![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEgYbM1E3TghDhPd664D3TiPfTB8zqUrVadeAFoigKDvdmZ8TL5elelsCQkxpcN26O_0t9g7Gc6mtAEUPLIw2rR1czpDr3_BhcWKKS7wBSOAg-4yAZXq8OTNBo0vj9HLUsMwAT7er7r0r9tOiYBpwQrLlQUXTKJ0NcF0KXqHEO8FRjLt5x-o3qYzSomu3w/s16000/00118175_001.jpg)
Texto original aquí.
En este ensayo, que nace como refutación de El Derecho al Trabajo de 1848, Paul Lafargue expone varios puntos para mí muy interesantes.
- A los trabajadores se nos impone la moral burguesa también en el trabajo. La burguesía, en su lucha contra la nobleza apoyada por el clero, enarboló la bandera del librepensamiento y del ateísmo; pero, una vez triunfante, cambió de tono y de apariencia, y hoy la vemos haciendo todo lo posible por apoyar en la religión su supremacía económica y política. Durante los siglos XV y XVI, la burguesía había abrazado alegremente el paganismo y glorificaba la carne y sus pasiones, algo que el cristianismo reprobaba. Sin embargo, hoy que nada entre riquezas y placeres, reniega de las doctrinas de sus pensadores y predica la abstinencia para los asalariados, condenando a estos al papel de máquina redentora del trabajo sin tregua ni misericordia.
- Al hilo de esto último, ya en 1770 apareció en Londres un escrito anónimo bajo el título An Essay on Trade and Commerce, en el que se predicaba abiertamente el trabajo como freno a las nobles pasiones del hombre. Para extirpar la pereza y doblegar los sentimientos de orgullo e independencia que engendra, el autor de Essay on Trade propuso encerrar a los pobres «en casas ideales de trabajo», donde se obligaría a trabajar catorce horas diarias, de modo que, descontando el tiempo de las comidas, quedarían siempre doce horas completas de puro trabajo. ¡Cómo hemos sobrepasado ese non plus ultra! Los talleres modernos se han convertido en correccionales, donde no sólo se condena a los hombres a trabajos forzados de doce y catorce horas diarias, sino también a las mujeres y a los niños. Esto lo demuestra la más importante obra de Louis-René Villermé, médico y estadista francés que devino economista liberal: Tableau de l’état physique et moral des ouvriers dans les fabriques de cotton, de laine et de soie (1840). El doctor Villermé se refiere a la Alsacia manufacturera, a la Alsacia de la filantropía y del republicanismo industrial.
- «Un gran número —dice Villermé— [...] estaba obligado, por el elevado precio de los alquileres, a vivir en los pueblos próximos. [...] En Mulhouse y en Dornach, el trabajo empezaba a las cinco de la mañana y concluía a las cinco de la tarde, tanto en verano como en invierno... Hay que verlos llegar todas las mañanas a la ciudad y partir todas las noches. Hay entre ellos una multitud de mujeres pálidas, descarnadas, que caminan descalzas entre el barro y que, a falta de paraguas cuando llueve o nieva, llevan el delantal echado sobre la cabeza para preservarse la cara y el cuello; y un número aún más considerable de niños, no menos sucios y demacrados, cubiertos de harapos manchados del aceite de las máquinas que les cae encima durante el trabajo. Estos niños [...] ni siquiera tienen, como las mujeres, una canasta al brazo donde llevar las provisiones del día; llevan en la mano, debajo del saco o como pueden, el pedazo de pan que debe sustentarlos hasta que vuelven a sus casas. Así, a la fatiga de una jornada desmesuradamente larga, de quince horas mínimo, estos desgraciados tienen que agregar la de las idas y venidas, tan penosas y tan frecuentes. Resulta que llegan por la noche a sus casas, agobiados por la necesidad de dormir, y que al día siguiente, sin estar completamente reposados, tienen que levantarse para encontrarse puntualmente en la fábrica a la hora de la apertura».
- A propósito de la duración del trabajo, Villermé observaba que los presidiarios condenados a trabajos forzados no trabajaban más de diez horas; los esclavos de las Antillas, una media de nueve; mientras que en Francia, en la nación que había hecho la Revolución de 1789 y proclamado los pomposos Derechos del hombre, había fábricas donde la jornada era de dieciséis horas.
- Los socialistas revolucionarios deben, por consiguiente, asaltar la moral y las teorías sociales del capitalismo; extirpar de la mente de «la clase llamada a la acción» los prejuicios sembrados por la clase dominante; deben espetar a la cara de todos los hipócritas de la moral, que la tierra dejará de ser el valle de lágrimas de los trabajadores; que en la sociedad comunista que nosotros fundaremos las pasiones humanas tendrán rienda suelta. Y es que «sólo cuando una raza alcanza el máximo de su desarrollo físico llega también al más alto grado de energía y vigor moral» (Doctor Beddoe: Memoirs of the Anthropological Society).
- Los exploradores europeos se detienen asombrados ante la belleza física y el altivo talante de los hombres de las tribus primitivas, que no han sido contaminadas aún por lo que Eduard Poeppig llama el «aliento envenenado de la civilización». Hablando de los aborígenes de las islas de Oceanía, lord George Campbell escribe: «No hay pueblo en el mundo que impresione tanto a primera vista. Su piel lisa y de un tono ligeramente cobrizo; sus cabellos dorados y rizados; su risueño y hermoso rostro; en una palabra, toda su persona, presenta un nuevo y espléndido modelo del genus Homo; su aspecto físico nos da la impresión de una raza superior a la nuestra».
- El señor Pierre-Guillaume Frédéric Le Play dice en su libro Los obreros europeos (1855): «La propensión de los bachkires a la pereza (los bachkires son pastores seminómadas de la vertiente asiática de los Urales); los goces de la vida nómada; las costumbres de la meditación que surgen en los individuos mejor dotados, dan a éstos, generalmente, una distinción de modales, una claridad de inteligencia y de juicio que rara vez se nota en el mismo nivel social de una civilización superior [...]».
- En su lugar, una extraña locura se ha apoderado de las clases obreras de los países en los que reina la civilización capitalista. Esa locura es el amor al trabajo, responsable de las miserias individuales y sociales que, desde hace dos siglos, torturan a la triste humanidad.
- Al entregarse en cuerpo y alma al vicio del trabajo, los proletarios contribuyen a precipitar la sociedad entera en esas crisis industriales de sobreproducción. Como hay abundancia de mercancías y escasez de compradores, se cierran las fábricas, y el hambre azota a las poblaciones obreras. Y los proletarios, en vez de aprovecharse de los momentos de crisis para una distribución general de los productos y para un goce universal, van a golpear con sus cabezas las puertas de las fábricas, vendiendo doce o catorce horas de trabajo por la tercera parte del precio que exigían cuando tenían trabajo de sobra. Y los filántropos de la industria se aprovechan de esas crisis para fabricar más barato. La quiebra llega igualmente, y los almacenes desbordan; se arrojan entonces tantas mercancías por la ventana que no se entiende cómo han podido entrar por la puerta. Pero antes de tomar esa decisión, los fabricantes recorren el mundo entero buscando una salida para las mercancías que se amontonan; obligan a sus gobiernos a anexionarse Congos y a conquistar Tonk, Eritrea y Dahomey, con el único fin de poder despachar su género de algodón. Millares de hombres han tenido que enrojecer el mar con su sangre en las guerras coloniales de los siglos XVI, XVII y XVIII.
- Como la clase trabajadora se ha dejado adoctrinar y se ha arrojado ciegamente al trabajo y a la abstinencia, la clase capitalista se ve condenada a la pereza y al ocio forzado, a la improductividad y al sobreconsumo.
- Para cumplir con su doble función social de improductor y de sobreconsumidor, el burgués no sólo tiene que violentar sus gustos modestos, perder sus costumbres laboriosas de hace dos siglos y darse al lujo desenfrenado, sino que tiene que sustraer al trabajo productivo una masa enorme de hombres, para procurarse ayuda.
- Ante esta doble locura de los obreros, de matarse trabajando con exceso y de vegetar en la abstinencia, el gran problema de la producción capitalista no es ya el de encontrar productores y de duplicar sus fuerzas, sino de descubrir consumidores, excitar sus apetitos y crearles necesidades ficticias. Mas todo es inútil: burgueses que se empachan, criados que superan a la clase productora, naciones extranjeras y bárbaras que se inundan de mercancías europeas; nada, nada puede acabar con las montañas de productos amontonados.
- Una vez acurrucada en la pereza absoluta y desmoralizada por el gozo forzado, la burguesía se acomodó en su nuevo estilo de vida, mirando con horror desde entonces todo cambio. Las miserables condiciones de existencia aceptadas resignadamente por la clase obrera y la degradación orgánica engendrada por la depravada pasión del trabajo aumentaron aún más su repugnancia por toda imposición de trabajo y cualquier restricción de goces. Y precisamente entonces los proletarios se propusieron imponer el trabajo a los capitalistas, enarbolando lemas como «Quien no trabaja, no come» o «Morir combatiendo o vivir trabajando». Ante tales muestras de bárbaro furor, destructores de todo goce y toda pereza burgueses, los capitalistas no podían contestar más que con la represión feroz. Ya no se pueden tener ilusiones sobre el carácter de los ejércitos modernos; se mantienen permanentemente con el único fin de contener al «enemigo interior». Las naciones europeas no tienen ejércitos nacionales, sino ejércitos mercenarios: protegen a los capitalistas contra el furor popular que quisiera condenarlos a diez horas de mina o de hiladora.
- Si disminuyendo las horas de trabajo se conquistan nuevas fuerzas mecánicas para la producción social, obligando a los obreros a consumir sus productos, se conquistará un inmenso ejército de fuerzas de trabajo. La burguesía, aliviada así de su tarea de consumidora universal, se apresurará a licenciar a esa turba de soldados, magistrados, rufianes, proxenetas, etc., que ha sacado del trabajo útil para que la ayuden a consumir y derrochar. El mercado del trabajo estará entonces desbordante, y habrá necesidad de imponer una ley de hierro para prohibirlo: será imposible encontrar ocupación para esta multitud humana, más numerosa que los piojos en el bosque y hasta ahora improductiva. En el momento en que los productos europeos se consuman donde se fabrican y no se envíen a la otra punta del mundo, los marineros, los mozos de cordel, los recadistas, los cocheros deberán empezar a sentarse y a aprender a estar de brazos cruzados. Más aún. Para encontrar trabajo suficiente a todos los improductivos de la sociedad actual, y lograr que el utillaje industrial se desarrolle indefinidamente, la clase obrera deberá, como la burguesía, violentar sus inclinaciones a la abstinencia y desarrollar indefinidamente sus capacidades consumidoras.
- Si desarraigando de su corazón el vicio que la domina y envilece su naturaleza, la clase obrera se alzara en su fuerza terrible para reclamar, no ya los Derechos del hombre, que son simplemente los derechos de la explotación capitalista, ni para reclamar el Derecho al trabajo, que no es más que el derecho a la miseria; sino para forjar una ley de hierro que prohibiera a todo hombre trabajar más de tres horas diarias, la Tierra, la vieja Tierra, estremeciéndose de alegría, sentiría agitarse en su seno un nuevo mundo.
Comentarios
Publicar un comentario