueblo de Asia, no decepcionó en absoluto a Wall Street. Jay Pelosky había llegado a decir que lo que Asia necesitaba eran «más malas noticias y que estas hagan aumentar la presión sobre [los] empresarios para que vendan sus compañías», y eso fue exactamente lo que ocurrió, gracias al FMI.

Dos meses después de que el FMI alcanzara su acuerdo final con Corea del Sur, el Wall Street Journal publicó una noticia titulada «Wall Street escarba entre los restos del Asia-Pacífico». En ella se comentaba que la empresa de Pelosky, así como algunas destacadas casas de inversiones más, habían «desplegado ejércitos de banqueros en la región del Asia-Pacífico para ojear corredurías, gestoras de activos e, incluso, bancos que puedan llevarse a precios de saldo. La caza de adquisiciones en Asia es urgente porque muchas firmas estadounidenses de valores han hecho de su expansión internacional una prioridad» [316]. No tardaron en producirse varias ventas de gran relumbrón [317].

Por ejemplo, el gran titán coreano, Samsung, fue dividido y vendido por partes: Volvo se quedó con su división de industria pesada, SC Johnson & Son con su rama farmacéutica y General Electric con su división de iluminación. Unos pocos años después, la otrora poderosa división automovilística de Daewoo —que la compañía había valorado en su momento en unos 6000 millones de dólares— fue vendida a General Motors por sólo 400 millones [318]. Nissan se hizo con una de las mayores empresas automovilísticas de Indonesia. General Electric adquirió una participación mayoritaria del fabricante surcoreano de frigoríficos LG, y la británica Powergen se aseguró el control de LG Energy, una gran compañía coreana de electricidad y gas.

La crisis también obligó a los gobiernos a vender diversos servicios públicos para recaudar un capital del que sus Estados andaban terriblemente necesitados. El gobierno estadounidense había previsto con anterioridad ese efecto y lo esperaba con entusiasmo. En sus argumentos ante el Congreso sobre por qué este debía autorizar los miles de millones de dólares que el FMI iba a destinar a la transformación de Asia, la representante de Comercio Exterior de Estados Unidos, Charlene Barshefsky, aseguró que los acuerdos crearían «nuevas oportunidades de negocio para las empresas estadounidenses»: Asia se vería obligada a «acelerar la privatización de ciertos sectores clave, incluida la energía, el transporte, los servicios públicos y las comunicaciones» [319].

Dicho y hecho: Bechtel, una de las empresas constructoras más grandes de Estados Unidos, logró el contrato para la privatización de las redes de traída de aguas y alcantarillado del este de Manila, y otro para la construcción de una refinería de petróleo en las islas Célebes, Indonesia; Motorola se hizo con el control total de la coreana Appeal Telecom; el gigante energético Sithe, con sede en Nueva York, obtuvo una importante participación de la empresa pública tailandesa de gas, Cogeneration; los sistemas de suministro de agua de Indonesia se repartieron entre la británica Thames Water y la francesa Lyonnaise des Eaux; British Telecom adquirió una parte importante de los servicios postales malasios y coreanos; y Bell Canadá se hizo con un pedazo de la compañía de telecomunicaciones coreana Hansol [320].

En total, se produjeron 186 fusiones y adquisiciones empresariales de importancia en Indonesia, Tailandia, Corea del Sur, Malasia y Filipinas, a cargo de multinacionales extranjeras en el plazo de apenas veinte meses. El fenómeno en su conjunto fue descrito por el New York Times como «la mayor liquidación por cierre de negocio jamás vista en el mundo» y Business Week lo llamó un «bazar de compraventa de empresas» [321].

El FMI, aunque admite haber cometido algún que otro error en sus respuestas iniciales a la crisis, asegura que los corrigió con rapidez y que los programas de «estabilización» funcionaron muy bien. Y cierto es que los mercados asiáticos acabaron por calmarse, pero a un coste descomunal que aún hoy están pagando:

  • Las tasas de empleo no han vuelto a alcanzar los niveles que registraban antes de 1997 en Indonesia, Malasia y Corea del Sur. Y ello no se debe únicamente a que los trabajadores que perdieron sus empleos durante la crisis no han podido recuperarlos, sino también a que los despidos han proseguido.
  • Tampoco han remitido los suicidios: en Corea del Sur, el suicidio es, en la actualidad, la cuarta causa más común de muerte y se registran más del doble que antes de la crisis [322].
  • En Indonesia, previo a la crisis, la mayoría de las iras populares se concentraban en las personas de etnia china, la clase comerciante del país por excelencia, al parecer ser ellas las que más se estaban beneficiando de la subida de precios de entonces. El sentimiento antichino continuó acumulándose, avivado por una clase política encantada de desviar toda atención posible de sí misma, y aún empeoró más tras la subida de precios de diversos artículos de supervivencia decretada por Suharto. La medida hizo estallar disturbios por todo el país y muchos de estos fueron dirigidos contra la minoría china. Unas 1200 personas murieron asesinadas y decenas de mujeres chinas fueron objeto de violaciones colectivas [323].

Transcurridos unos años desde el apogeo de aquella crisis, aún había varios comentaristas destacados dispuestos a afirmar que lo sucedido en Asia había sido, bajo toda la devastación aparente, una bendición. The Economist señaló que había sido «precisa una crisis nacional para que Corea del Sur se transformara de la nación encerrada en sí misma que era en un país que acepta encantado el capital extranjero, el cambio y la competencia». El columnista del New York Times Thomas Friedman, en Tradición versus innovación, declaró que lo que había ocurrido en Asia no había sido en absoluto una crisis. «Creo que la globalización nos hizo un favor a todos colapsando las economías de Tailandia, Corea, Malasia, Indonesia, México, Rusia y Brasil […], porque puso al descubierto un gran número de prácticas e instituciones corrompidas», escribió, para inmediatamente añadir que «poner en evidencia el capitalismo de amigotes que prevalecía en Corea no es lo que yo entiendo por crisis» [324].

14. Terapia de shock en Estados Unidos

14.1 Cheney y Rumsfeld: capitalistas del protodesastre

En enero de 2001, cuando los miembros del equipo de George W. Bush tomaron posesión de sus cargos, el furor por la privatización de los años ochenta y noventa ya había conseguido vender o subcontratar las grandes empresas públicas de diversos sectores, dejando únicamente intacto «el núcleo» del Estado: el ejército, la policía, las prisiones, el control de fronteras, etc. Muchas empresas no tardaron en ver estas funciones esenciales como la siguiente fuente de beneficios instantáneos, por lo que, a finales de los años noventa, surgió un poderoso movimiento para romper los tabúes que protegían «el núcleo» de la privatización. En su vanguardia estaban las figuras más poderosas de la futura administración Bush: Dick Cheney (vicepresidente), Donald Rumsfeld (secretario de Defensa) y el propio George W. Bush.

Imagen 18. De izquierda a derecha, Donald Rumsfeld, George W. Bush y Dick Cheney

Cuando Bush anunció la dimisión de Rumsfeld después de las elecciones de mitad de legislatura de 2006, describió el proyecto de «transformación general» de este último como su contribución más destacable, calificando «las reformas que él ha puesto en marcha» de «históricas» [325]. Estas consistieron básicamente en llevar al mismo centro del ejército estadounidense la revolución en subcontratas y branding de la que él había sido partícipe en el mundo de la empresa durante las más de dos décadas anteriores.

Para Rumsfeld, la idea de aplicar la «lógica del libre mercado» al ejército de EE. UU. era un proyecto que se remontaba a principios de los años sesenta, época en la conoció a Milton Friedman. Friedman, quien lo convirtió en su protegido después de que este fuese elegido para el Congreso, estaba tan impresionado ante el compromiso de Rumsfeld con los mercados desregularizados que presionó insistentemente a Reagan para que colocase a su pupilo como candidato a la vicepresidencia en las elecciones de 1980. Y nunca perdonó a Reagan por desoír su consejo [326].

Rumsfeld sobrevivió a la no candidatura lanzándose de lleno al mundo de la empresa. Como director general de la multinacional farmacéutica Searle Pharmaceuticals utilizó sus contactos políticos para asegurarse la controvertida y muy lucrativa [327] aprobación del aspartamo por parte de la Food and Drug Administration (FDA).

Esa venta de alto riesgo situó a Rumsfeld como gran estratega del mundo de la empresa y le hizo ganar puestos en consejos de dirección de importantes compañías. Mientras tanto, su estatus como antiguo secretario de Defensa (ya había ocupado este cargo en la administración de Gerald Ford) le convirtió en un valor seguro para cualquier empresa que formara parte de lo que Eisenhower denominó «el complejo militar industrial».

Rumsfeld se estableció como firme capitalista del protodesastre en 1997, cuando fue nombrado presidente del consejo de Gilead Sciences, una compañía de biotecnología que registró la patente del Tamiflu, un tratamiento para diversos tipos de gripe y el preferido para la gripe aviar. La empresa, que también posee las patentes de cuatro tratamientos contra el sida, considera las epidemias como un mercado creciente y lleva a cabo una agresiva campaña de marketing para animar a empresas y particulares a hacer acopio de Tamiflu, por si acaso.

Si Rumsfeld vio un mercado floreciente en las epidemias, Dick Cheney optó por un futuro de guerras. Como secretario de Defensa durante el gobierno de Bush padre, Cheney recortó el número de tropas activas y aumentó de manera espectacular la participación de contratistas privados. Contrató a la multinacional Halliburton (con sede en Houston) para identificar las tareas realizadas por el ejército estadounidense susceptibles de ser asumidas por el sector privado con fines lucrativos, lo que desembocó en un nuevo y osado contrato con el Pentágono: el Logistics Civil Augmentation Program, o LOGCAP [328].

Un selecto grupo de empresas fueron invitadas a solicitar un puesto como proveedoras de «apoyo logístico» ilimitado para las misiones militares de Estados Unidos, una descripción extremadamente vaga de la cuestión. Además, las ganancias estaban aseguradas: la compañía elegida recibiría garantías de que los costes de su participación serían cubiertos por el Pentágono, más un beneficio garantizado (lo que se conoce como contrato de precio de coste más beneficio). La empresa que logró el contrato en 1992 no fue otra que Halliburton. Como apuntó T. Christian Miller, de Los Angeles Times, Halliburton «derrotó a 66 proponentes para conseguir un contrato de cinco años; nada raro si tenemos en cuenta que fue la empresa que elaboró el plan».

En 1995, con Clinton en la Casa Blanca, Halliburton contrató a Cheney como nuevo director. Gracias al contrato relajado y de palabra que Halliburton y Cheney acordaron cuando este estaba en el Pentágono, la empresa pudo expandir el significado del término «apoyo logístico» hasta llegar a ser responsable de toda la infraestructura de una operación militar de Estados Unidos en ultramar.

En lo que esto se tradujo en la práctica se vio por primera vez en los Balcanes, donde Clinton desplegó 19 000 soldados. Allí las bases estadounidenses brotaron como miniciudades de Halliburton que incluían puestos de comida rápida, supermercados, cines y gimnasios con lo último en aparatos [329]. Después de sólo cinco años en Halliburton, Cheney llegó casi a duplicar la cantidad de dinero extraída por la compañía al Tesoro estadounidense, y a multiplicar por 15 la cantidad recibida en préstamos federales y garantías de préstamos [330]. Fue ampliamente recompensado por sus esfuerzos [331].

El interés por expandir la economía de los servicios hasta el mismo centro del gobierno era para Cheney un asunto familiar. A finales de los años noventa, mientras trabajaba en la conversión de las bases militares en barrios de Halliburton, su mujer, Lynne, ganaba opciones de compra de acciones además de su sueldo como miembro del consejo de Lockheed Martin, el mayor contratista de defensa del mundo. El período que Lynne estuvo en el consejo (1995-2001) coincidió con un momento clave de transición para empresas como Lockheed [332]. La Guerra Fría había terminado, el gasto en defensa estaba bajando y, teniendo en cuenta que casi todo su presupuesto procedía de contratistas de armas, necesitaba un nuevo modelo, con lo que puso en práctica una nueva línea de trabajo: manejar el gobierno a cambio de honorarios, pasando a dirigir los sistemas informáticos y gran parte de la gestión de datos del gobierno estadounidense [333].

George W. Bush, por su parte, no destacó como gobernador en muchos aspectos, pero en uno se llevó la palma: cuando repartió entre intereses privados las diferentes funciones del gobierno para el que había sido elegido. Bajo su custodia, la cifra de cárceles privadas en Texas pasó de 26 a 4 [334].

El empeño del futuro presidente en vender el estado al mejor postor, junto con el liderazgo de Cheney en las subcontratas del ejército y el papel de Rumsfeld en las patentes de medicamentos que podrían evitar epidemias, proporcionó una vista previa del tipo de Estado que los tres hombres iban a construir, y era una visión de un gobierno totalmente hueco, sin apenas contenido tangible, que se regiría por la máxima de que, «si el sector privado puede hacer mejor el trabajo, el sector privado debería conseguir el contrato», como diría Bush en un discurso de campaña a la presidencia [335].

Siete meses después de ocupar su puesto de secretario de Defensa, Rumsfeld dejó meridianamente claro cuál era la aplicación de esta idea de gobierno hueco en una extraña «asamblea municipal» que convocó con el personal del Pentágono. En el discurso que dio, el secretario de Defensa estadounidense no sólo describió el Pentágono como una grave amenaza para América, sino que además declaró la guerra a la institución para la que trabajaba [336].

Aquello no significaba que Rumsfeld quisiera reducir los impuestos, sino que quería ahorrar en personal y transferir mucho más dinero público directamente a las arcas de empresas privadas, pasando a ser estas las que «desempeñen [las] actividades no principales con eficacia». El Departamento de Defensa se centraría en su competencia esencial: «la guerra» [337].

No obstante, el alcance de estas declaraciones fue insignificante. Y es que el 11 de septiembre, un día después de que el secretario de Defensa declarara la guerra «a la burocracia del Pentágono», se informaba de un ataque que acabó con la vida de 125 empleados de esa institución e hirió a otras de las 110 personas que aquel había retratado como enemigos del Estado menos de veinticuatro horas antes [338].

14.2 Lo que trajo el 11 de septiembre

Aquel 11 de septiembre, de repente, el hecho de tener un gobierno cuya misión principal era la autoinmolación dejó de parecer una buena idea, y el proyecto de Bush de vaciar el gobierno se vio amenazado. Después de todo, la naturaleza de los fallos de seguridad del 11 de septiembre expuso los resultados de más de veinte años de eliminación progresiva del sector público y de subcontratación de las funciones del gobierno a empresas con ánimo de lucro: las comunicaciones por radio de la policía y los bomberos de Nueva York fallaron en plena operación de rescate, los controladores aéreos no detectaron a tiempo los aviones fuera de ruta, y los terroristas pasaron los controles de seguridad de los aeropuertos [339].

Tres meses después de los ataques del 11-S, Enron se declaró en bancarrota. Miles de personas perdieron sus fondos de pensiones, mientras que los ejecutivos aprovecharon sus conocimientos para forrarse. La crisis contribuyó al desplome de la fe en la capacidad de la empresa privada para desempeñar servicios esenciales, sobre todo cuando se supo de la manipulación de los precios de la energía y los consiguientes apagones masivos en California, unos meses antes.

Mientras los directores generales caían de sus pedestales, los trabajadores sindicados del sector público se ganaron rápidamente el aprecio de la población y, de repente, los recortes presupuestarios parecieron haber desaparecido de la agenda de la administración Bush. «El hombre que llegó al poder ofreciéndose como descendiente ideológico de Ronald Reagan se revela, nueve meses después, más próximo a un heredero de Franklin D. Roosevelt», declararon John Harris y Dana Milbank en el Washington Post once días después de los ataques. Además, añadieron que «Bush [ha] dicho que una economía débil necesita su principal impulso del gobierno con una gran inyección de dinero, un precepto básico de la economía keynesiana y del New Deal de Roosevelt» [340].

Declaraciones públicas y fotos aparte, Bush y su círculo íntimo no tenían intención de convertirse al keynesianismo. Lejos de hacer zozobrar su determinación de debilitar la esfera pública, los fallos de seguridad del 11-S reafirmaron sus creencias ideológicas más profundas: que sólo las empresas privadas podían ofrecer la inteligencia y la innovación necesarias para afrontar el nuevo reto de la seguridad. Así, a diferencia del New Deal original, el de Bush sería exclusivamente con empresas estadounidenses y consistiría en una transferencia de miles de millones de dólares públicos a manos privadas. Adoptaría la forma de contratas, muchas de ellas ofrecidas en secreto, sin competencia y sin apenas supervisión, hasta formar una próspera red de industrias.

En retrospectiva, lo que ocurrió en los días de desorientación posteriores a los ataques fue una forma doméstica de terapia de shock económico. El equipo de Bush, friedmanita hasta la médula, actuó con rapidez para explotar el shock que se apoderó de la nación y conseguir imponer su visión radical de un gobierno hueco en el que todo, desde la guerra hasta la respuesta al desastre, fuese un negocio rentable.

Esta hazaña requería dos fases. En primer lugar, la Casa Blanca utilizó la omnipresente sensación de peligro posterior al 11-S para aumentar drásticamente los poderes policiales, de vigilancia, detención y ataques bélicos del ejecutivo. A continuación, esas funciones de seguridad, invasión, ocupación y reconstrucción, perfectamente definidas y financiadas, se subcontrataron y pasaron al sector privado.

Así, ya en noviembre de 2001, el Departamento de Defensa reunió lo que describió como «un pequeño grupo de asesores capitalistas de riesgo» con experiencia en el sector puntocom con la misión de identificar «las nuevas soluciones tecnológicas que participan en los esfuerzos de Estados Unidos en la guerra global contra el terrorismo». A principios de 2006, este intercambio informal se convirtió en un arma oficial del Pentágono: la Defense Venture Catalyst Initiative (DeVenCI), una «oficina plenamente operativa» que pasa información sobre seguridad a capitalistas de riesgo con conexiones políticas [341]. Otra nueva arma es la Counterintelligence Field Activity (CIFA), una agencia de inteligencia creada por Rumsfeld e independiente de la CIA que destina el 70 % de su presupuesto a contratistas privados. Igual que el Departamento de Seguridad Nacional, se creó a modo de armazón hueco [342].

Todos los aspectos de la definición de los parámetros de la guerra contra el terror por parte de la administración Bush han servido para maximizar su rentabilidad y sostenibilidad como mercado. El documento publicado por el Departamento de Seguridad Nacional declara: «Hoy, los terroristas pueden atacar en cualquier lugar, en cualquier momento y con cualquier arma», lo que significa que los servicios de seguridad necesarios deben ofrecer protección contra todos los riesgos imaginables, en todos los lugares posibles y en todo momento. Y no es necesario demostrar que una amenaza es real para aplicar una respuesta a gran escala.

A pesar de los diferentes cambios de nombre —guerra contra el terror, guerra contra el islamismo radical, etc.—, la forma básica del conflicto sigue siendo la misma. No está limitado por el tiempo, ni por el espacio, ni por el objetivo. Desde una perspectiva militar, estas características dispersas e indefinidas hacen de la guerra contra el terror una propuesta inalcanzable. En cambio, desde la perspectiva económica se trata de un objetivo inmejorable: no es una guerra pasajera con perspectivas de victoria, sino un mecanismo nuevo y permanente de la arquitectura económica global.

Este fue el prospecto empresarial que la administración Bush presentó a las compañías estadounidenses después del 11 de septiembre. La fuente de ingresos fue un aporte aparentemente interminable de dinero público canalizado desde el Pentágono, las agencias de inteligencia y el Departamento de Seguridad Nacional. Entre el 11 de septiembre de 2001 y el de 2006, dicho organismo entregó 130 000 millones de dólares a contratistas privados (dinero que no estaba presente en la economía hasta ese momento). En 2003, la administración Bush invirtió 327 000 millones de dólares en contratos con empresas privadas [343].

En un período sorprendentemente breve, los barrios que rodean Washington, D.C. se llenaron de edificios grises pertenecientes a empresas «incubadora» y «de nueva creación» que improvisaron operaciones en las que el dinero entraba antes de que se terminase la instalación de los muebles (como ocurrió en Silicon Valley a finales de los años noventa). La administración Bush, mientras tanto, desempeñó el papel de financista de riesgo de aquella misma época. Si en la década de 1990 el objetivo consistía en desarrollar la mejor aplicación y venderla a Microsoft o a Oracle, ahora se trataba de concebir una nueva tecnología de «búsqueda y captura» de terroristas y venderla al Departamento de Seguridad Nacional o al Pentágono. Esta es la razón de que, además de las empresas de nueva creación y los fondos de inversión, la industria del desastre diese lugar a un ejército de nuevas empresas de presión que prometían conectar nuevas compañías con las personas adecuadas en Capitol Hill (en 2001 existían dos firmas de presión sobre seguridad de este tipo; a mediados de 2006 ya eran 543) [344].

14.3 Un mercado para el terrorismo

Como la burbuja puntocom, la burbuja del desastre comenzó a inflarse de manera ad hoc y caótica. Uno de los primeros grandes éxitos de la industria de la seguridad nacional fueron las cámaras de vigilancia: en Gran Bretaña se han instalado 4,2 millones; en Estados Unidos, 30 millones de cámaras graban alrededor de 4000 millones de horas de película al año. Pero, ¿quién va a ver 4000 millones de horas de grabaciones? Así nació un nuevo mercado de «software analítico» que revisa las cintas y crea comparaciones con imágenes ya archivadas [345], seguido de otro para mejorar las imágenes digitales [346]. Además, se ha creado un software que afirma ser capaz de «conectar los puntos» en este océano de palabras y números y localizar las actividades sospechosas.

Como explicaba un artículo en Red Herring, uno de estos programas «busca terroristas averiguando si un nombre deletreado de todas las maneras posibles coincide con algún nombre de los que figuran en la base de datos de seguridad. Pongamos el ejemplo de Mohamed. El software contiene cientos de maneras de escribir el nombre y es capaz de buscar terabytes de datos en un segundo» [347]. Impresionante, a menos que capturen al Mohamed equivocado, cosa a la que están muy acostumbrados en Irak, Afganistán o los barrios periféricos de Toronto.

Así, en junio de 2007 había ya medio millón de nombres en una lista de posibles terroristas en el Centro Nacional de Contraterrorismo. Otro programa, el sistema de focalización automatizada (ATS), ya ha asignado una clasificación de «valoración del riesgo» a decenas de millones de viajeros que pasan por Estados Unidos basándose en patrones de sospecha revelados a través de recopilación de datos comerciales (por ejemplo, información proporcionada por líneas aéreas sobre «la historia del pasajero: […], preferencias sobre el asiento, […], número de bultos que forman su equipaje, cómo paga los billetes e incluso qué pide para comer») [348].

Basta una «prueba» conseguida con estas cuestionables tecnologías para que cualquiera puede recibir la prohibición de volar, una denegación de un visado de entrada a EE. UU. o incluso ser arrestado y calificado de «combatiente enemigo». Si los «combatientes enemigos» no son ciudadanos de Estados Unidos, probablemente nunca sabrán de qué se les acusa, ya que la administración Bush les despoja del habeas corpus, el derecho a presentar pruebas en un tribunal, a un juicio justo y a una defensa satisfactoria.

Si el sospechoso es trasladado a Guantánamo, es muy posible que termine en la prisión de máxima seguridad construida por Halliburton. Si es víctima del programa de «rendición extraordinaria» de la CIA, secuestrado en una calle de Milán o mientras cambia de avión en un aeropuerto norteamericano, y trasladado rápidamente a uno de los llamados «black sites» en algún punto del archipiélago de prisiones secretas de la CIA, el prisionero encapuchado probablemente volará en un Boeing 737, diseñado como jet de lujo, pero adaptado para este uso. Según The New Yorker, Boeing actúa como «la agencia de viajes de la CIA»: ha «tapado» planes de vuelo para 1245 viajes de rendición, ha organizado al personal de tierra e incluso ha reservado hoteles [349].

Cuando los prisioneros llegan a su destino, se enfrentan a los interrogadores, de los cuales «más de la mitad […] trabajan para contratistas» [350]. Para que esos interrogadores sigan consiguiendo contratos lucrativos, deben obtener de los prisioneros el tipo de «inteligencia actuable» que buscan los jefes de Washington. Son blancos fáciles del abuso: del mismo modo que los prisioneros torturados dirán casi cualquier cosa para acabar con el dolor, los contratistas cuentan con un poderoso incentivo económico para utilizar las técnicas que consideren necesarias a fin de obtener la información deseada con independencia de su fiabilidad.

En sólo unos años, la industria de la seguridad nacional, que apenas existía antes del 11-S, ha alcanzado una dimensión que hoy supera notablemente al negocio de Hollywood o al de la música [351]. Sin embargo, apenas se analiza y se discute el boom de la seguridad como economía. Cuando la información sobre quién es o no una amenaza para la seguridad se convierte en otra mercancía más, no sólo se crea un incentivo para el espionaje, la tortura y la falsa información, sino también un poderoso impulso para perpetuar el miedo y la sensación de peligro que han provocado la aparición de esa industria.

Según un estudio realizado en 2006, «desde el inicio de la “guerra contra el terror”, los directores generales de los 34 contratistas de defensa más importantes han visto cómo se duplicaba su salario con respecto a los cuatro años anteriores al 11-S». Si esos directores disfrutaron de una remuneración que creció una media de un 108 % entre 2001 y 2005, el porcentaje para los presidentes de otras grandes empresas norteamericanas fue de sólo el 6 % [352].

Peter Swire, que trabajó como asesor de confidencialidad para el gobierno de Estados Unidos durante la administración Clinton, describe así la convergencia de fuerzas que hay detrás de la burbuja de la guerra contra el terror: «Tienes al gobierno enfrentado a la misión sagrada de reforzar la recopilación de información y tienes una industria de la tecnología de la información que busca desesperadamente nuevos mercados» [353]. En otras palabras, los políticos crean la demanda y el sector privado proporciona todo tipo de soluciones: una próspera economía de seguridad nacional y guerra del siglo XXI totalmente financiada por los contribuyentes.

15. Un Estado corporativista

Tres semanas antes de anunciar la dimisión de Donald Rumsfeld, George W. Bush firmó la Ley de Autorización de Defensa, que le otorgaba la facultad de declarar la ley marcial y «recurrir a las fuerzas armadas, incluyendo la Guardia Nacional», en el caso de una «emergencia pública» con el fin de «restaurar el orden público». La emergencia en cuestión podía ser un huracán, una manifestación… [354]. Antes de la ley, el presidente sólo podía ejercer estos poderes en caso de insurrección.

Además del ejecutivo, que asumió nuevos y extraordinarios poderes, había al menos otro ganador claro: la industria farmacéutica. En caso de producirse cualquier tipo de epidemia, era posible recurrir a los militares para proteger los laboratorios y los medicamentos, e imponer cuarentenas. Eran buenas noticias para Gilead Sciences: sólo cinco meses después de la marcha de Rumsfeld, su cotización en bolsa subió un 24 % [355].

Ahora bien, ¿qué papel jugaron los intereses empresariales en la aplicación de la ley? De forma similar, pero a mayor escala, ¿qué influencia han tenido los beneficios empresariales en las invasiones y ocupaciones llevadas a cabo por las diferentes administraciones estadounidenses? En su libro Overthrow, Stephen Kinzer —antiguo corresponsal del New York Times— intenta dar respuesta a estas cuestiones. Tras estudiar la implicación de Estados Unidos en operaciones de cambio de régimen desde Hawai (1893) hasta Irak (2003), Kinzer ha observado que casi siempre se repite un proceso en tres fases. En primer lugar, una multinacional con sede en Estados Unidos se enfrenta a algún tipo de amenaza financiera a consecuencia de las acciones de un gobierno extranjero que exige a la empresa «que pague impuestos o que respete el derecho laboral o las leyes de protección ambiental. En ocasiones, la empresa se nacionaliza o bien se le exige que venda parte de sus terrenos o de sus bienes», explica Kinzer. En segundo lugar, los políticos estadounidenses se enteran del contratiempo y lo reinterpretan como un ataque contra su país. La tercera fase se produce cuando los políticos tienen que vender la necesidad de la intervención a la opinión pública [356]. En otras palabras, gran parte de la política exterior de Estados Unidos es un ejercicio de proyección en el que una reducidísima élite con intereses propios identifica sus necesidades y sus deseos con los del mundo entero.

Kinzer señala que esta tendencia ha sido especialmente pronunciada en los políticos que pasan directamente del mundo de la empresa a ocupar un cargo público, como fue el caso de John Foster Dulles, secretario de Estado de Eisenhower y abogado de algunas de las multinacionales más poderosas del mundo, y gran parte de la administración Bush. No obstante, existe una diferencia significativa.

Las empresas con las que Dulles se identificaba, en general, «solamente» querían un ambiente estable y beneficioso para hacer negocios —leyes de inversión relajadas, trabajadores flexibles y nada de expropiaciones—. Para ellas, las intervenciones militares suponían un medio para conseguir ese fin. Por contra, para los capitalistas del protodesastre las guerras y demás desastres son en realidad fines en sí mismos. Cuando Cheney y Rumsfeld mezclan lo que es bueno para Lockheed, Halliburton, Carlyle y Gilead con lo que es bueno para EE. UU., y en realidad para el mundo entero, están practicando una forma de proyección de consecuencias muy peligrosas. Y eso es porque lo que resulta incuestionablemente bueno para los resultados de Lockheed, Halliburton, Carlyle y Gilead son los cataclismos. Además, los políticos más importantes de Bush han mantenido sus intereses en el complejo del capitalismo del desastre, incluso cuando han iniciado una nueva era de guerras y respuestas privatizadas a los desastres. Eso les ha permitido beneficiarse simultáneamente de los desastres en los que participan.

Veamos el ejemplo de Rumsfeld. Cuando aceptó el cargo de secretario de Defensa ofrecido por Bush, se le exigió que se desvinculase de cualquier empresa que pudiese perder o ganar a raíz de las decisiones que tomase desde su cargo. Vendió así sus acciones de Lockheed, Boeing y otras empresas de defensa, agrupando acciones por valor de 50 millones de dólares. Aun así, seguía formando parte o era el propietario de firmas de inversiones privadas dedicadas a la defensa y la biotecnología y, al no estar dispuesto a afrontar pérdidas por la venta rápida de esas empresas, optó por solicitar dos prórrogas de tres meses [357]. Cuando llegó el turno de Gilead Sciences, Rumsfeld simplemente se negó a vender sus acciones de la compañía mientras permaneció en su cargo [358].

Esto influyó en varios aspectos concretos de su rendimiento. Durante casi todo el primer año en el cargo, mientras intentaba reubicar sus bienes, Rumsfeld tuvo que inhibirse de una alarmante cantidad de decisiones políticas cruciales, ya que, según la carta que describía el acuerdo por el que se le permitía conservar sus acciones, tenía que permanecer al margen de decisiones que «pudiesen afectar de manera directa y previsible a Gilead» [359]. Sus colegas, no obstante, cuidaron bien de sus intereses, y es que, en julio de 2005, el Pentágono adquirió Tamiflu por valor de 58 millones de dólares. Unos meses más tarde, el Departamento de Salud y Servicios Sociales anunció un pedido del medicamento por valor de 1000 millones de dólares [360].

Definitivamente, el desafío de Rumsfeld resultó muy rentable. Si hubiese vendido sus acciones de Gilead en enero de 2001, cuando tomó posesión del cargo, habría recibido nada más que 7,45 dólares por cada una. El miedo de la población mundial a la gripe aviar, la histeria ante el bioterrorismo y las decisiones de su propia administración de invertir en la empresa hicieron que Rumsfeld terminase su mandato siendo propietario de acciones por valor de 67,60 dólares [361].

Si Rumsfeld nunca se desvinculó del todo de Gilead, Cheney se mostró igualmente reacio a romper sus lazos con Halliburton. Antes de dejar su puesto de director general para convertirse en el candidato de George Bush a la vicepresidencia, Cheney negoció un plan de pensiones que le dejaba cargado de acciones y opciones de Halliburton. Después de algunas preguntas incómodas de la prensa, accedió a vender algunas acciones de Halliburton, proceso tras el cual se embolsó nada menos que 18,5 millones de dólares. No obstante, no las convirtió en efectivo en su totalidad. Al haber pasado el precio de las acciones de la empresa de 10 dólares antes de la guerra en Irak a 41 dólares tres años más tarde [362], esto permitió que Cheney ganara millones de dólares en forma de dividendos.

Queda claro, pues, que en la administración Bush los que han aprovechado la guerra no sólo exigen entrar en el gobierno, ellos son el gobierno y no hay distinción entre las dos facetas. Tampoco hay que olvidar la puerta giratoria entre el gobierno y la empresa: Eric Lipton, del New York Times, identificó 94 casos de funcionarios públicos que habían trabajado en seguridad nacional y que pasaron a participan en algún sector de la industria de seguridad nacional [363].

Otra de las características de la administración Bush ha sido la confianza que ha depositado en asesores externos y delegados freelance para llevar a cabo funciones de gran importancia. Su poder deriva del hecho de que esos asesores tuvieron papeles decisivos en el gobierno: son ex secretarios de Estado, ex subsecretarios de Defensa... Todos han estado fuera del gobierno durante años, y en ese tiempo han emprendido lucrativas carreras en el complejo del capitalismo del desastre. Dado que tienen el rango de contratistas, no de personal contratado, no están sujetos a las mismas normas que provocan conflictos de intereses en los políticos elegidos o nombrados (algunos no tienen restricciones de ningún tipo). De esa forma, las empresas relacionadas con los desastres han podido montar un negocio dentro del gobierno utilizando como tapadera la reputación de tan ilustres expolíticos.

Por ejemplo, en marzo de 2006, James Baker, secretario de Estado quince años atrás, fue nombrado copresidente del Grupo de Estudio sobre Irak —la comisión asesora encargada de recomendar un nuevo camino a seguir en Irak—. Pero, ¿en qué se había convertido desde que abandonó la política?

Cuando dejó su cargo con el final del mandato de Bush padre, James Baker III ganó una fortuna gracias a sus contactos en el gobierno. Resultaron especialmente lucrativos los amigos que hizo en Arabia Saudí y Kuwait durante la primera guerra del Golfo [364]. Su bufete de abogados con sede en Houston, Baker Botts, representa a la familia real saudí, a Halliburton y a Gazprom (la petrolera más grande de Rusia). Además, Baker se convirtió en socio accionista del Carlyle Group, con la que ganó 180 millones de dólares [365].

Carlyle se ha beneficiado muchísimo de la guerra gracias a las ventas de sistemas robóticos y de comunicaciones de defensa, y a un gran contrato con Irak para formar a la policía a través de su compañía, USIS. Esta, a su vez, cuenta con una empresa de inversiones dedicada a la defensa y especializada en reunir contratistas de defensa y hacerlos públicos. «Son los mejores dieciocho meses que hemos tenido nunca», dijo Bill Conway, director de gestión de Carlyle, a propósito de los primeros dieciocho meses de la guerra en Irak. Este conflicto se tradujo en un récord de 6600 millones de dólares a pagar a los selectos inversores de Carlyle [366].

Cuando Bush hijo recuperó a Baker para la vida pública, este no tuvo que dejar sus puestos en el Carlyle Group y en Baker Botts a pesar de sus intereses directos en la guerra [367]. Así, Baker tenía en sus manos el esfuerzo de convencer a los gobiernos de todo el mundo de que condonasen la agobiante deuda exterior de Irak.

Cuando llevaba casi un año en el puesto, Baker obtuvo una copia de un documento confidencial: era un plan de negocios propuesto por un consorcio de empresas (incluyendo el Carlyle Group) al gobierno de Kuwait, uno de los principales acreedores de Irak. El consorcio ofrecía sus contactos políticos de alto nivel para recaudar de Irak 27 000 millones de dólares en deudas impagadas a Kuwait a raíz de la invasión de Sadam; en otras palabras, la operación equivalía a hacer exactamente lo contrario de lo que se suponía que Baker debía hacer en su papel de enviado [368].

El documento, titulado «Propuesta para ayudar al gobierno de Kuwait a proteger y hacer efectivas demandas contra Irak», se entregó casi dos meses después del nombramiento de Baker. En él se cita a James Baker once veces y se deja claro que Kuwait se beneficiaría del trato con una compañía en la que trabajaba el hombre encargado de borrar las deudas de Irak. Pero, a cambio de esos servicios, indicaba el documento, el gobierno de Kuwait debería invertir 1000 millones de dólares en el Carlyle Group. Era un caso claro de tráfico de influencias: pagarían a la compañía de Baker para obtener protección de Baker. Kathleen Clark, profesora de derecho de la Universidad de Washington, explicó que Baker se encontraba en un «clásico conflicto de intereses. […] Se supone que representa los intereses de Estados Unidos, pero también es asesor de Carlyle, y Carlyle quiere su parte por ayudar a Kuwait a recuperar sus créditos a Irak».

Finalmente, Carlyle se retiró del consorcio, renunciando así a sus esperanzas de cobrar los 1000 millones de dólares. Varios meses más tarde, Baker dimitió de su puesto de consejero general. Sin embargo, el daño ya estaba hecho, ya que Baker no había logrado la condonación de la deuda a la que Bush se había comprometido y que Irak necesitaba. En 2005 y 2006, Irak entregó 2590 millones de dólares en concepto de compensaciones por la guerra de Sadam, principalmente a Kuwait. El cometido de Baker era borrar entre el 90 % y el 95 % de la deuda de Irak, pero lo que se hizo fue reprogramar la deuda, que todavía equivale al 99 % del producto interior bruto del país [369].

Por su parte, George Shultz, también ex secretario de Estado, encabezó el Comité para la Liberación de Irak, un grupo de presión formado en 2002 a petición de la Casa Blanca para presentar a la opinión pública los argumentos a favor de la guerra. Shultz cumplió a la perfección. Dado que su papel guardaba las distancias con la administración, pudo desatar la histeria sobre el peligro inminente que representaba Sadam sin tener que aportar pruebas de ningún tipo, tal y como hizo con su artículo «Actuar ahora: el peligro es inminente. Sadam Husein debe ser depuesto», publicado en el Washington Post en septiembre de 2002. Shultz no reveló a los lectores que en aquel momento era miembro del consejo de dirección de Bechtel, donde años antes había sido director general. La compañía se embolsaría 2300 millones de dólares por reconstruir el país que Shultz deseaba ver destruido [370].

También es interesante mencionar que el grupo que Shultz encabezó y utilizó como plataforma proguerra fue organizado por Bruce Jackson, que sólo tres meses antes ocupaba el cargo de vicepresidente de estrategia y planificación en Lockheed Martin. Jackson afirma que «gente de la Casa Blanca» le pidió que organizase el grupo, pero él lo llenó de viejos colegas de Lockheed. Aunque el comité se formó a petición expresa de la Casa Blanca para ser el arma de propaganda de la guerra, nadie tuvo que marcharse de Lockheed o vender sus acciones. Sin duda, algo muy positivo para los miembros del comité, ya que el precio de las acciones de Lockheed aumentó un 145 % gracias a la guerra que ellos ayudaron a diseñar [371].

Pasemos ahora a Henry Kissinger, antiguo secretario de Estado a quien Bush nombró presidente de la Comisión del 11-S en noviembre de 2002. En julio de 1982, después de dejar su cargo, puso en marcha su empresa privada (Kissinger Associates), con la que representó a clientes como Coca-Cola, Union Carbide, Hunt Oil, el gigante de la ingeniería Fluor (uno de los destinatarios de los mayores contratos para la reconstrucción de Irak) e ITT [372].

Cuando Kissinger aceptó el puesto ofrecido por Bush, las familias de las víctimas le solicitaron una lista de sus clientes, señalando los potenciales conflictos de intereses con la investigación. En lugar de revelar los nombres de sus clientes, dimitió como presidente de la comisión [373].

Cada vez que a los miembros de esta pandilla de Washington —comúnmente denominados neoconservadores— se les pregunta por sus intereses en las guerras que apoyan, invariablemente responden que la sola sugerencia es absurda, simple y un punto terrorista. Incluso sus críticos más acérrimos tienden a retratarlos como verdaderos creyentes cuya única motivación es el compromiso con la supremacía del poder americano e israelí, compromiso que les absorbe hasta el punto de que están preparados para sacrificar sus intereses económicos en favor de la «seguridad».

Esta distinción resulta artificial y amnésica. El derecho a buscar beneficios ilimitados siempre ha sido el protagonista de la ideología neoconservadora, ya antes del 11 de septiembre. Con la guerra contra el terror, los neoconservadores no renunciaron a sus objetivos económicos: encontraron un nuevo modo, todavía más eficaz, de conseguirlos. Por supuesto, estos tiburones de Washington están comprometidos con el papel imperialista de Estados Unidos en el mundo y de Israel en Oriente Medio. Sin embargo, resulta imposible separar el proyecto militar —guerras interminables en el extranjero y un Estado de la seguridad en casa— de los intereses del complejo del capitalismo del desastre, que ha generado una industria multimillonaria basada en esos supuestos. En ningún lugar se ha visto más clara la fusión entre los objetivos políticos y los económicos que en los campos de batalla de Irak.

16. La experiencia de Irak

16.1 Por qué Irak

La invasión de Irak en 2003 se vendió a la opinión pública sobre la base del temor a las armas de destrucción masiva porque, como explicó Paul Wolfowitz, esas armas eran «el único punto sobre el que todo el mundo podía estar de acuerdo» [374]. La razón de menos peso, defendida por los partidarios más intelectuales de la guerra, fue la teoría del «modelo». Según los expertos que dieron a conocer esta teoría, el terrorismo procedía de numerosos puntos de los mundos árabe y musulmán, lo que justificaba que se calificase toda la región de nido potencial de terroristas.

¿Y qué ocurría en esta parte del mundo, se preguntaban, para que existiese el terrorismo? Ideológicamente ciegos ante el hecho de que las políticas de Estados Unidos o Israel eran factores contribuyentes, por no mencionar las provocaciones, identificaron la verdadera causa como algo más: el déficit de la región en democracia de libre mercado.

Dado que el mundo árabe no podía ser conquistado en su totalidad de una sola vez, un país tendría que hacer las veces de catalizador. Estados Unidos invadiría ese país y lo convertiría, como dijo Thomas Friedman, en «un modelo distinto en el mismo centro del mundo árabe-musulmán», un modelo que, a su vez, pondría en marcha una serie de movimientos democráticos-neoliberales en toda la región. El archiconservador Michael Ledeen, consejero en la administración Bush, describió el objetivo como «una guerra para rehacer el mundo» [375].

En la lógica interna de esta teoría, combatir el terrorismo, extender el capitalismo de frontera y celebrar elecciones se agruparon en un proyecto unificado. Oriente Medio quedaría «limpio» de terroristas y se crearía una enorme zona de libre comercio. A continuación, se aseguraría la situación con unas elecciones. George W. Bush redujo más tarde esta agenda a una sola frase: «Extender la libertad en una región con problemas». Sin embargo, esta libertad nada tenía que ver con un compromiso con la democracia por parte del presidente, sino con «establecer una zona de libre comercio entre Estados Unidos y Oriente Medio en el plazo de una década», como anunció ocho días después de declarar el fin de la guerra en Irak [376].

Cuando la idea de invadir un país árabe y convertirlo en un Estado modelo empezó a ganar adeptos, después del 11 de septiembre, Irak se presentó como el candidato favorito. Además de sus enormes reservas de crudo, también ofrecía una buena situación para las bases militares ahora que Arabia Saudí parecía menos fiable. Por si fuera poco, el uso de armas químicas por parte de Sadam contra su propio pueblo le convertía en un objetivo fácil de odiar. Otro factor importante era que Irak ofrecía la ventaja de la familiaridad, por la guerra del Golfo de 1991 en la que EE. UU. participó.

Imagen 19. Aviones de guerra de la Fuerza Aérea de EE. UU. sobrevolando pozos de petróleo en llamas durante la Operación Tormenta del Desierto, 1991

En los doce años siguientes, el Pentágono utilizó la guerra como un modelo en talleres de formación y elaboración de juegos de guerra. Un ejemplo de esta teoría posterior al juego fue un documento que atrajo el interés de Donald Rumsfeld: Shock and Awe: Achieving Rapid Dominance. Escrito en 1996 por un grupo de estrategas independientes de la Universidad de Defensa Nacional, el estudio se autodefine como una doctrina militar multiusos, aunque en realidad trata sobre la idea de volver a librar la guerra del Golfo. Su autor principal, el comandante de Marina en la reserva Harlan Ullman, explicó que el proyecto comenzó cuando se le preguntó al general Chuck Horner (comandante de la guerra aérea durante la invasión de 1991) sobre su mayor frustración en la lucha contra Sadam Husein. Horner respondió que no había sabido dónde «clavar la aguja» para que el ejército iraquí se viniese abajo. Los autores estaban convencidos de que, si el ejército estadounidense tuviese la oportunidad de volver a enfrentarse a Sadam, las nuevas tecnologías por satélite y a los avances en armamento de precisión permitirían introducir las «agujas» con una exactitud sin precedentes [377].

Irak ofrecía otra ventaja. Desde que finalizó la guerra del Golfo, la capacidad militar del país había menguado debido a las sanciones y estaba virtualmente desmantelada por el programa de inspección de armas de Naciones Unidas [378]. Eso significaba que, en comparación con Irán o Siria, Irak parecía el lugar adecuado para la guerra más fácil de ganar.

Thomas Friedman habló sin rodeos sobre lo que significaba para Irak ser elegido como modelo. «No estamos construyendo una nación en Irak. Estamos creando una nación» [379]. Como otros muchos defensores de la guerra, Friedman afirma desde entonces que él no imaginó la carnicería que seguiría a la invasión. Resulta difícil entender cómo pudo pasar por alto ese detalle. Si la «creación de una nación» iba a tener lugar en Irak, ¿qué se suponía que iba a ocurrir exactamente con la nación que ya existía allí? La suposición tácita desde el principio fue que gran parte de esa nación tendría que desaparecer a fin de despejar el terreno para el gran experimento. Y, del mismo modo que aconteció treinta años antes en las limpiezas políticas de Chile, Argentina, Uruguay y Brasil, esto significaba que era preciso arrancar «de raíz» categorías enteras de personas y sus culturas.

En los análisis sobre la guerra de Irak, la conclusión más frecuente es que la invasión fue un «éxito», pero la ocupación resultó un fracaso. Lo que no tiene en cuenta esta lectura es que la invasión y la ocupación fueron dos partes de una estrategia unificada: el objetivo del bombardeo inicial fue dejar el lienzo limpio para construir el nuevo modelo de nación.

16.2 El shock inicial y previo a la guerra

Para los estrategas de la invasión de Irak en 2003, parece que la respuesta a la pregunta de «dónde clavar las agujas» fue esta: en todas partes. Durante la guerra del Golfo, en 1991, se dispararon alrededor de 300 misiles Tomahawk en el transcurso de cinco semanas. En 2003 se lanzaron más de 380 en un solo día. Entre el 20 de marzo y el 2 de mayo, las semanas de «los mayores combates», el ejército estadounidense lanzó más de 30 000 bombas en Irak, además de 20 000 misiles de crucero de precisión (el 67 % del total de la guerra) [380]. «No pasa ni un solo minuto sin que escuchemos y notemos una bomba en alguna parte. No creo que haya ni un solo metro seguro en todo Irak», dijo Yasmine Musa, madre bagdadí de tres niños, durante los bombardeos [381]. Eso significaba que el shock y la conmoción estaban logrando su objetivo.

La teoría del shock y la conmoción se presenta habitualmente como una simple estrategia de potencia de fuego aplastante, pero los autores de la doctrina la consideran mucho más que eso: afirman que se trata de un diseño psicológico sofisticado dirigido «directamente a la voluntad pública del adversario de resistir». El objetivo consiste en «dejar[lo] completamente impotente», e incluye estrategias como «manipulación en tiempo real de los sentidos y los estímulos: […] “encender y apagar” literalmente las “luces” que permiten que un agresor potencial vea o aprecie las condiciones o los hechos referentes a sus fuerzas y, en última instancia, a su sociedad», o «privar al enemigo, en zonas específicas, de la capacidad de comunicar y observar» [382]. Irak fue sometido a este experimento de tortura en masa durante meses, un proceso que comenzó mucho antes de que empezasen a caer las bombas.

A medida que se acercaba el día de la invasión de Irak, los medios de comunicación estadounidenses recibieron del Pentágono la sugerencia de provocar el temor en Irak. «Lo llaman el “día A”»: así empezó un reportaje en CBS News emitido dos meses antes del comienzo de la guerra. «“A” de “ataques aéreos” tan devastadores que a los soldados de Sadam no les van a quedar ganas de luchar». Los espectadores conocieron a Harlan Ullman, uno de los autores de Shock and Awe, que explicó que «este efecto simultáneo, algo parecido a las armas nucleares utilizadas en Hiroshima, no se logra en días o en semanas, sino en minutos».

Una semana antes de la invasión, el Pentágono invitó al cuerpo de prensa militar de Washington a un viaje especial a la base aérea de Eglin, en Florida, para presenciar la prueba de la MOAB (Massive Ordenance Air Blast). En palabras de Jamie Mclntyre, de CNN, este explosivo es capaz de crear «un hongo de 3000 metros de altura que recuerda al de una bomba nuclear» [383]. En su reportaje, Mclntyre señaló que, aunque no se llegase a utilizar nunca, la mera existencia de la bomba «podría suponer un golpe psicológico». «El objetivo es que las capacidades de la coalición estén tan claras y sean tan obvias que el ejército iraquí las vea como un freno para luchar», explicó Rumsfeld en el mismo programa [384].

Cuando comenzó la guerra, los habitantes de Bagdad se vieron sometidos a la privación sensorial a gran escala. Una a una, las percepciones sensoriales de la ciudad se fueron cortando. Los primeros fueron los oídos.

La noche del 28 de marzo de 2003, cuando las tropas norteamericanas se acercaron a Bagdad, el Ministerio de Comunicaciones fue bombardeado y consumido por las llamas, igual que cuatro centrales de teléfono, que dejaron sin servicio a millones de habitantes. Los ataques contra centrales telefónicas continuaron hasta que el 2 de abril sólo quedó un teléfono en funcionamiento en todo Bagdad [385]. Durante el mismo asalto, las emisoras de televisión y radio también sufrieron ataques. Las familias de Bagdad, refugiadas en sus casas, se quedaron sin señal para poder estar al tanto de lo que estaba ocurriendo en la calle.

El siguiente sentido fue el de la vista. «No hubo una explosión audible, ni un cambio discernible con respecto a los bombardeos de la noche anterior, pero en un instante toda una ciudad de cinco millones de habitantes quedó sumida en una noche pavorosa y eterna», informó The Guardian el 4 de abril [386]. Atrapados en sus casas, los bagdadíes no podían hablar con sus vecinos ni ver qué ocurría fuera. Como un prisionero destinado en un black site de la CIA, toda la ciudad estaba encadenada y encapuchada. Lo siguiente fue desnudarla.

Durante los interrogatorios hostiles, la primera fase para desarmar a los prisioneros consiste en despojarles de la ropa y de todos los objetos que puedan recordarles quiénes son. Con frecuencia, los objetos que tienen un valor especial para los prisioneros se tratan con un desprecio total. Los iraquíes soportaron este proceso en masa cuando tuvieron que contemplar cómo se profanaban sus instituciones más importantes y su historia se cargaba en camiones para después desaparecer.

«Los cientos de saqueadores que redujeron a añicos cerámicas antiguas, que rompieron vitrinas y se llevaron piezas de oro y otras antigüedades del Museo Nacional de Irak han saqueado nada menos que los recuerdos de la primera civilización», informó el diario Los Angeles Times. «Ha desaparecido el 80 % de los 170 000 objetos de gran valor del museo» [387]. La Biblioteca Nacional, que contenía copias de todos los libros y tesis doctorales publicados en Irak, quedó hecha una ruina ennegrecida. Coranes iluminados de miles de años de antigüedad desaparecieron del Ministerio de Asuntos Religiosos, totalmente calcinado. McGuire Gibson, arqueólogo de la Universidad de Chicago, describió los hechos como algo muy parecido «a una lobotomía. La memoria profunda de toda una cultura de miles de años ha sido borrada» [388].

Como señalaron sin demora los planificadores de la guerra, el saqueo fue obra de iraquíes, no de las tropas extranjeras. Y es cierto que Rumsfeld no planificó el saqueo de Irak, pero tampoco tomó medidas para evitarlo o para atajarlo cuando se produjo. Estos fallos no se pueden descartar como simples descuidos.

Dos de los protagonistas de la ocupación explicaron parte de las razones por las que hubo tan poco interés oficial en detener los saqueos. Por un lado, Peter McPherson, asesor económico de Paul Bremer (nombrado por Bush para dirigir la autoridad de la ocupación en Irak), tenía la tarea de reducir radicalmente el Estado y privatizar sus activos, lo que significaba que los saqueadores en realidad le estaban ayudando. Burócrata veterano de la administración Reagan y firme creyente en la economía de la Escuela de Chicago, McPherson describió el pillaje como una forma de «reducción» del sector público [389]. Por otro lado, para John Agresto, director para la reconstrucción de la educación superior, los destrozos en las universidades y el Ministerio de Educación supusieron «la oportunidad para empezar de cero», de dotar a las escuelas de Irak «del mejor equipo y el más moderno». Si la misión era la «creación de una nación», como tantos creían, todo lo que quedase del viejo país sólo iba a suponer un estorbo.

En Irak, este ciclo de borrar una cultura para sustituirla por otra se desarrolló en cuestión de semanas. Y dos semanas después de la llegada de Paul Bremer a Bagdad, antes de que los saqueos hubieran cesado y el orden se hubiera restaurado, Irak estaba «abierta para los negocios», como este declararía [390].

16.3 La transformación económica

La visión original de cómo se suponía que tenía que funcionar la guerra en Irak quedó perfectamente resumida en una conferencia celebrada en Bagdad por el Departamento de Estado norteamericano en septiembre de 2003. La reunión incluyó a catorce políticos y burócratas de alto nivel procedentes de Rusia y Europa del Este, y se desarrolló en la Zona Verde, la ciudad amurallada dentro de Bagdad, donde se encontraba la sede del gobierno dirigido por Estados Unidos, la Autoridad Provisional de la Coalición (CPA), y que hoy acoge la embajada estadounidense. Allí los invitados VIP impartieron lecciones sobre transformación capitalista a un grupo de iraquíes influyentes.

Uno de los principales oradores fue Marek Belka, antiguo ministro de Economía de Polonia que, según un informe oficial del Departamento de Estado acerca del encuentro, machacó a los iraquíes con el mensaje de que tenían que aprovechar el momento de caos y ser «contundentes» para imponer políticas que «iban a dejar en el paro a mucha gente». Además, Belka creía que «las empresas estatales improductivas debían ser vendidas inmediatamente sin realizar ningún esfuerzo por salvarlas con fondos públicos» y que los alimentos y diferentes bienes aún proporcionados por el gobierno de Irak tenían que desaparecer cuanto antes. Insistió en que esas medidas eran «mucho más importantes y controvertidas» que la privatización [391].

Antes de la invasión, la economía de Irak se cimentaba en la compañía petrolera nacional y en doscientas empresas de propiedad estatal que producían los componentes básicos de la dieta iraquí y la materia prima de su industria. Cuando llevaba un mes en su nuevo puesto, Bremer anunció que las empresas iban a ser privatizadas de inmediato [392].

A continuación, Bremer promulgó una serie de leyes descritas por The Economist como «la lista de los deseos con la que sueñan los inversores extranjeros y las fundaciones benéficas para los mercados en desarrollo» [393]. Una ley reducía la tasa de impuestos a las empresas de un 45 % a un 15 %. Otra permitía a empresas extranjeras hacerse con el 100 % de los activos iraquíes, para evitar así que se repitiese el caso de Rusia, donde los premios fueron a parar a los oligarcas locales. Todavía mejor: los inversores podrían llevarse el 100 % de los beneficios que obtuviesen de Irak fuera del país; no se les exigirían reinversiones ni el pago de impuestos. El decreto también estipulaba que los inversores podrían tramitar alquileres y contratos de cuarenta años con derecho a renovación, lo que significaba que los futuros gobiernos electos tendrían la carga de negocios firmados por sus ocupantes. El único campo en el que Washington se contuvo fue en el del petróleo: los asesores iraquíes alertaron de que cualquier intento de privatizar la compañía petrolera estatal o reclamar las reservas no utilizadas antes de contar con un gobierno iraquí sería contemplado como un acto de guerra. No obstante, la autoridad de la ocupación tomó posesión de ingresos de la compañía petrolera por valor de 20 000 millones de dólares para invertir como mejor le pareciese [394].

Al principio, parece que los inversores apreciaron el esfuerzo. En unos meses se produjeron conversaciones sobre la instalación de un McDonald’s en el centro de Bagdad, la financiación para un hotel de lujo de Starwood estaba casi lista, y General Motors tenía planes para construir una planta de fabricación de coches. HSBC, el banco internacional con sede en Londres, consiguió un contrato para abrir sucursales por todo Irak y Citigroup anunció sus planes de ofrecer préstamos sustanciales garantizados contra futuras ventas de crudo iraquí. Los grandes del petróleo —Shell, BP, ExxonMobil, Chevron y el ruso Lukoil— se arrimaron tímidamente con la firma de acuerdos para formar a los funcionarios iraquíes en las últimas tecnologías de extracción y modelos de gestión. Confiaban en que su momento no tardaría en llegar [395].

16.4 Un anti-Plan Marshall que condenó el proyecto desde el principio

En Irak, la invasión, la ocupación y la reconstrucción se convirtieron en un mercado completamente privatizado. Y, al igual que el complejo de la seguridad nacional, ese mercado se creó con una enorme inyección de dinero público: sólo para la reconstrucción se aportaron inicialmente 38 000 millones de dólares por parte del Congreso de Estados Unidos, 15 000 millones de otros países y 20 000 millones de dinero de Irak procedente del petróleo [396].

Cuando se anunciaron esas cantidades iniciales, las comparaciones elogiosas con el Plan Marshall fueron inevitables [397]. Sin embargo, lo que el gabinete de Bush promovió fue, en realidad, un anti-Plan Marshall. Era un plan garantizado desde el principio para socavar el debilitado sector industrial iraquí y lograr que el desempleo se disparase. Si el Plan Marshall impidió las inversiones de firmas extranjeras para evitar la percepción de que se aprovechaban de países en un estado de debilidad, este esquema hizo todo lo posible por seducir a las empresas norteamericanas.

Los contratos del gobierno federal estadounidense encargaron una especie de «país en una caja», diseñado en Virginia y Texas, para ensamblarlo en Irak. Como afirmaron repetidamente las autoridades de la ocupación, fue «un regalo del pueblo estadounidense al pueblo de Irak». Lo único que tenían que hacer los iraquíes era abrirlo [398], aunque ni siquiera para el proceso de montaje se contó con ellos.

Así, mientras Bremer firmaba las leyes, los contables privados fueron los que diseñaron y controlaron la economía. BearingPoint, sucursal de KPMG, recibió 240 millones de dólares para crear un «sistema mercantilista» en Irak. El británico Instituto Adam Smith fue contratado para colaborar en la privatización de las empresas iraquíes. Compañías de seguridad privada y contratistas de defensa formaron al nuevo ejército y policía de Irak, y varias empresas de educación realizaron el nuevo proyecto curricular e imprimieron los libros correspondientes (Creative Associates, una consultora de gestión y educación con sede en Washington, D.C., recibió contratos por valor de más de 100 millones de dólares para desempeñar esas tareas) [399].

Mientras tanto, el modelo creado por Cheney para Halliburton en los Balcanes, donde las bases se transformaron en miniciudades de la empresa, se adoptó en Irak a una escala infinitamente más grande. Además de la construcción y la gestión de las bases militares de todo el país por parte de Halliburton, la Zona Verde fue desde el principio una ciudad-Estado gestionada por la compañía.

Mientras todas estas firmas extranjeras se abalanzaban sobre el país, la maquinaria de las 200 empresas estatales de Irak permaneció inmóvil. Para participar en esa fiebre del oro, las empresas iraquíes habrían necesitado generadores de emergencia y algunos arreglos básicos; algo que no parecía imposible, teniendo en cuenta la velocidad con la que Halliburton construyó bases militares que parecían barrios del Medio Oeste americano.

Mohamad Tofiq, ministro provisional de Industria, cuenta que él había solicitado generadores en repetidas ocasiones, señalando que las 17 fábricas estatales de cemento de Irak eran perfectamente capaces de apoyar la reconstrucción con materiales y de poner a trabajar a decenas de miles de iraquíes. Las fábricas no recibieron nada: ni contratos, ni generadores, ni ayudas. Las compañías americanas prefirieron importar su cemento, igual que la mano de obra, a un precio diez veces superior. Uno de los decretos de Bremer prohibió específicamente que el banco central iraquí ofreciese financiación a las empresas estatales [400].

Ya es sabido que el anti-Plan Marshall de Bush no salió como esperaban. Los iraquíes no vieron la reconstrucción como «un regalo»: la mayoría lo consideraron una forma modernizada de saqueo, y las empresas estadounidenses no impresionaron a nadie con su velocidad y su eficacia [401]. Cada error de cálculo provocó un aumento de la resistencia, respondida a su vez con acciones represivas por parte de las tropas extranjeras hasta sumir al país en un infierno de violencia. Según el estudio más fiable, en julio de 2006 la guerra en Irak había provocado 655 000 muertos iraquíes [402].

16.5 Los iraquíes, que no saben

En noviembre de 2006, Ralph Peters, oficial en la reserva del ejército estadounidense, escribió en USA Today: «Brindamos a los iraquíes una oportunidad única para desarrollar una democracia de Estado de derecho, pero ellos prefirieron abandonarse a viejos odios, a la violencia confesional, a la intolerancia étnica y a una cultura de la corrupción. Parece que los cínicos tenían razón: las sociedades árabes no pueden apoyar la democracia tal como nosotros la conocemos. Y la gente tiene el gobierno que se merece. […] La violencia que mancha de sangre las calles de Bagdad no es sólo un síntoma de la incompetencia del gobierno iraquí, sino también de la incapacidad total del mundo árabe de progresar en cualquier esfera de iniciativa organizada […]» [403]. Aunque Peters fue especialmente duro, muchos observadores occidentales han llegado a la misma conclusión: la culpa es de los iraquíes.

Sin embargo, las divisiones sectarias y el extremismo religioso que se apoderaron de Irak no se pueden desvincular de la invasión y la ocupación. Aunque esos factores ya estaban presentes antes de la guerra, se endurecieron considerablemente cuando Irak se convirtió en un laboratorio del shock de Estados Unidos. Merece la pena recordar que, en febrero de 2004, once meses después de la invasión, una encuesta realizada por Oxford Research International reveló que una mayoría de iraquíes deseaban un gobierno seglar: sólo el 21 % de los encuestados revelaron que preferían como sistema político un «Estado islámico», y el 14 % situó a los «políticos religiosos» como sus representantes favoritos. Seis meses más tarde, con la ocupación en una fase nueva y más violenta, otra encuesta reveló que el 70 % de los iraquíes querían que la ley islámica fuese la base del Estado [404]. En cuanto a la violencia sectaria, fue virtualmente inexistente durante el primer año de la ocupación.

Entonces, ¿qué fue exactamente lo que trajo la invasión y la ocupación que irritó tanto a los iraquíes y que explica el círculo de odio y violencia en que se vio envuelto el país?

  • El despido de aproximadamente 500 000 empleados del Estado. Supuestamente, la «desbaaztificación» (en referencia al partido Baaz) obedeció al deseo de limpiar el gobierno de leales a Sadam, pero este proceso tenía poco que ver con el antisadamismo y todo con el fervor por el libre mercado. Numerosos militares estadounidenses veteranos y oficiales de inteligencia han reconocido que muchos de los 400 000 soldados que Bremer despidió fueron directos a la resistencia.
  • La apertura de las fronteras de par en par a las importaciones sin trabas, sumada al hecho de que las compañías extranjeras pasaron a ser propietarias del 100 % de los activos iraquíes. Esto enfureció al sector empresarial del país, que respondió entregando a la resistencia los pocos ingresos que tenían.
  • La decisión de la Casa Blanca de evitar que los futuros gobiernos iraquíes cambien las leyes económicas de Bremer. Desde la perspectiva de Washington, no tenía sentido contar con las normas de inversión más progresistas del mundo si un gobierno iraquí soberano podía tomar el poder en unos meses y cambiarlas. Dado que la mayoría de los decretos de Bremer se inscribían en una zona gris legal, la solución de la administración Bush fue trazar una nueva constitución para Irak, un objetivo que persiguió con determinación cruel: primero, con una constitución provisional que selló las leyes de Bremer, y después con una permanente que intentó, aunque sin éxito, hacer lo mismo.
  • La exclusión sistemática de los iraquíes en la reconstrucción de su país. La entrada de decenas de miles de trabajadores extranjeros para ocupar empleos con los contratistas extranjeros se vio como una extensión de la invasión, y es así que se entiende que gran parte de la violencia se centrara en la ocupación por parte de los extranjeros, en sus proyectos y en sus trabajadores.

Si la reconstrucción se hubiese visto como una parte de un proyecto nacional desde el principio, la población iraquí probablemente la habría defendido como una extensión de sus comunidades. Pero esto habría chocado con la estrategia subyacente de convertir Irak en una emergente burbuja de economía de mercado, y las burbujas no se inflan con normas y regulaciones, sino con la ausencia de estas. Así, en nombre de la rapidez y la eficacia, los contratistas podían contratar a quien quisieran, importar productos de donde quisieran y subcontratar a la compañía que quisieran.

Así, protegidas en gran parte de procesos judiciales y con contratos que garantizaban la cobertura de los costes más un beneficio, muchas empresas extranjeras hicieron algo totalmente previsible: estafar a diestro y siniestro. Conocidos en Irak como «los principales», los grandes contratistas se embarcaron en elaborados programas de subcontratas. Instalaron oficinas en la Zona Verde, e incluso en Kuwait y Aman, para después subcontratar a saudíes que, a su vez, subcontrataron a empresas iraquíes cuando la situación se puso muy tensa desde el punto de vista de la seguridad.

Las estafas continuaron durante años, hasta que todos los grandes contratistas de la reconstrucción salieron de Irak con sus millones, pero sin haber terminado gran parte del trabajo. Parsons recibió 186 millones de dólares para construir 142 clínicas. Sólo se terminaron seis. En abril de 2007, inspectores de Estados Unidos revisaron en Irak ocho proyectos terminados por contratistas norteamericanos, y el resultado fue que «siete de ellos no funcionaban como se había diseñado» (según el New York Times). En diciembre de 2006, cuando todos los contratos de reconstrucción más importantes estaban llegando a su fin, la Oficina del Inspector General investigaba 87 casos de posible fraude relacionados con los contratistas estadounidenses en Irak [405]. La corrupción durante la ocupación no fue el resultado de una mala gestión, sino de una decisión política: si Irak iba a ser la siguiente frontera del capitalismo del Salvaje Oeste, tenía que estar libre de leyes [406].

Como ya se ha mencionado, el fracaso estrepitoso de la reconstrucción fue responsable directo del peligroso aumento del fundamentalismo religioso y los conflictos sectarios. Cuando la ocupación se mostró incapaz de proporcionar los servicios más básicos, incluyendo la seguridad, las mezquitas y las milicias locales llenaron ese vacío. Muqtada al Sader, el joven clérigo chií, demostró una especial habilidad para exponer los fallos de la reconstrucción privatizada de Bremer: dirigió con éxito su propia reconstrucción en los barrios bajos chiíes desde Bagdad hasta Basora y logró muchos y fieles seguidores. Además, reclutó a los jóvenes sin trabajo y sin esperanzas en el Irak de Bremer, los vistió de negro y los equipó con Kaláshnikov oxidados. El resultado fue el Ejército del Mahdi, una de las fuerzas más brutales en las luchas sectarias iraquíes.

De todos modos, la administración Bush en todo momento fue consciente de que su programa económico tenía el potencial de desatar una reacción violenta en Irak. En noviembre de 2001, Paul Bremer, poco después de poner en marcha Crisis Consulting Practice, una nueva rama del gigante de seguros Marsh & McLennan especializada en ayudar a multinacionales a prepararse para posibles ataques terroristas y otras crisis, redactó un documento normativo para sus clientes en el que explicaba por qué las multinacionales se enfrentaban a un aumento del riesgo de ataques terroristas en sus propios países y fuera de estos. En el escrito, titulado «New Risks in International Business», Bremer explica que el libre comercio ha llevado a «la creación de una riqueza sin precedentes», pero con «consecuencias negativas inmediatas para muchos»: «Exige despidos. Y abrir mercados al comercio extranjero ejerce una enorme presión en los establecimientos y los monopolios comerciales tradicionales». Todos estos cambios conducen al «aumento de las diferencias salariales y las tensiones sociales», lo que a su vez puede provocar una escalada de ataques contra las empresas de EE.UU. [407].

Sin duda, eso es lo que ocurrió en Irak. Si los arquitectos de la guerra se convencieron de que su programa económico no podía tener consecuencias políticas negativas, posiblemente no fue porque creyesen que los iraquíes lo aceptarían de buen grado. Más bien contaban con su desorientación, su regresión colectiva, su incapacidad de seguir el ritmo de la transformación [408].

Con todo, lo que ocurrió fue que muchos iraquíes exigieron de inmediato su participación en la transformación del país. En Bagdad, en el verano posterior a la invasión, la ira contra los despidos de Bremer y la frustración por los apagones y los contratistas extranjeros se expresó principalmente a través de arrebatos de libertad de expresión. Se produjeron protestas diarias junto a las puertas de la Zona Verde, muchas de ellas protagonizadas por trabajadores despedidos que pedían recuperar sus puestos. Se publicaron cientos de periódicos de nueva tirada repletos de artículos críticos con Bremer y su programa económico. En las ciudades, pueblos y provincias de todo el país se celebraron elecciones espontáneas.

El entusiasmo demócrata, combinado con el claro rechazo del programa económico de Bremer, situaron a la administración Bush en una posición extremadamente difícil. Esta había prometido entregar el poder a un gobierno iraquí elegido en cuestión de meses y contar con los iraquíes en la toma de decisiones desde el primer momento. Sin embargo, aquel primer verano despejó toda duda de que entregar el poder equivalía a renunciar al sueño de convertir Irak en un modelo de economía privatizada salpicada de bases militares estadounidenses. Así, Washington dejó a un lado sus promesas democráticas y ordenó aumentar los niveles de shock con la esperanza de que una dosis más alta tendría el resultado esperado.

16.6 Desmantelando la democracia

Cuando Paul Bremer llegó a Irak, el plan de Estados Unidos consistía en convocar una gran asamblea constituyente donde estuviesen representados todos los sectores de la sociedad iraquí y donde los delegados votasen para elegir a los miembros de un consejo ejecutivo interino. Cuando llevaba dos semanas en Bagdad, Bremer descartó esa idea y decidió escoger a dedo a los miembros del Consejo de Gobierno iraquí [409].

Bremer también dijo al principio que el Consejo tendría poder para gobernar, pero de nuevo volvió a cambiar de idea. Los miembros del Consejo le parecían demasiado lentos y ponderativos, características inadecuadas para sus planes de terapia del shock. «Simplemente, no eran capaces de tomar decisiones en un tiempo razonable. Además, seguía estando convencido de la importancia de redactar una constitución antes de entregar la soberanía a nadie», dijo Bremer [410].

A finales de junio, cuando sólo llevaba dos meses en Irak, Bremer dio el aviso de que todas las elecciones locales debían terminar de inmediato. El nuevo plan consistía en que la ocupación eligiese a los líderes locales de Irak, tal y como había ocurrido con el Consejo de Gobierno. En Nayaf, la ciudad más santa del chiísmo (la confesión religiosa más numerosa del país), tuvo lugar un episodio decisivo. Nayaf se encontraba en pleno proceso de organización de elecciones con la ayuda de tropas estadounidenses cuando, a sólo un día de la inscripción, el teniente coronel al mando recibió una llamada del general Jim Mattis. «Hubo que cancelar las elecciones. A Bremer le preocupaba que saliese elegido un candidato islámico hostil. […] Los marines recibieron la sugerencia de seleccionar a un grupo de iraquíes que considerasen inofensivos, y que estos eligiesen a un alcalde. Así, Estados Unidos controlaría todo el proceso», escribieron Michael Gordon y el general Bernard Trainor, autores de Cobra II (considerada la historia militar definitiva de la invasión). Al final, el ejército de EE. UU. nombró alcalde de Nayaf a un coronel de la época de Sadam, tal como hizo en ciudades y pueblos de todo el país [411].

Pese a todo esto, Bremer insistió en que no había una «veda» contra la democracia. «No me opongo, pero quiero hacerlo de manera que se tengan en cuenta nuestros intereses. […] Las elecciones demasiado rápidas pueden ser destructivas. Hay que hacerlo todo con mucho cuidado» [412].

En este punto, los iraquíes seguían esperando que Washington cumpliese su promesa de organizar unas elecciones generales y entregar el poder a un gobierno elegido por la mayoría. Sin embargo, en noviembre de 2003, después de cancelar las elecciones locales, Bremer regresó a Washington para celebrar varias reuniones en la Casa Blanca. Cuando volvió a Bagdad anunció que las elecciones generales estaban borradas del programa. El primer gobierno «soberano» de Irak sería por nombramiento, no por elección.

El cambio radical de postura podría haber tenido algo que ver con un sondeo realizado en ese período por el Instituto Republicano Internacional, con sede en Washington. En él se preguntó a los iraquíes a qué tipo de políticos votarían si tuviesen ocasión. El 49 % respondió que votaría a un partido que prometiese crear «más puestos de trabajo en la administración», mientras que sólo el 4,6 % y el 4,2 % lo haría a uno que prometiese crearlos en el sector privado y «mantener las fuerzas de coalición hasta que el nivel de seguridad sea bueno», respectivamente [413]. En pocas palabras, si los iraquíes tuviesen la libertad de elegir el próximo gobierno, y si ese gobierno tuviese el poder real, Washington tendría que renunciar a dos de los principales objetivos de la guerra: el acceso a Irak para sus bases militares y para las multinacionales estadounidenses.

La cancelación de las elecciones nacionales por parte de Bremer supuso una amarga traición para los chiíes iraquíes. Tratándose del grupo étnico más numeroso, estaban seguros de que dominarían un gobierno elegido después de décadas de sometimiento. Al principio, la resistencia chií adoptó la forma de manifestaciones multitudinarias pacíficas. «Nuestra principal demanda en este proceso es que todas las instituciones constitucionales se elijan mediante elecciones y no por nombramientos», escribió Alí Abdel Hakim al-Safi, el segundo clérigo chií más veterano de Irak, en una carta dirigida a George Bush y Tony Blair. Además, avisó de que, si seguían adelante, se encontrarían librando una batalla perdida [414]. Bush y Blair hicieron caso omiso. Elogiaron las manifestaciones como una muestra de la recién estrenada libertad, pero siguieron adelante con el plan de nombrar el primer gobierno del Irak post-Sadam.

Mientras tanto, Muqtada al Sader se convirtió en una fuerza política a tener en cuenta. Cuando los demás partidos chiíes importantes decidieron participar en el gobierno nombrado y acatar una constitución provisional redactada en la Zona Verde, Al Sader rompió filas y denunció el proceso y la constitución por ilegítimos. El hecho de que las protestas pacíficas no tuvieran efecto alguno también ayudó a que el Ejército del Mahdi empezara a formarse en serio.

16.7 Shocks corporales

A medida que la resistencia fue aumentando, las fuerzas de ocupación respondieron con técnicas de shock: por la noche o a primera hora de la mañana, los soldados entraban por sorpresa en las casas a oscuras, linterna en mano, gritando en inglés. A los hombres se les tapaba la cabeza con un saco y después se subían a camiones del ejército con destino a una prisión o un campo de detención. En los primeros tres años y medio de la ocupación, se calcula que 61 500 iraquíes fueron capturados y encarcelados por las fuerzas estadounidenses, por lo general con métodos diseñados para «maximizar el shock de la captura» [415]. En las cárceles esperaban más shocks: cubos de agua helada, pastores alemanes gruñendo y enseñando los dientes, puñetazos y patadas, y alguna que otra corriente eléctrica con alambres cargados.

En los primeros días de la ocupación, la Zona Verde acogió a terapeutas del shock económico de Polonia y Rusia; ahora se había convertido en un imán para una raza distinta de expertos en el shock: las empresas de seguridad privada llenaron sus filas de veteranos de las guerras sucias de Colombia, Sudáfrica y Nepal. Según el periodista Jeremy Scahill, Blackwater y otras firmas de seguridad privada contrataron a más de 700 soldados chilenos (muchos de los cuales eran agentes de fuerzas especiales entrenados y en activo durante el régimen de Pinochet) para el despliegue en Irak [416].

Uno de los especialistas en shock de más alto rango era el comandante estadounidense James Steele, figura clave en las cruzadas derechistas en América Central, donde sirvió como asesor en jefe a varios batallones del ejército salvadoreño acusados de ser escuadrones de la muerte. Llegó a Irak en mayo de 2003 en calidad de asesor de energía, pero tras el levantamiento de la resistencia se convirtió en el asesor de seguridad de Bremer, con la misión de llevar a Irak «la opción de El Salvador» [417].

Según la cronología dada por John Sifton, investigador principal de Human Rights Watch, el shock de la cámara de tortura surgió inmediatamente después de los shocks económicos más controvertidos de Bremer. Este proceso se puede seguir claramente a través de una serie de documentos desclasificados que vieron la luz tras el escándalo de Abu Ghraib. Las pruebas escritas comienzan el 14 de agosto de 2003, cuando el capitán William Ponce, oficial de inteligencia en Irak, envió un correo electrónico a sus colegas repartidos por el país. El texto contenía las siguientes indicaciones: «Se acabaron las contemplaciones con los detenidos […]. Las bajas están aumentando y tenemos que empezar a recopilar información para proteger a nuestros soldados de nuevos ataques». Ponce pedía ideas para las técnicas que los interrogadores podrían utilizar con los prisioneros. Las sugerencias no tardaron en llenar su bandeja de entrada; entre ellas figuraba la «electrocución de bajo voltaje» [418].

Imagen 20. Detenido encapuchado de pie sobre una caja con cables conectados a sus manos; Los interrogadores le dijeron que se electrocutaría si se caía de la caja. 4 de noviembre de 2003

Dos semanas más tarde, el 31 de agosto, el general Geoffrey Miller (alcaide de la prisión de Guantánamo) llegó a Irak con la misión de convertir en otro Guantánamo la prisión de Abu Ghraib [419]. El 14 de septiembre, el teniente general Ricardo Sánchez (comandante en jefe en Irak) autorizó un despliegue de nuevos procedimientos de interrogatorio basados en el modelo de Guantánamo: incluían la humillación deliberada, «explotar el temor de los árabes a los perros», la privación sensorial, la sobrecarga sensorial y el «estrés postural».

El equipo de Bush había fracasado en su objetivo de provocar el shock entre los iraquíes para ganarse su obediencia a través del shock y la conmoción o bien con la terapia del shock económico, por lo que pasó a utilizarse la inequívoca fórmula del manual de interrogatorios Kubark para inducir la regresión.

Muchos de los prisioneros más importantes fueron trasladados a una zona de seguridad próxima al aeropuerto internacional de Bagdad dirigida por una fuerza de tareas militares y la CIA. Las instalaciones eran tan clandestinas que ni siquiera los militares de alto rango tenían permitida la entrada, razón por la cual cambió de nombre en repetidas ocasiones [420].

La existencia de las instalaciones secretas sólo se dio a conocer cuando un sargento que trabajaba allí acudió a Human Rights Watch y describió el lugar (para ello utilizó el seudónimo de Jeff Perry). En comparación con el caos de Abu Ghraib, con sus guardias sin formación campando a sus anchas, el edificio del aeropuerto de la CIA era inquietantemente ordenado y clínico. Según Perry, cuando los interrogadores deseaban utilizar «tácticas duras» contra los prisioneros en la sala negra (una pequeña celda completamente negra con altavoces en las cuatro esquinas), imprimían un documento que era una especie de menú de tortura. «Estaba todo escrito», recordó Perry; «controles ambientales, calor y frío, luces estroboscópicas, música, perros… Sólo había que marcar lo que querías utilizar». Una vez rellenado el formulario, los interrogadores lo pasaban a un superior para que diese su autorización. «Nunca vi una hoja sin firmar», añadió Perry.

Perry y otros interrogadores empezaron a pensar que las técnicas violaban la prohibición de la Convención de Ginebra contra el «trato humillante y degradante», por lo que él y tres de sus compañeros fueron a ver a su coronel para decirle que «no nos gustaba este tipo de abuso». En cuestión de dos horas llegó un equipo de abogados militares con una presentación de PowerPoint en la que se explicaba por qué los detenidos no estaban protegidos por la Convención de Ginebra, y por qué la privación sensorial no era una forma de tortura (a pesar de la propia investigación de la CIA alegando lo contrario). «Sí, fue muy rápido», explicó Perry acerca del tiempo de respuesta. «Parecía que estuviesen listos. Quiero decir que tenían toda esa charla de dos horas preparada».

Además de las tácticas de privación sensorial, existen numerosas pruebas de que los soldados de Estados Unidos han utilizado la electrocución como técnica de tortura en Irak [421]. De hecho, cuando se publicaron las infames fotografías de Abu Ghraib, los militares se enfrentaron a un problema muy raro: «Hemos tenido varios detenidos que han afirmado ser la persona de la fotografía en cuestión», explicó el portavoz del Comando de Investigación Criminal del Ejército (la agencia encargada de investigar los abusos contra prisioneros) [422].

Además, a miles de los encarcelados los liberaban sin cargos. La Cruz Roja afirma que los oficiales militares estadounidenses han admitido que entre un 70 % y un 90 % de las detenciones en Irak fueron «errores». Según Haj Ali, antiguo alcalde de distrito y preso en Abu Ghraib, muchos de esos errores humanos salieron de las cárceles controladas por los americanos con una gran sed de venganza: «[…] Todos los insultos y las torturas los han preparado para hacer cualquier cosa. ¿Quién puede culparlos?» [423].

La situación es mucho peor en las cárceles e instalaciones de detención dirigidas por iraquíes (con la supervisión de Estados Unidos), donde Human Rights Watch descubrió en enero de 2005 que la policía y los soldados iraquíes utilizan «el shock eléctrico y el estrangulamiento de forma regular para conseguir confesiones». Los carceleros iraquíes también utilizaron el omnipresente símbolo de la tortura en Latinoamérica, la picana (aguijón eléctrico para ganado) [424].

En El Salvador, los escuadrones de la muerte fueron conocidos por utilizar el asesinato no sólo para deshacerse de los adversarios políticos, sino también para enviar mensajes de terror a la población en general. Los cuerpos mutilados que aparecían en las cunetas transmitían a la comunidad que el individuo que mostrase su disconformidad podría ser el próximo cadáver. Con frecuencia, los cuerpos torturados presentaban la «firma» del escuadrón: Mano Blanca o Brigada Maximiliano Hernández. En 2005, este tipo de mensajes eran habituales en las cunetas de Irak: en noviembre de ese año, Los Angeles Times informó de que a la morgue de Bagdad «llegan todas las semanas decenas de cuerpos a la vez, incluyendo numerosos cadáveres con esposas de la policía» [425].

En Irak existen, además, métodos más sofisticados para transmitir mensajes de terror. El terrorismo en las garras de la justicia es un programa de televisión que se emite en la cadena Al Iraqiya, financiada por Estados Unidos. La serie se produce en colaboración con los comandos iraquíes «salvadorizados». Varios prisioneros liberados han explicado cómo se prepara el contenido del programa: los participantes, que suelen ser elegidos al azar en redadas por los barrios, reciben palizas y torturas; sus familias son amenazadas hasta que están listas para confesar algún crimen (algunos de los cuales nunca se han producido). A continuación, aparecen las cámaras de vídeo para grabar a los prisioneros «confesando» que son insurgentes, además de ladrones, homosexuales y mentirosos [426].

Diez meses después de que «la opción de El Salvador» se mencionase por primera vez en la prensa quedaron claras sus tremendas implicaciones. Los comandos iraquíes, entrenados por Steele, trabajaban oficialmente para el ministerio del interior iraquí. Cuando Peter Maass —reportero del New York Times Magazine que viajó con un comando de la policía especial formado por James Steele— preguntó acerca de lo que había visto en una biblioteca pública de Samarra convertida en una prisión macabra, desde el ministerio insistieron en que «no se permite ningún abuso de los derechos humanos de los prisioneros que están en manos de las fuerzas de seguridad del Ministerio del Interior». Sin embargo, en noviembre de 2005 se localizaron 173 iraquíes en un calabozo del ministerio: algunos habían sido torturados hasta el punto de que se les estaba cayendo la piel, otros tenían marcas de taladros en el cráneo, o les habían arrancado los dientes y las uñas de los pies. Los prisioneros liberados afirmaron que no todos habían salido con vida y confeccionaron una lista de 18 personas torturadas hasta la muerte en el calabozo del ministerio: los desaparecidos de Irak [427].

Los capitalistas del desastre de Bush no limpiaron Irak, sólo lo revolvieron. En lugar de una tabla rasa, purificada de historia, encontraron odios antiguos que asomaban a la superficie para fundirse con las nuevas venganzas contra cada ataque. Los países, como las personas, no se reinician con un buen shock: sólo se rompen y continúan rompiéndose.

Y eso, por supuesto, necesita más destrucción. En enero de 2007, Bush y sus asesores seguían convencidos de que podían hacerse con el control de Irak con un «incremento» que hiciera desaparecer a Muqtada al Sader. El informe sobre el que se basa la estrategia del aumento pretendía «la limpieza total del centro de Bagdad» y, cuando las fuerzas de Al Sader se trasladasen a Ciudad Sader, «limpiar ese bastión chií por la fuerza» [428].

En los años setenta, cuando comenzó la cruzada corporativista, se emplearon tácticas que los tribunales calificaron de abiertamente genocidas: la eliminación deliberada de un segmento de la población. En Irak ha ocurrido algo todavía más monstruoso: la eliminación no de un segmento de la población, sino de todo un país. Se calcula que 3000 profesores universitarios iraquíes han sido asesinados por escuadrones de la muerte desde la invasión de Estados Unidos, y varios miles más han huido. Los médicos lo han tenido todavía peor: en febrero de 2007 se calculó que unos 2000 habían sido asesinados y 12 000 habían huido. En noviembre de 2006, el Alto Comisionado para los Refugiados de Naciones Unidas calculó que 3000 iraquíes huían del país cada día. En abril de 2007, la organización informó de que cuatro millones de personas se han visto obligadas a abandonar sus casas. Sólo unos centenares de esos refugiados han sido acogidos en Estados Unidos [429].

Con la industria iraquí hundida, uno de los únicos negocios locales que prospera es el de los secuestros. Sólo en tres meses y medio, a principios de 2006, se secuestró en Irak a casi 20 000 personas. Los medios internacionales sólo prestan atención cuando los secuestrados son occidentales, pero la inmensa mayoría de las víctimas son profesionales iraquíes apresados cuando van o vuelven del trabajo. Sus familias tienen dos opciones: pagar un rescate de decenas de miles de dólares americanos o identificar sus cadáveres en la morgue. La tortura también prospera. Grupos de derechos humanos han documentado numerosos casos de policías iraquíes que exigen miles de dólares a familiares de prisioneros a cambio de cesar las torturas [430].

16.8 Fracaso: el nuevo rostro del éxito

En abril de 2004, tanto Faluya como Nayaf se encontraban asediadas. Sólo en aquella semana, 150 contratistas abandonaron Irak. Y les seguirían muchos más. En aquel momento, parecía que la cruzada corporativista estaba experimentando su primera gran derrota. Irak había sido bombardeado con todas las armas del shock, a excepción de la bomba nuclear, pero seguía siendo imposible someter al país.

Bremer fue enviado a Irak para crear una utopía empresarial, pero el país se convirtió en una macabra distopía en la que acudir a una simple reunión de empresa podía suponer acabar linchado, quemado vivo o decapitado. En mayo de 2007, más de 900 contratistas habían sido asesinados y «más de 12 000 han sufrido daños por los enfrentamientos o en el trabajo», según un análisis del New York Times. A finales de 2006, los esfuerzos para la reconstrucción privatizada que suponían la razón de ser del anti-Plan Marshall se habían abandonado casi por completo, y en algunos casos se sustituyeron por soluciones políticas dramáticas.

Stuart Bowen, inspector general especial de Estados Unidos para la reconstrucción de Irak, informó de que en los pocos casos en los que los contratos habían ido a parar a empresas iraquíes, el resultado era «más eficaz y más barato. Y ha vigorizado la economía porque pone a los iraquíes a trabajar» [431]. John C. Bowersox, que trabajó como asesor de sanidad en la embajada estadounidense en Bagdad, opinaba: «Podríamos haber recurrido a las rehabilitaciones de bajo presupuesto y no intentar transformar el sistema sanitario en dos años» [432].

Un cambio radical todavía más dramático procedió del Pentágono. En diciembre de 2006 anunció un nuevo proyecto para hacerse con las fábricas estatales de Irak y continuar con su funcionamiento (las mismas que Bremer se negó a equipar con generadores de emergencia porque eran reliquias estalinistas). Paul Brinkley, subsecretario de Defensa para la transformación de las empresas en Irak, dijo: «Hemos examinado algunas de estas fábricas más de cerca y hemos comprobado que no son las empresas casi destartaladas de la era soviética que habíamos pensado» [433].

Peter W. Chiarelli, teniente general del ejército estadounidense y principal comandante de campo en Irak, explicó: «Necesitamos poner a trabajar a los jóvenes furiosos. […] Un pequeño descenso del desempleo tendría un gran efecto en el número de asesinatos sectarios». Y no pudo evitar añadir: «Después de cuatro años, me parece increíble que no nos hayamos dado cuenta de eso. […]» [434].

Mientras tanto, en medio de esta oleada de epifanías neokeynesianas, Irak fue golpeado con el peor atentado desde el estallido de la crisis. En diciembre de 2006, en un informe publicado por el Grupo de Estudio sobre Irak encabezado por James Baker se solicitaba a Estados Unidos que ayudase «a los líderes iraquíes a reorganizar la industria petrolera nacional como una empresa comercial» y que fomentase «las inversiones en el sector del petróleo en Irak por parte de la comunidad internacional y de las grandes empresas de energía» [435].

Entonces la administración Bush se puso manos a la obra para colaborar en la redacción de una ley del petróleo totalmente nueva para Irak, y según la cual compañías como Shell y BP podrían firmar contratos por treinta y cinco años [436]. Fue una propuesta tan impopular que ni siquiera Paul Bremer se atrevió a ponerla en práctica en el primer año de la ocupación. Y aparecía ahora gracias al aumento del caos.

Los principales sindicatos de Irak declararon que «la privatización del petróleo es una línea roja que no debe cruzarse» [437], pero se los ignoró y la ley que finalmente adoptó el gabinete iraquí en febrero de 2007 fue todavía peor de lo que se pensaba: no imponía límites en la cantidad de beneficios que las compañías extranjeras podrían obtener del país y no exigía unos requerimientos específicos sobre asociaciones de los inversores con las empresas iraquíes o contratación de iraquíes para trabajar en los campos petrolíferos. La mayor desfachatez es que excluía a los parlamentarios iraquíes elegidos de cualquier participación en las condiciones de los futuros contratos. En cambio, creó un nuevo organismo, el Consejo Federal del Petróleo y el Gas, que, según informaba el New York Times, sería asesorado por «un grupo de expertos en petróleo de Irak y de fuera de Irak». Este cuerpo no elegido, asesorado por extranjeros no especificados, tendría la última palabra en todas las cuestiones relacionadas con el petróleo y plena autoridad para decidir qué contratos firmaba Irak y cuáles no [438].

El caos en Irak trajo otra importante consecuencia: cuanto más tiempo transcurría, más se privatizaba la presencia extranjera hasta el punto de llegar a crear un nuevo paradigma de guerra y de respuesta a las catástrofes humanas.

En este punto surtió pleno efecto la ideología de la privatización radical que centraba el anti-Plan Marshall. La inquebrantable negativa de la administración Bush a dotar de personal a la guerra en Irak tuvo unos beneficios claros para su otra guerra: la de subcontratar el gobierno de Estados Unidos.

Dado que Rumsfeld diseñó la guerra como una invasión justo a tiempo, con soldados para desempeñar únicamente funciones de combate básicas, y que eliminó 35 000 puestos de trabajo en los departamentos de Defensa y de Asuntos de Veteranos en el primer año del despliegue en Irak, el sector privado se quedó para rellenar los huecos en todos los niveles [439]. Las empresas de seguridad privada llegaron en tropel a Irak para realizar funciones que anteriormente estaban en manos de los soldados, pero, una vez allí, sus atribuciones aumentaron como respuesta al caos. Esto es lo que se conoce como «ampliación de la misión».

El contrato original de Blackwater en Irak consistía en proporcionar seguridad privada a Bremer, pero un año después de la ocupación la empresa participaba en todos los combates callejeros. Durante el levantamiento de Muqtada al Sader en Nayaf, en abril de 2004, Blackwater asumió el mando de los marines estadounidenses en una batalla de un día contra el Ejército del Mahdi en la que murieron decenas de iraquíes [440].

En las cárceles, el ejército andaba tan escaso de interrogadores formados e intérpretes de árabe que no podía obtener información de los prisioneros. Desesperado ante esa falta de personal, recurrió al contratista de defensa CACI International Inc. En el contrato original, el papel de CACI en Irak consistía en proporcionar servicios de tecnología de la información a los militares, pero la formulación de la orden de trabajo era tan ambigua que «tecnología de la información» podía llegar a significar «interrogatorio» [441].

Antes de la invasión, Halliburton recibió un contrato para sofocar los incendios provocados por los ejércitos en retirada de Sadam. Cuando los fuegos no llegaron a materializarse, el contrato de Halliburton se amplió para incluir una nueva función: proporcionar combustible a toda la nación, un trabajo de tal envergadura que «compró todos los camiones cisterna de Kuwait e importó varios centenares más» [442]. Con la excusa de liberar de cargas a los soldados para la batalla, Halliburton se encargó de funciones tradicionales del ejército, incluyendo el mantenimiento de vehículos y radios.

Incluso el reclutamiento, una tarea considerada propia de los soldados, se convirtió en un negocio lucrativo, ya que los reclutadores privados recibían una gratificación cada vez que alistaban a un soldado. También se dio un auge del entrenamiento subcontratado: compañías como Cubic Defense Applications y Blackwater formaron soldados en técnicas de combate.

Además, a los soldados se los trataba en empresas sanitarias privadas para las que la guerra en Irak generó unos beneficios inesperados. Una de esas compañías, Health Net, se convirtió en la séptima más productiva en el Fortune 500 de 2005. Otra fue IAP Worldwide Services Inc., que obtuvo el contrato para encargarse de muchos de los servicios del hospital militar Walter Reed. La privatización del centro médico pudo haber contribuido a un espectacular deterioro en el mantenimiento, ya que más de cien empleados federales expertos dejaron las instalaciones [443].

Así, mientras la reconstrucción de Irak fue todo un fracaso para los iraquíes y los contribuyentes norteamericanos, no se puede decir lo mismo sobre el complejo del capitalismo del desastre, como explican las siguientes cifras. Durante la primera guerra del Golfo, en 1991, hubo un contratista por cada cien soldados. Al principio de la invasión de Irak, en 2003, la proporción había aumentado a un contratista por cada diez soldados. Con la ocupación norteamericana próxima a cumplir su cuarto año, había un contratista por cada 1,4 soldados norteamericanos [444].

La administración Bush tomó algunas medidas importantes y apenas revisadas para institucionalizar el modelo de guerra privatizada que se forjó en Irak, un elemento ya fijo de la política exterior. En julio de 2006, Bowen —inspector general para la reconstrucción de Irak— publicó un informe sobre «lecciones aprendidas» de las diversas debacles con los contratistas. Llegó a la conclusión de que los problemas tenían su raíz en la falta de planificación y exigió la creación de «un cuerpo de reserva desplegable compuesto por personal contratado que esté formado para ejecutar operaciones rápidas de ayuda y reconstrucción durante operaciones de contingencia» y «precualificar un consorcio diverso de contratistas con experiencia en zonas en reconstrucción». En otras palabras, un ejército contratado permanente. En su discurso sobre el estado de la nación, en 2007, Bush defendió la idea y anunció la creación de un cuerpo de reserva civil. «El cuerpo funcionaría de manera muy parecida a nuestra reserva militar. Aliviaría la carga de las fuerzas armadas al permitirnos contratar civiles con conocimientos muy específicos para servir en misiones en el extranjero cuando Estado Unidos les necesite», explicó. «Gente de todo Estados Unidos sin uniforme tendrá la oportunidad de servir en la batalla definitiva de nuestro tiempo» [445].

Un año y medio después de la ocupación de Irak, el Departamento de Estado norteamericano creó una nueva delegación: la Oficina de Reconstrucción y Estabilización. Un buen día, la oficina paga a contratistas privados para que tracen un plan detallado de reconstrucción de 25 países que, por una razón u otra, son objetivos de la destrucción patrocinada por Estados Unidos. Las corporaciones y los asesores están preparados con «contratos prefirmados», de manera que pueden pasar a la acción en cuanto se desencadene el desastre [446].

La guerra en Irak, que se hizo posible a raíz de los ataques del 11 de septiembre, representa nada menos que el nacimiento violento de un nuevo modelo de economía, un modelo de guerra y reconstrucción privatizadas: dado que todos los aspectos de la destrucción y la reconstrucción se han subcontratado y privatizado, se produce un auge económico cuando las bombas empiezan a caer, cuando ya no caen y cuando vuelven a caer de nuevo.

Hasta Irak, las fronteras de la cruzada de Chicago las imponía la geografía. Ahora ya se puede abrir una nueva frontera en cualquier lugar donde suceda el siguiente desastre.

17. Lo que trajo el terremoto del océano Índico de 2004

El terremoto del océano Índico del 16 de diciembre de 2004 provocó un tsunami que se propagó a lo largo de las costas de la mayoría de los países que lo bordean (Indonesia, Sri Lanka, India, Tailandia…). Acabó con la vida de 250 000 personas y dejó sin hogar a dos millones y medio en toda la región [447].

Imagen 21. Devastación alrededor de Kalutara, Sri Lanka, después del tsunami

En la bahía de Arugam (Sri Lanka), uno de los pueblos afectados, los habitantes alegaban que el tsunami estaba siendo aprovechado para que se aprobase una agenda profundamente antipopular: un «plan para trasladar a los pescadores de la playa». Durante quince años, decenas de familias pescadoras habían pasado la temporada de pesca en cabañas situadas en la playa, guardado sus embarcaciones junto a ellas y secado su pesca en hojas de banano sobre la fina arena blanca. Los restaurantes compraban pescado directamente según llegaba en las embarcaciones y los pescadores.

Durante mucho tiempo, no hubo especiales conflictos entre los hoteles y los pescadores de la bahía de Arugam, en parte porque la guerra civil que tenía lugar en Sri Lanka aseguraba que ninguna industria crecería a gran escala. La costa oriental del país presenció algunos de los peores enfrentamientos de ambos bandos: los Tigres de Liberación de la Tierra Tamil (conocidos como los Tigres tamiles) en el norte, y el gobierno central ceilandés de Colombo. Ninguno consiguió controlarla jamás totalmente.

En febrero de 2002 se produjo un gran avance, cuando Colombo y los Tigres firmaron un acuerdo de alto el fuego. A pesar de la precariedad de la situación, las guías empezaron a resaltar el interés de la costa oriental como la nueva Phuket: bellas playas, juergas a la luz de la luna… «lugares de moda», según señalaba Lonely Planet [448]. Al mismo tiempo, los pescadores de todo el país pudieron regresar a las aguas más ricas en pesca a lo largo de la costa oriental, incluida la bahía de Arugam.

Las playas estaban cada vez más abarrotadas. La bahía de Arugam fue declarada puerto pesquero, pero los propietarios de los hoteles empezaron a quejarse de que las cabañas impedían sus vistas y que el olor del pescado seco repugnaba a sus clientes. Algunos de los hoteleros empezaron a presionar al gobierno local para que trasladase las embarcaciones y las cabañas a otra bahía, menos popular para los extranjeros. Los aldeanos los presionaron a su vez, señalando que ellos habían vivido en esas tierras durante generaciones y que la bahía de Arugam era algo más que un embarcadero.

Estas tensiones amenazaron con explotar seis meses antes del golpe del tsunami, al producirse un misterioso incendio en la playa que redujo a cenizas veinticuatro cabañas. Muchos de los pescadores de la bahía de Arugam insistían en que el fuego había sido provocado por los propietarios de los hoteles. Pero si el este fue realmente un intento de ahuyentar a los pescadores, no funcionó; los aldeanos se mostraron dispuestos a quedarse más que nunca, y las personas que perdieron sus cabañas las reconstruyeron rápidamente.

Cuando se produjo el tsunami, consiguió lo que el fuego no pudo: vació la playa completamente. Cada frágil construcción fue barrida por el agua. En una comunidad de sólo 4000 habitantes, murieron alrededor de 350 personas, la mayoría de ellos personas que hacían del mar su medio de vida [449].

Cuando la emergencia remitió y las familias de pescadores regresaron a los lugares donde una vez estuvieron sus casas, la policía les prohibió reconstruir sus hogares. Nada de casas en la playa; todo tenía que estar, al menos, a doscientos metros atrás de la orilla de la costa. La mayoría habría aceptado construir más lejos del agua, pero no había terreno disponible allí, lo que dejaba a los pescadores sin un lugar al que ir. Y la nueva «zona de separación» había sido impuesta no sólo en la bahía de Arugam, sino a lo largo de toda la costa. Las playas estaban fuera de los límites.

Con el fin de recibir raciones de comida y subvenciones como ayuda, cientos de miles de personas se desplazaron de las playas a campamentos temporales del interior, largos y sombríos barracones de chapa cuya absorción del calor era tan insoportable que muchos los abandonaban para dormir fuera. Según pasaba el tiempo, los campos se convirtieron en avenidas de suciedad y enfermedades patrulladas por amenazadores soldados blandiendo sus ametralladoras.

Oficialmente, el gobierno dijo que la zona de separación era una medida de seguridad para prevenir que se repitiera una devastación si se produjera otro tsunami. Pero el problema era que esto no se estaba aplicando a la industria del turismo. Por el contrario, se animaba a los hoteleros a que expandiesen sus hoteles frente al mar.

Para los pescadores, la zona de separación parecía algo más que una excusa del gobierno para hacer lo que llevaba haciendo desde antes de la ola: echarlos de la playa. Las capturas que solían extraer de las aguas habían sido suficientes para mantener a sus familias, pero no contribuían al crecimiento económico tal como era medido por instituciones como el Banco Mundial, y la tierra donde una vez estuvieron sus cabañas podría ser puesta al servicio de un uso más rentable. Un documento llamado «Plan de desarrollo para los recursos de la bahía de Arugam» filtrado por la prensa confirmaba los peores temores de la comunidad de pescadores. El gobierno federal había encargado a un equipo de consultores internacional desarrollar un anteproyecto de reconstrucción de la bahía de Arugam, y este plan fue el resultado. Aunque hubieran sido sólo las propiedades situadas frente a la playa las dañadas por el tsunami, con la mayor parte de la ciudad aún en pie, este pedía que la bahía de Arugam fuese demolida y reconstruida, y que se convirtiera en una «boutique de destino turístico» de lujo. El informe señalaba con entusiasmo que la bahía de Arugam podría servir como modelo para levantar treinta nuevas «zonas turísticas» cercanas, convirtiendo la costa oriental de Sri Lanka en una Riviera en el Sureste asiático [450].

El informe explicaba que los aldeanos serían trasladados a lugares más apropiados, algunos varios kilómetros más lejos y lejos del océano. Para colmo, los 80 millones de dólares del proyecto de renovación iban a ser financiados con el dinero recaudado como ayuda en nombre de las víctimas del tsunami.

17.1 Antes de la ola: planes frustrados

Como ya se ha mencionado, el plan para rehacer Sri Lanka era dos años anterior al tsunami. Empezó cuando la guerra civil terminó y los contendientes habituales aparecieron sobre el terreno para tramar la entrada de Sri Lanka en la economía mundial, de manera prominente en la USAID, el Banco Mundial y en su flamante Banco Asiático de Desarrollo (BasD).

El gobierno de Estados Unidos estaba tan entusiasmado con el potencial de Sri Lanka como destino turístico de alto standing que USAID lanzó un programa con el fin de organizar la industria turística de Sri Lanka, creando un poderoso lobby al estilo de Washington. Pediría un crédito para incrementar el presupuesto destinado a promocionar el turismo «desde no menos de 500 000 dólares al año hasta alcanzar aproximadamente los 10 millones anuales» [451]. Mientras tanto, la embajada de Estados Unidos lanzaría el Programa de Competitividad, una avanzadilla con el fin de progresar en los intereses económicos de Estados Unidos en el país.

Pero antes de que Sri Lanka pudiera cumplir con su destino como centro lúdico del grupo de la plutonomía, existían algunas áreas que necesitaban mejoras drásticas de manera urgente. Lo primero que tenía que hacer el gobierno para atraer complejos turísticos de primera categoría era disminuir los obstáculos de la propiedad privada de la tierra (aproximadamente el 80 % de la tierra de Sri Lanka era propiedad del Estado) [452]. Necesitaba una legislación laboral más «flexible» bajo la cual los inversores pudieran proveer de personal a sus complejos turísticos. Igualmente, necesitaba modernizar sus infraestructuras. Sin embargo, desde que Sri Lanka contrajo una deuda por la compra de armas, el gobierno no podía pagar por todas esas rápidas modernizaciones por su cuenta. Los habituales acuerdos estaban encima de la mesa: préstamos del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional a cambio de acuerdos para abrir la economía a las privatizaciones y a «sociedades público-privadas».

Todos estos planes y condiciones se dispusieron cuidadosamente en Regaining Sri Lanka, un programa de tratamiento de choque del gobierno de Sri Lanka y del Banco Mundial ultimado a principios de enero de 2003. Su principal partidario local fue el político y empresario local Mano Tittawella [453].

Como todos los planes de terapia de shock, Regaining Sri Lanka exigía muchos sacrificios en nombre de una rápida reactivación del crecimiento económico. Millones de personas tendrían que abandonar sus tradicionales pueblos para liberar las playas para los turistas y las tierras para complejos turísticos y autopistas. La pesca (restante) quedaría bajo el dominio de industriales pesqueros de arrastre que actuarían en puertos profundos [454]. Y, por supuesto, habría despidos masivos en las compañías estatales y los precios de los servicios subirían.

El problema para los partidarios de este plan era que, simplemente, muchos habitantes no creían que esos sacrificios valiesen la pena. El Regaining Sri Lanka fue rechazado, primero a través de una oleada de huelgas y protestas callejeras; después, de manera decisiva, en las urnas. En abril de 2004, los srikanleses derrotaron a todos los expertos extranjeros y empresarios locales votando una coalición de centroizquierda autodenominada marxista que prometía abandonar el plan Regaining Sri Lanka en su totalidad [455].

Ocho meses después de esas elecciones golpeó el tsunami. Entre el luto por la desaparición del Regaining Sri Lanka, la importancia del acontecimiento se entendió de inmediato. El gobierno recién elegido necesitaría miles de millones de los acreedores extranjeros para reconstruir hogares, carreteras, escuelas y vías de ferrocarril destruidos durante la tormenta. Y esos acreedores sabían bien que, cuando se enfrentan a una crisis devastadora, incluso los más comprometidos nacionalistas económicos se vuelven de manera repentina más flexibles.

17.2 Después de la ola: una segunda oportunidad

En Colombo, el gobierno nacional inmediatamente hizo un movimiento para demostrar a los países ricos que estaba preparado para renunciar al pasado. La presidenta Chandrika Kumaratunga, elegida abiertamente en una plataforma antiprivatización, alegó que el tsunami había sido para ella una especie de epifanía religiosa que la había ayudado a ver la luz del libre mercado [456].

Sólo cuatro días después de que golpeara la ola, el gobierno hizo aprobar un proyecto de ley que allanó el camino para la privatización del agua, un plan al que los ciudadanos se habían resistido enérgicamente durante años. Por supuesto, ahora, con el país todavía inundado por el agua del mar y las tumbas sin cavar, pocos sabían aún que esto había ocurrido. El gobierno también eligió este momento de extrema privación para subir el precio de la gasolina: un movimiento diseñado para enviar a los prestamistas un inequívoco mensaje sobre la responsabilidad fiscal de Colombo. También comenzó el desarrollo de la legislación para privatizar la compañía nacional de electricidad [457].

Si los prestamistas de Washington fueron capaces de moverse rápidamente para aprovecharse del tsunami fue porque ya habían hecho algo notablemente similar antes. El ensayo general del desastre capitalista postsunami tuvo lugar en el pequeño examen que supuso el episodio que siguió al huracán Mitch.

En octubre de 1998, durante una interminable semana, el Mitch azotó las costas y las montañas de Honduras, Guatemala y Nicaragua, inundando pueblos enteros y matando a más de 9000 personas. Los ya de por sí empobrecidos países no pudieron desenterrarse sin la generosa ayuda extranjera, que llegó a un precio excesivo. Dos meses después de que golpeara el Mitch, el Congreso de Honduras aprobó varias leyes que permitían la privatización de aeropuertos, puertos marinos y autopistas y llevó por vía rápida diversos planes para privatizar la compañía estatal de teléfonos, la compañía nacional eléctrica y parte del sector del agua. Asimismo, anuló leyes progresistas de reforma de la tierra, haciendo más fácil a los extranjeros comprar y vender propiedades y presionó firmemente a favor de una radical ley minera que rebajó los estándares medioambientales e hizo más fácil desahuciar de sus hogares a la gente que se encontraba en el paso de las nuevas minas [458].

En los países vecinos fue más de lo mismo: en esos dos mismos meses después del Mitch, Guatemala dio a conocer planes para liquidar su sistema telefónico, y Nicaragua hizo lo mismo junto con su compañía eléctrica y el sector petrolero. Según el Wall Street Journal, «el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional han echado todo su peso detrás de la venta [de telecomunicaciones], creando una condición para conceder aproximadamente 47 millones de dólares anualmente en ayuda durante tres años y vinculando esta a alrededor de 4400 millones de dólares en deuda extranjera de auxilio para Nicaragua» [459].

En los años siguientes, las ventas se aprobaron, a menudo a precios muy por debajo del valor de mercado. Por ejemplo, Nicaragua liquidó el 40 % de su compañía telefónica por sólo 33 millones de dólares, cuando Pricewaterhouse Coopers había estimado su valor en 80 millones de dólares [460].

Cuando golpeó el tsunami, Washington estaba preparado para llevar el modelo del Mitch a un nivel superior: el objetivo se dirigía no sólo a leyes nuevas sino a un control corporativo directo sobre toda la reconstrucción. Sólo una semana después de que el tsunami nivelara las costas, la presidenta de Sri Lanka creó un organismo que llamó Fuerza Operante para Reconstruir la Nación. Este grupo, y no el Parlamento de Sri Lanka, tendría todo el poder para desarrollar e implementar un plan maestro en un nuevo Sri Lanka. El grupo de trabajo estaba compuesto por los ejecutivos de la banca y de la industria más poderosos del país. Y no de cualquier industria: cinco de los diez miembros del grupo de trabajo habían dirigido holdings en el sector turístico de la playa, representando a algunos de los más grandes complejos turísticos del país [461]. El presidente era el ya mencionado Mano Tittawella.

En sólo diez días, los líderes del grupo de trabajo hicieron un borrador de un completo anteproyecto de reconstrucción nacional que incluía desde la vivienda a las autopistas. Este plan establecía zonas de separación y esa bondadosa exención a los hoteles. El grupo de trabajo también desvió el dinero de la ayuda hacia las grandes autopistas y los puertos de pesca industriales que tanta resistencia habían encontrado antes de la catástrofe.

Washington apoyó al grupo de trabajo y su fórmula de ayuda a la reconstrucción, que a estas alturas ya se parecía a la de Irak. CH2M Hill, el gigante de la ingeniería y de la construcción de Colorado, había sido distinguido con una suma de 28,5 millones de dólares para supervisar a otros importantes contratistas en Irak. A pesar de su papel central en la debacle de la reconstrucción en Irak, se le concedió un contrato adicional de 33 millones de dólares para Sri Lanka para, en primer lugar, ocuparse de tres puertos de aguas profundas para la flota pesquera industrial y de la construcción de un nuevo puente en la bahía de Arugam, parte del plan para convertir la ciudad en un «paraíso turístico» [462].

El único dinero directo que el gobierno de Estados Unidos gastó en los pescadores de pequeña escala fue un millón de dólares, lo cual permitiría «mejorar» los campamentos temporales donde estaban siendo hacinados mientras las playas era renovadas [463]. Con todo, a medida que pasaban los meses, estos campamentos empezaban a parecerse cada vez menos a refugios de emergencia y más a tugurios de chabolas consolidados.

17.3 La ola más amplia

Sri Lanka no era el único país que había sido golpeado por este segundo tsunami. Historias similares de tierra y expropiaciones se revelaban en Tailandia, las Maldivas…

Un año después del tsunami, la ONG ActionAid, que vigila el uso de la ayuda extranjera, publicó los resultados de una extensa encuesta de 50 000 supervivientes del tsunami procedentes de cinco países. En todas partes se repetían las mismas pautas: los residentes fueron excluidos de la reconstrucción, pero los hoteles fueron colmados de incentivos; los campamentos temporales fueron confinados en miserables campos militarizados sin haberse realizado apenas una reconstrucción permanente. El informe concluía que los contratiempos no podían achacarse a la dotación insuficiente o la corrupción. Los problemas eran estructurales y premeditados: «[…] las comunidades de la costa fueron apartadas en favor de los intereses comerciales» [464].

Cuando llegó el oportunismo postsunami, no obstante, no había lugar comparable con las Maldivas. Allí, el gobierno no quedó satisfecho simplemente con despejar las playas de pobres, sino que utilizó el tsunami para intentar vaciar de sus ciudadanos la inmensa mayoría de las zonas habitables del país.

Las Maldivas, un conjunto de aproximadamente 200 islas habitadas frente a la costa de la India, es una república turística cuyo producto de exportación es el ocio tropical, con un asombroso 90 % de ingresos estatales que provienen directamente de las vacaciones en sus playas [465]. Casi un centenar de sus islas son «islas turísticas», pequeñas parcelas de vegetación rodeadas por halos de arena blanca que están completamente controladas por los hoteles, transatlánticos o gente rica.

Maumoon Abdul Gayoom fue el hombre que presidió este reinado de placer entre 1978 y 2008. Durante su permanencia, el gobierno encarceló a los líderes de la oposición y fue acusado de torturar a «disidentes» por crímenes tales como escribir contra el gobierno en páginas web [466]. Con los críticos fuera de la vista en las prisiones de las islas, Gayoom y su séquito fueron libres para prodigar su atención en el negocio turístico.

Antes del tsunami, el gobierno de las Maldivas había estado viendo cómo expandir el número de complejos turísticos para satisfacer la creciente demanda de escapadas de lujo. Se enfrentó al habitual obstáculo: la gente. Los maldivos son pescadores de subsistencia, muchos de los cuales viven en pueblos tradicionales dispersos por los atolones de las islas, y el gobierno de Gayoom había estado intentando convencerlos de que se trasladaran a islas más grandes y densamente pobladas que los turistas raras veces visitan. Se supone que estas islas ofrecerían mejor protección ante las mareas crecientes causadas por el calentamiento global. Pero era difícil, incluso para un régimen represivo, desarraigar a decenas de miles de personas de sus islas ancestrales y el programa de «consolidación de la población» fue en gran parte fallido [467].

Después del tsunami, el gobierno de Gayoom declaró inmediatamente que el desastre demostró que muchas islas eran «inseguras e inadecuadas para ser habitadas» y lanzaron un programa más agresivo de traslado que el intentado anteriormente, declarando que quien quisiera auxilio del Estado para la recuperación tras el tsunami tendría que trasladarse a alguna de las islas designadas como «islas seguras» [468].

El gobierno de las Maldivas afirmaba que el Programa para las Islas Seguras, apoyado y patrocinado por el Banco Mundial y otros organismos, se estaba dirigiendo por requerimiento público para vivir en «islas más grandes y seguras» [469]. Pero las preocupaciones del gobierno se evaporaron cuando ello afectaba a todos los hoteles construidos con precaria arquitectura en las islas que estaban al nivel del mar. No es sólo que los complejos turísticos no estaban sujetos a evacuaciones seguras, sino que, en diciembre de 2005, un año después del tsunami, el gobierno de Gayoom declaró que estaban disponibles treinta y cinco nuevas islas para ser arrendadas como complejos turísticos por más de cincuenta años [470].

17.4 Las consecuencias del desastre

En los países afectados por el tsunami, debido a que la tormenta hizo un eficaz trabajo despejando la playa, el proceso de desplazamiento y gentrificación que normalmente se extendería durante años se llevó a cabo en cuestión de días o semanas. Con el apoyo de las pistolas de la policía local y la seguridad privada, fue una gentrificación militarizada. En Tailandia, por ejemplo, en las primeras veinticuatro horas de la ola, los promotores inmobiliarios enviaron guardias de seguridad privada armados para cercar los terrenos codiciados por los complejos turísticos. En algunos casos, los guardias ni siquiera permitieron a los supervivientes buscar en sus viejas propiedades los cuerpos de sus hijos [471].

Se supone que la influencia de la ayuda de la reconstrucción por el tsunami iba a ofrecer a los esrilanqueses una oportunidad para construir una paz duradera, pero no fue así. Las ONG, que inicialmente se veían útiles, estaban sufriendo la peor de las cóleras que venían de la reconstrucción debido a que eran intensamente visibles, con sus logotipos en cada superficie disponible a lo largo de la costa, mientras que el Banco Mundial, la USAID y los funcionarios del gobierno raras veces abandonaban sus oficinas de la ciudad. Era irónico, ya que los organizadores de la ayuda eran los únicos que ofrecían algún tipo de ayuda; pero también inevitable, porque lo que ellos ofrecían era insuficiente. Parte del problema era que el complejo de la ayuda había llegado a ser tan cuantioso y tan aislado de la gente a la que estaba sirviendo que el estilo de vida de sus empleados se había convertido en una obsesión nacional: hoteles de lujo, casas en primera línea de playa, todoterrenos blancos completamente nuevos... Los tenían todas las organizaciones de ayuda.

En Sri Lanka, como en Irak o Afganistán, la reconstrucción se parecía tanto a un robo que los trabajadores cooperantes se convirtieron en objetivos: en agosto de 2006, diecisiete trabajadores esrilanqueses de la ONG internacional Acción Contra el Hambre para el auxilio al tsunami fueron masacrados en sus oficinas cerca de la ciudad portuaria de la cosa oriental de Trincomelee. Se desató una nueva ola de atroz enfrentamiento y la reconstrucción por el tsunami se quedó en el camino. Muchas organizaciones de ayuda, temiendo por la seguridad de su personal después de recibir más ataques, abandonaron el país. Otras desplazaron su foco al sur, el área controlada por el gobierno, dejando el este, duramente golpeado y el norte, controlado por los tamiles y sin ayuda. Estas decisiones sólo profundizaron más el sentir de que los fondos para la reconstrucción se estaban gastando de manera injusta, especialmente después de que un estudio de finales de 2006 encontrara que, aunque la mayoría de los hogares golpeados por el tsunami estaban aún en ruinas, la única excepción era el propio distrito electoral del presidente en el sur, donde un 173 % de los hogares había sido reconstruido [472].

Los trabajadores cooperantes, todavía sobre el terreno en el este, cerca de la bahía de Arugam, ahora se ocupaban de una nueva ola de desplazados: los cientos de miles forzados a dejar sus hogares debido a la violencia. Los trabajadores de las Naciones Unidas, «quienes en un principio habían sido contratados para reconstruir las escuelas destruidas por el tsunami, habían sido desviados a construir inodoros para la gente desplazada por los enfrentamientos», informaba el New York Times [473].

En julio de 2006, los Tigres tamiles anunciaron oficialmente que el fin del alto de fuego había terminado. La reconstrucción se paró y la guerra volvió. Poco menos de un año después, unas 4000 personas habían sido asesinadas en los enfrentamientos después del tsunami. Sólo una pequeña parte de los hogares destruidos por el tsunami en la costa oriental habían sido reconstruidos y, de las nuevas construcciones, cientos habían sido perforadas por agujeros de bala.

Como Irak, Sri Lanka recibió lo que el politólogo de la Universidad de Ottawa Roland París había calificado como «la paz como castigo»: la imposición de un feroz y combativo modelo económico que hizo la vida más difícil para la mayoría de la gente en el mismo momento en el que más necesitaban la reconciliación y una mitigación de las tensiones [474].

18. La experiencia de Nueva Orleans

En agosto de 2005, el huracán «Katrina […] generó numerosas fallas de diques alrededor de Nueva Orleans provocando inundaciones catastróficas en la ciudad» [475].

Imagen 22. Las aguas de la inundación atraviesan un dique a lo largo del canal de Inner Harbor cerca del centro de Nueva Orleans

Hubo un breve período de tiempo en el que parecía que estos sucesos causarían una crisis en la lógica económica que había exacerbado enormemente el desastre humano con sus implacables ataques a la esfera pública. «La tormenta destapó las consecuencias de las mentiras y mistificaciones del capitalismo en un único escenario y de repente», escribió el politólogo Adolph Reed Jr. [476].

En el verano de 2004, más de un año antes de que el Katrina golpeara, el estado de Luisiana solicitó fondos a la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias (FEMA), —un laboratorio de la visión de gobierno de la administración Bush dirigido por corporaciones— para desarrollar un exhaustivo plan de contingencia para el potente huracán. La petición fue rechazada. Ese mismo verano la FEMA concedió un contrato de 500 000 dólares a una empresa privada llamada Innovative Emergency Management (IEM) para idear un plan «para el desastre catastrófico del huracán para el sureste de Luisiana y la ciudad de Nueva Orleans» [477].

La compañía no reparó en gastos y, finalmente, la factura de la operación llegó al millón de dólares. IEM pensó escenarios para evacuaciones en masa que cubriesen todo: desde el reparto del agua hasta la instrucción a las comunidades vecinas para identificar terrenos vacíos que pudieran ser inmediatamente transformados en complejos de casas rodantes para los evacuados. Sin embargo, ocho meses después de que el contratista presentara su informe, ninguna acción se había llevado a cabo [478].

Para algunos ideólogos del libre mercado, este espectáculo provocó una crisis de fe. «El derrumbe de los diques de Nueva Orleans tendrá consecuencias sobre el neoconservadurismo tan profundas como el hundimiento del Muro de Berlín lo tuvo sobre el comunismo soviético», escribió el arrepentido creyente Martin Kelly en un ensayo. «Con optimismo, todos aquellos que instaron a que la ideología siguiese, yo incluido, tendrán largo tiempo para considerar la equivocación de nuestros caminos». Incluso incondicionales neocons como Jonah Goldberg estaban suplicando un «gobierno fuerte» que acudiese al rescate [479].

Pero ningún examen de conciencia se hizo notar en la Heritage Foundation, donde se encuentran los verdaderos discípulos del friedmanismo. El Katrina fue una tragedia, pero, como Milton Friedman escribió en su columna de opinión en el Wall Street Journal, era «también una oportunidad». El 13 de septiembre de 2005, catorce días después de que los diques se resquebrajaran, la Heritage Foundation fue la anfitriona de un encuentro de ideólogos de ideas afines y legisladores republicanos. Propusieron una lista de «Ideas pro libre mercado para dar respuesta al huracán Katrina y al alto precio del gas», todas ellas englobadas como «auxilio por el huracán» [480].

Además, a pesar de que los climatólogos han vinculado directamente el incremento de los huracanes al calentamiento de la temperatura oceánica [481], el grupo de trabajo de la Heritage Foundation solicitó al Congreso la revocación de las regulaciones medioambientales de la Costa del Golfo, dando permiso para abrir nuevas refinerías de petróleo en Estados Unidos, así como luz verde para «perforar en el Artic National Wildlife Refuge» [482].

En cuestión de semanas, la Costa del Golfo se convirtió en un laboratorio interno con el mismo tipo de gobierno regido por contratistas que había sido pionero en Irak.

Las compañías que consiguieron los contratos más importantes eran grupos conocidos en Bagdad: una unidad de la KBR de Halliburton tenía un contrato de 60 millones de dólares para reconstruir las bases militares a lo largo de la costa. Blackwater fue contratada para proteger a los empleados de la FEMA de los saqueadores. Parsons entró en un proyecto de construcción de un importante puente en el Misisipi. Fluor, Shaw, Bechtel, CH2M Hill fueron contratados por el gobierno para proveer de casas móviles a los evacuados sólo diez días después de que los diques se rompiesen. Sus contratos alcanzaron un total de 3400 millones de dólares, sin necesidad de oferta previa [483].

En Nueva Orleans, como en Irak, se explotó toda oportunidad de beneficio. Kenyon, una sección del megaconglomerado funerario Service Corporation International, fue contratada para recuperar los cadáveres de las casas y calles. El trabajo fue extraordinariamente lento y los cuerpos se derritieron al sol durante días. A los trabajadores de urgencias y agentes funerarios voluntarios locales se les prohibió intervenir en la ayuda porque recoger los cuerpos afectaba al terreno comercial de Kenyon. La compañía cobró al Estado, por término medio, 12 500 dólares por víctima después de ser acusada de no poner adecuadamente las etiquetas a muchos cuerpos. Durante casi un año después de la inundación, todavía se seguían descubriendo en los desvanes cadáveres en estado de descomposición [484].

Ashritt, la compañía que cobró 500 millones de dólares por retirar escombros, no poseía ni un solo camión vertedero y encargó todo el trabajo a contratistas [485]. Más llamativo fue el caso de la compañía a la que la FEMA pagó 5,2 millones de dólares para construir un campamento base para los trabajadores de urgencias en St. Bernard Parish, un barrio en las afueras de Nueva Orleans. La construcción del campamento se retrasó y nunca llegó a terminarse. Cuando el contratista fue investigado, resultó que la compañía, Lighthouse Disaster Relief, era en realidad un grupo religioso [486].

Al igual que en Irak, las corporaciones retiraron fondos mediante masivos contratos, liquidando luego al gobierno ese dinero no con un trabajo fidedigno sino con contribuciones a las campañas o con leales subordinados controlados en las campañas electorales: según el New York Times, «los más altos contratistas de servicios han gastado cerca de 300 millones de dólares desde el año 2000 en su ejercicio de presión política y han donado 23 millones de dólares a las campañas políticas» [487].

Y otra cosa también era familiar: la aversión de los contratistas a contratar a personal local. El resultado, previsible, fue que después de que todas las capas de subcontratistas hubieran tomado su trozo del pastel, no había nada que dejar para los que trabajaban. Por ejemplo, el FEMA pagó a Shaw 175 dólares por metro cuadrado para instalar lonas azules impermeabilizadas en los tejados dañados, aun cuando las lonas mismas estaban siendo proporcionadas por el gobierno. Una vez que todos los contratistas tomaron su parte, los trabajadores que realmente pusieron las lonas recibieron tan sólo dos dólares por metro cuadrado [488].

Según un estudio, «una cuarta parte de los trabajadores que estaban reconstruyendo la ciudad eran inmigrantes sin papeles, casi todos hispanos, ganando bastante menos dinero que los trabajadores legales». En Misisipi, una demanda colectiva obligó a varias compañías a pagar cientos de miles de dólares en salarios retrasados a trabajadores inmigrantes. A algunos no les pagaron en absoluto [489].

Los ataques que suponían estas desigualdades, hechos en nombre de la reconstrucción y el auxilio, no terminaron aquí. En noviembre de 2005, con el fin de compensar las decenas de miles de millones que habían ido a parar a compañías privadas en contratos y deducciones fiscales, el Congreso anunció que necesitaba recortar 40 000 millones de dólares del presupuesto federal. Entre los programas que recortaron drásticamente estaban los préstamos a los estudiantes, los programas de asistencia sanitaria a gente sin recursos y los cupones para alimentos [490].

Después de la inundación, una ya dividida Nueva Orleans se convirtió en un campo de batalla entre las cercadas zonas de seguridad —con su propia red de suministro eléctrico, su propia telefonía y sistemas de aguas residuales y su propio hospital de tecnología punta— y las embravecidas zonas desprotegidas, el resultado no de los daños provocados por el agua sino de las «soluciones de libre mercado» adoptadas por el presidente. La administración Bush rechazó destinar fondos de emergencia para pagar los salarios del sector público, y la ciudad de Nueva Orleans, que perdió su base impositiva, tuvo que despedir a tres mil trabajadores en los meses posteriores al Katrina. Entre ellos estaban dieciséis miembros del personal de planificación de la ciudad cesados en el preciso momento en que Nueva Orleans necesitaba planificadores de manera desesperada. En su lugar, millones de dólares públicos fueron a consultores del exterior, muchos de los cuales eran poderosos promotores estatales [491].

En brutal contraste con el ritmo glacial al que se repararon los diques y la red eléctrica de Nueva Orleans, la subasta del sistema educativo de la ciudad se realizó con precisión y velocidad dignas de un operativo militar. En menos de diecinueve meses, las escuelas públicas de Nueva Orleans fueron sustituidas casi en su totalidad por una red de escuelas chárter de gestión privada. Antes del huracán Katrina, la junta estatal se ocupaba de 123 escuelas públicas; después, sólo quedaban 4. Antes de la tormenta, Nueva Orleans contaba con 7 escuelas chárter, y después, 31 [492]. Los maestros de la ciudad solían enorgullecerse de pertenecer a un sindicato fuerte. Tras el desastre, los contratos de los trabajadores quedaron hechos pedazos, y los 4700 miembros del sindicato fueron despedidos [493].

Casi dos años después del huracán, el hospital público Charity, que se había inundado durante la tormenta, continuaba cerrado. El poder judicial apenas funcionaba, y la compañía de electricidad privatizada, Entergy, había fracasado al no recuperar la línea de toda la ciudad. El sistema de transporte público fue desmantelado y perdió a casi la mitad de sus trabajadores. La inmensa mayoría de los proyectos de vivienda de propiedad pública estuvieron cubiertos con tablas y vacíos, con cinco mil unidades dispuestas para la demolición por la autoridad federal de la vivienda [494]. De la misma manera que el lobby del turismo en Asia había anhelado deshacerse de los pueblos de pescadores de primera línea de playa, el poderoso lobby del turismo de Nueva Orleans había puesto sus ojos en proyectos de vivienda [495].

La esfera pública de Nueva Orleans no estaba siendo reconstruida sino eliminada, utilizando la tormenta como excusa. En 2007, la Sociedad Americana de Ingenieros Civiles dijo que Estados Unidos se había quedado tan atrás en el mantenimiento de sus infraestructuras públicas que llevaría más de un billón y medio de dólares durante cinco años devolverla a la normalidad. En su lugar, esta clase de gastos están siendo recortados [496]. Al mismo tiempo, las infraestructuras públicas en el mundo se están enfrentando a una tensión sin precedentes: huracanes, ciclones, inundaciones e incendios forestales se están incrementando en frecuencia e intensidad. Es fácil imaginar un futuro en el que un creciente número de ciudades han quitado del medio sus frágiles y descuidadas infraestructuras debido a los desastres y, después, han dejado pudrirse sus servicios esenciales jamás reparados o rehabilitados. Los pudientes, mientras tanto, se retirarán a comunidades cercadas con acceso controlado y atendidas por proveedores privados.

Señales de este futuro se manifestaron ya en la estación de huracanes durante el año 2006. En sólo un año, la industria de respuesta a los desastres estalló con un alud de nuevas corporaciones en el mercado, prometiendo que la seguridad de toda clase no faltaría en un futuro desastre. Una de las más ambiciosas aventuras fue lanzada por una aerolínea en West Palm Beach, Florida. Help Jet se presentó como «el primer plan de escape de un huracán que convierte la evacuación de un huracán en unas vacaciones para personas de la alta sociedad». Cuando se avecina una tormenta, la aerolínea reserva vacaciones para sus miembros en complejos turísticos de cinco estrellas con campos de golf, en spas o en Disneylandia. Con todas las reservas hechas, los evacuados son entonces llevados rápidamente fuera de la zona del huracán en un lujoso jet [497].

Nueva Orleans es hoy un mundo de zonas residenciales de seguridad en el que dos clases muy diferentes de comunidades cercadas surgen de los escombros. Por un lado, están las llamadas casas FEMA: desoladas, campamentos apartados para los evacuados con bajos ingresos construidos por subcontratas de Bechtel o Fluor, gestionados por compañías de seguridad privada que patrullan los terrenos sin asfaltar, con visitantes restringidos y libres de periodistas. Por otro lado, las comunidades, también cercadas, construidas en las áreas ricas de la ciudad como Audubon y el Garden District, completas burbujas de funcionalidad. En las semanas de la tormenta, los residentes tenían agua y potentes generadores de emergencia. Sus enfermedades se trataron en hospitales privados y sus hijos fueron a las nuevas escuelas contratadas. Entre los dos tipos de Estados soberanos privatizados, estaba la versión de Nueva Orleans de la zona no protegida, donde la tasa de asesinatos se disparó y vecindarios como el ilustre Lower Ninth Ward se sumieron en una posapocalíptica tierra de nadie [498].

Bill Quiglev, un abogado y activista local, observó «que lo que está pasando en Nueva Orleans es sólo una versión más concentrada, más gráfica de todo lo que va a venir por todo el país» [499].

El proceso está ya en marcha. Otro reflejo de apartheid del desastre futuro puede encontrarse en un rico barrio residencial republicano a las afueras de Atlanta. Sus residentes decidieron que estaban cansados de subvencionar con sus propios impuestos las escuelas y la policía de los vecindarios afroamericanos del distrito con más bajos ingresos. Votaron dar forma a su propia ciudad, Sandy Springs, que podría gastar sus impuestos en servicios para sus 100 000 ciudadanos y no tener los ingresos redistribuidos por todo el condado de Fulton. Pero Sandy Springs no tenía estructuras de gobierno y necesitaba construirlas desde cero, con lo que, en septiembre de 2005, el mes en el que Nueva Orleans se inundó, sus residentes fueron abordados por el gigante de la construcción y consultor CH2M Hill con una singular persuasión: déjanos hacerlo por ti. Por un precio inicial de veintisiete millones de dólares al año, el contratista se comprometió a construir una ciudad completa desde cero [500].

Pocos meses después, Sandy Springs se convirtió en la primera «ciudad contratista». Sólo cuatro personas trabajaron directamente para la nueva municipalidad: todos los demás eran contratistas [501].

En un año, la obsesión por las ciudades-contrato se extendió por los barrios residenciales adinerados de Atlanta y llegó a convertirse en un procedimiento estándar en el norte de Fulton [Condado]. Las comunidades vecinas tomaron sus sugerencias de Sandy Springs y también votaron convertirse en ciudades autónomas y contratar a un contratista fuera de sus gobiernos. Pronto empezaría una campaña para que las nuevas ciudades corporativas participaran de manera conjunta en la formación de su propio condado, lo que significaría que ninguno de sus dólares en impuestos iría a parar a los barrios pobres cercanos. El plan encontró una virulenta oposición fuera del enclave propuesto [502].

En estos adinerados barrios residenciales de Atlanta, las tres décadas de cruzada corporativista de vaciado del Estado se habían completado: no es sólo que cada servicio del gobierno hubiera sido subcontratado, sino que también lo fueron sus propias funciones.

19. La experiencia de Israel

Durante décadas, el saber convencional decía que el caos era el sumidero de la economía global. Los shocks particulares y las crisis podían aprovecharse como efecto palanca para forzar a abrir nuevos mercados, por supuesto, pero después de que el shock inicial había hecho su trabajo, la estabilidad y la paz relativas eran necesarias para sostener el crecimiento económico.

En el Foro Económico Mundial de Davos, Suiza, de 2007, sin embargo, líderes políticos y de corporaciones estaban perplejos por el estado de los acontecimientos que parecía infringir esa sabiduría convencional. Se dio a conocer como el «dilema de Davos». Como expresó el columnista del Financial Times Martin Wolf, la economía se había enfrentado a «una serie de shocks: la quiebra de la Bolsa después del año 2000; [el 11-S]; las guerras en Irak y Afganistán; […] una subida repentina de los precios reales del petróleo hasta niveles no vistos desde los años setenta […]». Y todavía se encontraba «en un período dorado de crecimiento compartido en términos generales». Poco después, Lawrence Summers, antiguo secretario del Tesoro de Estados Unidos, señaló: «Hablas con expertos en relaciones internacionales y es el peor de todos los tiempos. Luego hablas con potenciales inversores y estamos en uno de los mejores momentos» [503].

¿Significa esto que el mercado se ha hecho inmune a la inestabilidad? No exactamente. Lo que sucede es que un constante flujo de desastres es ahora tan esperado que el siempre adaptable mercado ha cambiado para adaptarse a este nuevo statu quo: la inestabilidad es la nueva estabilidad. En debates acerca de este fenómeno económico después del 11-S, Israel es a menudo puesto como ejemplo de un tipo de prueba instrumental. Durante gran parte de la pasada década, Israel ha experimentado, de manera reducida, su propio dilema de Davos: las guerras y los ataques se han ido incrementando, pero la Bolsa de Tel Aviv ha alcanzado niveles récord al lado de toda esta violencia.

Lo que hace interesante a Israel en este sentido no es sólo que su economía resiste frente a algunos de los más grandes shocks políticos, como la guerra de 2006 con el Líbano o con Hamás en 2007, sino también que ha creado una economía que se expande considerablemente como reacción directa a la escalada de la violencia. Las razones del nivel de confort de la industria israelí con el desastre no son tan misteriosas. Años antes de que compañías europeas y americanas comprendieran el potencial del boom de la seguridad global, las compañías de tecnología israelíes fueron enérgicamente pioneras en la industria de la seguridad interna y, hoy en día, continúan dominando el sector.

La actual habilidad de Israel para obtener grandes beneficios en situaciones adversas es la culminación de un dramático cambio en la naturaleza de su economía respecto a los últimos quince años, una economía que había tenido un profundo impacto en la paralela desintegración de las perspectivas de paz. La última vez que hubo una perspectiva creíble de paz en Oriente Medio fue a principios de los años noventa, un tiempo en el que una potente agrupación de israelíes creía que la continuidad del conflicto no era una opción a largo plazo. El comunismo se había hundido, la revolución en las comunicaciones estaba empezando y existía una extendida convicción dentro de la comunidad de negocios israelí de que la sangrienta ocupación de Gaza y Cisjordania, agravada por el boicot de los países árabes a Israel, estaba poniendo el futuro de la economía de Israel en peligro. Viendo la explosión de los «mercados emergentes» por todo el mundo, las corporaciones israelíes estaban hartas de estar estancadas por la guerra; querían ser parte de los altos beneficios de un mundo sin fronteras y no estar acorraladas en una contienda regional. Si el gobierno israelí pudiera negociar algún tipo de acuerdo de paz con los palestinos, sus vecinos levantarían sus boicots y el país estaría perfectamente posicionado para ser el centro neurálgico del libre comercio en Oriente Medio [504].

En 1993, Simón Peres, ministro de Asuntos Exteriores, explicó a un grupo de periodistas israelíes que la paz era algo inevitable. Era, sin embargo, una paz muy particular. «No estamos buscando una paz de banderas —dijo Peres—, lo que nos interesa es una paz de mercados» [505]. Pocos meses después, el primer ministro Isaac Rabin y el presidente de la Organización para la Liberación de Palestina, Yasir Arafat, estrecharon sus manos en la Casa Blanca para celebrar la inauguración de los Acuerdos de Oslo. Después, todo empezó a ir horriblemente a peor.

Oslo podía haber sido el período más optimista en las relaciones palestino-israelíes, pero el famoso apretón de manos no supuso sellar un acuerdo. Fue, simplemente, un acuerdo para iniciar un proceso, con la mayoría de las cuestiones beligerantes sin resolver. Arafat estaba en una terrible posición al tener que negociar su propio retorno a los territorios ocupados, y aseguró que estarían fuera del acuerdo el destino de Jerusalén, la cuestión de los refugiados palestinos, los asentamientos judíos e, incluso, el derecho de autodeterminación para Palestina. La estrategia de Oslo, afirmaban los negociadores, era seguir adelante con la «paz de los mercados», basada en la idea de que el resto de cuestiones se pondrían en su lugar: lanzándose a las fronteras abiertas y participando en la fuerza devastadora de la globalización, se suponía que tanto israelíes como palestinos iban a experimentar mejoras concretas en su vida cotidiana más que en un ambiente acogedor creado por la «paz de las banderas» en las negociaciones que estaban por llegar. Esta, al menos, era la promesa de Oslo.

Fueron muchos los factores que contribuyeron a la posterior ruptura, pero hubo dos muy relevantes y rara vez discutidos, ambos relacionados con las costumbres estratégicas que la cruzada del libre mercado de la Escuela de Chicago desarrolló en Israel. Uno fue el influjo de los judíos soviéticos, lo cual era un resultado directo del experimento de la terapia de shock en Rusia. El otro fue el lanzamiento de la economía de exportación de Israel, que de estar basada en la alta tecnología y en bienes tradicionales pasó a ser excesivamente dependiente de la venta de aparatos y destrezas relacionados con el antiterrorismo. Ambos factores fueron fuertemente perjudiciales para el proceso de Oslo: la llegada de los rusos redujo la dependencia del trabajo palestino y permitió encerrarlo en los territorios ocupados, mientras la rápida expansión de la economía de seguridad de alta tecnología creaba un poderoso apetito dentro del rico Israel y los sectores más poderosos se decantaban por el abandono de la paz a favor de la continuación de los enfrentamientos y la expansión de la guerra contra el terror.

Por una desafortunada coincidencia histórica, el inicio del período de Oslo coincidió con la fase más nefasta del experimento de la Escuela de Chicago en Rusia. El apretón de manos en la Casa Blanca fue el 13 de septiembre de 1993, exactamente tres semanas después de que Yeltsin enviara los tanques para que prendiesen fuego al edificio del parlamento.

En el curso de los años noventa, aproximadamente un millón de judíos abandonó la antigua Unión Soviética trasladándose a Israel [506]. Es difícil exagerar el impacto de tan grande y rápida transferencia de población a un país tan pequeño como Israel.

La transformación demográfica puso del revés la ya de por sí precaria dinámica del acuerdo. Antes de la llegada de los refugiados soviéticos, Israel no podría haber roto por sí mismo por mucho tiempo las relaciones con las poblaciones palestinas de Gaza y Cisjordania; su economía no podía sobrevivir sin el trabajo palestino [507]. Cada lado dependía del otro económicamente, e Israel llevó a cabo agresivas medidas para impedir que los territorios palestinos desarrollasen relaciones comerciales autónomas con los Estados árabes.

Después, justo cuando Oslo entró en vigor, las relaciones se rompieron de manera abrupta. A diferencia de los trabajadores palestinos, cuya presencia en Israel había desafiado el proyecto sionista haciendo demandas al Estado de Israel para la restitución de las tierras robadas y la igualdad en derechos de ciudadanía, los cientos de miles de rusos que llegaron a Israel reforzaron los objetivos sionistas al incrementar considerablemente la proporción de judíos respecto a los árabes, mientras que al mismo tiempo proporcionaban nueva mano de obra barata. De repente, Tel Aviv tenía el poder para empezar una nueva era en las relaciones palestinas.

El 30 de marzo de 1993, Israel comenzó una nueva política de «cierre», sellando la frontera entre Israel y los territorios ocupados, impidiendo así que los palestinos accediesen a sus puestos de trabajo o vendiesen sus mercancías. El cierre empezó como una medida temporal, pero rápidamente se convirtió en el nuevo statu quo, con territorios acordonados no sólo respecto a Israel sino entre ellos.

En Israel, los años posteriores a los Acuerdos de Oslo cumplieron su promesa de cambiar el conflicto por prosperidad de manera espectacular. A mediados y a finales de los años noventa, las compañías israelíes tomaron por asalto la economía global, especialmente las de alta tecnología especializadas en telecomunicaciones y tecnología web. En la cumbre del auge de las empresas que tienen sus sedes en páginas web, el 15 % del producto interior bruto de Israel provenía de la alta tecnología y casi la mitad de sus exportaciones. Esto hizo de la economía de Israel «la más dependiente de la tecnología del mundo», según Business Week, dos veces más que la de Estados Unidos [508].

Una vez más, las nuevas llegadas de inmigrantes jugaron un rol decisivo en el boom. Entre los cientos de miles de soviéticos que llegaron a Israel en los años noventa, hubo más científicos altamente formados que los que había graduado el Instituto de Alta Tecnología de Israel en sus ochenta años de existencia. Estos eran muchos de los científicos que habían mantenido el nivel del lado soviético durante la Guerra Fría y, como afirmó un economista israelí, los rusos se convirtieron en «el propergol de la industria tecnológica de Israel» [509].

La apertura de mercados prometía beneficios a ambos lados del conflicto, pero los palestinos estuvieron notablemente ausentes del boom post-Oslo, debido al ya mencionado cierre. Según la especialista en Oriente Medio de Harvard, Sara Roy, cuando las fronteras fueron abruptamente selladas en 1993, las consecuencias sobre la vida económica palestina fueron catastróficas.

En 1993, el producto nacional bruto per cápita en los territorios ocupados cayó en picado cerca de un 30 %; al año siguiente, la pobreza entre los palestinos era de más de un 33 %. En 1996, dijo Roy, «el 66% de la población activa palestina estaba desempleada o severamente subempleada» [510]. Lejos de una «paz de los mercados», lo que Oslo significó para los palestinos fue mercados volatilizados, menos trabajo, menos libertad y, de manera crucial, según se extendían los asentamientos, menos tierra. Fue esta situación la que transformó los territorios ocupados en yesca que ardió en llamas cuando Ariel Sharon (primer ministro de Israel de 2001 a 2006), visitó el emplazamiento en Jerusalén llamado por los musulmanes al-Haram al Sharif (Monte del Templo, para los judíos) en septiembre de 2001, desencadenando la segunda Intifada (septiembre del 2000-febrero de 2005).

En Israel y en la prensa internacional se sostiene, generalmente, que la razón por la que el proceso de paz se hundió fue porque la oferta que hizo Ehud Barak (primer ministro de Israel de 1999 a 2001) en Camp David en julio de 2000 era el mejor acuerdo que los palestinos iban a conseguir y Arafat dio la espalda a la generosidad israelí, mostrando, de esta manera, que nunca fue sincero en la búsqueda de la paz. Después de esta experiencia y la irrupción de la segunda Intifada, los israelíes perdieron la fe en la negociación, eligieron a Ariel Sharon y empezó la construcción de lo que ellos llamarían barrera de seguridad y los palestinos Muro del Apartheid: la cadena de muros de hormigón y verjas de acero que sobresalen de la frontera de la Línea Verde de 1967 adentrándose en territorio palestino e introduciendo enormes edificios de asentamientos del Estado israelí, de la misma manera que un 30 % de los recursos del agua en algunas áreas [511].

Imagen 23. Muro del Apartheid

No hay ninguna duda de que Arafat quería un acuerdo mejor que los establecidos en Camp David o Taba en enero de 2001, pero estos acuerdos no fueron tampoco los premios que ellos habían entendido que serían. Aunque insistentemente presentada por los israelíes como una oferta incomparable de generosidad, Camp David apenas habría proporcionado reparación a los palestinos que habían sido forzados a abandonar su tierra y hogares cuando se creó el Estado de Israel en 1948, y estaba lejos de satisfacer los derechos mínimos para la autodeterminación palestina. En 2006, Shlomo Ben-Ami, que encabezaba las negociaciones por parte de Israel en Camp David y en Taba, rompió filas respecto a la línea del partido y admitió que «Camp David no era la oportunidad perdida para los palestinos» y que, si él fuera palestino, «también habría rechazado los acuerdos de Camp David» [512].

Hubo otros factores que contribuyeron al abandono de Tel Aviv de las negociaciones serias en las conversaciones de paz después de 2001. Factores tan poderosos como la presunta intransigencia de Arafat o la personal campaña de Sharon de crear un «gran Israel». Un Israel relacionado con el auge de la economía de alta tecnología de Israel. A principios de los años noventa, las élites económicas de Israel querían paz por prosperidad, pero el tipo de prosperidad que construyeron durante los años de Oslo estaba lejos de ser la paz que ellos habían originariamente supuesto. Cuando el nicho de Israel en la economía global resultó ser el de las tecnologías de la información, significó que la clave del crecimiento se basó en el envío de software y de chips informáticos a Los Angeles y Londres y no de buques de carga pesada a Beirut o Damasco. El éxito en el sector de la tecnología no precisaba que Israel tuviera relaciones con sus vecinos árabes o que pusiera fin a su ocupación de los territorios. El auge de la economía basada en la tecnología era, sin embargo, sólo la primera fase de la fatídica transformación económica de Israel. La segunda vino después de que la economía de las empresas con sede en Internet quebrase en el año 2000 y las compañías principales de Israel necesitasen encontrar otro nicho en el mercado global.

Con la economía más dependiente de la tecnología del mundo, Israel fue golpeado de manera muy severa por el crash de las compañías de Internet más que en cualquier otro lugar [513].

El gobierno israelí intervino rápidamente con un potente incremento del 10,7 % en gasto militar, parcialmente financiado con recortes en los servicios sociales. El gobierno también fomentó la industria de la tecnología diversificándola, pasando de las tecnologías de la información y la comunicación a la seguridad y la vigilancia. En este período, las Fuerzas de Defensa israelíes desempeñaron un rol similar al de una «incubadora de negocios». Los jóvenes soldados israelíes experimentaron con sistemas de redes y dispositivos de vigilancia mientras cumplían el servicio militar obligatorio. Luego llevarían sus descubrimientos a planes de negocios cuando se incorporaron a la vida civil [514]. Cuando el mercado de estos servicios y dispositivos se abrió en los años posteriores al 11 de septiembre, el Estado israelí abrazó abiertamente una visión nueva de la economía nacional: el crecimiento proporcionado por la burbuja de las empresas de Internet sería reemplazado por el boom de la seguridad nacional.

Para 2003, Israel se había recuperado de manera impresionante y, ya en 2004, el país parecía haber logrado un milagro: después de su calamitosa quiebra, estaba funcionando mejor que casi cualquier economía de Occidente. Los gobiernos de todo el mundo estaban repentinamente desesperados por conseguir herramientas de caza a terroristas, también para el conocimiento del espionaje humano en el mundo árabe. Israel se convirtió, en palabras de la revista Forbes, «en el país al que acudir por su tecnología contra el terrorismo» [515].

Como resultado, las exportaciones de Israel de productos y servicios relacionados con el antiterrorismo se incrementaron un 15 % en 2006. Las exportaciones de defensa del país en 2006 alcanzaron el récord de 3400 millones de dólares, haciendo de Israel el cuarto comerciante de armas más grande del mundo. Su sector tecnológico, en gran parte vinculado a la seguridad, supone más del 60 % de todas las exportaciones [516].

Este es un pequeño ejemplo de los logros de la industria:

  • Una llamada hecha al Departamento de Policía de Nueva York es grabada y analizada con la tecnología creada por Nice Systems, una compañía israelí. Nice también controla las comunicaciones de la policía de Los Ángeles y de Time Warner, de la misma manera que proporciona cámaras de videovigilancia al aeropuerto internacional Ronald Reagan, entre otros clientes [517].
  • Imágenes capturadas del sistema metropolitano de Londres son grabadas en cámaras de videovigilancia Verint, pertenecientes al gigante de la tecnología israelí Comverse. Los equipos de vigilancia de Verint también son utilizados en el Departamento de Defensa de Estados Unidos, en el Capitolio, en el metro de Montreal... La compañía tiene clientes en el sector de la vigilancia en más de cincuenta países y también ayuda a gigantes corporativos como Home Depot y Target a controlar a sus trabajadores [518].
  • En los preliminares de la Super Bowl 2007, todos los trabajadores del aeropuerto internacional de Miami recibieron formación para identificar «personas peligrosas y no sólo cosas peligrosas» utilizando un sistema psicológico llamado reconocimiento de pautas de comportamiento desarrollado por la compañía israelí New Age Security Systems. El presidente de la compañía es el antiguo responsable de la seguridad del aeropuerto israelí Ben Gurion. Otros aeropuertos que han contratado a New Age, en años recientes, formación para sus trabajadores en retratos de pasajeros están en Boston, San Francisco, Glasgow, Atenas, Londres (Heathrow) y muchos otros lugares [519].
  • Cuando el rico vecindario de Audubon Place de Nueva Orleans decidió que necesitaba sus propias fuerzas policiales después del huracán Katrina, contrató seguridad privada a la empresa israelí Instinctive Shooting International [520].
  • Agentes de la Policía Montada de Canadá, la agencia de policía federal de Canadá, se han formado en International Security Instructors, una compañía ubicada en Virginia especializada en el entrenamiento de las fuerzas del orden y soldados. Publicita su «dura experiencia ganada en Israel», sus instructores son «veteranos de los destacamentos especiales de […] las Fuerzas de Defensa de Israel, de unidades de la Policía Nacional Contra el Terrorismo y de los Servicios de Seguridad Nacional (GSS o «Shin Beit»). La lista de clientes de la compañía de élite incluye al FBI, al ejército de Estados Unidos, a los cuerpos de marines de Estados Unidos, al cuerpo de operaciones especiales de la Marina y el Servicio de Policía Metropolitano de Londres [521].
  • En abril de 2007, agentes especiales de inmigración del Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos, que trabajaban en la frontera con México recibieron un curso intensivo de ocho días de formación por parte del Golan Group. La compañía, fundada por exoficiales de las Fuerzas Especiales israelíes, también produce equipos de rayos X, detectores de metales y rifles. Además de muchos gobiernos y celebridades, entre sus clientes se encuentran ExxonMobil, Shell, Texaco, Levi’s, Sony, Citigroup y Pizza Hut [522].
  • Cuando el Palacio de Buckingham necesitó un nuevo sistema de seguridad, este escogió uno diseñado por Magal, una de las dos compañías que han estado más involucradas en la construcción de la «barrera de seguridad» israelí [523].
  • Uno de los principales socios de Boeing para construir las planeadas «barreras virtuales» en las fronteras de Estados Unidos con México y Canadá —con sensores electrónicos, aeronaves no tripuladas, cámaras de videovigilancia y 118 torres— es Elbit, la otra empresa israelí que más se ha involucrado en la construcción del enormemente controvertido muro, que es «el mayor proyecto de construcción de la historia de Israel» y que ha costado 2500 millones de dólares [524].

Como es habitual, la racha de crecimiento de Israel tras el 11 de septiembre se ha visto marcada por la rápida estratificación de la sociedad entre ricos y pobres dentro del Estado. El aumento de la seguridad se ha visto acompañado por una ola de privatizaciones y de recortes en los fondos de programas sociales que ha aniquilado prácticamente el legado del sionismo laborista y ha creado una ola de desigualdad como nunca antes los israelíes habían conocido. En 2007, el 24,4 % de los israelíes vivían por debajo del umbral de la pobreza, con un 35,2 % de niños pobres, frente a un 8 % de niños en esa situación veinte años antes [525]. Aunque los beneficios del boom no han sido repartidos ampliamente, han sido tan lucrativos para un pequeño sector de los israelíes que un incentivo crucial para la paz ha sido eliminado.

El cambio en la dirección política en el sector de los negocios ha sido espectacular. La visión que cautiva la Bolsa de Tel Aviv hoy ya no es la de Israel como centro del comercio regional sino más bien la de una fortaleza futurista, capaz de sobrevivir incluso en un mar de decididos enemigos. El cambio de actitud fue, sobre todo, declarado en el verano de 2006, cuando el gobierno israelí convirtió lo que debería haber sido una negociación de intercambio de prisioneros en una guerra a gran escala. Las más grandes corporaciones de Israel no sólo apoyaron la guerra, sino que la patrocinaron: el Banco Leumi, el nuevo megabanco privatizado, distribuyó pegatinas para el coche con eslóganes como «Seremos los vencedores» y «Somos fuertes» [526].

Evidentemente, la industria israelí no tenía por qué temer más tiempo a la guerra. A diferencia de 1993, cuando el conflicto se veía como una barrera al crecimiento, la bolsa de valores de Tel Aviv subió en agosto de 2006, el mes de la guerra con el Líbano. Al final del último cuarto del año, que también había vivido una escalada sangrienta en Cisjordania y Gaza tras la elección de Hamás, la economía de Israel creció en su conjunto un asombroso 8 %, más del triple de la tasa de crecimiento de la economía estadounidense en ese mismo período. La economía palestina, mientras tanto, decreció entre un 10 % y un 15 % en 2006, con tasas de pobreza que se acercaban al 70 % [527].

Un mes después de que la ONU declarase el alto el fuego entre Israel y Hezbolá, la bolsa de Nueva York fue la anfitriona de una conferencia especial sobre inversión en Israel. Asistieron más de doscientas empresas israelíes, muchas de ellas del sector de la seguridad. En ese momento, la actividad económica del Líbano estaba en la práctica paralizada y aproximadamente 140 fábricas estaban siendo retiradas de los escombros después de ser atacadas por las bombas y misiles israelíes. Insensibles al impacto de la guerra, el mensaje de los reunidos en Nueva York fue optimista: «Israel está abierto a los negocios; siempre lo ha estado», declaró el embajador de Israel en Naciones Unidas, Dan Gillerman, dando la bienvenida a los delegados del evento [528]. Fue Gillerman quien, como jefe de la Federación de Cámaras de Comercio Israel, había exigido a Israel que aprovechase la oportunidad histórica y que se convirtiese en «el Singapur de Oriente Medio». También dijo en la CNN que «aunque pueda ser políticamente incorrecto, y quizá falso, decir que todos los musulmanes son terroristas, ocurre que es muy cierto que casi todos los terroristas son musulmanes. Así que ésta no es una guerra sólo de Israel. Es una guerra mundial» [529].

Esta receta de guerra mundial infinita es la misma que la administración Bush ofreció como un prospecto de negocios en el naciente complejo del capitalismo del desastre después del 11 de septiembre. No es una guerra que pueda ser ganada por un país porque no se trataba de ganar. La finalidad es crear «seguridad» dentro de los Estados fortaleza reforzados por conflictos infinitos de baja intensidad fuera de sus murallas. En cierto modo, es el mismo objetivo que tienen las compañías de seguridad privada en Irak: cerrar bien el perímetro y proteger la zona de seguridad. Bagdad, Nueva Orleans y Sandy Springs vislumbran un tipo de futuro cercado construido y dirigido por el complejo del capitalismo del desastre. En Israel, sin embargo, este proceso está más avanzado: un país entero se ha transformado en una comunidad fortificada rodeada por gente dejada fuera viviendo de manera permanente en zonas desprotegidas.

Se ha convertido en un lugar común comparar los guetos militarizados de Gaza y Cisjordania, con sus muros de hormigón, verjas electrificadas y puestos de control, con el sistema bantustán de Sudáfrica, que mantenía a los negros en guetos donde se les requerían pases cuando querían salir. «Las leyes y prácticas de Israel en los territorios palestinos ocupados ciertamente tienen aspectos del apartheid», dijo John Dugard, el abogado sudafricano enviado especial sobre los derechos humanos en los territorios palestinos para la ONU en febrero de 2007 [530]. Las similitudes son importantes, pero existen diferencias también. Los bantustanes sudafricanos eran, esencialmente, campos de trabajo, una manera de mantener a los trabajadores sudafricanos bajo rigurosa vigilancia y control para que trabajaran por muy poco dinero en las minas. Lo que Israel ha construido es un sistema diseñado para hacer lo contrario: impedir a los trabajadores que trabajen, con una red de campos de retención para millones de personas que han sido catalogadas como excedente de la humanidad.

Este deshacerse de entre el 25 % y el 60 % de la población ha sido el sello de la cruzada de la Escuela de Chicago desde que los «pueblos de la miseria» empezaron a crecer rápidamente en el Cono Sur en los años setenta. En Sudáfrica, Rusia y Nueva Orleans, los ricos construyen muros a su alrededor. Israel ha llevado este proceso un paso más lejos: construye muros alrededor de los peligrosos pobres.

20. Notas personales (resumen del resumen)

  • En este libro, Naomi Klein cuenta la historia del llamado neoliberalismo, desde su nacimiento en la década de 1970 hasta el año 2007, cuando se publicó La doctrina del shock. Y lo que pretende con su obra, como ya se ha mencionado inicialmente, no es simplemente exponer los hechos en orden cronológico, sino desentrañar el modo en que este modo de capitalismo se impone: se aprovecha de las crisis para introducir medidas económicas impopulares, siempre acompañadas de una gran represión.
  • Los Estados capitalistas, junto con las empresas privadas:
    • Han lanzado programas de operaciones encubiertas para investigar lo que llamaban «técnicas especiales de interrogación», con el objetivo de diseñar un sistema basado en premisas científicas para extraer información de las «fuentes no colaboradoras». Para ello utilizaron como cobayas humanas, sin su conocimiento o consentimiento, a pacientes que padecían depresión posparto, ansiedad... Los resultados de estas investigaciones quedaron ampliamente documentados en Kubark Counterintelligence Information, manual cuya inequívoca fórmula para la tortura pasaría a utilizarse en todas las posteriores experiencias de la contrarrevolución de la Escuela de Chicago.
    • Han tratado de manipular de forma encubierta el resultado de elecciones, y han apoyado y participado en golpes de Estado a gobiernos elegidos democráticamente.
    • Han acondicionado edificios, estadios de fútbol... para que sirvan como improvisadas cámaras de tortura. En el Cono Sur, unidades de la policía militar impartieron a oficiales del ejército «clases de tortura» durante las cuales se hacía venir a prisioneros y mendigos para «demostraciones prácticas».
    • En Argentina, secuestraron a niños nacidos en los centros de tortura para luego venderlos o entregarlos a parejas, en su gran mayoría, con vínculos directos con la dictadura.
    • Han provocado crisis deliberadamente. Confiados en que, cuanto peor fueran las cosas, mayor sería la probabilidad de que el gobierno en cuestión aceptase una conversión total al capitalismo sin restricciones, cortaron preventivamente el suministro de ayudas para empeorar esas crisis.
    • Teniendo el mismo objetivo comentado en el anterior punto, en Canadá indujeron a pensar que se hallaban en medio de una catástrofe financiera, cuando no era cierto. Para ello, agencias de calificación de riesgo y el propio FMI exageraron las cifras recogidas en sus informes en lo que respecta a la situación de la deuda fiscal de Canadá. Para con Trinidad y Tobago, el Fondo se inventó literalmente de la nada unas supuestas (y cuantiosas) deudas pendientes del Estado caribeño.
    • Han aprovechado desastres naturales para iniciar —o impulsar con mayor ímpetu y celeridad— procesos de gentrificación. En Sri Lanka, se trasladó a los pescadores de la playa a miserables campos militarizados para dejársela libre a la industria hotelera; en las Maldivas, los pescadores nativos, muchos de los cuales viven en pueblos tradicionales dispersos por los atolones de las islas, fueron desplazados a islas más grandes y densamente pobladas que los turistas raras veces visitan, permitiendo así que las islas pequeñas y aisladas sirvan para consumo exclusivo de los hoteles, transatlánticos o gente rica.
    • En Nueva Orleans, en Irak… han separado, valiéndose o no de muros de hormigón, verjas electrificadas y puestos de control, zonas de seguridad, completas burbujas de funcionalidad, de las zonas desprotegidas.
  • La represión, en su gran mayoría, ha ido dirigida a activistas no violentos y gente leal a partidos de izquierdas. Y es que siempre se ha pretendido eliminar a los representantes del ethos del colectivismo de todos los lugares. Como ejemplo, la experiencia de Chile: en las calles, el foco se puso en los trabajadores comunitarios; en las universidades, en miembros del claustro acusados de «enseñanzas subversivas» y educadores de izquierdistas, «de ideología sospechosa»; en las fábricas, en sindicalistas problemáticos; en las prisiones, se castigaba todo gesto de solidaridad.
  • Los encargados de reprimir son siempre las Fuerzas Armadas y las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Y esta represión es necesaria en tanto en cuanto las brutales políticas económicas impuestas son tan dolorosas que no pueden «imponerse ni llevarse a cabo sin los elementos gemelos que subyacen a todas ellas: la fuerza militar y el terror político», como afirmaba Gunder Frank.
  • La represión, la gentrificación, la invasión... han requerido de diferentes justificaciones por parte de los gobernantes para llevarse a cabo con la mayor legitimidad posible, aunque todas ellas han sido meras tapaderas de sus verdaderos proyectos económicos:
    • Con el auge del desarrollismo en el Cono Sur, desde la diplomacia estadounidense e inglesa se intentaba colocar a estos gobiernos en la lógica binaria típica de la Guerra Fría: el nacionalismo del Tercer Mundo era el primer paso en el camino hacia el comunismo totalitario y había que acabar con él antes de que echara raíces.
    • En Chile, los principales líderes empresariales del país celebraron una reunión de emergencia en la que de decidieron que «el gobierno de Allende era incompatible con la libertad [...] y con la existencia de la empresa privada, y que la única forma de evitar el desastre era derrocar al gobierno».
    • En los prolegómenos del golpe chileno, la CIA financió una gran campaña propagandística que retrataba a Salvador Allende como un dictador camuflado que se había servido de la democracia constitucional para hacerse con el poder, pero que se proponía instaurar un Estado policial al estilo soviético del que los chilenos jamás podrían escapar. En Argentina y Uruguay se presentó a los principales movimientos guerrilleros de izquierdas como amenazas tan graves para la seguridad nacional que no dejaron otra opción a los generales que suspender la democracia, hacerse con el Estado y usar los medios que fueran necesarios para aplastarlos.
    • En el Reino Unido, la guerra de las Malvinas permitió a Thatcher encuadrar a los obreros británicos en la categoría de «enemigo interior», pudiendo desatar así sobre los huelguistas toda la fuerza del Estado.
  • Los actos de terror que caracterizaron las diferentes experiencias de la contrarrevolución chicaguense no son meros actos «contra los derechos humanos», en abstracto, sino herramientas con fines claramente políticos y económicos. Orlando Letelier señaló que «este concepto particularmente conveniente de un sistema social en el cual la “libertad económica” y el terror político coexisten sin interferirse, permite a estos voceros financieros sostener su idea de “libertad” mientras ejercitan sus músculos verbales en defensa de los derechos humanos».
  • El apartheid no era únicamente un sistema político que regulaba quién tenía derecho a votar y a moverse libremente por el país, sino también un sistema económico que recurría al racismo para validar un esquema sumamente lucrativo: una reducida élite blanca había logrado amasar enormes beneficios con las minas, las granjas y las fábricas de Sudáfrica gracias a que el sistema impedía que la gran mayoría negra pudiese ser propietaria de tierras y, por tanto, se veía obligada a proporcionar su fuerza de trabajo por mucho menos de lo que realmente valía.
  • Los partidos en el gobierno, pese a haber sido elegidos para llevar a la práctica un programa electoral determinado, se han visto obligados a hacer exactamente lo opuesto a lo que prometían. Aquí algunos ejemplos:
    • En Bolivia, Víctor Paz Estenssoro, que había jurado lealtad a su pasado «nacionalista revolucionario», cogió por sorpresa a su electorado, e incluso a su gabinete, y descargó sobre el país el D. S. (Decreto Supremo) 21060, una terapia de shock súbito sugerida por Jeffrey Sachs.
    • En Sudáfrica, el éxito en las negociaciones de la cumbre política fue en vano, ya que el equipo que representaba al ANC en la mesa de negociaciones económicas estaba aceptando concesiones que iban a hacer prácticamente imposible la implementación de los proyectos del partido. En el momento mismo en que el nuevo gobierno trataba de materializar los sueños del Freedom Charter, descubrió que el poder estaba en otra parte.
    • En Corea del Sur, el final de las negociaciones con el Fondo que se dio a finales de la década de 1990 coincidió con las elecciones presidenciales y dos de los candidatos se presentaban a ellas con programas electorales anti-FMI. Así que el Fondo se negó a hacer entrega de dinero alguno hasta que no contara con el compromiso de los cuatro principales candidatos de que quien saliera vencedor respetaría las normas acordadas. Todos los candidatos prometieron su adhesión a los acuerdos por escrito.
    • En Canadá, el Partido Liberal, pese a que acababa de ser elegido con un programa electoral en el que propugnaba como prioridad la creación de empleo, concebía como única solución a la crisis recortar radicalmente el gasto en programas como el del seguro de desempleo y el de la sanidad.
  • Lo que se conoce como “capitalismo decente” no es producto del altruismo:
    • El presidente Franklin Delano Roosevelt (FDR) trajo el New Deal no sólo para tratar de solucionar la desesperación sembrada por la Gran Depresión, sino también para debilitar un poderoso movimiento de ciudadanos estadounidenses que exigían un modelo económico diferente.
    • En lo que respecta al Plan Marshall: «La Unión Soviética actuaba como una especie de pistola cargada que apuntaba a la Alemania Occidental. [Occidente] tenía que ganarse rápidamente las simpatías y la lealtad del pueblo alemán […]». Es decir, sólo hubo Plan Marshall debido a Rusia. Así que, con la desaparición de la Unión Soviética, los de la Escuela de Chicago vieron la liberación final de las «cadenas» del keynesianismo.
  • Sobre el complejo del capitalismo del desastre:
    • La omnipresente sensación de peligro posterior al 11-S se utilizó para aumentar drásticamente los poderes policiales, de vigilancia, detención y ataques bélicos del ejecutivo. A continuación, esas funciones de seguridad, invasión, ocupación y reconstrucción, perfectamente definidas y financiadas, se subcontrataron y pasaron al sector privado.
    • Cuando la información sobre quién es o no una amenaza para la seguridad se convierte en otra mercancía más, no sólo se crea un incentivo para el espionaje, la tortura y la falsa información, sino también un poderoso impulso para perpetuar el miedo y la sensación de peligro que han provocado la aparición de la industria de la seguridad. Además, los políticos más importantes de Bush han mantenido sus intereses en el complejo del capitalismo del desastre, incluso cuando han iniciado una nueva era de guerras y respuestas privatizadas a los desastres. Eso les ha permitido beneficiarse simultáneamente de los desastres en los que participan.
  • Ninguna sociedad es esencialmente propensa a la violencia, al terrorismo. Que esto se dé responde a realidades materiales concretas:
    • Las divisiones sectarias y el extremismo religioso que se apoderaron de Irak no se pueden desvincular de la invasión y la ocupación. Aunque esos factores ya estaban presentes antes de la guerra, se endurecieron considerablemente cuando el país se convirtió en un laboratorio del shock de Estados Unidos. Esto explica, en parte, lo que tanto irritó a los iraquíes y que trajo el círculo de odio y violencia en que se vieron envueltos:
      • El despido de aproximadamente 500 000 empleados del Estado. Muchos de los 400 000 soldados que Bremer despidió fueron directos a la resistencia.
      • La apertura de las fronteras de par en par a las importaciones sin trabas, sumada al hecho de que las compañías extranjeras pasaron a ser propietarias del 100 % de los activos iraquíes. Esto enfureció al sector empresarial del país, que respondió entregando a la resistencia los pocos ingresos que tenían.
      • La exclusión sistemática de los iraquíes en la reconstrucción de su país. La entrada de decenas de miles de trabajadores extranjeros para ocupar empleos con los contratistas extranjeros se vio como una extensión de la invasión.
      • Las estafas por parte de las compañías extranjeras, que además fracasaron estrepitosamente en la reconstrucción.
      • La negativa del Gobierno de Estados Unidos a que los iraquíes fueran partícipes de la elección de su propio gobierno, ya que el primer gobierno «soberano» de Irak sería por nombramiento de Washington. De esta manera, Estados Unidos controlaría todo el proceso, asegurándose de que cada decisión se tomara teniendo en cuenta sus intereses.
      • El hecho de que miles de los encarcelados fueran liberados sin cargos. Los oficiales militares estadounidenses han admitido que entre un 70 % y un 90 % de las detenciones en Irak fueron «errores». Muchos de esos errores humanos salieron de las cárceles controladas por los americanos con una gran sed de venganza.
    • En Sri Lanka, la reconstrucción se parecía tanto a un robo que los trabajadores cooperantes se convirtieron en objetivos. Era irónico, ya que los organizadores de la ayuda eran los únicos que ofrecían algún tipo de ayuda; pero también inevitable, porque lo que ellos ofrecían era insuficiente. Parte del problema era que el complejo de la ayuda había llegado a ser tan cuantioso y tan aislado de la gente a la que estaba sirviendo que el estilo de vida de sus empleados se había convertido en una obsesión nacional: hoteles de lujo, casas en primera línea de playa, todoterrenos blancos completamente nuevos... Los tenían todas las organizaciones de ayuda.

21. Bibliografía

[1] Milton Friedman, Capitalism and Freedom (1962), reimpr. Chicago, University of Chicago Press, 1982, pág. IX.

[2] Milton Friedman y Rose Friedman, Tyranny of the Status Quo, San Diego, Harcourt Brace Jovanovich, 1984, pág. 3.

[3] D. Ewen Cameron y S. K. Pande, «Treatment of the Chronic Paranoid Schizophrenic Patient», Canadian Medical Association Journal, vol. 78, 15 de enero de 1958, pág. 95.

[4] Harvey M. Weinstein, Psychiatry and the CIA: Victims of Mind Control, Washington, D.C., American Psychiatric Press, 1990, pág. 120.

[5] Alfred W. McCoy, «Cruel Science: CIA Torture & Foreign Policy», New England Journal of Public Policy, vol. 19, n.° 2, invierno de 2005, pág. 218.

[6] Defense Research Board Report to Treasury Board, 3 de agosto de 1954, desclasificado, pág. 2.

[7] «Distribution of Proceedings of Fourth Symposium, Military Medicine, 1952», desclasificado.

[8] Zuhair Kashmeri, «Data Show CIA Monitored Deprivation Experiments», Globe and Mail (Toronto), 18 de febrero de 1984.

[9] D. O. Hebb, W. Heron y W. H. Bexton, Annual Report, contrato DRB X38, Estudios Experimentales de Actitud, 1953, págs. 1-2.

[10] Gordon Thomas, Journey into Madness, Nueva York, Bantam Books, 1989, pág. 103; John D. Marks, The Search for the Manchurian Candidate: The CIA and Mind Control, Nueva York, Times Books, 1979, pág. 133.

[11] R. J. Russell, L. G. M. Page y R. L. Jillett, «Intensified Electroconvulsant Therapy», Lancet, 5 de diciembre de 1953, pág. 1178.

[12] D. Ewen Cameron, J. G. Lohrenz y K. A. Handcock, «The Depatterning Treatment of Schizophrenia», Comprehensive Psychiatry, 3, n.° 2, 1962, pág. 68.

[13] Thomas, Journey into Madness, op. cit., pág. 180.

[14] D. Ewen Cameron y otros, «Sensory Deprivation: Effects upon the Functioning Human in Space Systems», en Bernard E. Flaherty (comp.), Symposium on Psychophysiological Aspects of Space Flight, Nueva York, Columbia University Press, 1961, pág. 231; D. Ewen Cameron, «Psychic Driving», American Journal of Psychiatry, vol. 112, n.° 7, 1956, pág. 504.

[15] Marks, The Search for the Manchurian Candidate, op. cit., pág. 138.

[16] Cameron y Pande, «Treatment of the Chronic Paranoid Schizophrenic Patient», op. cit., pág. 92.

[17] D. Ewen Cameron, «Production of Differential Amnesia as a Factor in the Treatment of Schizophrenia», Comprehensive Psychiatry, vol. 1, n.° 1, 1960, pág. 27.

[18] Thomas, Journey into Madness, op. cit., pág. 234.

[19] Entrevista publicada en la revista canadiense Weekend, citada en Thomas, Journey into Madness, pág. 169.

[20] Cameron, «Psychic Driving», op. cit., pág. 508.

[21] Judy Horeman, «How CIA Stole Their Minds», Boston Globe, 30 de octubre de 1998; Stephen Bindman, «Brainwashing Victims to Get $100,000», Gazette (Montreal), 18 de noviembre de 1992.

[22] Comité Selecto del Senado sobre Inteligencia, «Transcript of Proceedings before the Select Committee on Intelligence: Honduran Interrogation Manual Hearing», 16 de junio de 1988 (caja 1: CIA Training Manuals; carpeta: Interrogation Manual Hearings, National Security Archives). Citado en Alfred W. McCoy, A Question of Torture: CIA Interrogation, from the Cold War to the War on Terror, Nueva York, Metropolitan Books, 2006, pág. 96.

[23] Central Intelligence Agency, Kubark Counterintelligence Interrogation, julio 1963, págs. 1 y 38. El manual desclasificado íntegro está disponible en los Archivos de Seguridad Nacional, https://nsarchive.gwu.edu/.

[24] A, E. Schwartzman y P. E. Termansen, «Intensive Electroconvulsive Therapy: A Follow-Up Study», Canadian Psychiatric Association Journal, vol. 12, n.° 2,1967, pág. 217.

[25] Friedrich A. Hayek, The Road to Serfdom, Chicago, University of Chicago Press, 1944 (trad. cast.: Camino de servidumbre, Madrid, Alianza, 2005).

[26] Entrevista con Arnold Harberger del 3 de octubre de 2000 para Commanding Heights: The Battle for the World Economy [serie de televisión de la PBS], productores ejecutivos Daniel Yergin y Sue Lena Thompson, productor de la serie William Cran (Boston, Heights Productions, 2002), transcripción íntegra de la entrevista disponible en https://www.pbs.org/.

[27] El Imparcial, 16 de marzo de 1951, citado en Stephen C. Schlesinger, Stephen Kinzer y John H. Coatsworth, Bitter Fruit: The Story of the American Coup in Guatemala, Cambridge, Massachusetts, Harvard University Press, 1999, pág. 52.

[28] Juan Gabriel Valdés, Pinochet’s Economists: The Chicago School in Chile, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, págs. 140 y 165.

[29] Tercer informe a la Universidad Católica de Chile y a la Administración de Cooperación Internacional, agosto de 1957, firmado por Gregg Lewis, Universidad de Chicago, pág. 3, citado en Valdés, Pinochet's Economists, pág. 132.

[30] Entrevista con Ricardo Lagos celebrada el 19 de enero de 2002 para Commanding Heights, op. cit.

[31] Milton Friedman y Rose D. Friedman, Two Lucky People: Memoirs, Chicago, University of Chicago Press, 1998, pág. 388.

[32] Central Intelligence Agency, Notes on Meeting with the President on Chile, 15 de septiembre de 1970. Desclasificado, https://nsarchive.gwu.edu/.

[33] Subcomité sobre Corporaciones Multinacionales, «The International Telephone and Telegraph Company and Chile, 1970-71», Report to the Committee on Foreign Relations United States Senate by the Subcommittee on Multinational Corporations, 21 de junio de 1973, pág. 13.

[34] Subcomité sobre Corporaciones Multinacionales, «The International Telephone and Telegraph Company and Chile, 1970-71», op. cit., págs. 4 y 18.

[35] Ibídem, págs. 11 y 15.

[36] Archidiócesis de São Paulo, Torture in Brazil: A Shocking Report on the Pervasive Use of Torture by Brazilian Military Governments, 1964-1979, Joan Dassin (comp.), trad. de Jaime Wright, Austin, University of Texas Press, 1986, pág. 53.

[37] William Blum, Killing Hope: U.S. Military and CIA Interventions Since WWII, Monroe, Maine, Common Courage Press, 1995, pág. 195; «Times Diary: Liquidating Sukarno», Times (Londres), 8 de agosto de 1986.

[38] Kathy Kadane, «U.S. Officials’ Lists Aided Indonesian Bloodbath in ‘60s», Washington Post, 21 de mayo de 1990.

[39] «Silent Settlement», Time, 17 de diciembre de 1965; John Pilger, The New Rulers of the World, Londres, Verso, 2002, pág. 34; Kadane, «U.S. Officials’ Lists Aided Indonesian Bloodbath in ‘60s», op. cit.

[40] Richard Nixon, «Asia After Vietnam», Foreign Affairs 46, n.° 1, octubre de 1967, pág. 111.

[41] CIA, «Secret Cable from Headquarters [Blueprint for Fomenting a Coup Climate], September 27, 1970», en Peter Kornbluh, The Pinochet File: A Declassified Dossier on Atrocity and Accountability, Nueva York, New Press, 2003, págs. 49-56.

[42] Valdés, Pinochet’s Economists, op. cit., pág. 251.

[43] lbídem, págs. 248-249.

[44] Comité Selecto para el Estudio de las Operaciones Gubernamentales relativas a las Actividades de Inteligencia, Senado de Estados Unidos, Covert Action in Chile 1963-1973, Washington, D.C., U.S. Government Printing Office, 18 de diciembre de 1975, pág. 30.

[45] lbídem, pág. 40.

[46] Eduardo Silva, The State and Capital in Chile: Business Elites, Technocrats, and Market Economics, Boulder, Colorado: Westview Press, 1996, pág. 74.

[47] Batalla de Chile [documental en tres partes] compilado por Patricia Guzmán, producido originalmente en 1975-1979, Nueva York, First Run/Icarus Films, 1993.

[48] Report of the Chilean National Commission on Truth and Reconciliation, vol. 1, trad. de Phillip E. Berryman, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1993, pág. 153; Kornbluh, The Pinochet File, op. cit., págs. 153-154.

[49] Kornbluh, The Pinochet File, op. cit., págs. 155-156.

[50] Jonathan Kandell, «Augusto Pinochet, 91, Dictator Who Ruled by Terror in Chile, Dies», New York Times, 11 de diciembre de 2006; Leslie Bethell (comp.), Chile Since Independence, Nueva York, Cambridge University Press, 1993, pág. 178; Rupert Cornwell, «The General Willing to Kill His People to Win the Battle against Communism», Independent (Londres), 11 de diciembre de 2006.

[51] Valdés, Pinochet’s Economists, op. cit., pág. 31.

[52] Pamela Constable y Arturo Valenzuela, A Nation of Enemies: Chile Under Pinochet, Nueva York, W. W. Norton & Company, 1991, pág. 70.

[53] Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, op. cit., pág. 170; André Gunder Frank, Economic Genocide in Chile: Monetarist Theory Versus Humanity, Nottingham, Reino Unido, Spokesman Books, 1976, pág. 62.

[54] El Mercurio (Santiago), 23 de marzo de 1976, citado en Orlando Letelier, «The Chicago Boys in Chile», The Nation, 28 de agosto de 1976.

[55] Friedman y Friedman, Two Lucky People, op. cit., pág. 399.

[56] Ibídem, págs. 592-594.

[57] Ibídem, pág. 594.

[58] Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, op. cit., págs. 172-173.

[59] Valdés, Pinochet’s Economists, op. cit., pág. 22.

[60] Albert O. Hirschman, «The Political Economy of Latin American Development: Seven Exercises in Retrospection», Latin American Research Review, vol. 12, n.° 3, 1987, pág. 15.

[61] Public Citizen, «The Uses of Chile: How Politics Trumped Truth in the Neo-Liberal Revisión of Chile’s Development», proposición de debate, septiembre de 2006, https://www.citizen.org/.

[62] Peter Dworkin, «Chile’s Brave New World of Reaganomics», Fortune, 2 de noviembre de 1981; Valdés, Pinochet’s Economists, op. cit., pág. 23; Letelier, «The Chicago Boys in Chile», op. cit.

[63] Hirschman, «The Political Economy of Latin American Development», op. cit., pág. 15.

[64] Gunder Frank, Economic Genocide in Chile, op. cit., pág. 58.

[65] Ibídem, págs. 65-66.

[66] Robert Harvey, «Chile’s Counter-Revolution», The Economist, 2 de febrero de 1980, Letelier, «The Chicago Boys in Chile», op. cit.

[67] Gunder Frank, Economic Genocide in Chile, op. cit., pág. 42.

[68] Kandell, «Augusto Pinochet, 91, Dictator Who Ruled by Terror in Chile, Dies»; «A Dictator’s Double Standard», Washington Post, 12 de diciembre de 2006.

[69] Greg Grandin, Empire’s Workshop: Latin America and the Roots of U.S. Imperialism, Nueva York, Metropolitan Books, 2006, pág. 171.

[70] Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, págs. 197-198.

[71] José Piñera, «Wealth through Ownership: Creating Property Rights in Chilean Mining», Cato Journal, vol. 24, n.° 3, otoño de 2004, pág. 296.

[72] Entrevista con Alejandro Foxley realizada el 26 de marzo de 2001 para Commanding Heights, op. cit.

[73] Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, op. cit., pág. 219.

[74] Central Intelligence Agency, «Field Listing-Distribution of family income-Gini index», World Factbook 2007, https://www.cia.gov/.

[75] Milton Friedman, «Economic Miracles», Newsweek, 21 de enero de 1974.

[76] Glen Biglaiser, «The Internationalization of Chicago’s Economics in Latin America», Economic Development and Cultural Change, vol. 50, 2002, pág. 280.

[77] Lawrence Weschler, A Miracle, a Universe: Settling Accounts with Torturers, Nueva York, Pantheon Books, 1990, pág. 149.

[78] Mario I. Blejer fue el secretario de Finanzas de Argentina durante la dictadura. Recibió un doctorado en la Universidad de Chicago el año antes del golpe. Adolfo Diz, doctor por la Universidad de Chicago, fue presidente del Banco Central durante la dictadura. Fernando De Santibáñes, doctor por la Universidad de Chicago, trabajó en el Banco Central durante la dictadura. Ricardo López Murphy, máster por la Universidad de Chicago, fue director nacional de la Oficina de Investigación Económica y Análisis Fiscal en el Departamento del Tesoro del Ministerio de Finanzas (1974-1983). Muchos otros graduados de la Universidad de Chicago ocuparon posiciones económicas de menor importancia en la dictadura como consultores y asesores.

[79] Michael McCaughan, True Crimes: Rodolfo Walsh, Londres, Latin America Bureau, 2002, págs. 284-290; «The Province of Buenos Aires: Vibrant Growth and Opportunity», Business Week, 14 de julio de 1980, sección especial de publicidad.

[80] McCaughan, True Crimes, op. cit., pág. 299.

[81] McCaughan, True Crimes, op. cit., pág. 290.

[82] Report of the Chilean National Commission on Truth and Reconciliation, vol. 2, trad. de Phillip E. Berryman, Notre Dame, University of Notre Dame Press, 1993, pág. 501.

[83] Marguerite Feitlowitz, A Lexicon of Terror: Argentina and the Legacies of Torture, Nueva York, Oxford University Press, 1998, pág. IX.

[84] Ibídem, pág. 165.

[85] Weschler, A Miracle, a Universe, op. cit., pág. 170.

[86] Alex Sánchez, Council on Hemispheric Affairs, «Uruguay: Keeping the Military in Check», 20 de noviembre de 2006, https://www.coha.org/.

[87] Gunder Frank, Economic Genocide in Chile, op. cit., pág. 43; Batalla de Chile, documental citado.

[88] «Covert Action in Chile 1963-1973», op. cit., pág. 40.

[89] Larry Rohter, «Brazil Rights Group Hopes to Bar Doctors Linked to Torture», New York Times, 11 de marzo de 1999; Organización de Estados Americanos, Comisión Interamericana sobre Derechos Humanos, Report on the Situation of Human Rights in Uruguay, 31 de enero de 1978, https://www.oas.org/es/cidh/; Duncan Campbell y Jonathan Franklin, «Last Chance to Clean the Slate of the Pinochet Era», Guardian (Londres), 1 de septiembre de 2003; Feitlowitz, A Lexicon of Terror, op. cit., pág. IX.

[90] Guillermo Levy, «Considerations on the Connections between Race, Politics, Economics, and Genocide», Journal of Genocide Research, vol. 8, n.° 2, junio de 2006, pág. 142.

[91] Valdés, Pinochet’s Economists, op. cit., págs. 7-8 y 113.

[92] Citando al padre Santano. Patricia Marchak, God’s Assassins: State Terrorism in Argentina in the 1970s, Montreal, McGill-Queen’s University Press, 1999, pág. 241.

[93] Marchak, God’s Assassins, op. cit., pág. 155.

[94] Gunder Frank, Economic Genocide in Chile, op. cit., pág. 41.

[95] Amnistía Internacional, Report on an Amnesty International Mission to Argentina 6-15 November 1976, Londres, Amnesty International Publications, 1977, pág. 65.

[96] Feitlowitz, A Lexicon of Terror, op. cit., pág. 159.

[97] Letelier, «The Chicago Boys in Chile», op. cit.

[98] Archidiócesis de São Paulo, Brasil: Nunca Mais / Torture in Brazil: A Shocking Report on the Pervasive Use of Torture by Brazilian Military Governments, 1964-1979, Joan Dassin (comp.), trad. de Jaime Wright, Austin, University of Texas Press, 1986, págs. 106-110.

[99] Diana Taylor, Disappearing Acts: Spectacles of Gender and Nationalism in Argentina’s «Dirty War», Durham, NC, Duke University Press, 1997, pág. 111.

[100] Victoria Basualdo, «Complicidad patronal-militar en la última dictadura argentina», Engranajes: Boletín de FETIA, n.° 5, edición especial, marzo de 2006.

[101] Karen Robert, «The Falcon Remembered», NACLA Report on the Americas, vol. 39, n.° 3, noviembre-diciembre de 2005, págs. 13-15; transcripción de las entrevistas de Gutiérrez con Troiani y Propato.

[102] «Demandan a la Ford por el secuestro de gremialistas durante la dictadura», Página 12, 24 de febrero de 2006.

[103] Larry Rohter, «Ford Motor Is Linked to Argentina’s “Dirty War”», New York Times, 27 de noviembre de 2002; Sergio Correa, «Los desaparecidos de Mercedes-Benz», BBC Mundo, 5 de noviembre de 2002.

[104] HIJOS (una organización de derechos humanos de los hijos de los desaparecidos) estima más de quinientos niños. HIJOS, «Lineamientos», http://www.hijos.org.ar/; la cifra de doscientos casos está sacada de Human Rights Watch, Annual Report 2001, https://www.hrw.org/.

[105] Silvana Boschi, «Desaparición de menores durante la dictadura militar: presentan un documento clave», Clarín (Buenos Aires), 14 de septiembre de 1997.

[106] Eduardo Gallardo, «In Posthumous Letter, Lonely Ex-Dictator Justifies 1973 Chile Coup», Associated Press, 24 de diciembre de 2006.

[107] «Covert Action in Chile 1963-1973», op. cit., pág. 45.

[108] Weschler, A Miracle, a Universe, op. cit., pág. 110; Departamento de Estado, «Subject: Secretary’s Meeting with Argentine Foreign Minister Guzzetti», memorando de conversación, 7 de octubre de 1976, desclasificado, https://nsarchive.gwu.edu/.

[109] «Presente: viernes 26 de marzo de 1976», documento desclasificado disponible en el Archivo de Seguridad Nacional, https://nsarchive.gwu.edu/.

[110] Letelier, «The Chicago Boys in Chile», op. cit.

[111] Friedman y Friedman, Two Lucky People, op. cit., pág. 596.

[112] Letelier, «The Chicago Boys in Chile», op. cit.

[113] John Dinges y Saul Landau, Assassination on Embassy Row, Nueva York, Pantheon Books, 1980, págs. 207-210.

[114] Constable y Valenzuela, A Nation of Enemies, op. cit., págs. 103-107; Kornbluh, The Pinochet File, op. cit., págs. 167.

[115] Letelier, «The Chicago Boys in Chile», op. cit.

[116] Entrevista a Milton Friedman el 1 de octubre de 2000, para Commanding Heights, op. cit.

[117] Archidiócesis de São Paulo, Brasil: Nunca Mais / Torture in Brazil, op. cit., pág. 50.

[118] Correspondencia tomada de la Hayek Collection, caja 101, carpeta 26, Hoover Institution Archives, Palo Alto (California). La carta de Thatcher está fechada el 17 de febrero.

[119] Friedman y Friedman, Two Lucky People, op. cit., pág. 387.

[120] Friedman, «Economic Miracles», op. cit.

[121] Henry Allen, «Hayek, the Answer Man», Washington Post, 2 de diciembre de 1982.

[122] Entrevista a Milton Friedman realizada el 1 de octubre de 2000 para Commanding Heights, op. cit.

[123] John Campbell, Margaret Thatcher: The Iron Lady, vol. 2, Londres, Jonathan Cape, 2003, págs. 174-175; Patrick Cosgrave, Thatcher: The First Term, Londres, Bodley Head, 1985, págs. 158-159.

[124] Kevin Jefferys, Finest and Darkest Hours: The Decisive Events in British Politics from Churchill to Blair, Londres, Atlantic Books, 2002, pág. 208.

[125] «President Bush: Overall Job Rating», https://www.pollingreport.com/, consultado el 12 de mayo de 2007; Malcolm Rutherford, «1982: Margaret Thatcher’s Year», Financial Times (Londres), 31 de diciembre de 1982.

[126] Rutherford, «1982», op. cit.

[127] Michael Getler, «Dockers’ Union Agrees to Settle Strike in Britain», Washington Post, 21 de julio de 1984.

[128] Coal War: Thatcher vs Scargill, episodio 8093 de la serie Turning Points of History, dirigido por Liam O’Rinn y emitido por televisión el 16 de junio de 2005.

[129] «Bolivia Drug Crackdown Brews Trouble», New York Times, 12 de septiembre de 1984; Joel Brinkley, «Drug Crops Are Up in Export Nations, State Dept. Says», New York Times, 15 de febrero de 1985.

[130] Catherine M. Conaghan y James M. Malloy, Unsettling Statecraft: Democracy and Neoliberalism in the Central Andes, Pittsburgh, University of Pittsburgh Press, 1994, pág. 127.

[131] Roben E. Norton, «The American Out to Save Poland», Fortune, 29 de enero de 1990.

[132] Jeffrey D. Sachs, The End of Poverty: Economic Possibilities for Our Time, Nueva York, Penguin, 2005, pág. 95 (trad. cast.: El fin de la pobreza: cómo conseguirlo en nuestro tiempo, Barcelona, Debate, 2005).

[133] Conaghan y Malloy, Unsettling.Statecraft, op. cit., pág. 129.

[134] Conaghan y Malloy, Unsettling.Statecraft, op. cit., pág. 186.

[135] Peter McFarren, «48-hour Strike Hurts Country», Associated Press, 5 de septiembre de 1985; Mike Reid, «Sitting Out the Bolivian Miracle», Guardian (Londres), 9 de mayo de 1987.

[136] Robert J. Alexander, A History of Organized Labor in Bolivia, Westport (Connecticut), Praeger, 2005, pág. 169.

[137] Sam Zuckerman, «Bolivian Bankers See Some Hope After Years of Economic Chaos», American Banker, 13 de marzo de 1987; Waltraud Queiser Morales, Bolivia: Land of Struggle, San Francisco, Westview Press, 1992, pág. 159.

[138] Estadísticas procedentes del Banco Interamericano de Desarrollo. Morales, Bolivia, op. cit., pág. 159.

[139] Alexander, A History of Organized Labor in Bolivia, op. cit., pág. 169.

[140] Conaghan y Malloy, Unsettling Statecraft, op. cit., pág. 198.

[141] Peter McFarren, «Bolivia: Bleak but Now Hopeful», Associated Press, 23 de mayo de 1989.

[142] John Sedgwick, «The World of Doctor Debt», Boston Magazine, mayo de 1991.

[143] «Taming the Beast», The Economist, 15 de noviembre de 1986.

[144] Associated Press, «Bolivia Now Under State of Siege», New York Times, 20 de septiembre de 1985.

[145] «Bolivia to Lift State of Siege», United Press International, 17 de diciembre de 1985; «Bolivia Now Under State of Siege», op. cit.

[146] Conaghan y Malloy, Unsettling Statecraft, op.cit., pág 149.

[147] Peter McFarren, «Detainees Sent to Internment Camps», Associated Press, 29 de agosto de 1986; «Bolivia: Government Frees Detainees, Puts Off Plans for Mines», Inter Press Service, 16 de septiembre de 1986.

[148] Albert O. Hirschman, «Reflections on the Latin American Experience», en Leon N. Lindberg y Charles S. Maier (comps.), The Politics of Inflation and Economic Stagnation: Theoretical Approaches and International Case Studies, Washington, D.C., Brookings Institution, 1985, pág. 76.

[149] Jim Shultz, «Deadly Consequences: The International Monetary Fund and Bolivia’s “Black February”», Cochabamba, Bolivia, The Democracy Center, abril de 2005, pág. 14, https://www.democracyctr.org/.

[150] Departamento de Estado de Estados Unidos, memorando de conversación, tema: encuentro del secretario con el ministro de Exteriores argentino Guzzetti, 7 de octubre de 1976, desclasificado, https://www.gwu.edu/-nsarchiv.

[151] Jaime Poniachik, «Cómo empezó la deuda externa», La Nación (Buenos Aires). 6 de mayo de 2001.

[152] Donald V. Coes, Macroeconomic Crises: Politics and Growth in Brazil, 1964-1990, Washington, D.C., World Bank, 1995, pág. 187; Eghosa E. Osaghae, Structural Adjustment and Ethnicity in Nigeria, Uppsala, Suecia, Nordiska Afrikainstitutet, 1995, pág. 24; T. Adernola Oyejide y Mufutau I. Raheem, «Nigeria», en Lance Taylor (comp.). The Rocky Road to Reform: Adjustment, Income Distribution, and Growth in Developing World, Cambridge (Massachusetts), MIT Press, 1993, pág. 302.

[153] Fondo Monetario Internacional, Fund Assistance for Countries Facing Exogenous Shock, 8 de agosto de 2003, pág. 37, https://www.imf.org/en/Home.

[154] John Williamson, «In Search of a Manual for Technopols», en John Williamson (comp.), The Political Economy of Policy Reform, Washington, D.C., Institute for International Economies, 1994, pág. 18.

[155] «Appendix: The “Washington Consensus”», en The Political Economy of Policy Reform, op. cit., pág. 27.

[156] Williamson, The Political Economy of Policy Reform, op. cit., pág.17.

[157] Davison L. Budhoo, Enough Is Enough: Dear Mr. Camdessus... Open Letter of Resignation to the Managing Director of the International Monetary Fund, con prólogo de Errol K. McLeod, Nueva York, New Horizons Press, 1990, pág. 102.

[158] Dani Rodrik, «The Rush to Free Trade in the Developing World: Why So Late? Why Now? Will It Last?» en Stephan Haggard y Steven B. Webb (comps.), Voting for Reform: Democracy, Political Liberalization and Economic Adjustment, Nueva York, Oxford University Press, 1994, pág. 82.

[159] Dani Rodrik, «The Limits of Trade Policy Reform in Developing Countries», Journal of Economic Perspectives, vol. 6, n.° 1, invierno de 1992. pág. 95

[160] Herasto Reyes, «Argentina: historia de una crisis», La Prensa (Panamá), 12 de enero de 2002.

[161] Nathaniel C. Nash, «Turmoil, Then Hope in Argentina», New York Times, 31 de enero de 1991.

[162] «Interview with Arnold Harberger», The Region, Federal Reserve Bank of Minneapolis, marzo de 1999, https://www.minneapolisfed.org/.

[163] Paul Blustein, And the Money Kept Rolling In (and Out): Wall Street, the IMF and the Bankrupting of Argentina, Nueva York, PublicAffairs, 2005. pág. 21.

[164] «Menem’s Miracle», Time International, 13 de julio de 1992.

[165] Cavallo, Commanding Heights, op. cit.

[166] El embrión de Solidaridad fue una confederación sindical semiindependiente llamada Sindicato Libre de Pomerania, formada en 1978. Ese fue el grupo que convocó las huelgas que acabarían llevando a la creación de Solidaridad.

[167] «Solidarity’s Programme Adopted by the First National Congress», en Peter Raina, Poland 1981: Towards Social Renewal, Londres, George Allen and Unwin, 1985, págs. 326-380.

[168] Thomas A. Sancton, «He Dared to Hope», Time, 4 de enero de 1982.

[169] Tadeusz Kowalik, «Why the Social Democratic Option Failed: Poland’s Experience of Systemic Change», en Andrew Glyn (comp.), Social Democracy in Neoliberal Times: The Left and Economic Policy Since 1990, Oxford, Oxford University Press, 2001, pág. 223; Sachs, The End of Poverty, op. cit., pág. 120; Magdalena Wyganowska, «Transformation of the Polish Agricultural Sector and the Role of the Donor Community», USAID Mission to Poland, septiembre de 1998, https://www.usaid.gov/.

[170] Sachs, The End of Poverty, op. cit., pág. 111.

[171] Lawrence Weschler, «A Grand Experiment», The New Yorker, 13 de noviembre de 1989.

[172] Entrevista realizada a Jeffrey Sachs el 15 de junio de 2000 para Commanding Heights, op. cit.

[173] Przemyslaw Wielgosz, «25 Years of Solidarity», conferencia no publicada, agosto de 2005.

[174] Sachs, The End of Poverty, op. cit., 117.

[175] Leszek Balcerowicz, «Losing Milton Friedman, A Revolutionary Muse of Liberty». Daily Star (Beirut), 22 de noviembre de 2006

[176] «Walesa: U.S. Has Stake in Poland’s Success», United Press International, 25 de agosto de 1989.

[177] Anne Applebaum, «Exhausted Polish PM’s Cabinet Is Acclaimed», Independent (Londres), 13 de septiembre de 1989.

[178] Leszek Balcerowicz, «Poland», en Williamson (comp.), The Political Economy of Policy Reform, op. cit., pág. 177.

[179] Ibídem, págs. 176-177.

[180] Mark Kramer, «Polish Workers and the Post-Communist Transition, 1989-93», Europe-Asia Studies, junio de 1995; Banco Mundial, World Development Indicators 2006, https://www.worldbank.org/en/home; Andrew Curry, «The Case Against Poland’s New President», New Republic, 17 de noviembre de 2005; Wielgosz, «25 Years of Solidarity», op. cit.

[181] Anuario estadístico, Varsovia, Oficina Principal de Estadística de Polonia, 1997, pág. 139.

[182] Kramer, «Polish Workers and the Post-Communist Transition, 1989-93», op. cit.

[183] Friedman y Friedman, Two Lucky People, op. cit., págs. 520-522.

[184] Ibídem, pág. 558; Milton Friedman, «If Only the United States Were as Free as Hong Kong», Wall Street Journal, 8 de julio de 1997.

[185] Maurice Meisner, The Deng Xiaoping Era: An Inquiry into the Fate of Chinese Socialism, 1978-1994, Nueva York, Hill and Wang, 1996, pág. 455; «Deng’s June 9 Speech: "We Face a Rebellious Clique” and “Dregs of Society”», New York Times, 30 de junio de 1989.

[186] Friedman había sido invitado a ir a China en diversas «calidades» —en calidad de participante en un congreso, en calidad de profesor universitario visitante— pero en sus memorias definió aquel viaje, eminentemente, como una visita de Estado: «Acudí, básicamente, invitado por diversos organismos estatales», escribió. Friedman y Friedman, Two Lucky People, op. cit., pág. 601.

[187] Friedman y Friedman, Two Lucky People, op. cit., págs. 517, 537 y 609.

[188] Wang Hui, China’s New Order: Society, Politics, and Economy in Transition, Cambridge (Massachusetts), Harvard University Press, 2003, págs. 45 y 54.

[189] Ibídem, pág. 54.

[190] Ibídem, pág. 57.

[191] Meisner, The Deng Xiaoping Era, op. cit., págs. 463-465.

[192] «China’s Harsh Actions Threaten to Set Back 10-Year Reform Drive», Wall Street Journal, 5 de junio de 1989.

[193] «Deng’s June 9 Speech: "We Face a Rebellious Clique" and "Dregs of Society"».

[194] Henry Kissinger, «The Caricature of Deng as a Tyran Is Unfair», Washington Post, 1 de agosto de 1989

[195] Mo Ming, «90 Percent of China’s Billionaires Are Children of Senior Officials», China Digital Times, 2 de noviembre de 2006, https://chinadigitaltimes.net/.

[196] Friedman y Friedman, Two Lucky People, op. cit., pág. 516.

[197] «ANC Leader Affirms Support for State Control of Industry», Times (Londres), 26 de enero de 1990.

[198] «The Freedom Charter», aprobado por el Congreso del Pueblo en Kliptown, el 26 de junio de 1955, https://www.anc1912.org.za/.

[199] William Mervin Gumede, Thabo Mbeki and the Battle for the Soul of the ANC, Ciudad del Cabo, Zebra Press, 2005, págs. 219-220.

[200] Mark Horton, «Role of Fiscal Policy in Stabilization and Poverty Alleviation», en Michael Nowak y Luca Antonio Ricci (comps.), Post-Apartheid South Africa: The First Ten Years, Washington, D.C., International Monetary Fund, 2005, pág. 84.

[201] James Brew, «South Africa Habitat: A Good Home Is Still Hard to Own», Inter Press Service, 11 de marzo de 1997.

[202] David McDonald, «Water: Attack the Problem Not the Data», Sunday lndependent (Londres), 19 de junio de 2013.

[203] Bill Keller, «Cracks in South Africa’s White Monopolies», New York Times, 17 de junio de 1993.

[204] Gumede, Thabo Mbeki and the Battle for the Soul of the ANC, op. cit., pág. 112.

[205] «Study: Aids Slashes SA’s Life Expectancy», Mail and Guardian (Johannesburgo), 11 de diciembre de 2006.

[206] Jim Jones, «Foreign Investors Take Fright at Hardline Stance», Financial Times (Londres), 13 de febrero de 1990.

[207] Gumede, Thabo Mbeki and the Battle for the Soul of the ANC, op. cit., pág. 79.

[208] Ibídem, pág. 88.

[209] Ibídem, pág. 87.

[210] Ibídem, pág. 108.

[211] South African Communist Party, «The Debt Debate: Confusion Heaped on Confusión», noviembre-diciembre de 1998, https://www.sacp.org.za/; Jeff Rudin, «Apartheid Debt: Questions and Answers», Alternative Information and Development Centre, 16 de marzo de 1999, https://aidc.org.za/.

[212] Lucille Davie y Mary Alexander, «Kliptown and the Freedom Charter», 27 de junio de 2005; Blue IQ, The Plan for a Smart Province: Gauteng.

[213] Scott Baldauf, «Class Struggle: South Africa’s New, and Few, Black Rich», Christian Science Monitor, 31 de octubre de 2006; «Informe sobre desarrollo humano 2006», Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, https://www.undp.org/.

[214] Simon Robinson, «The New Rand Lords», Time, 25 de abril de 2005.

[215] «South Africa: The Statistics», Le Monde Diplomatique (English Edition), septiembre de 2006; Michael Wines and Sharon LaFraniere, «Decade of Democracy Fills Gaps in South Africa», New York Times, 26 de abril de 2004.

[216] Michael Wines, «Shantytown Dwellers in South Africa Protest the Sluggish Pace of Change», New York Times, 25 de diciembre de 2005.

[217] Mark Wegerif, Bev Russell e Irma Grundling, Summary of Key Findings from the National Evictions Survey, Polokwane, Sudáfrica, Nkuzi Development Association, 2005, pág. 7, https://sarpn.org/documents/d0001822/Nkuzi_Eviction_NES_2005.pdf.

[218] Wines, «Shantytown Dwellers in South Africa Protest...», op. cit.

[219] Marshall Pomer, «Introduction», en Lawrence R. Klein y Marshall Pomer (comps.), The New Russia: Transition Gone Awry, Stanford (California), Stanford University Press, 2001, pág. 1.

[220] Gidske Anderson, «The Nobel Peace Prize 1990 Presentation Speech», https://www.nobelprize.org/, George J. Church, «The Education of Mikhail Sergeyevich Gorbachev», Time, 4 de enero de 1988.

[221] Mijaíl Gorbachov, «Foreword», en Klein y Pomer (comps.), The New Russia, op. cit., pág. XIV.

[222] «Order, Order», The Economist, 22 de diciembre de 1990.

[223] Ibídem; Michael Schrage, «Pinochet’s Chile a Pragmatic Model for Soviet Economy», Washington Post, 23 de agosto de 1991.

[224] Return of the Czar, episodio de Frontline [programa de la PBS], producido por Sherry Jones y emitido por televisión el 9 de mayo de 2000.

[225] Stephen F. Cohen, «America’s Failed Crusade in Russia», The Nation, 28 de febrero de 1994.

[226] Peter Passell, «Dr. Jeffrey Sachs, Shock Therapist», New York Times, 27 de junio de I993.

[227] Peter Reddaway y Dmitri Glinski, The Tragedy of Russia’s Reforms: Market Bolchevism against Democracy, Washington, D.C., United States Institute for Peace Press, 2001, pág. 291.

[228] Sachs, The End of Poverty, op. cit., pág. 137.

[229] Mijaíl Leontiev, «Two Economists Will Head Russian Reform; Current Digest of the Soviet Press», Nezavisimaya Gazeta, 9 de noviembre de 1991, resumen de prensa (en inglés) disponible el 11 de diciembre de 1991.

[230] Boris Yeltsin, «Discurso al Congreso de los Diputados del Pueblo de la RSFS de Rusia», 28 de octubre de 1991.

[231] David McClintick, «How Harvard Lost Russia», Institucional Investor, 1 de enero de 2006.

[232] Georgi Arbatov, «Origins and Consequences of “Shock Therapy”», en Klein y Pomer comps.), The New Russia, op. cit., pág. 171.

[233] Vladimir Mau, «Russia». en Williamson (comp.), The Political Economy of Policy Reform, op. cit., pág. 435.

[234] Yeltsin, «Discurso al Congreso de los Diputados del Pueblo de la RSFS de Rusia», op. cit.

[235] Stephen F. Cohen, «Can We “Convert” Russia?», Washington Post, 28 de marzo de 1993; Helen Womack, «Russians Shell Out as Cashless Society Looms», Independent (Londres), 27 de agosto de 1992.

[236] Russian Economic Trends, 1997, pág. 46. citado en Thane Gustafson, Capitalism Russian-Style, Cambridge, Cambridge University Press, 1999. pág. 171.

[237] The Agony of Reform, episodio de Commanding Heights: The Battle for the World Economy, op. cit.

[238] Gwen Ifill, «Clinton Meets Russian on Assistance Proposal», New York Times, 25 de marzo de 1993.

[239] Malcolm Gray, «After Bloody Monday», Maclean’s, 18 de octubre de 1993; Leyla Boulton, «Powers of Persuasion», Financial Times (Londres), 5 de noviembre de 1993.

[240] Serge Schmemann, «The Fight to Lead Russia», New York Times, 13 de marzo de 1993.

[241] Margaret Shapiro y Fred Hiatt, «Troops Move in to Put Down Uprising After Yeltsin Foes Rampage in Moscow», Washington Post, 4 de octubre de 1993.

[242] John Kenneth. White y Philip John Davies, Political Parties and the Collapse of the Old Orders, Albany, State University of New York Press, 1998, pág. 209.

[243] «Testimony Statement by the Honorable Lawrence H. Summers, Under Secretary for International Affairs, U.S. Treasury Department, Before the Committee on Foreign Relations of the U.S. Senate, September 7, 1993».

[244] Reddaway y Glinski, The Tragedy of Russia’s Reforms, op.cit., pág. 294.

[245] «The Threat That Was», The Economist, 28 de abril de 1993; Shapiro y Hiatt, «Troops Move in to Put Down Uprising After Yeltsin Foes Rampage in Moscow», op. cit.

[246] Serge Schmemann. «Riot in Moscow Amid New Calls For Compromise», New York Times, 3 de octubre de 1993.

[247] Fred Kaplan, «Yeltsin in Command as Hard-Liners Give Up», Boston Globe, 5 de octubre de 1993.

[248] Kagarlitsky, Square Wheels, op. cit., pág. 218.

[249] John M. Goshko, «Victory Seen for Democracy», Washington Post, 5 de octubre de 1993; David Nyhan, «Russia Escapes a Return to the Dungeon of Its Past», Boston Globe, 5 de octubre de 1993; Reddaway y Glinski, The Tragedy of Russia’s Reforms, op. cit., pág. 431.

[250] Cecilie Rohwedder, «Sachs Defends His Capitalist Shock Therapy», Wall Street Journal Europe, 25 de octubre de 1993.

[251] Sachs, The End of Poverty, op. cit.

[252] Stanley Fischer, «Russia and the Soviet Union Then and Now», en Olivier Jean Blanchard, Kenneth A. Froot y Jeffrey D. Sachs (comps.), The Transition in Eastern Europe, vol. 1 (Country Studies), Chicago, University of Chicago Press. 1994, pág. 237.

[253] Lawrence H. Summers, «Comment», en The Transition in Eastern Europe, vol. 1 (Country Studies), pág. 253.

[254] Jeffrey Tayler, «Russia Is Finished», Atlantic Monthly, mayo de 2001; «The World’s Billionaires, According to Forbes Magazine, Listed by Country», Associated Press, 27 de febrero de 2003.

[255] Carlotta Gall y Thomas De Waal, Chechnya: Calamity in the Caucasus, Nueva York, New York University Press, 1998, pág. 161.

[256] Vsevolod Vilchek, «Ultimatum on Bended Knees», Moscow News, 2 de mayo de 1996.

[257] Svetlana P. Glinkina y otros, «Crime and Corruption», en Klein y Pomer (comps.), The New Russia, op. cit., pág. 241; Matt Bivens y Jonas Bernstein. «The Russia You Never Met», Demokratizatsiya: The Journal of Post-Soviet Democracy, vol. 6. n.° 4, otoño de 1998, pág. 630, https://demokratizatsiya.pub/.

[258] Bivens y Bernstein, «The Russia You Never Met», op. cit., pág, 629.

[259] Chrystia Freeland, Sale of the Century: Russia’s Wild Ride from Communism to Capitalism, Nueva York, Crown, 2000, pág. 299.

[260] Bivens y Bernstein, «The Russia You Never Met», op. cit., pág. 636; Vladimir lsachenkov, «Prosecutors Investigate Russia’s Ex-Privatization Czar», Associated Press, 1 de octubre de 1997.

[261] McClintick, «How Harvard Lost Russia», op. cit.

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[263] McClintick. «How Harvard Lost Russia», op. cit.

[264] Brian Whitmore, «Latest Polls Showing Communists Ahead», Moscow Times, 8 de septiembre de 1999.

[265] Return of the Czar, op. cit.

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[272] Tayler, «Russia Is Finished», op. cit.; Richard Lourie, «Shock of Calamity», Los Angeles Times, 21 de marzo de 1999.

[273] Josefsson, «The Art of Ruining a Country with a Little Professional Help from Sweden», op. cit.

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[276] Friedland, «Money Transfer», op.cit.

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[283] Williamson, The Political Economy of Policy Reform, op. cit., pág. 20.

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[285] La información de este párrafo está extraída de McQuaig, Shooting the Hippo, op. cit., págs. 18, 42-44 y 117.

[286] Ibídem, págs. 44 y 46.

[287] «How to Invent a Crisis in Education», Globe and Mail (Toronto), 15 de septiembre de 1995.

[288] La información del párrafo siguiente está extraída de Michael Bruno, Deep Crises and Reform: What Have We Learned?, Washington, D.C., World Bank, 1996, págs. 4, 6, 13 y 25.

[289] Ibídem, pág. 6.

[290] Budhoo, Enough Is Enough, op. cit., págs. 2-27.

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[405] Entrevista por correo electrónico con Kristine Belisle, subinspectora general adjunta de Asuntos Congresionales y Públicos, inspectora general especial para la reconstrucción de Irak, 15 de diciembre de 2006.

[406] Michael Hirsh, «Follow the Money», Newsweek, 4 de abril de 2005.

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[410] Entrevistas con Paul Bremer grabadas el 26 de junio de 2006 y el 18 de agosto de 2006 para «The Lost Year in Iraq», PBS Frontline, 17 de octubre de 2006.

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[412] Ariana Eunjung Cha, «Hope and Confusion Mar Iraq’s Democracy Lessons», Washington Post, 24 de noviembre de 2003; Booth y Chandrasekaran, «Occupation Forces Halting Elections Throughout Iraq», op. cit.

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[419] Scott Wilson y Sewell Chan, «As Insurgency Grew, So Did Prison Abuse», Washington Post, 10 de mayo de 2004.

[420] La información de los dos párrafos siguientes procede de Human Rights Watch, No Blood, No Foul: Soldiers’ Accounts of Detainee Abuse in Iraq, julio de 2006, págs. 6-14, https://www.hrw.org/.

[421] USMC Alleged Detainee Abuse Cases Since 11 Sep 01, desclasificado, 8 de julio de 2004, https://www.aclu.org/.

[422] «Web Magazine Raises Doubts Over a Symbol of Abu Ghraib», New York Times, 14 de marzo de 2006.

[423] «Haj Ali’s Story», página web de PBS Now, https://www.pbs.org/; Chris Kraul, «War Funding Feud Has Iraqis Uneasy», Los Angeles Times, 28 de abril de 2007.

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[426] Moss, «Iraq’s Legal System Staggers Beneath the Weight of War», op. cit.; Thanassis Cambanis, «Confessions Rivet Iraqis», Boston Globe, 18 de marzo de 2005; Maass, «The Way of the Commandos», op. cit.

[427] Ibídem; John F. Burns, «Torture Alleged at Ministry Site Outside Baghdad», New York Times, 16 de noviembre de 2005; Moore, «Killings Linked to Shiite Squads in Iraqi Pólice Force», op. cit.

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[516] Heller y Bagnall, «After the Intifada», op. cit.; Yaakov Katz, «Defence Officials Aim Hight at Paris Show», Jerusalem Post, 10 de junio de 2007. Hadas Manor, «Israel in Fourth Place among Defense Exporters», Globes (Tel Aviv), 10 de junio de 2007; Steve Rodan y Jose Rosenfeld, «Discount Dealers», Jerusalem Post, 2 de septiembre de 1994; Gary Dorsch, «The Incredible Israeli Shekel, as Israel’s Economy Continues to Boom», The Market Oracle, 8 de mayo de 2007, https://www.marketoracle.co.uk/.

[517] Schwartz, «Prosperity without Peace», op. cit.; Nice Systems, «Nice Digital Video Surveillance Solution Selected by Ronald Reagan Washington National Airport», comunicado de prensa, 29 de enero de 2007, https://www.nice.com/; Nice Systems, «Time Warner (Charlotte)», Success Stories, https://www.nice.com/.

[518] James Bagnall, «A World of Risk: Israel’s Tech Sector Offers Lessons on Doing Business in the New Age of Terror», Ottawa Citizen, 31 de agosto de 2006; Electa Draper, «Durango Office Keeps Watch in War on Terror», Denver Post, 14 de agosto de 2005.

[519] David Machlis, «US Gets Israeli Security for Superbowl», Jerusalem Post, 4 de febrero de 2007; New Age Security Solutions, «Partial Client List», http://www.nasscorp.com/.

[520] Kevin Johnson, «Mansions Spared on Uptown’s High Ground», USA Today, 12 de septiembre de 2005.

[521] International Security Instructors, «About» y «Clients», www.isiusa.us.

[522] «Golan Group Launches Rigorous VIP Protection Classes», comunicado de prensa, abril de 2007; Golan Group, «Clients», www.golangroup.com.

[523] Schwartz, «Prosperity without Peace», op. cit.; Neil Sandler, «Israeli Security Barrier Provides High-Tech Niche», Engineering News-Record, 31 de mayo de 2004.

[524] David Hubler, «SBInet Trawls for Small-Business Partners», Federal Computers Week, 2 de octubre de 2006; Sandler, «Israeli Security Barrier Provides High-Tech Niche», op. cit.

[525] Thomas L. Friedman, «Outsource the Cabinet?», New York Times, 28 de febrero de 2007; Ruth Eglash, «Report Paints Gloomy Picture of Life for Israeli Children», Jerusalem Post, 28 de diciembre de 2006.

[526] Karen Katzman, «Some Stories You May Not Have Heard», denuncia a la Jewish Fe deration of Greater Washington, https://www.shalomdc.org/.

[527] Tel Aviv Stock Exchange Ltd., Main Indicators, 31 de agosto de 2006, https://www.tase.co.il/he; Friedman, «Outsource the Cabinet», op. cit.; Reuters, «GDP Growth Figure Slashed», Los Angeles Times, 1 de marzo de 2007; Greg Myre, «Amid Political Upheaval, Israel Economy Stays Healthy», New York Times, 31 de diciembre de 2006; Banco Mundial, West Bank and Gaza Update, septiembre de 2006, https://www.worldbank.org/en/home.

[528] Susan Lerner, «Israeli Companies Shine in Big Apple», Jerusalem Post, 17 de septiembre de 2006; Osama Habid, «Labor Minister Says War Led to Huge Jump in Number of Unemployed», Daily Star (Beirut), 21 de octubre de 2006.

[529] Entrevista con Dan Gillerman, CNN: Lou Dobbs Tonight, 14 de julio de 2006.

[530] Rory McCarthy, «Occupied Gaza like Apartheid South África, Says UN Report», Guardian (Londres), 23 de febrero de 2007.






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