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Viaje a Chicago

Tres años hacía que no viajaba de esta manera, desde aquella vez que visité Islandia como premio de fin de carrera. Y ya hace ocho que no cruzaba el charco en uno de esos aviones que transportan casi medio millar de pasajeros.

Íbamos a ver a Unai, que ya llevaba dos años viviendo en Chicago, y de paso a recorrer varias ciudades y puntos de interés del noreste de Estados Unidos y el sureste de Canadá. La ruta que seguimos, a grandes rasgos, es la de la siguiente imagen.

Chicago

Fue, obviamente, nuestro primer destino, nuestro punto de partida. Jon y yo nos alojamos en casa de Mateo, y Cristina y Jon Marcos en la de Unai.

El barrio se encontraba a algo más de media hora del centro, tanto en bicicleta como en coche o metro. Como es costumbre en el extrarradio de las ciudades del país, las viviendas allí eran chalés o adosados de dos o tres pisos de alto; construcciones de madera, la mayoría, las típicas casas norteamericanas de paredes finas que se pueden venir abajo con los vientos de una tormenta o con un puñetazo fuerte.
Buzón en una casa del barrio. Olympus OM-1N, Kodak Portra 160

La carretera era ancha, siempre prioritaria sobre una acera adornada con árboles que hacían que hubiera que caminar por ella en fila de uno. Pero todo se sentía ordenado, armonioso y estético, en cierto modo.

Mateo compartía el segundo y tercer piso del bloque con Jon Andoni y Mikel, ambos conocidos de San Mamés, de la universidad. En el segundo se ubicaban la cocina, una salita, un baño común, la despensa y el caótico cuarto de Mateo, los tres se acababan de mudar a este edificio hace poco y él aún tenía todas sus cosas desperdigadas por el suelo. Todo era muy precario, las habitaciones no disponían más que del mobiliario básico con el que seguramente contaban ya antes de la llegada de mis amigos. Faltaban encima de la mesilla libros a medio leer, tareas anotadas en una hoja de papel arrugada que nadie leyó más tarde, una chaqueta que alguien lanzó al sofá nada más llegar a casa y que abandonó por siempre en su respaldo, faltaban también banderas, pósteres reivindicativos o de películas, el piso todavía rezumaba ausencia.

Entre la despensa y la cocina había una puerta que Jon y yo nunca abrimos y que nunca supimos qué escondía al otro lado. Al tercer piso se accedía subiendo unas escaleras desprotegidas y cubiertas de una resbaladiza alfombra gris que se extendía por toda la parte superior de la vivienda, transformándose en algo más delgado y compacto allí arriba. La hilera de tela ascendente terminaba en nuestro cuarto, un cuadrilátero abierto con un colchón en el suelo.
Correo a la entrada de casa de Mateo. Canon Prima Super 105x, Kodak Portra 160

Al otro lado de la carretera que se veía desde la ventana, un local abierto las veinticuatro horas del día daba cobijo a un Dunkin' Donuts y un Baskin Robbins. Del primero cogíamos los dónuts rosados y los bañados en chocolate, ambos recubiertos de sprinkles; del segundo, unos deliciosos batidos de helado de chocolate u Oreo que esperaríamos encontrar en cada nuevo lugar que visitáramos. Al fondo, un poco más a la izquierda, se podía leer el letrero de neón rojo del supermercado Jewel-Osco. Toscos postes alargados acompañaban el curso de la carretera que conectaba y atravesaba ambos establecimientos, y hordas de palomas revoloteaban de unos a otros, como autómatas, con las primeras luces del día, sobre las seis de la mañana. Una hora más tarde, un naranja tímido y ligeramente apagado comenzaba a pintar las fachadas de estos edificios.

Ya el primer día, Jon Andoni y Mikel nos dejaron a Jon y a mí una especie de USB identificativo para poder usar gratis las bicicletas, con lo que este se convirtió en nuestro modo de transporte habitual. Por lo general, los vehículos de cuatro ruedas eran respetuosos con nuestra existencia: nunca nos pitaron y dejaban una distancia de separación más que prudencial cuando nos adelantaban. Pero había en la carretera ciertas zonas algo descuidadas, pequeños baches o socavones que hacían de nuestra conducción una experiencia turbulenta.

Mientras paseaba en bicicleta, cuando miraba por la ventana... todas las personas que se me cruzaban parecían estar envueltas en un aura misteriosa, agradable y cálida. El mundo, la vida era otra. La joven esperando impaciente no se sabe a qué o a quién unos metros más allá de la entrada del Dunkin' Donuts, el hombre atizando con fuerza las alfombrillas del coche contra el suelo, el chico que trotaba sudado y a ritmo constante escuchando música con sus auriculares inalámbricos, la niña que salía del instituto cargando con la mochila. Se percibía a través de sus miradas que tenían una historia que contar, que ellos eran su historia, tan válida y real como la mía propia. Creía haber resuelto todos los entresijos del mundo, desvelado la gran verdad.

Esta absoluta romantización de lo cotidiano, este enamoramiento de lo novedoso pero familiar, duraría sólo los dos primeros días de mi estancia en Chicago. A partir de entonces, cada una de estas personas tendría para mí la misma relevancia que cualquier otra: ninguna en especial; no podía yo vivir con tanta intensidad.

El metro no lo utilizamos demasiado. Las paradas subterráneas eran sucias y aburridas, y la luz escaseaba: solamente algunas líneas de lámparas fluorescentes ayudaban a ver. En la única estación al aire libre en la que estuvimos se concentraba más gente: unos viajaban solos, otros hablaban en grupo, siempre sin levantar la voz más de lo debido. Aquello coincidió con la hora dorada, y en un inmenso dorado atrapó el cielo al vagón centelleante que teníamos frente a nosotros.

El traqueteo era  incesante y especialmente ruidoso, como el de una montaña rusa, y cuando el metro se desplazaba de una a otra parada subterránea y a través de los cristales sólo se alcanza a ver penumbra, uno se preguntaba si el maquinista deseaba hacer descarrilar el tren y mandarnos a todos a volar; el armatoste iba a una velocidad pasmosa, abriéndose paso de manera muy brusca, como huyendo de alguien sin poder evitar chocarse contra las paredes de un camino muy angosto. Los tramos exteriores iban al descubierto por debajo de las vías, que se apoyaban en estructuras de vigas metálicas de color oxidado. Así se formaban largos senderos, soportales en tierra de nadie, adonde se acude en las películas para matar a alguien de un pistoletazo aprovechando el estruendo que provoca el metro galopando.

En el metro. Canon Prima Super 105x, Kodak Portra 160


El centro, lo que se conoce como downtown, para nosotros era básicamente el noreste de la ciudad; en concreto, el puente DuSable y todo lo que quedara cerca de aquella parte del río Chicago. Esto pudimos verlo en detalle tanto con el tour de arquitectura en barco como por nuestra propia cuenta, desde unos kayaks alquilados.

En el barco, un simpático guía nos fue explicando durante hora y media qué era lo que teníamos a ambos lados del río, añadiendo al discurso ocurrencias de su propia cosecha que deberían haberme hecho reír. Pero yo me limitaba a ser el eco de las carcajadas de Unai: estaba cansado, mi inglés flaqueaba y, personalmente, no creo que un sistema de altavoces fuera el medio más eficaz para transmitir información cuando se está atravesando una ciudad, ya que el sonido amplificado se pierde en el barullo urbano y lo trae de vuelta consigo.

St. Charles Air Line Bridge. Canon Prima Super 105x, Kodak Portra 160

Unai en el barco. Canon Prima Super 105x, Kodak Portra 160


Cristina, Jon Marcos, Jon y yo en el barco. Samsung Fino 15SE, Fujifilm Superia X-Tra 400. Foto de Unai

Las vistas desde el barco no sé si eran bonitas, pero sí espectaculares: no todos los días navega uno entre rascacielos de mármol, vidrio y hormigón armado, cada uno de su padre y de su madre. Esta distinción entre belleza y espectacularidad respondía al mero hecho de que me negaba a admitir como válida y vivible una ciudad construida por y para el mercado, por y para el capital, lo que significaba que todo atractivo que captara debía quedar desterrado; no merecía ser mencionado, y su presencia sólo podía ser pura casualidad. Sí, el paseo por el río era verde, tranquilo y amplio; sí, los parques eran abundantes, espaciosos y floridos; sí, había fuentes y bancos donde sentarse a reposar. Chicago no era la típica ciudad gris e inerte que había imaginado, ni mucho menos, pero aceptar que tenía su encanto supondría una derrota ideológica para mí. ¿Cómo iba a considerar bello sentirme diminuto, observado desde aquellas torres imponentes y ostentosas que servían únicamente de oficinas, hoteles y residencias de lujo? ¿Cómo iba a encontrar deseable que los proyectos de edificación que venían no trajeran más que hoteles y casinos, casinos y hoteles...?

Downtown de Chicago. Canon AE-1, Ilford Pan 400. Foto de Unai


Jon Marcos y Cristina en la Tribune Tower. Samsung Fino 15SE, Fujifilm Superia X-Tra 400. Foto de Unai

Los kayaks nos dieron otra visión de Chicago. Los alquilamos Edward, Unai, Jon y yo el día antes de coger el vuelo de vuelta a Madrid y el mismo que volvimos de Cleveland, poniendo fin a nuestro viaje de carretera. Remamos durante una hora y media, pero yo apenas pude disfrutar de la experiencia: cuando no estábamos haciéndonos a un lado para que los barcos del tour de arquitectura o las embarcaciones particulares no nos arrollaran, chapoteábamos torpemente para tratar de que nuestro pequeño bote se desplazara en la dirección y a la velocidad adecuada, siempre sin éxito. La sensación era de impotencia y eterna fatiga. Además, había partes del río realmente sucias: en las aguas estancadas quedaban prisioneros peces muertos, ramas chiquitas y grandes troncos, ratas petrificadas que se nos aparecían flotando con sus cuatro patas apuntando al cielo, como si las abdujeran.

Recuerdo que, después del tour de arquitectura, que terminaría sobre las siete y media de la tarde, Unai nos quiso llevar a Billy Goat Tavern a probar unas hamburguesas. A escasos diez minutos a pie desde donde nos dejó la embarcación, llegamos a unas escaleras que Unai reconoció con cariño por haber sacado allí una foto a Edward un par de meses atrás. Descendiendo por ellas aparecimos de repente en una suerte de ciudad subterránea. Era como estar en las entrañas de Chicago, en su sótano individual, en un nivel invisible, en el basurero. Era como estar en una película de Batman. No se veían rascacielos, no se veían edificios como tal; la base de los del piso de arriba hacía de techo y tope superior de nuestro mundo de cañerías.

En este entorno tan tétrico, Billy Goat, que nos miraba nada más bajar por las escaleras, había pasado completamente desapercibido para mí. El local era oscuro y de tono amarillento, como una cerveza de noche. Hacía frío, tenía hambre. Cocinaron mi hamburguesa de queso, huevo y triple de carne allí en las planchas, delante de nosotros, y yo la devoré en cuestión de segundos. Quizás dos más como esa habrían conseguido saciar mi apetito.

Del centro de Chicago también vimos el Millenium Park, con los notorios monumentos que acoge: el pabellón Jay Pritzker, un amasijo plateado que abraza con su red de tubos un césped que prepara el recinto para diferentes actividades lúdico-culturales; la famosa Cloud Gate, una enorme judía de acero reflectante; y la llamada Fuente Crown, dos prismas rectangulares donde se proyectan rostros ampliados que escupen agua cada cierto tiempo.

Niños bañándose en la Fuente Crown. Canon Prima Super 105x, Kodak Portra 160

Antes de habernos dirigido hacia el parque, Jon y yo paramos en el Chicago Cultural Center. En recepción preguntamos si había que pagar por la entrada a una señora que guardaba cierto parecido con Roz, la secretaria de Monstruos, S.A. Nos respondió risueña y emocionada aclarando que era gratuita, y se explayó en explicarnos que el edificio se había restaurado recientemente, de modo que, por el momento, solamente podríamos acudir a una breve exposición acerca del Gran Incendio de Chicago de 1871. Con el folleto informativo extendido sobre la mesa que tenía delante, la recepcionista era imparable, y sólo terminó su presentación cuando nos recomendó muy encarecidamente visitar Tiffany Dome. Subiendo sendos bloques de elegantes escalinatas de mármol dimos al fin con la preciosa vidriera zodiacal, y así comprendimos qué era lo que encendía tanto a aquella mujer.

Siendo Chicago una ciudad atestada de rascacielos, no podíamos dejar pasar la oportunidad de ver el atardecer desde la cima de alguno de ellos. Aquel día íbamos tarde. Unai nos quería llevar a John Hancock Center, el quinto edificio más alto de la ciudad, y el tiempo se nos echaba encima. Volvíamos de degustar la deep dish pizza de Giordano's, una gruesa y honda piscina de pan circular rellena de mozzarella y salsa de tomate, como mínimo. Nos había atendido Juanita, una afable joven colombiana que ya con nuestros primeros titubeos en inglés adivinó que éramos españoles. Al no haber podido terminar una de las tres pizzas que pedimos, nos hizo el favor de meterla en una caja de cartón para que pudiéramos comerla en otro momento. Yo vestía chanclas, pantalones de chándal azul marino, una camiseta rayada de mil colores y una sudadera vieja de Adidas. Cargaba, como es habitual, el trípode y la mochila con mis tres cámaras, a lo que ahora había que sumarle la pizza encartonada. No eran mis mejores galas, a decir verdad, pero incluso disfrazado de repartidor a domicilio no me denegaron la entrada al edificio, que era lo que nos temíamos que pasaría.

Giordano's Pizza. Samsung Fino 15SE, Fujifilm Superia X-Tra 400. Foto de Juanita

El ascensor nos dejó en la planta noventa y seis, dos más arriba que donde se ubicaba 360 CHICAGO, otro de los miradores típicos. Avanzamos por un pasillo que dejaba un lujoso restaurante a mano izquierda, y sin darnos cuenta pasamos a formar parte de la cola de The Signature Lounge, un bar a más de trescientos metros de altura.

Las mesas no se liberaban, y nosotros permanecíamos de pie inmóviles mientras contemplábamos nerviosos y agitados cómo nada más que los restos de la explosión naranja que penetraba orgullosa por los ventanales del bar llegaban hasta donde estábamos.

Éramos un grupo de diez, y nos asignaron una triste mesa para cuatro, exigiéndonos, además, pedir una consumición por persona. Mi Coca-Cola no sé quién se la bebería, pero yo fui directo a tratar de sacar alguna foto decente. Me molestó que hubiera una pared transparente que separaba mi cámara de la selva de edificios, ya que ello implicaba que la imagen no quedaría tan limpia y nítida, pero me abstraje de aquellos pensamientos y simplemente calmé mi mirada ante la escena.

El sol ya se había ido, y con él su baño áureo. Ya sólo quedaba un tenue océano rosa que rápidamente se tornó negro, muy oscuro. Luces provenientes de los torreones urbanos alumbraban las profundidades sin entusiasmo, pero con la intensidad suficiente para perfilar sus siluetas y recordarnos que la ciudad aún seguía despierta. Las estrellas centellaban, pero no en el cielo de Chicago.

Algo más al norte de la ciudad, Jon y yo anduvimos hasta Graceland Cemetery, un titánico cementerio repleto de mausoleos y ardillas y una gran variedad de árboles. Uno esperaría que, dada la magnitud de aquella obra arquitectónica, hubiera varios puntos desde los que poder entrar o salir, pero quienes lo diseñaron decidieron cercarlo con un muro infranqueable y dejar únicamente dos, ambos en el lado oeste.

Nuestra siguiente parada fue Montrose Beach, hasta donde también fuimos a pie, ya que Jon se encontraba mal y montar en bici seguramente le revolvería las tripas más de la cuenta. La playa era llana, de arena fina y compacta, cemento beige. Un hombre se torraba al sol mientras dormía entre gaviotas, y una señora hojeaba un libro sentada de espaldas al mar, acción antibohemia. Hacia un día espléndido, pero nadie se bañaba.

Para ir a recoger el coche que utilizaríamos en nuestro viaje de carretera recorrimos en bicicleta gran parte del llamado Lakefront Trail, un sendero que bordea 30 kilómetros de la costa de Chicago. Creo que por allí encontré mi parte favorita de la ciudad, por la zona de la Gold Coast. Mientras pedaleábamos jadeantes por el camino torcido y diagonal que hacía de carril bici, dejábamos a nuestra izquierda a jóvenes que leían y pintaban concentrados apoyados en escalones de piedra. A la derecha, la gente se tumbaba despreocupada y sin camiseta en el cemento ardiente; para ellos, aquella capa gris de seguro era la mejor de las playas. Pero seguían sin probar el agua.

El día antes de marcharnos a Madrid coincidió con el de la Independencia de México, y los coches ondeaban alegres las banderas del país latino, con el claxon vociferando a pleno pulmón. En aquella ocasión visitamos Buckingham Fountain, paseando desde allí por la parte sur del Lakefront Trail, casi hasta llegar al Planetarium. El skyline se veía precioso.

Pared de camino al Planetarium. Canon Prima Super 105x, Kentmere 100

Esa noche cenamos en Athena, un selecto restaurante griego donde no escatimamos en gastos o variedad de platos: hummus, salsa de queso feta picante, pulpo, patatas al ajillo, pollo relleno, kebop... Pagamos no menos de treinta y cinco euros por cabeza, pero aquella panzada definitivamente compensó la pobre alimentación de los diez días previos.

En bici hacia Athena. Canon Prima Super 105x, Kentmere 100

Al sur del Planetarium, pero en una zona más céntrica, se ubicaba Chinatown, distrito donde decidimos pasar una tarde entera después de que Jon Marcos quedara prendado de un pabellón en forma de pagoda que pudimos ver desde el río el primer día. A la entrada de Chinatown Square Plaza nos recibieron doce esculturas de bronce dedicadas a los animales del horóscopo chino, y ya tras saludarlos nos adentramos donde Unai nos indicó: una callejuela azul verdosa con tiendas y restaurantes a la izquierda y a la derecha, arriba y abajo; el paso al nivel superior lo regulaban escaleras del mismo color, algunas ataviadas con barandillas jengibre.

El templete que buscaba Jon Marcos pertenecía al área conocida como Ping Tom Memorial Park, un extenso parque urbano alejado del corazón de Chicago. A la izquierda del monumento, rompiendo la defensa de un ejército de gansos, numerosos como margaritas en el campo, se hallaba impasible el Canal Street Railroad Bridge; a la derecha, desde un paseo con vallas del color de las de Chinatown Square, miraba al St. Charles Air Line Bridge y al skyline de la ciudad.

Jon Marcos y Cristina en el parque, con los gansos y el Canal Street Railroad Bridge de fondo. Samsung Fino 15SE, Fujifilm Superia X-Tra 400. Foto de Unai

Para llegar allí atravesamos una zona residencial calmada, pulcra y silenciosa, de calles desiertas; los juguetes de los jardines privados y el calor que emanaban las viviendas nos decían que las almas de aquel barrio estarían cocinando, echadas en el sofá viendo la televisión o descansando en algún dormitorio, pero de este panorama el observador ajeno también podría lógicamente deducir que los vecinos habían abandonado sus hogares educadamente y en masa apenas unos minutos antes, como si los hubieran alertado de un desastre natural con pocas horas de antelación, dejando tras de sí centenares de casas fantasma aún funcionales.

Jon en Chinatown. Samsung Fino 15SE, Fujifilm Superia X-Tra 400. Foto de Unai

Cenamos con Mateo en un restaurante de Chinatown Square, y después quisimos coger el metro para movernos de allí, pero fuera de la estación nos encontramos con varios hombres con trípodes que sujetaban cámaras aparatosas de esas que se usan en la televisión. También había aparcados coches de policía, que ya habían estado toda la tarde rondando, acechando, molestando con sus gritos de sirena. «Just a shooting», contestó sonriendo, como ya versado en el asunto, uno de los tipos de la cámara cuando Jon Marcos le preguntó qué había pasado.

Asustados unos, indiferentes otros, nos desplazamos hasta la siguiente estación más cercana. Mateo nos llevó hasta Wrigley Field, el estadio de béisbol de los Chicago Cubs, no con la intención de ver ningún partido, sino con la de entrar a no sé qué bar de la zona. Estuvimos un rato esperando a Eva afuera del campo, cuando ya se había ido todo el mundo, haciendo tiempo jugando a un juego que se debió inventar Mateo. Había que ponerse en círculo, y alguien tenía que patear una botella de plástico, dejando los pies en la posición en que habían quedado tras el golpe. A quien le hubiera caído el recipiente más cerca tenía que repetir estos pasos, siempre con el objetivo de hacer caños. La persona que los sufriera perdía automáticamente, aunque la descalificación también podía darse si con el chute se mandaba la botella fuera del círculo.

Jugamos largo y tendido. No gané ninguna partida. Al fin llegó Eva y ya pudimos ir al bar, pero por llevar yo mochila no me dejaron entrar. La espera había sido en vano. Dimos con otro local menos discriminatorio, de techo muy elevado y con mesas dispuestas ordenadamente, orientadas todas ellas en perpendicular a la calle en que se  encontraba el bar. Conversábamos mientras ojeábamos muy de vez en cuando la carta de cócteles y bebidas, en el fondo sabíamos que no tardaríamos en marcharnos de allí.

La gente sugirió ir a casa de Mateo, y así lo hicimos. Nos sentamos en sillas y bancos de la parte trasera del edificio, y muchos sacaron cervezas. Yo estaba agotado, la cama, mi humilde colchón compartido con Jon, estaba llamándome a voces. Aquella noche, muchas habían sido ya las señales que intentaban decirme que el día debía concluir lo antes posible, que no había necesidad de seguir dilatando el sufrimiento en el tiempo. El ruido de mis pensamientos atenuaba lo que sucedía a mi alrededor, pero de fondo seguía escuchando que la charla de mis amigos continuaba, las risas no cesaban y nadie me echaba en falta, era totalmente prescindible, si en aquel instante la tierra me hubiera tragado ninguno habría preguntado qué ha sido de Vicente hasta el día siguiente. Qué buena rima. Callé afligido, cerré los ojos y esperé como buenamente pude hasta que la gente ya no tuviera más de qué hablar.

Mateo. Canon Prima Super 105x, Kentmere 400

Toronto

Viernes 9, seis y media de la mañana. Mientras esperamos a que Unai, Jon Marcos y Cristina vengan a recogernos, Jon y yo bajamos al Dunkin' Donuts-Baskin Robbins a darnos un caprichito. Jon pide uno de esos dónuts rosados, y a mí me llama la atención un bagel de beicon, queso y huevo que resulta estar seco e insípido, así que robo un par de mordiscos de la comida de mi amigo. Acompaño el desayuno con mi batido favorito.

Empacamos y salimos todos en nuestro coche de alquiler. A medida que vamos dejando Chicago atrás, reparamos en que las carreteras no tienen carriles, no hay líneas divisorias que los delimiten. La conducción es temeraria, violenta, al menos para nosotros, noveles en este circuito estadounidense. En el arcén descansan gomas de neumáticos destrozadas, restos negros que evocan a algún animalillo recién atropellado. Olivet, me lo apunto, qué bonito y qué paz, cuánto verde y cuánto edificio señorial, un pueblo de ensueño en el que me entran unas ganas terribles de quedarme para siempre, viviendo echado en la hierba, con las fosas nasales bien abiertas para que entrara por ellas todo el aire puro y fresco.

Paramos a repostar en una gasolinera y compro unos donetes espolvoreados con azúcar, de esos que en su día me regaló Phil y que me comí de una sentada en las piscinas de Leioa al día siguiente de volver de Pensilvania. Se deshacía en la boca, aquella masa redonda agujereada por el centro. Los labios me los deja manchados de blanco, y yo estoy en la gloria.

Estiramos las piernas en Bancroft, pero antes de echar a andar por la villa comimos un par de perritos calientes templados con un chorro de kétchup. La carretera, para variar, es gigante, es el pueblo en sí. Es carretera e hileras de locales y viviendas, estas con mucha separación entre ellas, cada una con su parcelita y algunas rodeadas de endebles vallas de madera. Un pueblo de cartón, como describía Sal Paradise en On the road.

Parada en Bancroft. Canon AE-1, Ilford Pan 400. Foto de Unai

Varios bungalós, a falta de mes y medio para Halloween, ya han añadido todo el decorado propio de la festividad: calabazas murciélago, lápidas, ataúdes con esqueletos, gorritos de bruja, telarañas, fantasmas que sacan la lengua a modo de burla a la par que extienden los brazos pretendiendo asustar a alguien, los pobres no se dan cuenta de que así no lo consiguen, que deberían fruncir el ceño al menos. La puerta advertía:

NOTICE
This place is politically incorrect
We say
Merry Christmas
One nation under God
We salute our flag & give thanks to our troops
If this offends you
LEAVE

No me ofende, pero nos vamos de allí igualmente. Me imagino al autor de aquel mensaje: un señor barbudo y canoso ya entrado en años, con gafas y gorrito de cowboy, camisa roja rayada a cuadros blancos, con los dos botones de arriba sueltos y metida a ratos en su pantalón vaquero, tumbado en una hamaca que lo alza en un pedestal moral por creer haber escrito unos versos rompedores, transgresores y anti-woke. No se acercarán a mi fortín de valores del buen hombre, estos maricas de la generación de cristal, farfulla el viejo con su rifle en la mano. Después escupe al suelo. ¡Muriel, Muriel! ¡Dónde está ese perro cobarde!

Volvemos donde habíamos aparcado el coche, y nos ponemos rumbo al Motel 6 de Brampton, donde pasaremos la noche. Pero para eso aún queda. Corremos por la carretera y parece que no avanzamos, todo es igual, todo es verde y extenso, pradera infinita moteada de granjas y silos de plata.

En la frontera canadiense nos identificamos ante un tipejo serio y apático mientras interroga a Unai casi sin pausas, casi sin respirar, casi como si no fuera humano, quién eres, quiénes son estos con los que viajas, dónde trabajas, de qué, por qué Canadá, todo en orden. Le falta desnudarnos.

Proseguimos nuestro camino, algo destemplados quizás. El paisaje sólo cambia cuando por fin llegamos a nuestro destino, una construcción en ele alejada varios kilómetros del centro de la ciudad y próxima sólo a franquicias de comida rápida y edificios industriales, deprimentes cajas opacas de cemento y ladrillo que bien podrían ser huecas por dentro, mero atrezzo, a quién le importa. La luna llena arde allí en el firmamento, rubí flotando en el éter marino.

En la pequeña recepción del motel, detrás del mostrador, aguarda la cara larga de una mujer que nos solicita los datos de la persona que reservó la habitación; todo lo demás le da igual, podría derrumbarse el mundo a su alrededor, ella habría conservado su expresión lánguida, su mirada cadavérica y ausente.

Pasamos a coger el ascensor que nos deja en el segundo piso, y recorriendo un pasillo revestido con moqueta parda y maloliente, gotelé en las paredes del color de los dientes de los fumadores, naranja perlado junto a las puertas de las habitaciones, llegamos a la nuestra. Dos camas de matrimonio, escritorio alargado, silla en el centro, neverita azabache en el lado contiguo a la ventana. En un lateral, mordisqueando parte del cuarto, el baño, cápsula minimalista y pálida con retrete, lavabo sobre encimera negra, espejo cuadrado, lo típico, bañera con apoyabrazos y un saliente rectángulo redondeado que aloja cuatro recovecos desde donde se asoman, como pajaritos curiosos, toallas hechas cilindro o dobladas como una servilleta.

Nos sentamos sobre las camas y debatimos brevemente dónde cenar. Nos decantamos por ir a un Wendy's que quedaba a siete minutos en coche. Cristina se queda en el motel. Allí, mientras esperamos por las hamburguesas y los refrescos, me engancho al Wi-Fi público del local, en Estados Unidos Movistar no me da datos y yo me vuelvo loco por no poder enviar un mísero mensaje por WhatsApp en todo el día.

Cenamos en la habitación, y después nos repartimos en las dos camas para echarnos a dormir: Jon Marcos, Unai y yo en una y Cristina y Jon en la otra.

Tenemos todo el día para ver Toronto. Yo recuerdo de la vez que visité la ciudad ocho años atrás que allí tampoco había mucho que hacer, en una tarde hay tiempo de sobra para ventilarnos lo esencial, así que propongo ir hasta Scarborough Bluffs Park, unos acantilados a cincuenta minutos en coche. Mis amigos aceptan.

Google Maps nos lleva hasta el aparcamiento de una playa, y pagamos para dejar el coche una hora nada más, pensamos que va a ser algo rápido. Aquello no se parece en absoluto a las fotos de Internet que tengo de referencia: cuando uno echa la vista hacia arriba, no se divisa ningún montículo que llame la atención, allí no está el refugio paradisíaco de arena virgen que esconde paredes de tiza blanca que se repiten en forma de semicírculo una detrás de otra, como la parte de arriba de las nubes que dibuja un niño, pero de contorno afilado; en su lugar, una apertura insulsa entre dos árboles nos guía hacia una playa que no queremos pisar por no ser nuestro principal destino.

Hace calor, no tardo en zambullirme en el Lago Ontario. Mientras me seco, Jon me señala un cartelito que advierte de la pobre calidad de las aguas de aquella zona. Me irrita que al socorrista que hay por allí no parezca importarle que me haya bañado, pero por esa misma razón quiero creer que en realidad no es para tanto, que mientras no haya tragado ese agua residual todo está bien.

Salimos de la aburrida planicie y a la altura del coche hablamos acerca de ir a buscar el paisaje que yo había venido a fotografiar. Apenas nos quedan treinta y cinco minutos de aparcamiento, pero acordamos iniciar la excursión.

Caminamos en dirección opuesta a la playa, yo a pasos rápidos y agigantados, los demás tan lento que parece que se están burlando de mí. Están algo inquietos por si se nos agota el tiempo de aparcamiento y nos multan, y en principio quieren acompañarme hasta los acantilados, pero ninguno actúa consecuentemente. Su parsimonia la entiendo como soberbia, leo en sus gestos la creencia de que al final del trayecto no encontraremos nada de provecho y las ganas de echármelo en cara llegado el momento. Ya saborean mi derrota de manera anticipada.

La intensa actividad de estos pensamientos indignos aporta una mayor celeridad a mis movimientos: atravesamos caminos embarrados no señalizados y aparto la maleza salvaje y descuidada con tenaz determinación, no sabemos dónde nos llevarán aquellas sendas, pero mis pies ya no obedecen, han decidido no frenar hasta alcanzar el maldito conjunto rocoso.

Cruzamos un estrecho paso de madera que se eleva por encima de un estanque de nenúfares atascados, se pisan los unos a los otros, y así llegamos al tramo final de nuestra pobre odisea, algo más civilizado. Por allí hay algún arbusto al que le puedo arrancar un par de florecillas para Ibon, un diminuto paraguas lila de centro dorado y un cúmulo de ramichuelas del mismo color que nacen de un débil tallo verde pálido. Las meto en el bolsillo trasero de la mochila, entre dos hojas dentro de una bolsita de plástico, esperando que el tiempo las diseque, que fije y preserve eternamente un fragmento de lo que algún día han sido.

Nada más atisbar los macizos paredones yo ya tengo ganas de volver al coche, no puedo siquiera dedicarles una mirada calmada y serena, la foto la hago a toda prisa, odiándola de antemano.

Partimos hacia Toronto, casi a la hora de comer. Las vueltas comienzan pronto, y cada una que se suma al circuito me va rompiendo un poquito más, minándome la moral muy lentamente.

Vueltas, vueltas para dar con un aparcamiento relativamente céntrico y barato. No son tantas: por mucho que quieran subirse a la parra con los precios, somos cinco entre los que dividir los costes. Nos metemos en el primero que encontramos; las vueltas son, más que nada, para adivinar cuál puede ser la entrada al garaje.

Vueltas, vueltas para buscar algo que llevarnos a la boca. Estamos famélicos. Cotilleamos todos los restaurantes que nos salen al paso, mirando los precios con detenimiento aun sabiendo que aquello se nos escapa del presupuesto. Inconscientemente, aterrizamos en St. Lawrence Market. Nos movemos al son de la multitud, vagando sin rumbo ni energía entre quesos y longanizas, entre manzanas y hierbas. Jon Marcos compra un bote de macedonia, quizás con la intención de dar un sentido a aquel absurdo caminar. Supermercados, galerías... no nos conformamos con nada. Derrotados, acudimos a un A&W, vieja confiable, sucia hamburguesa y a seguir funcionando.

Vueltas, vueltas para llegar al skywalk, así lo llama Cristina, una suerte de pasarela que interconecta diversos puntos de interés de la ciudad desde los que, aparentemente, podremos disfrutar de unas vistas maravillosas. Entiendo que ella ya lo había visitado hace años. Pasan los minutos y no paramos de perseguir inútilmente sus recuerdos, a ver si es por aquí, a ver si es por allá, por qué esto está cerrado si yo cuando vine no lo estaba. No soporto tirar así nuestro tiempo en Toronto, tampoco el hecho de que los demás no parezcan molestos por esto mismo.

No sé en qué momento desistimos, pero gracias a Dios; el sentimiento de culpa por odiar a los amigos, aunque sea por momentos, es enorme. Siguiente destino: el barrio de Chinatown. Aparecen los grafitis, los desperfectos, visos de algo alternativo. Nos llama la atención una calle algo más transitada que el resto, King Street, comida en furgonetas ambulantes, ajedrez gigante y hombres pensativos imaginando una jugada ganadora que nunca será tal, puntos específicamente reservados para grabarse un TikTok, algo debe de estar celebrándose.

Un tumulto a lo lejos, cada vez más gente se arremolina alrededor, cuchichean y se preguntan qué está pasando. Irrumpen limusinas. Jennifer Lawrence, dicen, qué narices, yo sólo soy capaz de intuirla a través de las pantallas de los móviles que tengo delante, ni alzándome en mis puntillas. Otros nos siguen, ahora somos nosotros los que no dejamos ver a los de atrás. Las voces se elevan, sofoco repentino, estamos encajonados en un espacio minúsculo y agobiante, sudores, vámonos de aquí, nos abrimos paso y escapamos del agujero negro. Después leemos que esta marabunta la había congregado el Toronto International Film Festival.

Segundos de pausa en unas líneas de caracol pintarrajeadas en el suelo de Grange Park, llegamos a Chinatown unas calles más allá.

Sintecho en Grange Park. Canon Prima Super 105x, Kentmere 400

El ajetreo en el barrio chino es mayor que en su análogo en Chicago, lo prefiero, se parece a lo que había imaginado. Jon Marcos y Cristina se detienen unos minutos en una librería, los demás esperamos fuera.

Unai y Jon en Chinatown. Canon Prima Super 105x, Kentmere 400

Jon Marcos y Cristina en una tienda de Chinatown. Canon Prima Super 105x, Kentmere 400

Aminoramos la marcha y los colores, olores y sonidos nos indican que estamos en Kensington Market, barrio bohemio de pequeños comercios alternativos, vintage, música que inunda el ambiente de una energía que hace flotar en un nihilismo jovial, coche verde esmeralda mate de culo bajo que oculta las ruedas traseras. Girando al final de la calle a la izquierda, desde un puestecito de joyería artesanal un joven de edad aparentemente similar a la nuestra se dirige a mí preguntando por la cámara que llevo colgando del cuello, la Mamiya RB67. Muy ilusionado por conocer a alguien con mi misma afición, que sufre de mi mismo mal, se la dejo coger, mirar el mundo por el elegante visor que todo lo embellece y romantiza, mover la perilla de enfoque que hace aparecer un fuelle de acordeón. Me comenta con añoranza que él antes tenía una Rolleiflex, también de formato medio. Cuesta borrar la sonrisa en mi rostro después de este encuentro, mueca tonta y tímida de enamorado con la que uno no sabe muy bien qué hacer.

Cristina sugiere ir hacia el muelle de la ciudad. De camino, Unai recomienda tomar un Blizzard en un Dairy Queen de Chinatown. Nos avisa de que, probablemente, antes de entregarnos aquella suerte de McFlurry, los dependientes nos lo muestren dado la vuelta para enseñarnos lo perfectamente congelado que lo han preparado. No lo hacen, decepción, el helado ya no sabe a nada.

Pasamos por Nathan Pillips Square, donde nos hacemos un par de fotos con las letras de Toronto y el ayuntamiento de fondo, dos edificios grises, acristalados en su interior, que dejan inacabada una circunferencia alrededor de un extraño platillo volante estacionado a sus pies. Desde la plaza puede verse el antiguo ayuntamiento, patio cuadrado amurallado de piedra gruesa y morena adornado con un reloj de torre en el centro de uno de sus cuatro costados.

Nos vamos alejando del casco urbano, más de una hora de travesía interminable siguiendo la carretera, cada vez más descuidada, decenas de cables entre semáforos colgantes sujetos entre postes de madera, tanquetas viales y conos de obras, señales naranjas de todas las formas. Miserables caminos de arenilla y barro, guardarraíles de cemento, montañas de piedra en tierra yerma, vallas pintadas de herrumbre, sofá raído bajo un puente. Estoy aturdido, piernas como flanes, caer en que cada paso que avanzaba habrá que retrocederlo más tarde me duele como una patada en el hígado, y cada coche o bicicleta que pasa por nuestro lado hace que, por unos segundos, fantasee con ser uno de ellos, para después herirme mortalmente de envidia.

En la recta final al muelle de Polson, en un vasto aparcamiento gentes se agrupan en torno a diferentes vehículos y ritmos, como en las salidas de las discotecas, hablando a voces. El bullicio festivo viene también de un barco que se pasea lento y coqueto por la orilla del lago, que ya queda a la vista.

El agua se mece suave como una nana, replicando la intensa paleta de colores de aquel atardecer. Con la caída del sol, en el horizonte se dibuja Toronto, sombra de ciudad ordinaria a excepción de la CN Tower, delgado y firme aguijón que amenaza con clavarse en el cielo.

Jon, Cristina y Jon Marcos con el skyline de Toronto. Samsung Fino 15SE, Fujifilm Superia X-Tra 400. Foto de Unai


La vuelta al coche es aún más cansada y sufrida que el trayecto hacia el muelle, quiero arrancarme la espalda y los pies, lanzar mi mochila y el trípode lo más lejos posible, perderlos de vista para siempre. Ya es noche cerrada.

Una vez en el motel, decidimos desplazarnos hasta un Walmart para comprar nuestra cena y el desayuno del día siguiente. Paramos en uno de los primeros semáforos que nos encontramos, e intentamos comprender el orden de prioridades en la jungla de cruce donde habremos de incorporarnos una vez la luz se torne verde.

Jon Marcos pisa al acelerador y avanza con cuidado, de nada sirve, los coches no parecen notar nuestra presencia y  corren hacia nosotros. Cuando se topan con este Honda que conducimos, braman bocinazos de protesta, dos hábiles volantazos de Jon Marcos, puro acto reflejo, nos salvan del apuro y nos permiten seguir rodando mientras procesamos lo ocurrido, las palabras bailan frenéticas en nuestras cabezas y mueren antes de ser conjuradas, reina un corto silencio. Descubrimos que, más allá de que la señalización de la carretera nos fuera ajena e indescifrable, no habíamos encendido las luces de posición, nos habíamos convertido en un vehículo espectral que pululaba inofensivo y que, sin quererlo, asustaba de muerte a cualquiera que se aproximara a menos de dos metros, cuando ya era demasiado tarde para  evitar la colisión.

Domingo, esperado día de Cataratas del Niágara, no madrugamos en exceso, dentro de una hora y cuarto ya habremos aparcado por allí.

Unai, Jon y Jon Marcos en el Motel 6 de Toronto. Canon Prima Super 105x, Kentmere 400  

Encontramos aparcamiento ya en la ciudad de Niagara Falls, pero en un lugar aún algo apartado de la zona turística. Probamos suerte más adelante, en las estribaciones de las impresionantes columnas de agua, pero la legión de viajeros y vehículos que hormigueaba en todas las direcciones incita a marcharse de allí cuanto antes. Cae una llovizna mansa, mansa como caricia sobre piel desnuda, fácilmente confundible con las gotas originadas del choque de la poderosa cortina de agua contra la superficie del río Niágara, que ahora salpican amables. El gris del cielo deslumbra. Terminamos volviendo al aparcamiento que habíamos encontrado al principio, en la calle Kitchener.

De camino a las cataratas, nos es imposible eludir Clifton Hill, la avenida más concurrida de la ciudad, oasis recreativo y comercial: máquinas de arcade, espacios habilitados para practicar laser tag, cutre museo de cera, maniquí de Taylor Swift dando la bienvenida, casas del terror e incluso norias, palomitas y helados, y pizzas y costillas, Burger King, Tim Hortons y Hard Rock. Falso reino de juguete, patético Las Vegas en miniatura. Al no haber viviendas en medio kilómetro a la redonda, me sorprende que haya gente mendigando por allí, pero, realmente, qué mejor lugar que aquel paseo del demonio, el resto de la ciudad está completamente vacío, y pidiendo dinero en esas calles sólo cabría esperar una gélida y aciaga brisa de vuelta.

Casas a medio camino entre las cataratas y el aparcamiento. Olympus OM-1N, Kodak Portra 400 

Deambulamos entre las distintas casetas de experiencias que se ofertan en las proximidades de las cataratas, vuela atado a un cable un trío de inconscientes que ha considerado que la mejor manera de gastar su dinero es viendo aquel hermoso paisaje nada más que treinta segundos y de refilón. Cristina insiste en que también es una idiotez pagar los treinta y dos dólares canadienses que cuesta navegar por esas aguas que todo lo sacuden, el manto de lluvia imperturbable que envuelve el barco impide apreciar la escena como merece, dice. Yo no recuerdo lo mismo. Jon Marcos está indeciso, pero Unai, Jon y yo lo convencemos para que nos acompañe, arguyendo que por treinta dólares es absurdo quedarse con la espina de no haberlo probado. Además, ¿qué hacer si no?

Antes de acceder al barco, los trabajadores nos hacen entrega de unos ponchos de plástico transparente, color rojo rosado, para protegernos del riego de las cataratas. El recorrido arranca con las American y Bridal Veil Falls, una al lado de la otra; en su regazo, rocas bañadas en una espuma homogénea, gaviotas cómodamente descansando sobre ellas, sin miedo alguno de que su frágil cuerpecito sea aplastado por el descomunal torrente que se quiebra unos metros más atrás.

Con el batir de las alas de las aves que ya han holgazaneado suficiente rato el motor del barco ruge en una lucha afanosa contra la corriente del río Niágara, esforzándose por obsequiarnos con la compañía de las Horseshoe Falls, las cataratas canadienses, sin que estas nos engullan. Quedamos temporalmente sumidos en un remanso onírico, experimento nuevamente todo lo que correteó por mi cuerpo mi primera vez allí, sólo son capaces de traerme de vuelta a la realidad las tiernas embestidas esporádicas de agua. Las cataratas, tapadas por una bruma densísima, nos miran altivas.

Tripulantes sacando fotos de las American y Bridal Veil Falls. Canon Prima Super 105x, Kentmere 400



Todo lo que no cubría el poncho se empapa, y yo me siento genuinamente feliz, feliz como un crío que corre y ríe hasta la extenuación, feliz de descubrir que aún puedo ilusionarme por el simple hecho de mojarme.

En el trayecto hacia la salida del recinto, el acoso mercantil es abrumador: amplios bares, tiendas de souvenirs y puntos de venta de fotografías de los clientes con una imagen de stock de las cataratas añadida al fondo. Ni aun convirtiendo en obligatorio atravesar este mar de mercancías logran doblegarnos, no gastamos un duro.

Ya habiendo escapado de aquel infierno, escalamos por Clifton Hill hasta dar con un restaurante de carta sugerente. De entrante, cogemos unas alitas de pollo con salsa de miel y ajo; luego, pimienta negra con mac & cheese, en ese orden, plato monstruoso que no me pude terminar, el sabor especiado hace que cada cucharada pese diez veces más en mi estómago.

Como último recuerdo del lugar, volvemos a la zona de las cataratas y pedimos a unos turistas que nos saquen unas fotos a los cinco.

Ya habiendo dado por concluida nuestra visita, nos montamos en el coche y conducimos hacia la frontera con Estados Unidos. Carcajeándose, el agente nos echa en cara no haber tenido los pasaportes preparados para mostrárselos como él quería, y seguido nos repite las mismas preguntas que su semejante de la frontera canadiense, esta vez con tono muy cordial. Los peores, los policías que juegan haciéndote pensar que estás tratando con un igual, cuando, si no encuentran la documentación que piden, si dudan mínimamente de alguna de tus respuestas, te despacharían sin pestañear siquiera.

Nueva York

Motel 6 Binghamton, nos apeamos del coche y avanzamos con cautela y cierta inseguridad hacia el edificio, típica casa a la que en una película de miedo habría que evitar acercarse a toda costa, nadie más que una recepcionista sin alma —otro más— en un espacio lóbrego, sorprendentemente ordenado y silencioso, perfumado de un olor a ropa recién lavada, sentimientos encontrados.

Una cama la cogen Cristina y Jon Marcos, y la otra Unai y Jon. Yo me uno a la primera pareja y, por alguna razón, me acuesto a sus pies, en horizontal, recogiendo mis rodillas hacia el pecho, pensando que esta postura me dará mayor movilidad que estar tumbado como una momia, con los brazos en cruz sobre la barriga por no existir un centímetro de separación entre mi cuerpo y el de mis compañeros. En este sentido, razón no me falta, pero dormir en posición fetal, arropado nada más que por un par de mantas de Iberia, finas como una cartulina, es una tortura. Aguanto pocas horas, después me mudo al suelo, donde puedo moverme con mayor libertad, aunque a costa de la salud de mi espalda. Como último intento de salvar la noche, ya casi al amanecer me introduzco en la cama de Unai y Jon. Me acogen sonrientes, como si de alguna manera siempre hubieran sabido que, al igual que cuando un hijo descarriado vuelve a su hogar buscando cobijo y compasión, mi destino natural está a su lado.

Paramos a desayunar en Scranton, solamente para poder contar después que hemos estado en el mismo lugar en que se grabó The Office. La dependienta nos anota unas tortitas de frambuesa y otras de chocolate, para mí un bocadillo de tortilla y un vaso de leche fría. Dentro de lo poco que se puede esperar de la gastronomía estadounidense, contamos al menos con que el desayuno sea una bomba de azúcar adictiva que alimente en nosotros el deseo de seguir comiendo hasta reventar, pero parece que hemos fijado el listón muy alto. En lugar de un fotogénico trío de finas tortitas de cada tipo, nos preparan una masa uniforme y seca, sosa como un chicle que lleva horas mascándose; el bocadillo de tortilla, pan inflado de aire, trae también beicon en su interior, y en el plato hay una guarnición de patatas de consistencia similar a cuando el aceite de la sartén no calienta lo suficiente, dejándolas blandas y lívidas. Mucha de la comida la guardamos en varios tuppers, ya siendo conscientes de que seguramente acabará en la basura o en la barriga de Jon Marcos.

Desayuno en Scranton. Canon Prima Super 105x, Kentmere 400


Antes de llegar al Motel 6 Elizabeth, ya en Nueva York, a Cristina no se le ocurre otra cosa que echar un ojo a las reseñas del establecimiento, obviamente llevándose las manos a la cabeza inmediatamente después: dormitorios en condiciones deplorables, agujeros de bala en las paredes... Cuando el hombre que nos atiende no nos deja leer del todo algunas condiciones a la hora de realizar el pago, las sospechas de Cristina de que este era un lugar peligroso se agravan. 

La puerta de nuestro cuarto no cierra bien, la guinda que falta para coronar la conspiranoia de Cristina y, por extensión, la de Jon Marcos. Este último, con la ayuda de un trozo de plástico que nos encontramos, idea un rudimentario mecanismo para descubrir si, en nuestra ausencia, Dios sabe quién ha tratado de vandalizar nuestra guarida.

Este motel es el motel más motel en el que nos hemos alojado hasta ahora, tomando como referencia el de la cinta de The Florida Project, que escojo como el más representativo de todo Norteamérica, tampoco he visto más. Dos niveles de dormitorios sucesivos dan a un aparcamiento y se conectan entre sí por medio de varios grupos de escaleras. El piso superior se une en un pasillo exterior rectangular que hace a su vez de balcón común. Las paredes son de color blanco roto, no violeta.

Poste cercano a Motel 6 Elizabeth. Olympus OM-1N, Kodak Portra 160

Aún queda toda la tarde por delante. En frente del motel cogemos un autobús que nos deja en el centro de Nueva York, y desde ahí nos desplazamos en metro hasta Times Square. La plaza que se nos presenta es menos asfixiante de lo que recuerdo, indescriptible ansiedad al no poder andar por la acera sin hacer acrobacias para no embestir o ser embestido por los transeúntes y su paso febril, siempre a contrarreloj, hechizados por el trasiego de los paneles publicitarios de la ciudad escaparate. Todavía hay retazos de este modo de ocupar la vía pública, pero en esta ocasión podría incluso correr y bailar sin que nadie me moleste. Mi dedo índice permanece posado en todo momento sobre el disparador de la Canon Prima Super 105x, mi cámara más rápida por tener enfoque automático, ojo avizor para tratar de captar la vivaz esencia del centro urbano de Nueva York. Ante mí se despliega un desfile interminable de personajes excéntricos y variopintos: el musculado Naked Cowboy, calzoncillos slip, botines altos, gorro y guitarra en mano; The Desnudas, un par de mujeres también en cueros, topless camuflado con pintura azul, roja y blanca, fotografiarlas se siente algo pervertido, me contengo; transformers y superhéroes impostores charlan amigablemente.

Naked Cowboy. Canon Prima Super 105x, Kenmtere 400


Personajes en Times Square. Canon Prima Super 105x, Kenmtere 400

Me las ingenio para convencer al grupo para visitar Coney Island, prácticamente en la otra punta de la ciudad, al sur. Aquello poco tiene que ver con lo que mostraba Joe Greer en uno de sus vídeos fotográficos, mundo multicolor de descamisados sudorosos y relucientes como la lámpara del genio de Aladín, punkies con crestas kilométricas y chaquetas de cuero, serpientes que ponerse de bufanda. La península está vacía, el parque de atracciones cerrado, solamente un grupo de jóvenes jugando a una modalidad del esku pilota, con guantes y pelota de goma.

Fachada de Coney Island. Olympus OM-1N, Kodak Portra 160

Cerca de la estación de Coney Island. Olympus OM-1N, Kodak Portra 160

Estación de Coney Island. Canon Prima Super 105x, Kentmere 400

Yo en Coney Island. Canon AE-1, Ilford Pan 400. Foto de Unai


Exprimimos hasta el último minuto del día, y acabamos en John Street Park, paseo por el río Este escoltados por millares de insectos voladores del grosor de una aguja que hay que apartar a manotazos, vistas inmejorables del puente de Manhattan. Dejando detrás una pequeña playa de guijarros llena de turistas ávidos por ver cómo se esconde el sol, llegamos a un mirador que integra en su lienzo este puente multinivel previamente mencionado, azul acero desgastado en sus pilares, y el de Brooklyn, quizás más elegante, solemne granito color tierra. Más allá de este último, fundiéndose con el azul del ocaso, se advierte la figura de la Estatua de la Libertad, símbolo de símbolos.

Puente de Manhattan. Samsung Fino 15SE, Fujifilm Superia X-Tra 400. Foto de Unai


Llegamos al puente de Brooklyn y echamos a andar por su plataforma peatonal, llena de minipuestos de ropa y accesorios, se oferta también el servicio de grabarse un video Booth 360, no hay metro cuadrado no mercantilizado en esta ciudad horrorosamente masificada.

Al otro lado del puente llegamos a Joe's Pizza, famosa pizzería por ser el lugar de trabajo de Peter Parker en Spiderman 2, puede que también por haberla visitado varias celebrities que cuelgan en las fotos de la pared, desconozco qué le trajo antes la fama al restaurante. No más de cinco latinos trabajando a destajo se las apañan para atender a tiempo a toda la clientela, uno cara al público, otro prepara la masa de la pizza mientras danza con ella, la estira, la zarandea de un lado a otro con cariño y con violencia, otro añade los ingredientes, otro hornea con su pala de madera, otro las guarda en cajas de cartón cuadradas, listas para enviarlas a domicilio.

Hombre en un puesto ambulante. Canon Prima Super 105x, Kentmere 400


Comemos con voraz apetito nuestros finos triángulos de pizza en Fulton Center, moderno intercambiador de metro plagado de tiendas ya cerradas, no se escucha el murmullo de las mil y una conversaciones con padres y amigos, con parejas y primeras citas, tampoco el pitido del lector de código de barras en los mostradores, ni siquiera el monótono ruido de las escaleras mecánicas en movimiento, sólo suena nuestro masticar apresurado.

Desde Fulton arribamos nuevamente a la estación de buses, desde donde regresamos a la tranquilidad del motel.

Me recuesto agotado, alcanzo el móvil y reviso Twitter e Instagram mientras mis amigos duermen. Los auriculares reproducen Jesus, Etc. de Wilco, mi amigo Jon Liza me había recomendado el grupo aprovechando una historia que subí del edificio de Marina City en Chicago, portada del álbum Yankee Hotel Foxtrot. Alzo la mirada, levito y viajo a través de la oscuridad del cuarto, traspaso la pared, me invade una nostalgia apacible, aunque no sé qué es lo que echo de menos, mera satisfacción al pensar en mi vida en abstracto.

En Instagram, me detengo en un post de Leo que dice así:

A mí siempre me ha dado pánico una cosa y es prostituir mi intimidad. [...] a veces me da coraje porque creo que se me da bien narrar la intimidad. ¿esto alguien querría leerlo? yo es que quiero leer todas. escribo diarios. mi amiga albita quiere que se publiquen los suyos solo cuando muera. yo no lo sé. tendría que aclarar este dilema antes.

tengo una carpeta de fotos que se llama aleatorio donde voy metiendo todo este tipo de imágenes durante meses. también tengo una carpeta de fotos por cada persona con la que pensé que podría tener una historia de amor. hay un chico que jamás sabrá que hay una donde solo hay una foto y es de mi tendedero con una camiseta que se dejó en mi casa y toda mi colada. solamente la hice por si algún día esa foto cobraba mucho sentido y era La Foto Tierna. La prueba del inicio de algo. esto lo hago yo todo el rato. atesoro cosas y cosas por si en algún momento esas cosas son la pieza clave que adorna el relato. duras en un libro escribió que no tenía una foto de un momento importantísimo porque en el momento no sabía que iba a ser importantísimo. yo eso lo sentí lejano. yo tengo más momentos que conexión con lo importante. lo prefiero así. por si acaso.

No entiendo del todo la relación que guardan los dos párrafos, aunque me siento profundamente aliviado tras la lectura, un alivio que solamente es capaz de dar el encontrarse a uno mismo entre líneas ajenas.

Con respecto al primero, a mí lo que me da coraje no es tanto la duda de que alguien quisiera leer lo que escribo, sé que sí, al menos por puro chisme, sino más bien lo que intuyo que podría preocupar a Albita, aquello que hace que sólo quiera abrirse en canal una vez se haya ido de aquí: el miedo a desbarajustar, a poner patas arriba la vida de la gente que nos rodea y la nuestra propia, el temor a quedarse desnudo e indefenso ante las profanaciones que suscitarían mis palabras más íntimas ojeadas por otra gente que no es yo, la incomprensión. Pero, ¿para quién escribimos? ¿De qué sirve un texto, una idea, si no es para que llegue a alguien más y yo pueda ser testigo de ello? Se me encoge el corazón al percatarme de que habrá cosas que nunca podré decir si no estoy dispuesto a aceptar que mi mundo se convierta en otro y yo me quede rezagado, jadeante y desorientado; que, como dice Amaia, habrá cosas que quedará[n] en nuestra mente y ya está. Dudas que, para variar, quedarán sin resolver. Como es habitual, no tocar, no tocar...

Segundo párrafo, la claridad con la que me veo reflejado es cada vez mayor. Yo también documento todo, desde lo más nimio hasta lo más evidentemente relevante, fotografías, transcripciones de conversaciones y gestos tiernos e inesperados, cajón de porsiacasos sin fondo, registro de momentos en los que quizás se discierna cuándo empezó o terminó algo, hacer trazable la existencia.

Últimos versos de Wilco, caigo rendido.

Unai, Jon y yo desayunamos ya en Nueva York, en Café Serafina. Pido un bomboloni, bollo suave como una nube, relleno de chocolate y culminado con una gruesa capa de azúcar que empalaga sólo de mirarla. Para no quedarme reseco, cojo también un vaso de chocolate caliente. Jon Marcos y Cristina, alegando que no quieren gastar demasiado dinero, se esfuman unos minutos y vuelven con una bandeja de cookies que no nos dejan probar. Es en este momento cuando germina un odio que no puedo comprender, tampoco controlar.

Caminamos hasta Central Park, subida hasta el Castillo Belvedere, tocar y volver, fuente de Bethesda, majestuoso ángel de mármol alado que parece augurar una tragedia. Cerca, en uno de los tantos estanques del parque, un tronco que flota en la podredumbre pide a gritos ser fotografiado. Saco el trípode de su funda, lo despliego y me acomodo, noto ya las miradas de impaciencia de Cristina y Jon Marcos clavándose en mi espalda, adhiriéndose a la piel como garrapatas. Atravesamos el parque hasta el memorial de John Lennon sin echar la vista atrás, reparamos en los detalles tanto como cuando se va en coche por la autopista y algo llama la atención, oooh y girar el cuello unos segundos, despedirse de una escena que no volverá jamás.

Caballos en Central Park. Canon Prima Super 105x, Kentmere 400

Músico en Central Park. Canon AE-1, Kodak Portra 400. Foto de Unai


Sigue el trote triangulando por el edificio Chrysler, el Empire State y el Centro Rockefeller, no distingo una calle de la otra. La humedad nos tiene chorreando como si hubiéramos echado la mañana en una sauna, Unai y yo nos mojamos en unas fuentes de alrededor, la sensación de frescor no nos dura más de quince minutos.

A la hora de comer, Unai sugiere que nos desplacemos hasta Chinatown, a una hora a pie, para probar unos dumplings, recomendación de Edward. Los pies se resienten, las tripas nos rugen, mosqueo por parte de Cristina y Jon Marcos, ven ilógica aquella caminata, yo quizás tampoco le encuentro demasiado sentido, pero callo por mi condición de mártir.

La Grand Central Terminal está de paso, entramos para echar una ojeada indiferente, como revisores de tren picando tíquets. A la salida, un tipo tocando el trombón interactúa con los transeúntes, los mira fijamente, se retuerce, se dobla y se estira, mueve la vara del instrumento para delante y para atrás, como si estuviera cargando una escopeta. El tiempo se detiene, varios grabamos con el móvil y le devolvemos la mirada con una sonrisa, por un momento parece que Nueva York está verdaderamente viva.

Jon y yo. Samsung Fino 15S, Fujifilm Superia X-Tra 400. Foto de Unai

Cristina y Jon Marcos. Canon Prima Super 105x, Kentmere 400


Dentro del local que buscábamos no tenemos sitio, así que no queda más remedio que ir a sentarse a un parque cercano. Allí comemos los dumplings, y no son la gran cosa. Hay niños jugando, padres vigilando, pajarillos comiendo migas de pan, un hombre cortándose las uñas de pies y manos, limándoselas después, justo en frente de nosotros. Hago ademán de fotografiarlo, disimulo barriendo la zona horizontalmente con mi cámara, aunque el viejo está a lo suyo, no me descubriría por mucho alboroto que armara. El viejo está a lo suyo, también los niños, todo el decorado está perfectamente dispuesto y se mantiene ignorante con respecto a lo que queda fuera de su parcela de diversión privada, pero a Cristina y Jon les parece escandaloso el hecho de que en un inocente lugar como aquel se me haya ocurrido apuntarlos con mi mamotreto. Podría molestarlos, se quejan, podrían venir a decirme algo, que soy un depravado o algo así. Creo que no entienden que me da igual, que si realmente los incomodo y vienen donde mí, no tendría problema en guardar la Mamiya, que no estoy invadiendo su espacio de ninguna manera. Guardo la cámara, no tengo interés en tratar de conciliar con ellos posturas fotográficas.

Me levanto y voy a los baños públicos, franqueando la zona de juego infantil. El contraste con el edén que dejamos a nuestras espaldas al abrir la puerta es atroz: peladuras de naranja o mandarina distribuidas desordenadamente por el suelo, flotando sobre charcos de meada y líquido turbio del color del lodo, si se quería llegar a los retretes, llenos de mierda pegada a sus paredes internas, uno tenía que sortearlos como si en aquellas aguas hediondas estuvieran esperando cocodrilos ya con las fauces abiertas de par en par. La aversión que siento pesa más que las ganas de visitar el urinario, antes exploto que aguantar más rato allí. Aún aturdido, regreso con mis amigos. Cristina y Jon me toman el relevo, pobres ingenuos, todavía no conocen los horrores que alberga aquel sórdido cubículo del que acabo de fugarme. Se llevan con ellos la bandeja de cookies que han comprado por la mañana, recelosos de que les atraquemos media pepita de chocolate.

Necesitaría echarme en algún banco del parque un par de horas más para recuperarme por completo, pero aún queda mucho por ver y esta es nuestra última tarde en Nueva York, así que, desobedeciendo lo que el cuerpo nos pide, proseguimos con la travesía. 

Compro mi adorado batido de helado del Baskin Robbins, en parte porque vivo por él, en parte porque quiero ofrecerles un poco a Cristina y Jon, puya pasivo-agresiva respondiendo al reciente episodio de las galletas. Bordeamos nuevamente el río Este, ahora desde la orilla opuesta.

Mirando a la izquierda. Olympus OM-1N, Kodak Portra 160

Mirando a la derecha. Olympus OM-1N, Kodak Portra 160

Distrito Financiero, decenas de turistas hacen cola para inmortalizar el momento en que juegan con los huevos del Toro de Wall Street, menos bronceados que el resto de su robusto cuerpo. Nos desviamos a una tienda de souvenirs el tiempo justo para coger algún que otro imán que certifique que nos hemos acordado de la gente aun a seis mil kilómetros de distancia. Compramos los menos horteras. Nos movemos entre rascacielos y edificios descomunales, sólo vemos que atardece cuando a través de los ventanales de uno de ellos nos llega un reflejo naranja resplandeciente y saturado, luz que parpadea como la que se cuela en el océano un día soleado, tan indómita que parece que va a escapar de los confines del cristal para envolver toda la ciudad en un colosal fogonazo. Miro con rabia los numeritos mágicos de cotizaciones en bolsa que bailan en un panel digital oscuro que pasa desprevenido.

Última parada, el Memorial del 11-S, dos hondos fosos en el lugar exacto en que se encontraban las Torres Gemelas veintiún años atrás y varios policías patrullando armados hasta los dientes, como preparados para otro atentado. Los nombres de las víctimas de aquel día están grabados alrededor del agujero, y en el interior cae gentil el agua hacia un cuadrado concéntrico que la ingiere también con calma.

Cogemos el metro de vuelta en la estación del World Trade Center, la entrada parece un garabato de paloma, una uve blanca postiza ladeada que recuerda al aeropuerto de Loiu (hoy descubro que ambos son diseños de Santiago Calatrava), dentro impacta lo sencillo y lo sobrio, la limpieza casi clínica, las enormes columnas que conforman las alas que se pierden en el cielo. Decimos adiós.

Hombre en el tren. Canon Prima Super 105x, Kentmere 400


Hombre paseando. Canon Prima Super 105x, Kentmere 400

Lancaster y Cleveland

Ponemos rumbo a Lancaster (Pensilvania), donde nos alojaremos esa noche, en un Airbnb. Meses atrás, hablé con Phil y su nieta Kayla para preguntarles qué tal les iba la vida y, sobre todo, para averiguar si podíamos dormir en sus respectivas casas sin pagar un duro. No sé si la propuesta les pareció mal y decidieron ignorarme activamente, no sé si simplemente se les olvidó a los dos, simultáneamente y hasta día de hoy (septiembre de 2023), contestarme a los mensajes directos de Instagram. A mí, además de ahorrarme dinero, sí que me hacía genuina ilusión pasar tiempo con ellos, presentarles a mis amigos, mirar con otros ojos sus vidas, el porche trasero que ayudé a construir con palas, niveles y tractores, el cuarto en el que no pude dormir después del visionado de Expediente Warren, la cocina en la que desayunaba huevos con beicon todos los días y donde trataron de prepararme langostinos como los de mi madre, no sé qué entendieron de la receta, se cansarían y me los dieron fríos y pelados, con mayonesa para dipear, simpático estropicio. Todo quedó en agua de borrajas.

Parada estratégica en Spinning Wheel Diner. Yo tomo cereales con leche y plátano troceado, zumo de naranja y tortilla francesa con queso provolone acompañada del mismo tipo de patatas que nos sirvieron en Scranton, menuda desgracia. Jon Marcos pide unas lentejas, eso sí que es insultante.

A medida que nos acercamos al estado de Pensilvania, se hacen más frecuentes las banderas de Gadsden y de Blue Lives Matter.

Google Maps nos deja en una complejo de granjas donde no acabamos de ubicar la que figura en las fotografías de Airbnb. Me apeo del coche, antes de que pueda dirigirme a alguien para preguntar por nuestros anfitriones, Daniel y Lydia, un paisano me aborda desde su ventana, queriendo saber a quién buscamos. «Daniel? Daniel?», le grito desde abajo, no me molesto en construir una frase en condiciones, el hombre sonríe y me dedica una mirada piadosa, como si se le hubiera colado un inofensivo demente en su patio, responde que no conoce a ninguno. Escucho las risas de mis amigos tras de mí, debe de ser una escena graciosa de ver la mía, me dicen que les resulta divertido que pronuncie Daniel en inglés y no en castellano.

Avistamos ya caballos que tiran de carros con los peculiares pasajeros que son los amish, retrocedemos cien años en el tiempo, parecemos romper el hechizo cuando irrumpimos con nuestro coche en la carretera.

Aparcamos en frente del garaje de la casa, esta ya sí que es idéntica a la de Airbnb. Es extremadamente larga, cuatro ventanas separadas dos a dos por la puerta principal. Desde donde hemos dejado el coche hasta el porche, ubicado en el lateral más alejado, se extiende un paseo de adoquines, y a su vera crecen flores rosas y violetas, cada detalle está pensado al milímetro, nunca había visto una vivienda que se asemejara tanto a lo que podría maquetarse en algún videojuego, donde se puede hacer y deshacer a antojo.

Al rato, sale a recibirnos Daniel, criatura diminuta y algo raquítica que me recuerda al fauno de Narnia. Tiene labios finos, dientes grandes y blancos, quizás sean falsos, nariz encorvada, ojos caídos, azul zafiro casi transparente, mirada inquieta y vehemente, cejas pobladas pero muy estrechas. Porta gafas modernas y ovaladas y, de frente, el pelo de la cabeza y el de la barba, cuidadosamente afeitado para que no asome ni medio por la zona del bigote y en su unión con la perilla, forman un ralo anillo blanquecino. Nos damos un apretón de manos.

Dentro nos espera Lydia, su mujer, esta se me parece a la cría de Little Miss Sunshine, en su versión anciana. Su cabello lacio lo lleva recogido, y lleva puesto un recatado vestido azul claro muy pálido sin adornos ni estampados que puedan distraer y que le cae casi hasta los talones, un vestido como de uniforme, de monja de clausura. No abre la boca más que para saludar con un temeroso y encogido «Hi».

Nos descalzamos, Daniel nos lleva directamente al piso de arriba y dejamos las maletas en cada uno de los tres cuartos. El de Cristina y Jon Marcos, el primero a mano derecha después de subir las escaleras, es el más espacioso, tienen incluso sofá, mininevera y una mesa con vasos y barritas energéticas como para alimentar a un regimiento. Mi dormitorio es el siguiente a la izquierda, siguiendo el pasillo, cama, dos mesillas de noche, modesta mesa y un espejo de madera con laureles de bronce y símbolos curvados y simétricos que trepan y sujetan. Más allá, el cuarto de Unai y Jon, algo intermedio entre los otros dos, cama con dosel, mecedora, cajones y una inmensa jarra de porcelana apoyada en una palangana con ramas aromáticas.

Bajando por las escaleras, Daniel se para frente al mapamundi que tienen allí enmarcado y comienza a preguntar y comentar sin ton ni son, que qué es Kazajistán, que a qué distancia está España de Rusia, que a quiénes quieren conquistar, quizás no delire tanto como pensaba y en su cabeza tiene perfecto conocimiento de adónde quiere llevar la conversación, hacia la guerra de Ucrania y, entonces sí, frivolizar y desbarrar a gusto. Nos habla de su vida. Que siempre fue amish, pero fue expulsado de la comunidad por alguna razón, no desarrolla más y nosotros tampoco queremos interrogarlo, ahora pertenece a la de los amish-mennonite. Condujo carros de caballos (buggies) hasta los trece o treinta años, me falta por entender la última parte de la palabra, después de aquello no sé dónde se metió a trabajar. En su descripción de Airbnb, Daniel indicaba que era fotógrafo, así que trato de saber más al respecto, saltamos de uno a otro tema como grillos algo desorientados, perseguidos, que no acaban de posarse más de cinco segundos en la misma superficie. Me enseña su cámara, una Canon 6D con un suntuoso objetivo 70-200 mm de anillo rojo. Con este equipo fotográfico, incluso un aficionado sería capaz de sacar algo interesante. Le pido que me enseñe su trabajo y así lo hace, en todas las imágenes hay hombres y mujeres amish y no parece importunarles la presencia de la cámara de Daniel, él me lo confirma.

En todo este rato, Cristina y Jon Marcos han estado ausentes, encerrados en su habitación. No sé si se han sentido desplazados, envío a Unai a que averigüe si tienen intención de bajar con nosotros en algún momento. Nos reunimos todos minutos más tarde. Mi preocupación no se la traslado a mis amigos, nunca tengo claro cuándo hay que confrontar ciertos temas, o si hay que confrontarlos siquiera. Vamos a pasear.

Entre maizales y setos se vislumbran granjas, por ellas corretean niños que visten como Jack Dawson en Titanic, camisas color azul o blanco roto y pantalones con tirantes, pelo liso peinado como un casquete que no cae más allá de la frente o la nuca y que deja las orejas al descubierto, a las niñas no las veo. Se quedan quietos y dejan de chillar, nos miran como si se les hubiera aparecido la Virgen o un malvado pulpo babeante de veinte metros que amenazara con destrozar su finca y devorarlos a todos con sus dientes de cuchilla.

Llegamos a un puente como el de Beetlejuice, granero hueco contra el que chocan Geena Davis y Alec Baldwin antes de caer al agua con el coche, Pinetown Bridge se llama. Diez pasos más allá de la salida, para a nuestro lado un fulgurante coche de época, fino y alargado y del color de las tortitas, con una línea divisoria color café, menos apastelada y dulce, a la altura de los faros. Un tipo alegre y charlatán que se presenta como Ángel Rafael se apea escopeteado del automóvil y admira mi Mamiya, lo quiere conocer todo sobre ella, dice que un amigo suyo tiene una cámara parecida, una Hasselblad. Habla de su ascendencia portorriqueña, y cuenta que ha estado recientemente en Ghana construyendo canchas de baloncesto, supongo que empiezo a fruncir el ceño, me empieza a sonar como un hippie que acaba de volver de una life-changing experience, ayudar a pobres inútiles y desvalidos porque ellos solos no pueden, necesitan de la destreza de nuestro amigo Ángel Rafael. Es músico, lo que me faltaba, un hippie músico que va con su voz y su guitarra purificando el mundo. Me enseña su perfil de Instagram, lo sigo por educación, solamente dedicando un vistazo rápido a las miniaturas de sus publicaciones. Nos ofrece salir a tomar algo más tarde y llevarnos por Lancaster, aunque aún está cansado por culpa del jet lag, así que la propuesta queda muy en el aire. De todos modos, aunque sí crea que nos lo pasaríamos bien con él, me apetece más socializar con Daniel y Lydia, tener al fin un plan tranquilo que no nos agote físicamente; prefiero que Ángel Rafael no me hable, o que lo haga para avisarme de que la quedada se cancela, y que todo quede en una cortés casualidad ante la que me desenvolví con sorprendente soltura.

Tenemos toda la carretera para nosotros, de vez en cuando nuestra marcha libre y espontánea se ve interrumpida por algún coche que nos obliga a hacernos a un lado en fila india. El paisaje es repetitivo pero bello, pinceladas simples, sin ornamentos, y los colores más justos para las vastas extensiones de maizales y campos sin labrar que se estiraban como una manta kilométrica hasta donde nuestra vista ya no alcanzaba a abarcar. Jon Marcos arranca la piel seca de las mazorcas que va agarrando. 

Maizales de camino al supermercado. Canon AE-1, Kodak Portra 400. Foto de Unai

Acabamos en un supermercado que tiene un trenecito de juguete traqueteando por encima de nuestras cabezas. Compramos lo esencial para el festín que nos espera en casa de Daniel y Lydia: marshmellos, galletas cracker y chocolate. Añadimos a la cesta un batido de chocolate y pollo frito al estilo KFC, por pura gula. En el exterior hay apiladas calabazas gigantes y verrugosas, con un tallo grueso y duro como el tronco de un árbol milenario, calabazas blancas del tamaño de una tacita de café y otras más grandes y aplanadas. También vemos aparcamientos para coches de caballos, además de un pequeño laberinto de maíz en el que nadie se perdería nunca.

El pasto es verde lima, ligero y refrescante, el sol va escorándose y la vida parece ralentizarse, como cuando uno queda absorto mirando el mar y no piensa más que en el propio movimiento de las olas que nacen, mueren y reviven en cuestión de segundos, una y otra vez. Me imagino a Daniel y Lydia plantados en el porche con esta misma luz, fijando la vista en la cámara a unos tres metros de distancia, tengo la imagen ya perfectamente formada en mi cabeza, acelero el paso tratando de llegar a casa antes de que sea de noche, todo es en balde. El sol vespertino tiñe los campos de un naranja azafranado, confiriendo a los caballos que pacen un porte especialmente grácil.

En casa nos estaba esperando ya el matrimonio amish-menonite, dispuestos inmóviles Daniel y Lydia el uno al lado del otro, como figuritas de porcelana de algún grupo folclórico remoto, ya extinto. Daniel nos ayuda a encender y avivar el fuego en un brasero hondo y ovalado, Lydia vuelve adentro, animalillo huidizo. Una suerte de carraca metálica sujeta un platillo donde se apoya la olla en la que hervirán las mazorcas de maíz, dejándola dos palmos por encima de la madera quemándose. Empalamos marshmello y los acercamos al fuego, nuestra piel se vuelve bermeja como el pimentón, el calor que se desprende a esa distancia me resulta insoportable. Al rato, la golosina queda esponjosa y cremosa como una tarta de queso al horno, y es ahí cuando la aplastamos entre crackers y galletas de chocolate, el sandwich más dulce jamás creado, todo se derrite y se deshace en nuestro paladar. Salen ya los primeros maíces, aún muy calientes, los cogemos con cuidado y esparcimos una cantidad generosa de mantequilla, seguido de sal y pimienta, ya tenemos nuestros sweet corns. Saben poco a maíz y mucho a todo lo demás, así que puedo decirle a Daniel que me gustan sin sentirme un absoluto farsante.

Mientras cenamos, nuestro anfitrión da rienda suelta a su verborrea. Critica con dureza a su antigua comunidad amish, el rencor y resentimiento del renegado, que son antivacunas y defensores acérrimos de Donald Trump, ¿y en España qué opinión os merece Trump?, aún estamos tanteando el fangoso terreno de lo político, no estamos en posición de herir sensibilidades, nos movemos al ritmo que él va marcando, Jon Marcos repite la idea de Daniel pero con otras palabras, justamente con el objetivo de que encuentre cierto apoyo por nuestra parte y que no se sienta incomprendido y atacado. Subraya que él odia a Trump, y añade que tampoco se fía de Biden. Vamos trazando su political compass, poco a poco, lanzo la pregunta del millón, que qué opina de Sanders. Un socialista, espeta, respuesta y mirada aparentemente asépticas que tratan de ocultar una repulsión irreprimible pero comedida al mismo tiempo, la misma que pueda generar un bicho insignificante y asqueroso, aplastarlo y seguir caminando sin darle mayor importancia. Lo tengo ya calado, podría escribir veinte páginas detallando su perfil político y no me equivocaría en una coma, y seguimos para bingo. Que entre la cuestión trans. Que los transexuales —las mujeres trans, se entiende— participan en deportes que no les corresponde, que estos maromos venidos a menos ganan todos los premios y roban las becas de estudio a las hembras originarias. No me apetece debatir, no sé dónde está la línea que separa el cándido desconocimiento de un amish progresista de la frivolidad cerril y consciente de un anciano que adora levantar ampollas para sentir que aún tiene algo sobre lo que aleccionar a las generaciones venideras. Una vez más, es Jon Marcos el que logra que no salgamos del todo escaldados de aquella escabrosa situación, desviando la conversación hacia generalidades del ámbito del deporte y la educación. Daniel no se detiene más de la cuenta en nuestras contestaciones, para él no son tanto parte de lo que conformaría un diálogo sino meros asentimientos de un público complacido. Habla con orgullo de que invierte en bolsa, de que tiene un dron DJI, un iPhone 13 Pro y un Mac, solamente para reprender de nuevo a la comunidad amish: que él ha visto como algunos disponen de móviles cuando no deberían, que él los ha visto alimentarse de comida basura y no de alimentos frescos y naturales, que eso explica por qué alguna que otra tiene sobrepeso.

Aún son las nueve y media, pero la comida ya se ha terminado y no nos quedan fuerzas para defendernos de la agresiva conversación de Daniel, pedimos una tregua y caminamos hacia el interior de la casa. Mis amigos bromean mencionando una película en la que unos ancianos supuestamente cuerdos urden un plan para asesinar a sus huéspedes, unos niños que creen ser sus nietos, y comparándola con la realidad que estamos viviendo, el escenario no me pillaría por sorpresa, Daniel y Lydia son sin duda alguna una pareja enigmática, en el peor de los sentidos. La potencial víctima sería yo, que duermo solo, no le doy muchas vueltas.

Mientras nos ponemos el pijama, Jon Marcos aprovecha para ir al baño, y cuando sale nos cuenta nervioso y entre risas que ha atascado el retrete, que por favor lo ayudemos. Para variar, lo soluciona él solo y los demás podemos ir a lavarnos los dientes. Me acuesto con las lamparitas encendidas y la puerta cerrada a cal y canto, mirando al techo pensando en que, a pesar de todo, había sido una noche bonita o, al menos, una noche fácilmente romantizable para una película de A24, intercambio curioso de ideas entre dos mundos opuestos, uno de ellos de apariencia cuasi mística, el relajante crepitar del fuego y unos colores que se complementan a la perfección, un fotograma ideal tras otro. También pienso en la dichosa película de los viejos asesinos, y me da pavor entornar los ojos por más de un par de segundos, pero el sueño va venciendo paulatinamente. Acepto cualquiera que sea mi destino y me da igual morir esa noche, que Daniel y Lydia hagan lo que tengan que hacer con mi cuerpo, mientras tanto descansaré. Apago las luces.

Amanezco sobre las siete de la mañana, no puedo marcharme de aquí sin haber capturado lo amish con una luz favorecedora. Bajo las escaleras sigilosamente, y en el piso de abajo veo que ya están Daniel y Lydia, sentados uno al lado del otro en la mesa del comedor sin decir una palabra. No me falta ninguna extremidad, creo que no estoy soñando, todo ha ido bien. Les doy los buenos días y Daniel sale al exterior conmigo. Va descalzo, en calcetines, quedándose con el rocío que hasta entonces pertenecía a la hierba. Lydia sale poco después, esta en sandalias planas de hebilla. Los dos llevan el uniforme de ayer. Me atrevo a pedirles un retrato, posan tiesos como un palo y ligeramente ladeados el uno hacia el otro, brazos rectos que yacen muertos y sonrisa a medio hacer. Después de esta formalidad, Lydia vuelve a su madriguera.

Me quedo a solas con Daniel y, para evitar temas espinosos, soy yo el que empieza disparando. Escucho unos ladridos que provienen de la casa de al lado, ubicada detrás de un muy frondoso pino que parece que ha metido sus ramas en un enchufe, y le pregunto si sabe de quién son esos perros, resulta que de su hijo, es químico y trabaja para Johnson & Johnson. Ya le he dado cuerda para toda la mañana. Me enseña varios árboles que tiene plantados, una aplicación que le permite abrir y cerrar la puerta del garaje de manera remota, me lleva al porche para hablarme de una campanita de bronce atornillada a un poste de madera con un letrero de Live Well, Love Much, Laugh Often. y una minúscula caja nido de adorno justo debajo. Dice el tiburón de los negocios que la compró por un dólar y que actualmente tiene un valor de unos ciento cincuenta, no sé cómo lo habrá calculado, y que ellos la utilizan para avisar de que es la hora de comer.

Mientras hablamos, él camina y yo lo sigo, recoge un tomate color caqui y le pido nuevamente una foto. La escena es especialmente contraintuitiva e impostada, ya que de la mano izquierda de este hombre a todas luces amish pende un pomposo iPhone 13 Pro. Buscando algún tipo de conexión fotográfica con Daniel, le explico el funcionamiento de mi Mamiya, que no es otro que el de cualquier cámara analógica de formato medio, pero percibo que ni lo conoce ni le importa no hacerlo, pasa a hablarme del medio digital y de lo mucho que le impresiona el hecho de que una fotografía se pueda compartir con alguien de Sudáfrica, por ejemplo, segundos después de ser tomada. Asiento y nada más. Damos la conversación por finalizada, él se va a desayunar y yo subo a mi cuarto a esperar a que el resto de mis amigos se despierten.

Un par de horas más tarde, nos aseamos y recogemos las cosas. Antes de irnos, en la habitación de Cristina y Jon Marcos encontramos el típico libro donde los huéspedes firman y ponen una dedicatoria agradeciendo a los anfitriones por su magnífica estancia, y el nivel de precisión con el que los integrantes del cuarto quieren indicar nuestro lugar de procedencia (España, País Vasco, Bilbao) les brinda una nueva ocasión para discutir acaloradamente.

El coche rueda en dirección Cleveland, nuestra última parada antes de cerrar el círculo del viaje con nuestra llegada a Chicago. Pero antes nos aprovisionamos de salchichas y pan de perrito caliente, lo que haría de desayuno, comida y cena en este día de carretera junto con unos marshmellos y galletas que teníamos olvidados.

Llegamos al motel unas ocho horas más tarde, cuando el lugar ya ha adquirido tintes de suburbio, la dinámica de ansiedad y agobio de Cristina se repite, «esto no me da buen rollo». Piensa que nos van a desvalijar, piensa que nos vigilan, piensa que nos pondrán pegas por ser cinco personas habiendo reservado una habitación para cuatro y se enfada cuando ignoramos su plan de dividirnos para que no sospechen, piensa que el hombre del mostrador se negará a darnos la contraseña del Wi-Fi. Nada de esto acaba por cumplirse. Siento que me va a estallar la cabeza, que a la próxima protesta que oiga contestaré algo de lo que me arrepentiré acto seguido, me tomo un ibuprofeno y no medio palabra, me acuesto a las diez de la noche y rezo por sosegarme.

Los ronquidos de Jon Marcos hacen que pase una noche horrible, con el ojo medio abierto en todo momento, y despertarnos a las cuatro y cuarto de la mañana me llena de ira. Tenemos que devolver el coche a las tres de la tarde, Chicago está a más de cinco horas y no queremos imprevistos. Nos vestimos sin ducharnos, me siento un despojo, no me gustaría que nadie me viera ahora ni yo ver a nadie.

En el coche, Jon Marcos decide unilateralmnete poner un podcast que trata sobre China, sobre la vida allí y, sobre todo, como iremos descubriendo, sobre el comercio y la actividad empresarial que caracteriza al país. Al menos no es The Wild Project, y la voz del locutor es tan magnética que me acompaña hasta en sueños. El sol matutino ilumina nuestra marcha y toca con mimo nuestras espaldas y las praderas ahora cetrinas, una capa de bruma muda colma de gracia lo desangelado, así deben vivir allí arriba.

Paisaje de vuelta a Chicago. Canon AE-1, Kodak Portra 400. Foto de Unai

Exijo una breve parada de quince minutos para empaparme yo y empapar a la cámara de todo aquello, me quedaría allí hasta que esa escena desapareciera, encajaría con aplomo el castigo del pago extra por entregar el coche fuera de horario. Son las ocho de la mañana y ya sólo nos quedan tres horas y cuarenta y cinco para llegar a Chicago, pero a Jon Marcos y Cristina los carcome la angustia y quieren retomar el viaje cuanto antes. No confronto.

Dejamos el Honda a la hora acordada. El viaje ha concluido.

Todas las fotos que con tanto esmero saqué con la Mamiya salieron mal, desenfocadas. Estuve unos días sintiéndome algo huérfano, como si me hubieran arrebatado parte de mi vida y mi experiencia en Estados Unidos, pero creo que ya he conseguido reconciliarme con la fotografía, ahora simplemente no me la tomo tan en serio.

De todos modos, dejo aquí abajo las que, de haber funcionado bien la cámara del demonio, habrían tenido un pase.
























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